—Nadie me hace caso —se quejó Sophie, quien se limitaba a mirarla sin oírla, pensado qué podría ser de ella, de los valientes, e incapaz de imaginarlo, y justo en ese momento Mambé, que no había oído el plan propuesto por Florita, se levantó, tambaleándose, y dijo: —Bueno. Hay café y té y otras cosas en la cocina, y bocadillos —y eso rompió más aún el círculo; hubo un arrastrar de sillas y un desplazamiento general; conversando en voz baja, se encaminaron a la cocina.
—Vendrá de perlas el café —le dijo Halcopéndola a la anciana señora sentada a su lado.
—Sin duda —dijo Marge Junípero—. Sólo que no estoy segura de si merece la pena levantarse para ir a buscarlo. Usted sabe.
—¿Me permitirá —dijo Halcopéndola— que le traiga una taza?
—Es usted muy amable —dijo Marge con alivio. Había sido un verdadero problema para todos traerla hasta aquí, y se alegraba de poder quedarse sentada en el sitio en que la habían puesto.
—Bien —dijo Halcopéndola. Echó a andar detrás de los otros, pero se detuvo ante la mesa donde Sophie, mejilla en mano, escrutaba con angustia, o con sorpresa, las cartas—. Sophie —dijo.
Sophie alzó el rostro y miró a Halcopéndola: un temor o respeto brillaba ahora en sus pupilas.
—¿Y si fuera demasiado lejos? —dijo—. ¿Y si yo estuviera totalmente equivocada?
—No creo que puedas estarlo —dijo Halcopéndola—, en cierto modo. Hasta donde he podido comprender lo que quisiste decir, en todo caso. Es muy
extraño
, lo sé; pero ésa no es razón para suponer que sea falso. —Tocó el hombro de Sophie.— Yo diría más bien que quizá no es aún suficientemente extraño.
—Lila —dijo Sophie.
—Eso —dijo Halcopéndola— fue extraño. Sí.
—Ariel —dijo Sophie—, ¿no querrías mirarlas? Quizá tú puedas ver algo, algún primer paso.
—No —dijo Halcopéndola, retrocediendo—. No; yo no tengo derecho a tocarlas. —En la figura que Sophie había extendido, rota ahora, no aparecía el Loco.— Ahora son una cosa demasiado importante.
—Oh, no sé —dijo Sophie, desparramándolas sobre la mesa sin mirarlas—. Yo creo..., tengo la impresión de haber acabado con ellas. O con lo que ellas puedan decir. Tal vez sea sólo yo. Pero no parece que haya en ellas nada más. —Se levantó y se alejó de las cartas.— Lila dijo que eran la guía. Pero yo no lo sé. Creo que sólo estaba fingiendo.
—¿Fingiendo? —dijo Halcopéndola, siguiendo a Sophie.
—Sólo para mantener vivo el interés —dijo Sophie—. La esperanza.
Halcopéndola les lanzó una mirada por encima del hombro. Como el círculo que intentara hacer Florita, también las cartas estaban fuertemente unidas, incluso así, en desorden, con las manos entrecruzadas. Acabado con ellas... Volvió rápidamente la cabeza, le hizo un gesto amistoso a la señora a cuyo lado había estado sentada durante la reunión, y que la anciana dama no pareció ver.
Y en verdad, Marge Junípero no la veía, pero no era la mala vista ni la dispersión de la atención propia de la edad lo que la cegaba; estaba absorta, simplemente absorta —como Sophie les había pedido que lo hicieran—, pensando en cómo podría ella ir andando hasta ese lugar, y qué podría llevar consigo (una flor seca conservada entre las páginas de un libro, un chal bordado con esas mismas flores, un relicario que contenía un rizo de cabellos negros, un acróstico de San Valentín en el que las letras de su nombre eran las mismas iniciales de sentimientos ahora mustios hasta el sepia y la insinceridad) y cómo podría economizar sus fuerzas hasta el día en que tuviera que ponerse en camino.
Porque ella sabía cuál era ese lugar del que Sophie hablaba. En los últimos tiempos la memoria de Marge se había debilitado, lo que equivale a decir que ya no guardaba, depositado en ella, el tiempo pasado, no era lo bastante resistente para retener los momentos, las mañanas y los atardeceres, de su larga vida; rotos los diques, sus recuerdos fluían juntos, confundidos, indiferenciables del presente. Con la edad, su memoria se había vuelto incontinente; y ella sabía muy bien cuál era ese lugar al que tenía que ir. Era el lugar al cual, unos ochenta años atrás, o ayer, había huido August Bebeagua; y también el lugar en el que ella se había quedado cuando él se marchó. Era el lugar al que van todas las esperanzas jóvenes cuando se hacen viejas y las hemos perdido; el lugar adonde van los comienzos cuando llegan los finales, y luego se van, también ellos.
El día del Solsticio de Verano, pensó, y se puso a contar los días y semanas que faltaban hasta él; pero se olvidó de qué estación era esta en la que empezaba a contar, así que desistió.
En el comedor, Halcopéndola se topó con Fumo, solitario en el rincón, perdido al parecer en su propia casa y en sus pensamientos.
—¿Cómo entiende usted todo esto, señor Barnable? —le preguntó.
—¿Hm? —Fumo tardó un momento en distinguirla.— Oh. No lo entiendo. No. No lo entiendo. —Se encogió de hombros, no como quien se disculpa, sino como si fuera una postura que estuviese tomando, sólo un aspecto de la cuestión, aunque del otro había también mucho que decir. Desvió la mirada.
—¿Y cómo —dijo ella, viendo que no debía insistir en ese tema— marcha su orrería? ¿Ha conseguido ponerla en funcionamiento?
También ésta parecía ser una pregunta inoportuna. Fumo suspiró.
—En funcionamiento, no —dijo—. Todo a punto para que funcione. Sólo que no funciona.
—¿Cuál es la dificultad?
Él hundió las manos en los bolsillos.
—La dificultad —dijo— consiste en que es circular.
—Bueno, también lo son las esferas —dijo Halcopéndola—. O casi.
—No me refería a eso —dijo Fumo—. Quiero decir que depende de ella misma para funcionar. Depende de que funcione para funcionar. Usted sabe. El Movimiento Perpetuo. Es una máquina de movimiento perpetuo, créalo o no.
—También lo son las esferas —dijo Halcopéndola—. O casi.
—Lo que no puedo comprender —dijo Fumo, y a medida que reflexionaba parecía agitarse cada vez más, y hacía tintinear los objetos menudos que tenía en los bolsillos, tornillos, arandelas, monedas— es cómo a Henry Nube, o a Harvey, se le pudo ocurrir una idea tan absurda. El movimiento perpetuo. Todo el mundo lo sabe... —Miró a Halcopéndola.— Por cierto —dijo—, ¿cómo funciona la suya? ¿Qué la hace girar?
—Bueno —dijo Halcopéndola, depositando sobre un aparador las dos tazas de café que traía—, no, supongo, de la misma forma que la suya. La mía muestra una esfera celeste más simple, en muchos aspectos...
—Bueno, pero ¿cómo? —dijo Fumo—. Déme usted una pista, al menos. —Sonrió, y Halcopéndola pensó, mientras lo observaba, que raras veces había sonreído en los últimos tiempos. Se preguntó cómo, ante todo, habría venido a parar a esta familia.
—Le puedo decir esto —dijo—. Sea lo que sea lo que haga girar la mía, yo tengo la absoluta convicción de que fue proyectada para que funcionara por sí sola.
—Por sí sola —dijo Fumo, en tono dubitativo.
—Sin embargo, no pudo hacerlo —dijo Halcopéndola—. Quizá porque no es el verdadero firmamento, porque reproduce un firmamento que jamás podría girar por sí solo, sino movido siempre por una voluntad: por ángeles, por dioses. El mío es el antiguo firmamento. Pero el de usted es el nuevo, el firmamento newtoniano, dotado de autopropulsión, al que una vez que se le ha dado cuerda gira y gira eternamente.
Fumo la miraba fascinado.
—Hay una máquina que supuestamente tendría que accionarla —dijo—. Pero también ella necesita algo que la accione a su vez. Necesita un impulso.
—Bueno —dijo Halcopéndola—. Una vez debidamente instalada... Si tuviera, quiero decir, los movimientos de los astros, ésos serían irresistibles, ¿verdad que sí? —Un fulgor extraño empezó a brillar en las pupilas de Fumo, un fulgor que a Halcopéndola le parecía dolor. Haría mejor en cerrar el pico. Una pequeña lección. De no haber intuido que Fumo estaba efectivamente al margen del plan proyectado por el resto de la familia, y que ella, Halcopéndola, no tenía en absoluto la intención de secundar, no habría añadido:— A lo mejor, señor Barnable, confunde usted una cosa con otra. El impulso y lo que es impulsado. Los astros tienen energía de sobra.
Recogió las tazas de café, y cuando él estiró una mano para retenerla, ella se las mostró, sacudió la cabeza, y escapó; su pregunta siguiente iba a ser una que ella no podría responder sin quebrantar antiguos juramentos. Deseaba haberle prestado alguna ayuda. Sentía, por alguna razón, la necesidad de contar con un aliado aquí. Al detenerse, desorientada (al salir del comedor había tomado una dirección equivocada), en una confluencia de varios corredores, lo vio, precipitándose escaleras arriba, y deseó no haberlo estimulado en vano.
Y ahora, ¿adonde era que iba? Miraba en derredor, dando vueltas y vueltas, con el café enfriándose en sus manos. De algún lugar le llegaba un murmullo de voces.
Un recodo, una encrucijada desde donde podían verse muchos caminos a la vez; un Panorama. Ninguna de sus mansiones de la memoria estaba más imbricadamente construida, con más corredores, más recintos que fueran dos lugares a la vez, más precisa en sus confusiones, que esta casa. La sentía despertar en torno de ella, el sueño de John, el castillo de Violet, alta y con numerosas habitaciones. Se adueñaba de sus pensamientos como si estuviera en verdad hecha de recuerdos; comprendió, y una claridad aterradora la inundó al comprenderlo, que si ésta
fuera
la casa de su memoria, todas sus conclusiones resultarían ahora muy distintas, sí, absolutamente distintas.
Había estado sentada esa noche entre ellos, sonriendo y escuchando cortésmente, como quien asiste a un servicio religioso de una congregación a la que no pertenece, aunque tomada por los miembros como uno de ellos, sintiéndose a la vez turbada por la sinceridad de ellos y aislada a causa de esas emociones que se alegraba de no compartir, y quizá apenas un poquito triste por sentirse excluida, le parecía gracioso interpretar las cosas tan ingenuamente. Pero mientras tanto la casa había estado alrededor de ellos como estaba ahora de ella, grande, grave, segura e impaciente: la casa decía que no era así, no era así en absoluto. La casa decía (y Halcopéndola sabía cómo oír hablar a las casas, era su mayor talento y su gran arte, y sólo se preguntaba cómo había podido estar sorda tanto tiempo a esa voz enorme) que no eran ellos, que no eran los Bebeagua y los Barnable y el resto quienes habían interpretado las cosas demasiado ingenuamente. Ella había supuesto que las grandes cartas con las que ellos jugaban habían caído en sus manos por puro azar, un Graal escondido juguetonamente entre las copas para uso diario, un accidente histórico. Pero la casa no creía en accidentes; la casa decía que ella, Halcopéndola, se había equivocado, sí, de nuevo, y esta vez por última vez. Como si, mientras había estado sentada solitaria, en una humilde iglesia, entre feligreses ordinarios que entonaban himnos trillados, hubiera sido testigo de un milagro, de una gracia concreta y terrible, Halcopéndola temblaba ahora de repulsión y de miedo: no era posible que ella se hubiese equivocado tan horriblemente, la razón no lo podía soportar, se trocaría en sueño y se rompería en añicos, y al estallar en añicos ella despertaría en algún otro mundo, en una casa, tan extraña, tan desconocida...
Oyó que Llana Alice la llamaba, desde una dirección insospechada. Oyó las tazas de café, que aún sostenía, castañetear débilmente sobre los platillos. Trató de recobrar la compostura, de armarse de coraje, y consiguió salir de la maraña del estudio imaginario donde se había quedado atrapada.
—Pasarás la noche aquí, Ariel, ¿verdad? —dijo Alice—. El dormitorio imaginario está preparado, y...
—No —dijo Halcopéndola. Le llevó el café a Marge, que aún seguía sentada en el mismo sitio. La anciana cogió la taza con aire ausente, y a Halcopéndola le pareció que lloraba, o que había estado llorando, aunque tal vez no fuera nada más que el lagrimeo de los ojos viejos—. No, es muy amable de tu parte, pero debo marcharme. Tengo que coger desde aquí un tren hacia el norte. Debería estar en él ahora, pero conseguí hacer tiempo para venir primero aquí.
—Bueno, no podrías...
—No —dijo Halcopéndola—. Es un tren presidencial. Con servicio principesco, ¿sabes? Él está realizando una de sus giras. No sé para qué se toma la molestia. O lo fotografían, o lo ignoran. Todavía.
Los invitados se retiraban, poniéndose gruesos abrigos y gorros pasamontañas. Muchos se detenían a hablar con Sophie. Halcopéndola vio que uno de ellos, un hombre anciano, lloraba mientras hablaba, y que Sophie lo abrazaba.
—¿Irán todos, entonces? —le preguntó a Alice.
—Creo que sí —dijo Alice—. Casi todos. Nos veremos, ¿verdad?
Sus ojos fijos en Halcopéndola, tan límpidos y castaños, tan llenos de serena complicidad, le hicieron desviar la mirada, temiendo también ella empezar a balbucear y llorar.
—Mi bolso —dijo—. Iré a buscarlo y me marcharé. Es preciso.
Los salones en que habían celebrado la asamblea estaban vacíos ahora, a no ser la figura vaga de la anciana, que bebía café a sorbitos cortos como una muñeca mecánica. Halcopéndola tomó su bolso. De pronto vio las cartas desparramadas bajo la lámpara.
El fin de la historia, la de ellos. Pero no de la suya, no si podía evitarlo.
Alzó rápidamente la vista. Podía oír a Alice y Sophie, despidiéndose de los invitados en la puerta principal. Marge tenía los ojos cerrados. Casi sin pensarlo, se volvió de espaldas a la anciana, abrió de un manotón el bolso y echó en él las cartas. Como hielo le quemaron las yemas de los dedos que las tocaron. Cerró precipitadamente el bolso y se dio vuelta para marcharse. Vio a Alice de pie en la puerta del salón, mirándola.
—Adiós, entonces —dijo Halcopéndola vivamente, el corazón helado galopándole, sintiéndose tan impotente como un niño caprichoso en las garras de un adulto que no ha podido aún dominar su berrinche.
—Adiós —dijo Alice, haciéndose a un lado para dejarla pasar—. Buena suerte con el presidente. Pronto nos veremos.
Halcopéndola no la miró, sabiendo que vería su crimen reflejado en los ojos de Alice, y otras cosas que deseaba ver aún menos. Había, tenía que haber una forma de escapar de esto; si el ingenio no la podía encontrar, el poder tenía que crearla. Y ya era demasiado tarde para que pudiera pensar en otra cosa que no fuese escapar.