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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (91 page)

BOOK: Pqueño, grande
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¿Y si toda esa época atroz, esa instrucción elemental, le hubiera sido inflingida con el solo fin de que pudiese ahora (cegado por la nieve, deslumbrado por el sol) sobrellevar esa tormenta de diferencia, y buscar su camino a través de este bosque tenebroso?

No: quien lo había echado a andar por esta senda era Sylvie, o, mejor dicho, la ausencia de Sylvie.

La ausencia de Sylvie. ¿Y si la ausencia de Sylvie, si, oh, Dios, la presencia de Sylvie en su vida, su amor por él, su misma belleza, hubiesen sido desde el comienzo tramados con el solo propósito de convertirlo a él en un borracho empedernido, a fin de instruirlo en esas artimañas, adiestrarlo en la búsqueda de pistas y de sendas, de mantenerlo durante años enclaustrado en la Alquería del Antiguo Fuero a la espera de noticias que ignoraba que esperaba, para esperar la venida de Lila con promesas y mentiras sólo destinadas a atizar y hacer brotar nuevas llamas de los obscuros rescoldos de su corazón, y todo con una finalidad que sólo ellos conocían, y que nada tenía que ver con él, ni tampoco con Sylvie?

Muy bien, suponiendo que fuera a celebrarse ese Parlamento, suponiendo que esa historia no fuese también una mentira y que él se encontrara al fin, Comoquiera, con ellos cara a cara: él tenía unas cuantas preguntas que formularles, y unas cuantas respuestas claras que exigir. Y que encontrase a Sylvie, sí, que la encontrase al menos, también para ella tenía un par de preguntas difíciles sobre su participación en toda esta condenada trama. Si la encontrara, si tan sólo la encontrara...

Mientras pensaba todo esto, alcanzó a ver, saltando el último peldaño de una raquítica escalera mecánica, a una niña rubia con un vestido azul, luminosa en la gris obscuridad de los pasadizos. La niña volvió un instante la cabeza y (comprobando que ellos la habían visto) giró alrededor de un poste desde el cual un letrero advertía: SUJÉTENSE LOS SOMBREROS.

—Creo que éste es el camino —gritó George. Un tren bramó al pasar como un huracán en el momento mismo en que se reunían, resueltos a lanzarse escaleras abajo, y el ventarrón que levantó amenazó arrancarles los sombreros de las cabezas, pero sus manos fueron más veloces—. ¿Sí? —dijo George, mientras se sujetaba el sombrero, gritando para hacerse oír por encima de la doble carrera de los trenes.

—Sí —dijo Fred, sujetando el suyo—. Eso mismo iba yo a decir.

Bajaron las escaleras. Auberon los seguía. Promesas o mentiras, no tenía ninguna otra opción, y con seguridad también eso lo habían sabido ellos desde siempre: ¿no habían sido ellos acaso quienes desde el principio echaran sobre él esta maldición? Percibía con una lucidez aterradora de qué manera las circunstancias todas de su vida, todas sin excepción, incluso este subterráneo inmundo y esta escalera que ahora bajaban, se tomaban una a otra de la mano en cadena; se encadenaban, sí, y se desenmascaraban y, asiéndolo por el cuello, lo zarandeaban, lo zarandeaban, lo zarandeaban, hasta que él se despertaba.

Fred Savage regresaba del bosque con un brazal de ramas secas para alimentar la hoguera.

—Un montón de gente por allá —dijo con satisfacción mientras apilaba las ramas sobre las brasas—. Un montón de gente.

—Ah, ¿sí? —dijo George con cierta alarma—. ¿Animales salvajes?

—Puede que sí —respondió Fred. Los dientes le brillaron, blanquísimos. Con la gorra de vigía y el poncho, parecía arcaico, un bulto informe, una especie de sapo de charca sabio y viejo.

George y Auberon se aproximaron un poco más a las débiles llamas de la hoguera y, acurrucados junto al fuego, aguzaron el oído y escrutaron la intrincada obscuridad.

Un asunto de familia

No se habían adentrado aún en la espesura de este bosque, desde la orilla en que los dejara la barca, cuando los sorprendió la obscuridad, y Fred Savage ordenó un alto. Ya antes, mientras la destartalada barca gris se deslizaba aguas abajo chirriando y castañeteando a lo largo de su línea, habían visto al sol escarlata hundirse detrás de la alta arboleda todavía desarrapada, desmenuzarse en fragmentos entre la maleza y desaparecer. Había sido un espectáculo extraño y pavoroso, y sin embargo George dijo:

—Tengo la impresión de haber estado antes aquí.

—¿De veras? —dijo Auberon. Estaban los dos de pie en la proa, en tanto Fred, sentado en la popa con las piernas cruzadas, le hacía observaciones al viejo barquero, que no le contestaba ni una sola palabra.

—Bueno, no, no de haber
estado
aquí —dijo George—, pero como si. —¿Qué aventuras, las de quién, en esta barca, en estos bosques, había conocido él, y cómo se había enterado de ellas? Dios, últimamente su memoria se parecía cada vez más a una esponja seca.— No sé —dijo, y miró con curiosidad a Auberon—. No sé. Pero..., ¿no estamos navegando en la dirección opuesta?

—Eso no me lo puedo imaginar —dijo Auberon.

—No —dijo George—. No puede ser... —Y sin embargo, la sensación persistía, la sensación de estar no alejándose de la orilla sino regresando a ella. Ha de ser, reflexionó, esa misma desorientación que experimentaba algunas veces cuando, al salir del metro en un barrio que no le era familiar, situaba el norte en la dirección del sur y el sur en la zona alta de la ciudad, y le era imposible hacer girar la isla mentalmente para poner cada cosa en su sitio, y ni los letreros indicadores de las calles y ni siquiera la posición del sol conseguían disuadirlo de su error, como si estuviese aprisionado en un espejo.— Bueno —dijo, y se encogió de hombros.

No obstante, había sacudido la memoria de Auberon. Él también conocía este transbordador, o al menos le habían hablado de él. Se estaban acercando a la orilla, y el barquero levantó la alta pértiga para proceder al amarre. Auberon lo miraba, miraba el cráneo calvo del barquero, su barba blanca, pero el viejo no lo miraba a él.

—¿No hubo... —empezó a decir, y ahora, cómo formular la pregunta—, no hubo en una época, hace algún tiempo, una muchacha morena trabajando aquí, para usted?

Con brazos largos, recios, el barquero haló la línea del transbordador y alzó hacia Auberon una mirada tan azul y tan opaca como el cielo.

—¿Una tal Sylvie? —preguntó Auberon.

—¿Sylvie? —preguntó el barquero.

La barca crujió al chocar contra el pequeño muelle y se detuvo. El barquero extendió la mano y George le puso en la palma la moneda reluciente que había traído para pagarle la travesía.

—Sylvie —dijo George junto al fuego. Tenía los brazos alrededor de las rodillas—. ¿No has pensado...? —prosiguió—, quiero decir que yo he pensado, ¿tú no?, que esto podría ser algo así como un asunto de familia.

—¿Un asunto de familia?

—Todo esto, quiero decir —dijo vagamente George—. Se me ocurrió que tal vez sólo la familia tiene que ver con este asunto, ya sabes, por Violet.

—Claro que lo he pensado —dijo Auberon—. Pero por qué Sylvie.

—Sí —dijo George—. Eso es lo que quiero decir.

—Pero también —dijo Auberon—, también podría ser que toda esa historia de Sylvie sea una mentira. Ellos son capaces de decir
cualquier
cosa. Cualquier cosa.

George, pensativo, miraba el fuego. Al cabo de un momento dijo:

—Mm..., bueno, creo que debo hacer una confesión. O algo por el estilo.

—¿Qué quieres decir?

—Sylvie —dijo George—. A lo mejor es familia. Lo que quiero decir —prosiguió— es que quizá ella es de la familia. No estoy seguro, pero... En fin, ya ni sé cuándo, hace veinticinco años, oh, más..., conocí a una mujer. Puertorriqueña. Una beldad. Loca, loca de atar, pero hermosa. —Se rió.— Un verdadero volcán. No hay otra palabra. Era una inquilina de aquí de la casa, esto fue antes de la Alquería, y ella alquilaba este pequeño apartamento. Bueno, para decir la verdad, alquilaba el Dormitorio Plegable.

—Oh. Oh —dijo Auberon.

—Algo fuera de serie, hombre. Yo subí una vez y ella estaba aquí, fregando los platos, con un par de zapatos de taco alto. Fregando los platos con tacones altos de color rojo. Y bueno, qué otra cosa podía pasar.

—Hm —dijo Auberon.

—En fin. —George suspiró.— Tenía en alguna parte un par de crios. Yo me palpitaba que si quedaba preñada perdería del todo la chaveta, sin meter bulla, si me entiendes. Así que..., bueno..., me anduve con cuidado. Pero.

—Caray, George.

—Y sí que la perdió. No sé por qué, quiero decir, nunca me lo dijo. Se mandó mudar... Se volvió a Puerto Rico. No la vi nunca más.

—Así que... —dijo Auberon.

—Así que... —George se aclaró la garganta—. Así que... Silvie se parecía muchísimo a ella. Y encontró la Alquería. Quiero decir que apareció un buen día. Y nunca me dijo cómo.

—Dios mío —dijo Auberon, a medida que columbraba las derivaciones de la historia—. Dios mío. ¿Es cierto lo que me has contado?

George dio fe extendiendo la palma.

—Pero ella nunca...

—No. Ella nunca dijo nada. No era el mismo apellido, aunque tampoco tenía por qué serlo. Y su madre estaba ausente, decía, se había ido del país. Yo nunca la conocí.

—Pero tú sin duda... ¿Tú no...?

—Para serte sincero, hombre —dijo George—, la verdad es que nunca quise averiguar demasiados detalles.

Auberon, intrigado, permaneció un rato en silencio. Porque entonces también ella había sido tramada; si lo habían sido las vidas de todos ellos, y ella era uno de ellos.

—Me pregunto —dijo al cabo—, me pregunto lo que ella pensaría..., quiero decir.

—Verdad —dijo George—. Verdad. Ésa sí que es una pregunta que vale la pena. Sí que lo es.

—Ella solía decir —dijo Auberon— que tú eras como un...

—Ya sé lo que ella solía decir.

—Santo Dios, George, entonces cómo pudiste...

—Yo no estaba seguro. ¿Cómo podía estar seguro? Todas se parecen un poco, las de ese tipo.

—Caray —dijo Auberon con cólera—. A ti en realidad te atraen esas cosas ¿verdad? A ti...

—Dame un respiro —dijo George—. Yo no estaba seguro. Yo pensaba, demonios, que probablemente no.

—En fin. —Ahora los dos primos miraban absortos el fuego.— Eso lo explica, sin embargo —dijo Auberon—. Explica esto. Si es un asunto de familia.

—Eso fue lo que yo pensé —dijo George.

—Claro —dijo Auberon.

—¿Claro? —dijo Fred Savage. George y Auberon lo miraron, sorprendidos—. Entonces ¿qué demonios estoy haciendo yo aquí?

Miraba alternativamente a uno y a otro, sonriente, opacos los ojos, vivaces, divertidos.

—¿No lo veis?

—Caramba —dijo George.

—Caramba —dijo Auberon.

—¿No lo veis? —dijo otra vez Fred—. ¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí? —Sus ojos amarillos se cerraban y abrían, como se cerraban y abrían detrás de él los innumerables ojos amarillos del bosque. Meneaba la cabeza como si estuviera perplejo, pero en realidad él no estaba perplejo. Él jamás se preguntaba seriamente una cosa así, qué estaba haciendo dondequiera que se encontrara, a no ser que le divirtiera observar a otros considerar esa pregunta con consternación. La consternación, la consideración, la reflexión misma eran para él más que nada un espectáculo, un hombre que como él había renunciado tiempo ha a establecer distingos entre lo que había detrás de sus párpados negros cuando los mantenía cerrados y lo que veía delante de él cuando los tenía abiertos, no era alguien que se confundiera con facilidad; y en cuanto a este lugar, a Fred Savage no le sorprendía en absoluto estar en él: ni siquiera se tomaba el trabajo de suponer que había vivido jamás en ningún otro.

—Era una broma —dijo a sus amigos con dulzura y afecto—. Sólo una broma.

Montó la guardia durante un tiempo, o durmió, o ambas cosas, o ninguna. Y pasó la noche. Vio un sendero. En el amanecer azul, con los pájaros ya despiertos y el fuego apagado, vio el mismo sendero, o quizá otro, allá entre los árboles. Despertó a George y Auberon, que dormían apiñados, y con su índice obscuro y nudoso, con pegotes de tierra como una raíz, lo señaló a sus amigos.

Un reloj y una pipa

George miraba en torno, presa de un inquietante desconcierto. Desde que empezaran a internarse por el sendero que Fred había descubierto, tenía la sensación de que nada allí era tan extraño como debería ser, o tan desconocido para él. Y aquí, en este lugar, no diferente por lo demás (tan intrincado de matorrales, tan espeso de árboles gigantes como el resto), la sensación era aún más intensa. Sus pies habían estado antes aquí. En realidad, rara vez se habían alejado de este lugar.

—Esperad —dijo—. Esperadme un segundo. —Fred y Auberon, que iban más adelante, buscando a tropezones la continuación del sendero, se detuvieron y volvieron la cabeza.

George miraba para arriba, miraba para abajo, a su derecha y a su izquierda. Sí: allí, más que ver lo intuía, allí había un claro. Del otro lado de esa hilera de árboles guardianes, flotaba un aire más dorado y más azul que el gris de la espesura.

Esa hilera de árboles guardianes.

—¿Sabéis una cosa? —dijo—. Tengo la impresión de que, al fin y al cabo, no ha sido tan largo el camino.

Pero sus amigos estaban demasiado lejos para oírlo.

—Vamos, George —llamó Auberon.

George reanudó la marcha. Pero había avanzado apenas unos pocos pasos cuando se sintió atraído hacia atrás.

Maldición. Se detuvo.

El bosque era —parecía imposible que una masa de vegetación pudiera ser eso, pero era, sí— como una interminable sucesión de aposentos separados por puertas por las que se pasaba de un lugar a otro siempre muy distinto del anterior. Y tan sólo se había alejado cinco pasos del sitio que le había parecido tan familiar. Deseaba volver a él; deseaba con toda su alma volver a él.

—Bueno, esperad, es sólo un segundo —gritó a sus compañeros, pero esta vez ellos no volvieron la cabeza, estaban ya en alguna otra parte.

Las voces de los pájaros parecían más fuertes que la voz del propio George. Indeciso, dio dos pasos en la dirección en que había visto desaparecer a sus amigos, pero luego, movido por una curiosidad más fuerte que el miedo, volvió al sitio desde donde había vislumbrado el claro.

No parecía estar lejos. Hasta parecía haber un sendero en esa dirección.

El sendero lo llevó cuesta abajo, y casi al instante los árboles guardianes y la franja de sol que lo habían guiado desaparecieron de la vista. Poco después, también el sendero había desaparecido. Y al cabo de un momento George había olvidado por completo qué era lo que lo había inducido a seguirlo.

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