Pqueño, grande (93 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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Todo eso era suficientemente claro, pero vano.

Porque los paraísos chinos y las comarcas de nunca-jamás tenían eso en común, que Comoquiera que se llegase a ellos, siempre era uno mismo quien elegía hacer el viaje; y para esos viajes, se requerían casi siempre preparativos fatigosos, y una voluntad o al menos una ilusión de hierro. ¿Y qué tenía eso que ver con un modo de ser que, en contra de la voluntad de este mundo y sin siquiera solicitar su venia, lo invadía poco a poco, apropiándose de la extravagancia de un arquitecto, de una estrella pentacular de pueblos, de una manzana de edificios en los arrabales, una bóveda de la Estación Terminal..., la Capital misma? ¿Cuál fuerza era esa que de ese modo común afectaba a los habitantes de esta Ciudad y los arrastraba consigo o los absorbía al menos, lo quisieran o no, en la creciente, imperiosa marea de su propio ser? El Sacro Imperio Romano, la había llamado ella: se había equivocado. El emperador Federico Barbarroja era sólo resaca flotando a la deriva de esa ola que movía las aguas del Tiempo, interrumpido, roto su sueño de siglos como cuando las aguas de una inundación rompen las tumbas y arrastran a la deriva a los muertos, así iba él, llevado hacia otra parte.

A menos que ella, que en modo alguno tenía la intención de acabar en un lugar gobernado por quién sabe qué amos, amos que bien podían tomar muy a mal su rebelión en contra de ellos, pudiera captarlo. Captarlo, como capta a un agente secreto el bando al cual espía. Para eso había robado las cartas. Con ellas, podía dominarlos, o al menos hacerles ver razones.

Su plan adolecía, sin embargo, de un gran fallo.

¡Qué atolladero! ¡Qué atolladero! Echó una ojeada al bolso, allá arriba, en el portaequipaje. Presentía que su maniobra para eludir esta tempestad iba a ser inútil, tan inútil como cualquier maniobra vana, desesperada, de quienes, atrapados en un callejón sin salida, ven de pronto que algo se les viene encima, algo imparable, algo inexorable, y mucho más enorme de lo que imaginaban. Eigenblick lo había proclamado en cada una de sus arengas: él había estado en lo cierto, y ella ciega. Aceptarlo de buen grado era tan fútil como desafiarlo, pues de uno u otro modo, si quisiera atraparla, la atraparía. Halcopéndola se arrepentía de su soberbia, pero de todas maneras tenía que escapar. Escapar.

Pasos: aislándolos del traqueteo acompasado de las ruedas al girar, los oía avanzar por el corredor hacia su compartimiento.

No tenía tiempo para esconder las cartas, y, de todos modos, qué mayor escondite que a ojos vista. Todo esto se estaba precipitando demasiado, al fin y al cabo ella era una mujer ya vieja y nada ducha en estos trances.

No mires, se recomendó a sí misma, no mires el bolso de cocodrilo.

La puerta se abrió de golpe. Sosteniéndose de la jamba con las dos manos para contrarrestar el movimiento del tren, allí frente a ella estaba él, Russell Eigenblick: con la obscura corbata torcida, la frente bañada en sudor, clavó en Halcopéndola una mirada furibunda.

—Las puedo oler —dijo.

Ése era el grave fallo de su plan. Ella lo había vislumbrado por primera vez cierta noche de nevisca en el Despacho Oval. Ahora estaba segura. El emperador estaba loco. Loco como un sombrerero.

—¿Huele qué, señor? —dijo, con mansedumbre.

—Las puedo oler —repitió él.

—Se ha levantado usted muy temprano —dijo ella—. ¿Demasiado para un trago de esto? —añadió, señalándole la botella de brandy.

—¿Dónde están? —dijo él, entrando en el compartimiento—. Usted las tiene ahora, aquí, en alguna parte.

No mires, no mires el bolso.

—¿Las tengo?

—Las cartas —dijo él—. Zorra.

—Hay un asunto sobre el que debo hablar con usted —dijo ella levantándose—. Siento mucho haber demorado tanto el embarque, pero...

Eigenblick iba y venía por la cabina, los ojos avizores, las aletas de la nariz dilatadas.

—Dónde —dijo—. Dónde.

—Señor —dijo ella, tratando de adoptar una postura digna, pero sintiéndose invadida por la desesperación—. Señor, es preciso que usted me escuche.

—Las cartas.

—Usted no sabe lo que hace —dijo ella atropelladamente, al no poder encontrar una frase apropiada y sintiendo con horror que sus ojos no podían separarse del bolso de cocodrilo que Eigenblick no había descubierto en el portaequipaje. De momento, recorría el cuarto golpeando con los nudillos los tabiques en busca de un escondite secreto—. Tiene usted que escucharme —dijo Halcopéndola—. Sus adversarios, los hombres que le han hecho promesas..., no tienen la más remota intención de cumplirlas. Incluso si pudieran. Pero yo...

—¡Usted! —replicó él, volviéndose hacia ella—. ¡Usted! —Soltó una carcajada—. ¡Eso sí que es gracioso!

—Yo deseo ayudarlo.

Eigenblick interrumpió sus búsquedas. La miró un momento, con abismos de desolados reproches en sus ojos castaños.

—Ayudarme —dijo—. Usted. Ayudarme. A mí.

Había sido una selección poco afortunada de palabras. Él sabía —Halcopéndola podía leerlo en su rostro— que en ningún momento había sido su intención ayudarlo, ni lo era ahora. Loco podía estar, pero no era estúpido. Lo que su rostro delataba en ese momento la obligó a desviar la mirada. Era evidente que nada de cuanto ella pudiera alegar conmovería a ese hombre. Todo cuanto él quería de ella ahora era precisamente lo que de nada podía servirle sin ella, aunque tampoco eso podía ella pensar de qué forma explicarle.

Se sorprendió de pronto, con los ojos clavados en ellas, en el portaequipaje. Podía verlas casi, mirándola a su vez.

De viva fuerza desvió la mirada, pero el Tirano ya la había visto. La empujó hacia un costado y levantó el brazo.

—¡Quieto! —dijo ella, insuflando en la palabra poderes que en cierta ocasión había jurado no utilizar jamás a no ser en situaciones extremas y sólo para bien. El emperador quedó inmóvil. Paralizado en mitad del gesto: su fuerza de toro luchó contra la orden de Halcopéndola, pero no pudo vencerla. Halcopéndola cogió de un tirón el bolso de cocodrilo, y salió precipitadamente del compartimiento.

En el corredor, chocó casi con el sumiso y pachorriento camarero negro.

—¿Lista ahora para ir dormir,
miz
? —inquirió amablemente.

—A dormir te vas tú —dijo ella, y apartándolo de un empujón, prosiguió su carrera. El negro se deslizó a lo largo del tabique, con la boca abierta, cerrados los ojos, dormido. Al cruzar al coche contiguo, Halcopéndola oyó a Eigenblick detrás de ella, bramando de ira y frustración. Corrió de un manotón un pesado cortinaje que le cerraba el paso, y se encontró en un coche-dormitorio donde a los gritos de Eigenblick sus hombres se habían despertado, y ahora, pálidos y soñolientos los rostros, alarmados, corrían los visillos de las cuchetas superiores e inferiores para ver qué sucedía. Vieron a Halcopándola. Ella reculó y a través del cortinado volvió al coche del que había venido.

Allí, en un nicho de la pared, vio esa cuerda de la cual, lo sabía, quien tirara de ella por simple picardía, o con mala intención, sería severamente multado. Ella nunca había creído que esas cuerdecitas pudieran de verdad detener la marcha de un tren, pero al oír pasos y clamores en el fondo del coche, tiró de ella y, corriendo hacia la puerta, se asió a la manivela.

A los pocos segundos, con un estruendoso y desacompasado traqueteo, el tren se detuvo. Halcopéndola, asombrada de su hazaña, abrió de un tirón la portezuela.

La lluvia le azotó la cara. Estaban detenidos en una tierra de nadie, rodeados de bosques sombríos donde, bajo la lluvia torrencial, se derretían los últimos bloques de hielo. Hacía un frío feroz. Con el corazón desfalleciente y un grito, Halcopéndola saltó al suelo. Obstaculizada por su falda, trepaba con dificultad el terraplén, acuciada por el temor de que la absoluta imposibilidad de hacerlo la venciera.

Amanecía un día gris, más lóbrego casi en su palidez que la noche. Desde lo alto del terraplén, ya en el bosque, jadeando, volvió la cabeza y miró la obscura cinta inmóvil del tren. En el interior se estaban encendiendo las luces. De la misma portezuela que ella dejara abierta al escapar, un hombre saltó al suelo, e hizo una seña a otro, detrás de él. Echando a correr, dando traspiés entre los matorrales invisibles bajo el manto de nieve, Halcopéndola se internó en la espesura. Oyó gritos a sus espaldas. La cacería había comenzado. Se refugió detrás de un gran árbol y, jadeando, conteniendo sollozos fríos, dolorosos, apoyó la cabeza en el tronco y prestó oídos.

Crujir de ramas: a causa de ella el bosque era maltratado. Una ojeada en derredor le permitió atisbar una figura imprecisa, distante aún, con un objeto contundente en la mano enguantada.

Asesinada secretamente. Nadie se enteraría.

Con manos trémulas abrió el bolso de cocodrilo. De entre las cartas desparramadas en el fondo, cogió un pequeño sobre de cuero marroquí. El aliento, al condensársele delante de la cara, le impedía ver con claridad, y los dedos le temblaban sin control. Abrió de un tirón el sobre y a tientas buscó en él el trocito de hueso que contenía, un hueso escogido entre los mil huesecitos surtidos de un gato negro puro. ¿Dónde se habrá metido el condenado? Lo palpó. Lo sujetó entre los dedos. El crujir de unos matorrales que parecían cercanos la sobresaltó, levantó la cabeza, el minúsculo amuleto se le escurrió de los dedos. Estuvo a punto de atraparlo cuando se enganchó al caer, en la trama de su falda, pero su mano, demasiado ansiosa al intentar agarrarlo, lo hizo volar. Cayó entre la nieve y la negra hojarasca. Halcopéndola, profiriendo un «¡no!» desesperado pisó sin darse cuenta el sitio en que había caído.

Los movimientos de sus perseguidores eran sosegados, confiados, cada vez más cercanos. Halcopéndola abandonó su refugio, atisbando al hacerlo la sombra de otro de los soldados de Eigenblick, o el mismo, en todo caso armado; y también él la vio.

Con su alma escondida y a buen resguardo, ella nunca se había preocupado en demasía por lo que le pudiera acontecer a su cuerpo mortal si le infligieran daños irreparables, si fuese violentamente traspasado por proyectiles, si su sangre fuera derramada. Ella no moriría, de eso estaba segura. Pero ¿qué, exactamente? ¿Qué? Se volvió y vio al hombre tomar puntería. Sonó un disparo, ella dio media vuelta para echar a correr otra vez, incapaz de saber si estaba herida o tan sólo aturdida por el estampido.

Herida. Podía diferenciar la humedad tibia de su sangre de la fría mojadura de la lluvia. ¿Dónde estaba el dolor? Siguió corriendo, trastabillando desesperadamente, descompuesta, una de sus piernas parecía no responder. Se caía contra los árboles altos, oyendo a sus perseguidores orientarse uno a otro mediante órdenes breves. Estaban muy cerca.

Había formas de escapar de esto, había otras salidas que ella podría encontrar, estaba segura de ello. Pero en ese preciso momento no podía recordar ninguna.

Una tras otra, iba perdiendo el dominio de sus artes. ¡Era incapaz de recordar! Bueno, eso era justo, porque ella las había deshonrado, había mentido, había robado, había, en el apogeo de su soberbia, usado poderes que jurara no emplear para sus fines personales. Era justo, perfectamente justo. Se volvió, acorralada; veía en todas partes las siluetas obscuras de sus perseguidores. Sin duda, querían atraparla de cerca, para evitar un gran alboroto. Uno o dos disparos. Pero ¿qué iba a ser de ella? El dolor al que se había creído inmune le trepaba ahora por el cuerpo, y era espantoso. Seguir corriendo no tenía objeto; nubes negras le flotaban delante de los ojos. Sin embargo, se dio vuelta otra vez, decidida a escapar.

Allí había un sendero.

Había un sendero, sí, perfectamente visible a la media luz crepuscular.

Y allá..., bueno, ella podía ir allá, ¿por qué no? A esa casita en el claro. Un estampido la estremeció horriblemente, pero como si un súbito rayo de sol la iluminara, la casa apareció más clara; una casita de lo más curiosa, en verdad, la casita más rara que Halcopéndola había visto en su vida. ¿A qué casa le hacía acordar? Recargada de adornos y multicolor, con chimeneas semejantes a bonetes cómicos, y el alegre chisporroteo del fuego visible a través de las ventanitas profundas, y una puerta redonda y verde. Una puerta verde acogedora, afable, que en ese momento se abrió; una puerta por la que asomó una cara con una ancha sonrisa para darle la bienvenida.

Desparramo

Dispararon contra ella varias veces, supersticiosos como eran ellos mismos, y sí, bien muerta que parecía; tan muerta como cualquier persona muerta que hubieran visto antes, la misma inercia, como de marioneta, de los miembros, la misma cara inanimada. Inmóvil. Ni una nubécula de aliento se condensaba en torno de sus labios. Satisfechos al fin, uno de ellos le arrancó de un tirón el bolso de cocodrilo, y regresaron al tren.

Llorando, soltando broncas risotadas, con las viejas cartas (anversos y reversos entreverados) al fin apretadas contra su pecho, Russell Eigenblick, el presidente, tiró de la cuerda que nuevamente pondría el tren en marcha. Cegado por el terror y el júbilo, corrió a través de los coches, casi a punto de caerse de bruces cuando el tren, con una violenta sacudida, volvió a arrancar; azotado por la lluvia, exhalando nubes de vapor, el tren atravesaba su paisaje. Entre Sandusky y South Bend la lluvia se trocó a regañadientes en nieve y granizo y tornó más espesa la niebla; el azorado maquinista no veía nada. Dejó escapar un grito cuando ante él surgió la boca de un túnel sin ninguna luz, porque sabía que en esta región no podía haber túnel alguno, nunca lo había habido, pero antes de que pudiera tomar cualquier precaución (¿qué precaución?) ya el tren había penetrado bramando en una tiniebla ilimitada más estruendosa y obscura que el triunfo de Barbarroja.

Cuando, completamente vacío de pasajeros, llegó a la próxima estación (un poblado de nombre indio en el que ningún tren había parado desde hacía años), el camarero a quien Ariel Halcopéndola había empujado en su prisa, se despertó.

¿Qué demonios era esto?

Se levantó, asombrado por haberse dormido, porque el tren hubiera parado donde nunca lo hacía y por la ausencia total de sus pasajeros. A mitad de camino de los coches, en el silencio, se encontró con el demudado maquinista, y se consultaron, pero hablaron poco. No había nadie más a bordo; no había habido revisor, era un tren especial, todos los miembros del pasaje habían sabido adonde iban. Eso le dijo el camarero al maquinista.

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