Pqueño, grande (97 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—¿Fumo? —llamó otra vez.

Lo encontró en la biblioteca, aunque, en el primer momento, cuando se asomó, no alcanzó a verlo; los cortinados estaban corridos y él inmóvil instalado en una poltrona, las manos cruzadas sobre el pecho y un gran libro abierto boca abajo en el suelo a sus pies.

—¿Fumo? —Entró, alarmada.— Todo el mundo está listo, Fumo —dijo—. ¿Te sientes bien? —Él la miró.

—Yo no voy —dijo.

Sophie vaciló un momento sin comprender. Luego dejó su bolso (contenía un viejo álbum de fotografías y una figulina de porcelana resquebrajada: una cigüeña con una mujer vieja y una niña desnuda a horcajadas sobre su lomo, y un par de objetos más; debería, por supuesto, contener las cartas, pero no las contenía) y se acercó a él.

—¿Cómo que no? —dijo—. No.

—Yo no voy, Sophie —dijo él suavemente, como si lo mismo le diera ir, o no ir, y se miró las manos cruzadas sobre el pecho.

Sophie extendió hacia él una mano y abrió la boca para protestar, pero no lo hizo; se arrodilló a sus pies y dijo con dulzura:

—¿Qué te pasa?

—Oh, bueno —dijo Fumo, sin mirarla—. Alguien tendrá que quedarse, ¿no te parece? Alguien tendrá que estar aquí para ocuparse de todo. Quiero decir, en caso... en caso de que vosotros quisierais volver, si quisierais, o por cualquier cosa. Es
mi
casa —dijo—, al fin y al cabo.

—Fumo —dijo Sophie. Puso una mano encima de las de él, entrelazadas—. Fumo, tienes que venir, ¡es preciso!

—No, Sophie.

—¡Sí! No puedes no venir, no puedes. ¿Qué haremos nosotros sin ti?

Él la miró, sorprendido por la vehemencia de Sophie. No le parecía un argumento que nadie pudiera con razón, qué harían sin él, alegar a su favor; y no supo cómo responder.

—Bueno, es que no puedo.

—¿Por qué?

Él dejó escapar un suspiro largo, profundo.

—Es que..., bueno. —Se pasó la mano por la frente.— No lo sé... —dijo—, es que...

Sophie no lo interrumpió durante esos preámbulos que le traían a la memoria otros, tiempo atrás, otras palabras cortas, entrecortadas, que soltaba así, como por cuentagotas, antes de decir una cosa difícil; se mordió los labios, y esperó.

—Bueno —dijo él—, ya es bastante triste, bastante triste que Alice haya tenido que marcharse... Mira... —se agitaba en su poltrona—, mira, Sophie, en realidad yo nunca tuve en todo esto ni arte ni parte, tú lo sabes; yo no puedo..., quiero decir que he
tenido suerte
, de veras que sí. Jamás lo habría soñado. No, nunca me imaginé de pequeño, ni más tarde, cuando fui a la Ciudad, que podría tener tanta dicha. Yo no estaba hecho para eso. Pero vosotras..., Alice..., tú, vosotras me adoptasteis. Fue... fue como descubrir que has heredado un millón de dólares. Yo no siempre lo comprendí..., o sí, sí que lo comprendía, aunque a veces, es cierto, lo tomaba como la cosa más natural del mundo, pero en lo profundo yo sabía. Y estaba agradecido, no puedo decirte cuánto. —Oprimió la mano de Sophie.— De acuerdo, de acuerdo. Pero ahora, ahora que Alice se nos ha marchado. Bueno, supongo que yo siempre supe que ella tenía que hacer una cosa así, lo supe desde siempre, pero nunca creí que fuera a suceder. ¿Te das cuenta? Y, Sophie, yo no estoy hecho para estas cosas, no soy apto... Quise intentarlo, te lo aseguro, pero todo cuanto pude pensar fue que ya era bastante triste el haber perdido a Alice. Y ahora, tengo que perder también todo lo demás. Y no puedo, Sophie, pura y simplemente, no puedo.

Sophie vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas, que las lágrimas empezaban a derramarse de los viejos cuencos rosados de sus párpados, algo que ella no creía haber visto nunca en él, no, jamás, y deseó con toda su alma poder decirle que No, que él no perdería nada, que, por el contrario, abandonaría la nada para ir hacia todo. Alice, en primerísimo lugar; pero no se atrevía, pues por más que supiera que eso era verdad para ella, no podía decírselo a Fumo, porque si no fuera verdad para él, y ella no tenía ninguna certeza de que lo fuera, ninguna mentira, ni la más terrible, podría ser más cruel; sin embargo, ella le había prometido a Alice que, pasara lo que pasase, lo llevaría, y no podía imaginarse partiendo sin él. Y, sin embargo, no podía decir nada.

—Como sea —dijo él. Se enjugó el rostro con la mano—. Como sea.

Sophie, en medio de una profunda incertidumbre, oprimida por la obscuridad, incapaz de pensar, se puso de pie.

—Pero —dijo, con desesperación— hace un día demasiado hermoso, es que hoy hace un día tan hermoso... —Fue hasta las ventanas y descorrió de un solo golpe los espesos cortinados que creaban una penumbra crepuscular en la habitación. La claridad del sol la deslumbró; vio a muchos allá, reunidos en el jardín tapiado bajo el haya, alrededor de la mesa de piedra; algunos miraron para arriba; y allá afuera, una niña golpeaba con los nudillos la ventana para que la dejaran entrar.

Sophie abrió la ventana. Desde su sillón, Fumo alzó la vista. Lila saltó por encima del alféizar y, con los brazos en jarras, miró a Fumo.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó.

—Oh, gracias a Dios —dijo Sophie, la voz débil de alivio—. Oh, gracias a Dios.

—¿Quién es ésta? —dijo Fumo, levantándose.

Sophie titubeó un momento, pero sólo un momento. Había mentiras, y mentiras.

—Es tu hija —dijo—. Tu hija Lila.

El pais - El Cuento

—Muy bien —dijo Fumo, levantando los brazos como un hombre bajo arresto—. Muy bien, muy bien.

—Oh, qué felicidad —exclamó Sophie—. Oh, Fumo.

—Será divertido —dijo Lila—. Ya lo verás. Te llevarás una sorpresa.

Derrotado en su última negativa, como era de imaginar. No tenía, en realidad, ningún argumento que pudiera alegar contra ellos, no cuando ellos eran capaces de traer a su presencia hijas desaparecidas hacía tanto tiempo, para recordarle, reclamarle el cumplimiento de una antigua promesa. Él no creía que Lila necesitara de su paternidad, suponía que, probablemente, ella no necesitaba de nadie ni de nada, pero él no podía negar que había prometido dársela.

—Está bien —dijo otra vez, evitando mirar el rostro radiante de alegría de Sophie. Dio una vuelta alrededor de la biblioteca, encendiendo las luces.

—Pero date prisa —dijo Sophie—. Mientras sea de día.

—Date prisa —dijo Lila, tironeándole del brazo.

—Esperad un minuto —dijo Fumo—. Tengo que recoger algunas cosas.

—Oh, Fumo —dijo Sophie, dando un puntapié en el suelo.

—Un minuto, no más —dijo Fumo—. Refrenad vuestros corceles.

Salió al corredor, encendiendo lámparas, y subió las escaleras con Sophie pisándole los talones. Arriba, fue una por una a las habitaciones, encendiendo todas las luces, todos los candelabros de pared, mirando en torno, a apenas un paso de ventaja de la impaciencia de Sophie. Una vez se asomó a mirar a lo lejos por una ventana y abajo, a la multitud allí reunida; menguaba la tarde. Lila miró para arriba y agitó la mano.

—De acuerdo, de acuerdo —murmuró—. Está bien.

En la habitación que era su alcoba y de Alice, cuando hubo encendido todas las luces, se detuvo algún tiempo, irritado y respirando con dificultad. ¿Qué demonios llevas? ¿En un viaje como éste?

—Fumo... —Sophie, desde la puerta.

—Ya va, Sophie, caramba —dijo, y abrió cajones. Una camisa limpia al menos, una muda de ropa interior. Un poncho, para la lluvia. Cerillas y un cuchillo. Un pequeño Ovidio en papel biblia, de la mesita de noche.
Las Metamorfosis
. Ya está.

Y ahora, ¿en qué llevarlo? Hacía tantos años que no iba a ninguna parte desde esta casa, que no tenía ningún equipaje. En algún lugar, en algún desván o sótano, estaría la mochila que traía consigo cuando vino a Bosquedelinde, pero precisamente dónde, no tenía la más remota idea. Abrió armarios, había en esta alcoba media docena de armarios forrados de cedro que sus ropas y las de Alice ni de lejos habían llegado a llenar. Tiró de los cordoncillos, los interruptores fosforescentes como luciérnagas. Alcanzó a ver, amarilleado por el tiempo, su traje de boda blanco, el traje de Truman. Abajo, en un rincón..., bueno, tal vez pudiera servir, es curioso cómo se amontonan cosas viejas en los rincones de los armarios, no sabía que estaba allí: lo sacó de un tirón.

Era un maletín. Un maletín viejo, roído por los ratones, con un cierre de hueso en cruz.

Fumo lo abrió, y escudriñó con un presentimiento extraño o una inexplicable sensación de
deja vu
el interior. Estaba vacío. Un olor emanaba de él, un olor a mantillo o a zanahoria silvestres, o a la tierra bajo una piedra removida.

—Esto me servirá —murmuró—. Esto me servirá, supongo.

Guardó sus escasos avíos, que parecieron desaparecer en los amplios recovecos.

—¿Qué otra cosa debería llevar?

Pensó, manteniendo abierto el maletín: una guirnalda de enredadera o un collar, un sombrero pesado como una corona; tiza, y una pluma fuente, una escopeta; una botellita de té al ron, un copo de nieve. Un libro sobre casas, un libro sobre astros; un anillo. Con una vividez prodigiosa, una vividez que lo traspasaba, vio el camino que corría entre Arroyodelprado y Altozano, y a Llana Alice como era aquel día, el día del viaje de boda, el día que él se había perdido en el bosque, el día que le oyó decir
Protegido
.

Cerró el maletín.

—Listo —dijo. Lo asió por las manillas de cuero, y era pesado, pero una serenidad penetró en él con el peso, como si fuese algo que siempre hubiera llevado a cuestas, un peso sin el cual perdería el equilibrio, no podría caminar.

—¿Listo? —dijo Sophie desde la puerta.

—Listo —dijo él—. Supongo.

Bajaron juntos. Fumo se detuvo en el corredor para oprimir los botones de marfil de las lámparas que iluminaban el vestíbulo, los porches, el sótano. Luego salieron.


Aaaah
—dijeron todos los allí reunidos.

Lila había llevado a todos, en pos de ella, desde el Parque, desde el jardín tapiado, desde los porches y parterres en que se habían reunido, a este frente de la casa, el porche de madera que daba al sendero invadido por las malezas que conducía a los pilares de piedra coronados por bolas granulosas como naranjas de piedra.

—Hola, hola —dijo Fumo.

Sus hijas fueron hacia él, sonriendo. Tacey, Lily y Lucy, con hijos a la zaga. Todo el mundo se puso de pie, todos se miraron unos a otros. Sólo Marge Junípero continuaba sentada en la escalera del porche, no quería levantarse hasta saber qué pasos tendría que dar, no le quedaban muchos para dar. Sophie le preguntó a Lila:

—¿Tú nos guiarás?

—Una parte del camino —dijo Lila. De pie en el centro del grupo, parecía contenta y a la vez un poco atemorizada, y no muy segura en su fuero interno de cuáles aguantarían hasta el fin, y sin dedos suficientes para contar—. Parte del camino.

—¿Es para ese lado? —preguntó Sophie, señalando los soportales de piedra del portón. Todos se dieron vuelta y miraron en esa dirección. Rompieron a cantar los primeros grillos. Los vencejos de Bosquedelinde cortaban el aire, el aire azul que se trocaba en verde. Más allá de los pilotes de piedra, las exhalaciones de la tierra al enfriarse obscurecían el camino.

¿Había sido entonces, se preguntó Fumo, en el momento en que él por primera vez pasó entre esos pilares de piedra, cuando cayó sobre él el hechizo, ese hechizo del que nunca se había liberado? El brazo y la mano que sostenían el maletín le tintineaban como una campana de alarma, pero Fumo no la oía.

—¿Cuánto falta, cuánto falta? —preguntaron Retoño y Florita, tomados de la mano.

Aquel día: el día en que por primera vez entrara por la puerta de Bosquedelinde y por la que desde entonces en cierto sentido nunca había vuelto a salir.

Tal vez: o quizás antes de eso, o después, pero no era cuestión de determinar exactamente cuándo había invadido su vida el primer hechizo, o cuando él mismo sin darse cuenta se había metido en él, porque otro había seguido al primero muy pronto, y otro más, sucediéndose unos a otros en virtud de una lógica propia, cada uno ocasionado por el anterior y ninguno de ellos prescindible; hasta intentar desprenderse de ellos sólo daría lugar a nuevos hechizos, y de todas maneras nunca habían sido una cadena casual sino una sucesión de sustituciones. Cajas chinas contenidas una dentro de otra, más grande cuanto más dentro estaba. Y no concluiría ahora: si ahora estaba a punto de entrar en una serie nueva, una serie interminable, infundibular, absoluta. Atemorizado ante la perspectiva de la variación infinita, sólo se alegraba de ver que ciertas cosas habían permanecido constantes, y de ellas la más importante, el amor de Alice. Era hacia ese amor hacia donde él iba ahora, sólo él podía atraerlo, y sin embargo tenía la sensación de estarlo abandonando; y de llevarlo consigo al mismo tiempo.

—Un perro que nos saldrá al encuentro —dijo Sophie, tomándolo de la mano—. Un río que tendremos que cruzar.

Algo comenzó a abrirse en el corazón de Fumo tan pronto como hubo dado el primer paso fuera del porche, una premonición, la señal anunciadora de una revelación.

Todos se habían puesto en marcha, recogiendo sus bolsos y pertenencias, conversando en voz baja, por el sendero. Pero Fumo se había detenido al ver que por ese portón él no podría salir: no podía salir por el mismo portón por el que había entrado. Demasiados hechizos habíanse sucedido en el largo ínterin. El portón no era el mismo portón: tampoco él era el mismo.

—Un camino largo —dijo Lila, arrastrando a su madre tras ella—. Un camino largo, larguísimo.

Los otros pasaban junto a él, a ambos lados, cargados y cogidos de la mano, pero él seguía inmóvil: queriendo aún, aún viajando, tan sólo no avanzando.

El día de su boda él y Alice habían ido a reunirse con los invitados que estaban sentados en el césped, y muchos de ellos les habían dado regalos, y todos les habían dicho «Gracias». Gracias: porque él, Fumo, aceptaba asumir sin exclusión alguna esa tarea, la tarea de vivir su vida por el bien de otros en cuya existencia él nunca había creído, emplear su substancia para la consecución del final de un Cuento en el cual él ni siquiera figuraba. Y eso había hecho, y estaba aún dispuesto a hacerlo, pero razones para que ellos les dieran las gracias, no, nunca habían existido. Porque, lo supieran o no, él sabía, sí, que de todas maneras Alice hubiera estado junto a él ese día, que lo hubiesen o no elegido para ella, ella se habría enfrentado con ellos para tenerlo a él. De eso él estaba seguro.

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