Y un viaje en perspectiva: eso había quedado.
—Bueno —dijo George—. ¿Qué? —Miró a su primo, pero Auberon no había dicho nada.
—No —dijo Auberon.
—Ella dijo... —dijo George, pero no supo decir exactamente qué, no porque hubiera olvidado lo que había dicho Lila, sólo que (caray, con las cabras allá balando a gritos, y el rumor de la nieve y el de su corazón dilatándose y contrayéndose) tampoco podía recordarlo.
—Sylvie —dijo Auberon.
—Un guía —dijo George.
Se oyeron pasos en el corredor.
—Un guía —dijo George—. Ella dijo que necesitaríamos un guía.
Los dos a la par miraron la puerta, que en ese momento se abría.
Fred Savage, con sus galochas, entró en la cocina listo para desayunar.
—¿Guía? —dijo—. ¿Alguien va a alguna parte?
—¿Es ella? —preguntó Sophie, corriendo un poco más el cortinado para poder mirar.
—Tiene que ser —dijo Alice.
Que los faros de un automóvil enfilasen por entre los pilotes de piedra del portón, no era hoy en día un hecho lo bastante frecuente como para que se pensara que pudiera ser otro el visitante.
El automóvil, largo y bajo, negro en la penumbra del anochecer, cruzó rebotando el descuidado camino pedregoso mientras sus ojos brillantes inundaban de luz el edificio. Se detuvo frente al porche, y sus focos se apagaron, pero el burbujeo impaciente del motor prosiguió un rato más. Al fin guardó silencio.
—¿George? —preguntó Sophie—. ¿Auberon?
—A ellos no los veo —dijo Alice—. A ella, únicamente.
—Oh, caramba.
—Bueno —dijo Alice—. Ella al menos.
Volviendo la espalda a la ventana, enfrentaron los rostros expectantes de los que esperaban congregados en el doble salón.
—Ella está aquí —dijo Alice—. Comenzaremos dentro de un momento.
Ariel Halcopéndola, después de apagar el motor, permaneció un rato sentada, escuchando el nuevo silencio. Luego, desasiéndose del abrazo del asiento, salió del coche, recogió del asiento contiguo un bolsón de cocodrilo y, bajo la ligera llovizna, aspiró una profunda bocanada del aire de la noche y pensó: Primavera.
Por segunda vez había viajado al norte hasta Bosquedelinde, esta vez a través de las rutas más transitadas y los baches de una red de carreteras degenerada, y pasando ahora por las garitas de control donde había tenido que mostrar visas y permisos, algo que cinco años antes, la primera vez que había venido aquí, hubiera parecido impensable. Halcopéndola suponía que la habían seguido, al menos parte del trayecto, pero era casi imposible que hubieran podido seguir sus rastros a través de la intrincada maraña de caminos lluviosos que desde la carretera elevada la habían traído hasta aquí. Venía sola. La carta de Sophie, aunque extraña, le había parecido lo bastante urgente como para justificar que la hubiese enviado (Halcopéndola había insistido en que sus primas no le escribiesen a la Capital, ella sabía que le era registrada su correspondencia) y para justificar por su parte ese viaje y una larga ausencia del gobierno en un momento crítico.
—Hola, Alice —dijo cuando las dos altas hermanas salieron a recibirla. En el porche no había encendida ninguna lámpara—. Hola, Sophie.
—Hola —dijo Alice—. ¿Y Auberon? ¿Y George?
Halcopéndola subió los peldaños.
—Fui a la dirección —dijo—, y estuve llamando largo rato. La casa parecía abandonada...
—Siempre lo parece —dijo Sophie.
—... y nadie acudía. Me pareció que había alguien detrás de la puerta, y los llamé por sus nombres. Alguien, alguien con un acento, me contestó que se habían marchado.
—¿Que se habían marchado? —dijo Alice.
—Sí, marchado. Yo pregunté adonde, por cuánto tiempo, pero nadie respondió. No me atreví a quedarme allí mucho tiempo.
—¿No te atreviste? —dijo Alice.
—¿Podemos entrar? —dijo Halcopéndola—. Hace una noche espléndida, pero húmeda. —Sus primas ignoraban y, suponía Halcopéndola, no podían ni siquiera imaginar en qué peligros podían verse envueltas por tener tratos con ella. Deseos poderosos convergían hacia esa casa, ignorando su existencia, pero husmeándola cada vez más cerca. Salvo la débil llama de una vela, que confería una atmósfera de desolada inmensidad al vestíbulo, tampoco allí había luz. Subiendo, bajando, dando vueltas y vueltas a través de los imposibles entresijos de la casa, Halcopéndola siguió también a sus primas hasta dos amplias salas donde había un fuego encendido, y lámparas, y donde muchos rostros se alzaron a su llegada, interesados, expectantes.
—Ésta es nuestra prima —dijo Llana Alice—. Largo tiempo perdida, digamos, y su nombre es Ariel. Y ésta es la familia —le dijo a Ariel—, ya los conoces, y algunos más. Supongo —añadió— que ya estamos todos. Todos los que han podido venir. Iré a buscar a Fumo.
Sophie fue a sentarse a una mesa de juego donde había una lámpara encendida, una lámpara con una pantalla verde, y donde se hallaban las cartas. Al verlas allí Ariel Halcopéndola sintió que se le henchía, o se le encogía, el corazón. Cualesquiera otros destinos que esas cartas pudieran encerrar, Halcopéndola supo en ese momento con absoluta certeza que el suyo estaba en ellas: era ellas.
—Hola —dijo, saludando brevemente a la asamblea con un movimiento de cabeza. Escogió una silla de respaldo recto entre una señora mayor, increíblemente vieja, de ojos clarísimos, y dos niños gemelos, varón y mujer, que compartían un sillón.
—¿Y cómo —le preguntó Marge Junípero— viene usted a ser prima nuestra?
—Hasta donde yo sé —dijo Halcopéndola—, no soy realmente una prima. El padre del Auberon que era hijo de Violet Bebeagua fue mi abuelo por un matrimonio ulterior.
—Oh —dijo Marge—. Esa parte de la familia.
Halcopéndola se sentía el blanco de todas las miradas. Se volvió, con una ligera sonrisa, a los dos niños que ocupaban el sillón, y que la estaban observando con una indefinible curiosidad. Raras veces han de ver gente extraña, supuso Halcopéndola, pero lo que Retoño y Florita estaban viendo, en persona, con asombro y una leve trepidación, era a ese enigmático y un tanto aterrador personaje de una canción que ellos solían cantar y que aparece en el momento crucial de la historia: La Dama del Bolso de Cocodrilo.
Alice subió a prisa las escaleras, orientándose en los tramos obscuros con la destreza de un ciego.
—Fumo —llamó cuando hubo llegado al pie de la estrecha espiral de peldaños empinados que subía a la orrería. No obtuvo respuesta, pero allá arriba había luz.
—¿Fumo?
A Alice no le gustaba subir a la buhardilla: los peldaños angostos, la puertecita abovedada, la estrecha cúpula fría, repleta de aparatos, la ponían demasiado nerviosa, no estaba concebida para divertir a alguien tan corpulento como ella.
—Ya están todos aquí —dijo—. Podemos empezar.
Esperó, acurrucándose. La humedad era palpable en este piso descuidado; las manchas pardas se extendían por todo el empapelado. Fumo dijo:
—Ya voy. —Pero Alice no oyó movimiento alguno.
—George y Auberon no han venido —dijo—. Estaban de viaje. —Esperó otro rato y entonces, al no oír ni rumor de actividades ni de preparativos para bajar, subió la escalera y asomó la cabeza por la puertecita.
Fumo estaba sentado en una banqueta pequeña, como un suplicante o un penitente ante su ídolo, la mirada fija en el mecanismo que ocupaba el interior de la caja de acero negra. Al verlo en esa actitud, ante el objeto de sus desvelos al desnudo, Alice se sintió un poco avergonzada, casi como una intrusa.
—Ya va —dijo Fumo otra vez, pero cuando se levantó fue sólo para sacar una de las bolas del tamaño de un pelota de croquet que estaban alineadas en la parte posterior de la caja. La colocó en el hueco de la mano de uno de los brazos articulados de la rueda que la caja contenía y protegía. Lo soltó, y el peso de la bola hizo girar el brazo hacia abajo. Al moverse éste, los otros brazos articulados también se pusieron en movimiento; otro, clac-clac-clac, se extendió para recibir la próxima bola.
—¿Te das cuenta de cómo funciona? —dijo Fumo con tristeza.
—No —dijo Alice.
—Una rueda que rompe el equilibrio —dijo Fumo—. Estos brazos articulados, ¿ves?, se extienden bien rígidos de este lado gracias a las articulaciones; pero cuando dan toda la vuelta hacia este lado, las articulaciones se repliegan, y el brazo descansa sobre la rueda. Bien. Esta parte de la rueda, aquí donde sobresalen los brazos, siempre pesará más, y siempre bajará, es decir, dando la vuelta; de modo que cuando pones la bola en el hueco, la rueda gira en descenso, y pone en actividad el brazo siguiente. Y otra bola cae en el hueco de la mano de ese brazo, y lo hace bajar y girar, y así sucesivamente.
—Oh. —Fumo le estaba describiendo el proceso en un tono monocorde, como si fuera una vieja y mil veces repetida lección de gramática. Alice recordó de pronto que esa noche Fumo no había bajado a cenar.
—Entonces —prosiguió él— el peso de las bolas al caer en los huecos de los brazos de este lado levanta los brazos de este otro lado lo suficiente como para que se replieguen, y la taza se inclina, y la bola rueda —giró la rueda a mano para demostrarlo— y vuelve a la hilera, y rueda y cae en la taza del brazo que acaba de extenderse de este lado y éste hace girar el brazo y así hasta el infinito. —Y en efecto, el brazo inactivo depositó su bola, y la bola rodó al brazo que, clac-clac-clac, extendió la rueda. El brazo fue transportado hasta el final del ciclo de la rueda. Luego se paró.
—Asombroso —dijo Alice con dulzura.
Fumo, con las manos enlazadas en la espalda, contemplaba la rueda inmóvil con aire sombrío.
—Es la cosa más estúpida que he visto en mi vida —dijo.
—Oh...
—Ese tipo Nube ha de haber sido el inventor o el genio más estúpido que jamás... —No sé le ocurrió ninguna conclusión, y agachó la cabeza.— Nunca funcionó, Alice, este artefacto nunca ha podido accionar nada. Nunca va a funcionar.
Ella avanzó pisando con cautela entre las herramientas y las piezas sueltas y aceitadas y lo cogió del brazo.
—Fumo —dijo—. Están todos abajo. Ariel Halcopéndola ha venido.
Él la miró, y se echó a reír, una risa de frustración ante una derrota absurdamente definitiva; de pronto hizo una mueca, y se llevó rápidamente la mano al pecho.
—Oh —dijo Alice—. Tendrías que haber comido.
—Es mejor cuando no como —dijo Fumo—. Pienso.
—Vamos —dijo Alice—. Ya lo encontrarás. Estoy segura. Tal vez podrías preguntarle a Ariel. —Le dio un beso en la frente, salió delante de él por la puerta abovedada y, con una profunda sensación de alivio, bajó las escaleras.
—Alice —dijo Fumo—. ¿Es hoy? ¿Esta noche, quiero decir? ¿Es eso?
—¿Es qué?
—¿Es, no? —dijo él.
Mientras atravesaban el corredor y bajaban al segundo piso, Alice no dijo nada. Llevaba a Fumo del brazo, y pensó más de una cosa que podía decir; pero al fin (no tenía objeto alguno seguir hablando en clave, ella sabía demasiado, y él también) dijo tan sólo:
—Supongo. Casi.
La mano de Fumo, la mano con la que se apretaba la clavícula, le empezó a hormiguear.
—Oh-oh —dijo, y se detuvo.
Estaban en el rellano superior de la escalera. Vagamente podía ver abajo las luces del salón, y oír las voces. Súbitamente las voces se diluyeron en un zumbido de silencio.
Casi. Si era casi, entonces él había perdido; porque estaba muy retrasado, tenía trabajo por hacer que ni siquiera era capaz de concebir, y mucho menos comenzar. Había perdido.
Un agujero enorme pareció abrirse en su pecho, un agujero más grande que él. El dolor se apretujaba en los contornos de los huecos, y Fumo supo que al cabo de un momento, de un momento interminable, el dolor penetraría violentamente y llenaría el vacío; pero por el momento no era nada, nada más que una terrible premonición, y una incipiente revelación, ambas vacías, en pugna en su vacío corazón. La premonición era negra, y la revelación incipiente sería blanca. Se detuvo de golpe, tratando de no aterrorizarse por no poder respirar: no había aire dentro del vacío para que él lo respirase; sólo la batalla entre Premonición y Revelación podía experimentar, y oír el largo, intenso zumbido que parecía ser una voz que le decía: Ahora ves, tú no pediste ver y no es éste el momento en que habrías en todo caso esperado, deseado que la visión viniera a ti, aquí en esta escalera y en esta obscuridad, pero es Ahora; y en ese mismo instante cesó. Su corazón, con dos terribles golpes secos como mazazos, empezó a latir frenética y resueltamente, como con furia, y el dolor, familiar y liberador, lo inundó. La batalla había concluido. Ya podía respirar dolor. Dentro dé un momento respiraría aire.
—Oh —le oyó decir a Alice—, oh, oh, uno de los bravos. —La vio apretarse su propio pecho en un gesto de solidaridad, y sintió en el brazo izquierdo la presión de su mano.
—Sí, uff —dijo él, reencontrando su voz—. Oh, caray.
—¿Pasó?
—Casi. —El dolor le bajaba por el brazo izquierdo, que ella retenía, adelgazándose en un hilo que se prolongaba hasta llegar al dedo anular, en el que no llevaba ningún anillo, pero del cual, y eso era lo que ella sentía ahora, un anillo le estaba siendo arrancado, a los tirones, un anillo que había usado durante tanto tiempo que ya nadie podía quitarle sin seccionar el nervio y el tendón—. Sal de una vez, sal —le dijo, y salió, o en todo caso se adelgazó un poco más—. Ya está —dijo—. Ya.
—Oh, Fumo —dijo Alice—. ¿Ya?
—Ya pasó —dijo él. Reanudó el descenso hacia las luces del salón. Alice lo tenía, lo sostenía, pero él no estaba débil; ni siquiera estaba enfermo, el doctor Fish y los viejos libros de medicina del doctor Bebeagua estaban de acuerdo en que lo que él padecía no era una enfermedad sino una condición, compatible con una larga vida, e incluso por lo demás con la buena salud.
Una condición, algo con que convivir. ¿Por qué, entonces, parecía ser revelación, una revelación que nunca llegaba del todo, y que no podía ser recordada después?
—Sí —había dicho el viejo Fish—, la premonición de la muerte es una sensación frecuente con la angina, nada por qué preocuparse. —Pero ¿era de muerte? ¿Sería acaso ésa la revelación, cuando llegase, si llegaba?
—Te dolió mucho —dijo Alice.
—Bueno —dijo Fumo, riéndose o jadeando—. Creo que hubiera preferido que no ocurriera, sí.