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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (96 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Bien. Podían oírse, aunque distantes, los ruidos del tráfico. Miró, con cautela, en otra dirección: allá, del otro lado del cerco, se alzaba, coronado por estatuas de legisladores, un palacio de justicia. Un soplo de humo penetró, mezclado con el aire primaveral, en sus fosas nasales. Ahora sólo necesitaba dar una vuelta alrededor del enclave que había levantado, pasar siguiendo un orden estricto por cada uno de sus frentes y exigir de cada uno la parte de Sylvie que en él había depositado.

El parque temblaba de irrealidad, pero él lo sostuvo. No te impacientes, no te apresures. El primer lugar, primero, después el segundo. Si no hacía esto correctamente, nunca sabría cuál sería el desenlace de la historia, si la encontraba a ella y la llevaba consigo de regreso (¿de regreso adonde?) o si la perdía para siempre, o cualquiera que fuese, o pudiera ser, o hubiera sido, el final. Empezó de nuevo: el primer lugar, después el segundo.

No, todo era en vano. ¿Cómo pudo alguna vez imaginar que la había encerrado allí, en ese lugar, como a una princesa en una torre? Ella había escapado, ella tenía sus propias artes. ¿Y qué le quedaba a él, en resumidas cuentas, de sus retazos de recuerdos? ¿Ella? En absoluto. Con el tiempo, se habían ajado y deshilachado más aún que como él los recordaba cuando los depositara allí. Todo en vano. Se levantó de su banco en el parque, buscando a tientas en su bolsillo la llave que le permitiría salir de él. Las niñitas que jugaban a los bolos en los senderos alzaron los ojos con cautela, mientras él buscaba un portón para salir.

Cerrojos. Eso, sólo eso era esta maldita Ciudad, pensó, mientras introducía su llave: cerrojos tras cerrojos. Hileras, racimos, manojos de cerrojos enroscados, enmarañados en las guardas de las puertas, y las llaves pesando como pecados en los bolsillos, para abrirlas y cerrarlas y abrirlas y cerrarlas una y otra y otra vez. Abrió el pesado portón, empujándolo hacia un costado como si fuera la puerta de una celda. En el poste de ladrillo rojo del portón había una placa: Ratón Bebeagua Piedra 1900. Y desde el portón la calle se alargaba, por un trecho flanqueada de casas urbanas, para penetrar luego en la distancia pardusca rumbo a la ciudad alta entre castillos vagos de antiguo poderío, que rozaban el cielo enguirnaldados de ruido y de humo.

Echó a andar. A su lado la gente pasaba de prisa, ellos tenían un destino; él, sin rumbo, caminaba lentamente. Y delante de él, desde una calle lateral, con sus botas de andar y sus pies ligeros, llevando un paquete bajo el brazo, Sylvie dio vuelta la esquina hacia la avenida y enfiló calle arriba.

Pequeña y sola, pero segura de sí misma en la calle tumultuosa, su reino. Y también el suyo, el de Auberon. Su espalda se alejaba: todavía yéndose, y él aún atrás. Pero ahora, por fin, parecía estar en el buen camino. Abrió la boca, y el nombre salió. Lo había tenido en la punta de la lengua.

—Sylvie —llamó.

Bastante cerca

Ella oyó ese nombre, y parecía ser un nombre que ella conocía, y sus pies aminoraron la marcha, y se volvió en parte, pero no se dio vuelta; había sido un nombre, un nombre que ella recordaba de algún lugar, de alguna época. ¿Lo habría gritado un pájaro, llamando a su compañera? Alzó los ojos hacia la fronda de los árboles atravesada por los rayos del sol. ¿O una ardilla llamando a sus amigos y parientes? Vio una correteando y deteniéndose de golpe sobre la rodilla nudosa de un roble, y luego volviéndose a mirarla. Siguió andando, pequeña, sola, pero segura de sí misma bajo los árboles altos, sus pies descalzos pisando ligeros uno tras de otro en medio de las flores.

Ella se alejaba, y a paso ligero: las alas que le habían crecido no eran alas, pero la llevaban: ella no se detenía para divertirse, pese a que le mostraban placeres y a que muchas criaturas le imploraban que no se marchara.

—Más tarde, más tarde —les decía a todos, y apuraba la marcha, mientras noche y día se desplegaba ante ella el sendero a medida que avanzaba.

Él está en camino, pensaba, lo sé, él estará allá, sí, estará. Tal vez no se acuerde de mí, pero yo haré que me recuerde, ya verá. El regalo que traía para él, elegido al cabo de largas reflexiones, lo llevaba apretado bajo el brazo, y no había permitido que ningún otro lo trajera, pese a que muchos se habían ofrecido a hacerlo.

¿Y si él no estuviera allí?

No, él estaría, no podría haber ningún banquete si él no estaba presente, y un banquete había sido prometido; todo, todo el mundo estaría allá, y con seguridad también él, uno de ellos. ¡Sí! El mejor sitio, los bocados más exquisitos, con su propia mano le daría ella de comer, sólo para observar su rostro, ¡tanto como se iba a sorprender! ¿Habría cambiado? Habría, sí, pero ella lo reconocería. Estaba segura.

La noche la acuciaba. La luna salió, ya en gorda creciente, y le hizo un guiño: ¡Fiesta! ¿Dónde estaba ella ahora? Se detuvo y escuchó las voces del bosque. Cerca, cerca. Ella nunca había estado aquí antes de ahora, y ésta era una señal. No le gustaba seguir andando sin indicios seguros, sin algún santo y seña. Su invitación había sido clara y a nadie tenía ella que rendir pleitesía, pero... Se encaramó en la rama más alta de un árbol alto y escrutó desde allí la campiña bañada por la luna.

Estaba en el linde del bosque. Las brisitas nocturnas mordisqueaban las copas de los árboles, agitando las hojas al pasar.

Lejana, o cercana, o ambas cosas; en todo caso más allá de los tejados de ese pueblo y de ese campanario iluminado por la luna, divisó una casa, una casa alhajada de luces, con todas sus ventanas iluminadas. Estaba bastante cerca.

Esa noche la señora Sotomonte echó una última mirada en torno de su pulcra y obscura casita y, tras comprobar que todo en ella estaba como tenía que estar, salió y de un empujón cerró la puerta; alzó los ojos a la cara de la luna; sacó, del hondo bolsillo de su falda, la llave de hierro, y después de cerrar con ella la puerta de la casa, la depositó debajo del felpudo.

Hazles sitio, hazles sitio

Hazles sitio, hazles sitio, pensó; todo para ellos ahora. La mesa del banquete estaba preparada con todos sus cubiertos; casi deseaba poder quedarse para el festín. Pero ahora que por fin había vuelto el viejo rey, y se sentaría en su alto trono (cuándo, la señora Sotomonte nunca había estado del todo segura), ella ya no tenía allí nada más que hacer.

El hombre conocido como Russell Eigenblick sólo había tenido para ella una pregunta:

—¿Por qué?

—Por qué, por amor al cielo —había respondido la señora Sotomonte—, por qué, por qué. ¿Por qué necesita el mundo tres sexos, cuando uno de ellos no sirve para nada? ¿Por qué existen veinticuatro clases de sueños y no veinticinco? ¿Por qué siempre hay en el mundo un número par de mariquitas y no un número impar, un número impar de estrellas visibles y no un número par? Era preciso abrir puertas, forzar grietas; hacía falta una cuña y la cuña era usted. Había que hacer un invierno antes de que pudiera llegar la primavera; usted fue ese invierno. ¿Por qué? ¿Por qué es el mundo como es y no de otra manera? Si usted supiera la respuesta, no estaría ahora aquí preguntándolo. Vamos, serénese usted. ¿Tiene su manto y su corona? ¿Está todo a su gusto, o al menos lo bastante? Reine usted con justicia y sabiduría; sé que su reinado será largo. Transmita usted a todos ellos mis mejores augurios, cuando en el otoño acudan a rendirle pleitesía; y no les haga preguntas difíciles; bastantes han tenido ya que contestar durante todos estos años.

¿Y eso era todo? Miró en torno. Ella estaba lista para la partida; todos sus baúles y cestas inimaginables habían sido enviados con antelación con los jóvenes y fuertes que se habían marchado primero. ¿Había dejado la llave? Sí, debajo del felpudo; acababa de hacerlo. ¡Qué cabeza! ¿Eso era todo?

Ah, pensó, una cosa me queda por hacer.

Vienes o te quedas

—Nosotros nos vamos —dijo. Estaba de pie sobre la arista de roca que emergía de un estanque allá en la espesura del bosque, en cuyas aguas caía con su canturreo incesante una cascada.

Los rayos de la luna se quebraban sobre la faz del estanque, en la que flotaban, danzando en los remolinos, hojas y flores nacidas con la primavera. Una gran trucha blanca de ojos rosados, sin motas ni banda emergió lentamente del agua.

—Os vais —dijo.

—Vienes o te quedas —dijo la Señora Sotomonte—. Has estado tanto tiempo de este lado del Cuento, que ahora depende de ti.

Alarmada más allá de las palabras, la trucha no dijo nada. Al cabo de un rato, impacientándose al ver que el pez se limitaba a mirarla, acongojado, dijo con aspereza:

—¿Y?

—Me quedo —respondió el pez con presteza.

—Muy bien —dijo la señora Sotomonte, que a decir verdad no se habría sorprendido demasiado si la respuesta hubiera sido otra—. Pronto —prosiguió—, pronto vendrá a este lugar una muchacha joven (bueno, una dama vieja, viejísima ahora, pero eso no tiene importancia, una muchacha joven que tú conociste), y se inclinará sobre este estanque; será la que durante tanto tiempo has estado esperando, y a ella no la engañará tu forma, ella se inclinará y pronunciará las palabras que te liberarán del hechizo.

—¿Ella? —dijo el Abuelo Trucha.

—Sí, ella.

—¿Por qué?

—Por amor, viejo bobo —dijo la señora Sotomonte, y golpeó con tanta fuerza con su vara la roca en la que estaba posada que ésta se quebró; un polvo de granito flotó en la turbulenta superficie del estanque—. Porque el Cuento se ha acabado.

—Oh —dijo el Abuelo Trucha—. ¿Se ha acabado?

—Sí, se ha acabado.

—¿No podría yo —dijo el Abuelo Trucha— seguir conservando esta forma?

La señora Sotomonte se inclinó y estudió sobre el estanque la figura difusa y plateada.

—¿Esta forma? —dijo.

—Bueno —dijo el pez—. Me he acostumbrado a ella. No recuerdo para nada a esa muchacha.

—No —dijo la señora Sotomonte tras un momento de reflexión—. No creo que puedas. No puedo imaginar eso. —Se irguió.— Un trato es un trato —dijo, mientras se alejaba—. Nada que ver conmigo.

El Abuelo Trucha, con miedo en el corazón, fue a refugiarse en los escondrijos festoneados de malezas de su estanque. Las reminiscencias, a su pesar, lo invadían rápidamente. Ella: pero ¿qué ella sería? ¿Cómo podría él esconderse de ella cuando viniera, no con exigencias, no con preguntas, sino con las palabras, las únicas palabras (él cerraría los ojos para no reconocerla, si tuviera párpados) que despertarían su frío corazón? Irse, sin embargo, él no podía hacer eso; el verano había llegado y con él millones de bichitos; los torrentes de la primavera ya habían pasado y su estanque era, una vez más, la vieja mansión familiar. No, él no se iría. Sacudió las aletas, presa de gran agitación, sintiendo ir y venir a lo largo de su fino pellejo sensaciones que no había experimentado en muchas décadas; se hundió más profundamente en su caverna, confiando, aunque dudando que fuese lo bastante honda como para poder ocultarlo.

—Nos vamos —dijo la señora Sotomonte cuando despuntaba el día—. Ahora.

—Ahora —oyó que decían sus hijos, los cercanos y también los lejanos, con todas sus diversas voces. Los cercanos se congregaron alrededor de sus faldas, y ella, protegiéndose los ojos del sol con una mano, atisbo a los que ya habían partido y se alejaban en caravanas valle abajo hacia el amanecer, empequeñeciéndose hasta la invisibilidad. El señor Bosques la tomó por el codo.

—Un largo camino —dijo—. Un largo, larguísimo camino.

Sí, iba a ser largo; más largo, pensó ella, aunque menos difícil para quienes la seguirían, porque ella al menos conocía el camino. Y habría manantiales para que ella, y todos, se refrescaran; y llegaría a las comarcas inmensas con las que tantas veces había soñado.

Hubo algunos problemas para ayudar al viejo Príncipe a encaramarse a su jadeante jamelgo, pero una vez montado alzó una mano frágil, y todos lo aclamaron; la guerra había terminado, más que terminado, había sido olvidada, y ellos la habían ganado. La señora Sotomonte, sosteniéndose en su bastón, cogió las riendas, y se pusieron en marcha.

No voy

Era el día más largo del año, Sophie lo sabía, sí, pero por qué lo llamarían el Día de la Mitad de verano cuando el verano apenas si había comenzado. Quizá sólo porque era el día, el primer día, en que el verano parecía interminable; parecía extenderse hacia delante y hacia atrás ilimitadamente, y toda otra estación era ese día impensable e inimaginable. Incluso el resorte de la puerta mosquitera al estirarse, y el golpe seco con que ésta se cerró tras ella, y los olores estivales del vestíbulo, ya no parecían nuevos, y era como si siempre hubieran estado allí.

Un verano que, sin embargo, hubiera podido no llegar jamás. Quien lo había traído, Sophie estaba convencida de ello, había sido Llana Alice: con su valentía lo había salvado de no acaecer nunca más, ella, al ser la primera en partir, había hecho posible que este día existiera. Un día que, por lo tanto, debería parecer frágil y condicional, y sin embargo no lo parecía: era un día de verano tan real como todos los que Sophie había conocido y hasta podía ser el único día de verano verdadero que había conocido desde su niñez, y la vivificaba, y la hacía sentirse valiente además. Porque durante algún tiempo ella no se había sentido valiente: pero ahora creía que sí podía serlo. Alice ya lo era, y ella tenía que serlo. Porque hoy, hoy partían.

Hoy partían, sí. Con el corazón alegre apretó contra su pecho el bolso tejido que era todo el equipaje que se le ocurrió llevar. Trazar planes y meditar y esperar y temer le habían ocupado la mayor parte de sus días desde la reunión celebrada en Bosquedelinde, pero sólo rara vez pensaba en lo que estaba haciendo; se olvidaba, por así decir, de sentirlo. Ahora, sin embargo, lo sentía.

—Fumo —llamó. El nombre resonó en el alto vestíbulo de la casa vacía. Todo el mundo se había congregado afuera, en el jardín tapiado, y en los porches y en el Parque: habían empezado a llegar desde la mañana, trayendo cada uno lo que suponía podía necesitar para el viaje, y tan preparados como podían estarlo para el viaje que imaginaban, cualquiera que fuese. Ahora la tarde había empezado a caer y ellos habían buscado a Sophie para que les diera alguna indicación o sugerencia, y ella había subido en busca de Fumo, quien, en ocasiones como ésta, para paseos campestres y toda suerte de expediciones, siempre, estaba a trasmano.

Si ella pudiera seguir creyendo que se trataba de un paseo campestre o una excursión, una boda o un funeral, o un día de vacaciones, o cualquier salida ordinaria que ella, desde luego, sabía perfectamente bien cómo organizar, y seguir haciendo lo que era menester como si supiera de qué se trataba, entonces..., bueno, ella habría hecho todo cuanto podía, y dejado el resto a los demás.

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