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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (44 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Me parece que yo sé lo que es esto —dijo Auberon.

—¿De veras?

—Es una batalla.

En los viejos libros de historia, Auberon había estudiado los mapas: esos bloques oblongos identificados por banderitas diminutas, dispuestos a través de un paisaje cebrado de líneas topográficas; bloques grises enfrentados a una disposición aproximadamente simétrica de bloques negros (los malos). Y en otra página el mismo paisaje horas más tarde: algunos de los bloques escorados, penetrados por los bloques enemigos, hendidos por la cabeza de flecha de su vanguardia; otros en visible retroceso y siguiendo la cabeza de flecha de una retirada; y los bloques a rayas diagonales de algún aliado apareciendo tardíamente por uno de los flancos. El gran mapa pálido extendido en el suelo de la biblioteca era más difícil de interpretar que aquellos otros; era como si el desarrollo completo de una inmensa batalla (Posiciones al Amanecer; Posiciones a las dos y media de la tarde; Posiciones a la Puesta del Sol) estuviera expresado allí todo a la vez, las retiradas superpuestas a los avances, las filas en ordenada formación a las desmembradas. Y las líneas topográficas, no ondulantes y curvas, siguiendo las elevaciones y declives de cualquier campo de batalla, sino regulares, entrecruzadas; tantas geometrías alterándose sutilmente unas a otras al entrelazarse, que el conjunto hacía aguas como el muaré, y el ojo que lo avizoraba se extraviaba en laberintos de perplejidad. ¿Es recta esta línea? ¿Es curva esta otra? Y aquí, ¿hay círculos concéntricos o es una espiral continua?

—Hay una leyenda —dijo Fumo, sintiéndose cansado.

Había una, sí. Y también había, Auberon lo vio, bloques de una tipografía diminuta, dispuestos explicativamente aquí y allá (regimientos de aliados perdidos), y los jeroglíficos de los planetas, y una rosa de los vientos, aunque no de direcciones, y una escala, aunque no en millas. La leyenda decía que las líneas gruesas limitaban el Acá, y las líneas finas el Allá. Pero no había forma de saber con seguridad cuáles eran realmente las gruesas, cuáles las finas. Al pie de la leyenda, en cursiva subrayada para realzar su importancia, había una nota: «Circunferencia = ninguna parte; punto céntrico = todas partes».

En serias dificultades, y a la vez de algún modo en peligro, parecióle de pronto, Auberon miró a su padre; y creyó ver en el rostro de Fumo, en sus ojos bajos (y ése sería el rostro de Fumo que más a menudo vería cuando soñara con él), una resignada tristeza, una especie de desilusión, como si dijera: «Bueno, yo traté de decírtelo, yo traté de impedir que llegaras tan lejos, yo intenté prevenirte; pero tú eres libre, y yo no tengo nada que objetar, sólo que ahora sabes, ahora ves, ahora la leche se ha derramado y se han roto los huevos, y la culpa es mía en parte y sobre todo tuya».

—¿Qué —dijo Auberon, sintiendo que un nudo le cerraba la garganta—, qué... qué es...? —Tuvo que tragar, y se encontró de pronto sin nada que decir. El mapa parecía hacer un ruido que le impedía oír sus propios pensamientos. Fumo lo asió por el hombro y lo levantó.

—Bueno, escucha —dijo. Tal vez Auberon había interpretado mal su expresión: de pie, frotando las rodilleras de su pantalón para quitarles las pelusas de la alfombra, parecía tan sólo aburrido, tal vez, probablemente.— De verdad,
de verdad
, no me parece que sea hoy el día más apropiado para esto, ¿sabes? Vamos, ven de una vez. Hoy nos vamos al picnic. —Hundió las manos en los bolsillos y se inclinó ligeramente sobre su hijo, ya en otra actitud.— Bueno, puede que a ti no te entusiasme terriblemente, pero creo que tu madre agradecería una pequeña ayuda, preparar las cosas. ¿Quieres ir en el auto o en bicicleta?

—En el auto —dijo Auberon mirando siempre al suelo, y, tratando de saber si se alegraba o por el contrario lo entristecía el hecho de que, aunque por un momento, apenas un momento, su padre y él se hubiesen aventurado al parecer juntos en comarcas extrañas, reanudaran ahora sus relaciones distantes. Esperó a que los ojos de su padre se apartaran de su nuca (donde los sentía clavados), a que sus pasos sonaran en el entarimado fuera de la biblioteca, antes de levantar la vista del mapa (o plano) que ahora se había vuelto menos fascinante, aunque no menos confuso, como un acertijo imposible de resolver. Lo volvió a plegar, cerró el libro, y en vez de colocarlo de nuevo en la estantería acristalada junto con sus antepasados y sus primos, lo escondió debajo de los faldones de una poltrona, de donde más tarde lo podría rescatar.

—Pero si es una batalla —dijo—, ¿cuál bando es cuál?

—Si es una batalla —dijo Lila, sentada en cuclillas en la poltrona.

La vieja geografía

Tacey se había adelantado al lugar que desde hacía algún tiempo habían elegido para el paseo campestre de ese año, volando por los caminos viejos y los senderos nuevos en su bien conservada bicicleta, seguida por Tony Cabras, para quien había solicitado un sitio como invitado. Lily y Lucy llegarían por otro camino, después de una visita matutina de cierta importancia que les había encomendado Tacey. Así pues, en la vetusta camioneta iban: Alice en el volante, junto a ella la tía abuela Nube, y Fumo del lado de la portezuela; atrás, el doctor y Mambé y Sophie; y más atrás aún, Auberon en cuclillas y el perro Chispa, que tenía la costumbre de pasearse sin cesar de un lado a otro mientras el coche estaba en movimiento (incapaz de aceptar, tal vez, el hecho de que el paisaje se deslizara veloz delante de su cara en tanto que sus patas permanecían quietas). También había un sitio para Lila, quien no ocupó ninguno.

—Tanagra escarlata —le dijo Fumo al doctor.

—No, un colirrojo —replicó el doctor.

—Negro, con la cola roja...

—No —dijo el doctor, levantando el índice—, la tanagra es toda roja, con las alas negras. El colirrojo es casi todo negro, con manchas rojas... —Se palmeó los bolsillos del pecho.

La camioneta se zarandeaba, cada una de sus juntas chirriando protestas, a lo largo del camino tortuoso y desparejo que conducía al sitio elegido para el paseo. Llana Alice aseguraba que era el incesante ir y venir de Chispa lo que mantenía en movimiento aquella antigualla (como lo pensaba el propio Chispa), y bien que se las había apañado, en los últimos años, para prestar servicios ante los cuales otros vehículos de su misma edad habrían respondido, ofendidos, con la inmovilidad y el silencio. El enchapado de sus flancos estaba descolorido y opaco como madera de resaca, y sus asientos de cuero tan surcados de finas arrugas como la cara de la tía Nube, pero su corazón se conservaba fuerte, y Alice le conocía sus pequeñas manías, las habría aprendido de su padre, que se las conocía todas y tan bien (pese a lo que de él opinaba George Ratón), como las de los petirrojos y las ardillas. Había tenido por fuerza que aprenderlas, para poder ir a hacer la compra, aquellas compras brobignagianas que su famila creciente requería. Aquéllos habían sido los tiempos de los pollos con seis patas, de los cajones de esto y las docenas de aquello, de la economía de dimensiones gigantescas, de las cajas de diez libras de detergente Drudge, las tinajas de aceite y los bidones de leche. La camioneta arriaba con todo, una y otra vez, y lo sobrellevaba todo casi con tanta paciencia como la misma Alice.

—¿Te parece, querida —dijo Mambé—, que vale la pena que vayas más lejos? ¿Crees que luego podrás salir?

—Oh, creo que aún podemos continuar un trecho —respondió Alice. Si iban en la camioneta era, sobre todo, a causa de la artritis de Mambé y de las viejas piernas de Nube. En los viejos tiempos...

Cruzaron por encima de una huella y todos, quien más, quien menos, salvo Chispa, fueron levantados de sus asientos; se internaban en un mar de fronda; Alice aminoró la marcha, oyendo casi el suave golpeteo de las sombras contra el capó y el techo del vehículo; en un dulce acceso de felicidad estival, se olvidó de los viejos tiempos. Una cigarra, la primera que oyeran aquel verano, entonó su semitono. Alice puso la palanca en punto muerto, y la camioneta, después de avanzar un corto trecho a la deriva, se detuvo sola. Chispa interrumpió su ir y venir.

—¿Podrás ir andando desde aquí, Ma? —preguntó Alice.

—Oh, desde luego.

—¿Nube?

Nube no respondió. El silencio y el verdor los había sumido a todos en un repentino silencio.

—¿Qué? Ah, sí —dijo Nube—. Auberon me ayudará. Yo llevaré la retaguardia. —Auberon resopló una carcajada, y Nube también.

—¿No es éste —dijo Fumo cuando bajaban, de a dos y de a tres, por el sendero de tierra—, no es éste un camino... —movió la mano sobre el asa de la cesta de mimbre que transportaba a medias con Alice—, no vinimos por este camino cuando...?

—Sí —dijo Alice. Lo miró de reojo con una sonrisa—. Es éste. —Oprimió el asa de la cesta como si fuera la mano de Fumo.

—Ya me parecía —dijo él.

Los árboles que bordeaban las vertientes, coronando la hondonada del camino, habían crecido perceptiblemente, y no sólo en estatura: arropados en verdaderos mantos de hiedra, la corteza de sus troncos más espesa, habían crecido incluso en dignidad, en noble sabiduría arbórea, y el camino, en desuso durante tantos años, se poblaba ya con sus retoños.

—Por aquí, en alguna parte —dijo— había un atajo que conducía a los Bosques.

—Es verdad. El que nosotros tomamos.

La maleta de cuero que compartía con Alice le resbalaba por el hombro izquierdo y le entorpecía la marcha.

—Ese atajo ya no ha de existir, supongo —dijo. ¿La maleta de cuero? Si era una cesta de mimbre, la misma en la que Mambé había empacado años ha la merienda de la boda.

—No hay nadie ahora que lo cuide y lo mantenga despejado —dijo Alice, mientras volvía la cabeza para echar una ojeada a su padre y notar que también él miraba hacia los bosques—. Ni falta que hace. —Diez años haría ese verano que Amy y su esposo habían muerto.

—Lo que me asombra —dijo Fumo— es lo poco que recuerdo de esta geografía.

—Mmmmm —dijo Alice.

—No tenía ni la más remota idea de que ese camino corría por aquí.

—Bueno —dijo Alice—, a lo mejor no corre.

Con una mano rodeando los hombros de Auberon, la otra apoyada en un bastón pesado, Nube pisaba con cautela para esquivar las piedras del camino. En los últimos tiempos había adquirido el hábito de hacer un movimiento casi imperceptible pero constante de masticación con los labios, una especie de tic que, si sospechara que alguien pudiese notarlo, la abochornaría profundamente, razón por la cual ella misma se había persuadido de que nadie lo advertía (ya que, por lo demás, no podía evitarlo), aunque lo cierto era que todos lo advertían.

—Qué bien que estés dispuesto a bregar con tu vieja tía —dijo.

—Tía Nube —dijo Auberon—. Ese libro que escribieron tu padre y tu madre..., ¿lo escribieron ellos, tu padre y tu madre?

—¿Qué libro es ése, querido?

—Uno de arquitectura, sólo que no es de eso, en general.

—Yo creía —dijo Nube— que esos libros estaban bajo llave, bien guardaditos.

—Bueno —dijo Auberon, haciendo caso omiso de ese comentario—, ¿es verdad todo lo que dice?

—¿Todo qué?

Era imposible decir todo qué.

—Hay un plano, al final. ¿Es el plano de una batalla?

—¡Vaya! Nunca se me ocurrió que pudiera ser eso. ¿Una batalla? ¿Te parece eso a ti?

La sorpresa de Nube lo hizo sentirse menos seguro.

—¿Qué pensabas tú que era?

—No lo sabría decir.

Auberon esperaba al menos una opinión, una pista por vaga que fuese, pero Nube no decía nada, sólo mascaba y seguía andando trabajosamente por el camino; no le quedaba otro recurso que interpretar sus palabras no en el sentido de que ella no supiera realmente qué decir, sino que, Comoquiera, se trataba de algo prohibido.

—¿Es un secreto?

—¡Un secreto! Humm. —Otra vez la sorpresa, como si nunca en la vida hubiera pensado para nada en esas cosas.— ¿Un secreto, te parece? Bueno, bueno, a lo mejor eso es lo que es, justamente... Caray, nos están dejando atrás, ¿no?

Auberon renunció. La mano de la anciana le pesaba sobre el hombro. Más allá, donde el camino se elevaba y volvía a descender, los árboles gigantescos enmarcaban un paisaje de un plateado verdor; parecían inclinarse hacia él, exhibirlo extendiendo sus manos de follaje, ofrecerlo a los caminantes. Auberon y Nube vieron llegar a los otros a la cresta de la elevación, trasponer los portales del paisaje y penetrar en la claridad del sol, pasear una mirada en torno y, siguiendo camino cuesta abajo, desaparecer de la vista.

Colinas y Llanos

—Cuando yo era muchacha —dijo Mambé— solíamos hacer largas caminatas.

El mantel a cuadros alrededor del cual estaban sentados había sido tendido al sol, pero a esa hora se hallaba ya a la sombra del gigantesco arce solitario en cuyas cercanías habían acampado. El jamón, el pollo frito y una tarta de chocolate habían sufrido grandes estragos; dos botellas yacían en el suelo, y una tercera, inclinada, estaba casi vacía. Un escuadrón volante de hormigas negras acababa de llegar a la orilla del prado y estaba transmitiendo el mensaje a la retaguardia: buena nueva, suerte loca.

—Los Colinas y los Llanos —dijo Mambé— siempre mantuvieron contactos con la Ciudad. Colinas es mi apellido materno, ¿sabes? —le dijo a Fumo, que ya lo sabía—. Oh, era divertidísimo en los años treinta coger el tren para la Ciudad; almorzar, e ir a visitar a nuestros primos los Colinas. Bueno, los Colinas no habían vivido siempre en la Ciudad...

—¿Son ésos los Colinas —preguntó Sophie desde debajo del sombrero de paja, que se había inclinado sobre la cara para protegerla del generoso sol— que todavía están en Escocia?

—Ésa es otra rama —dijo Mambé—. Mis Colinas nunca tuvieron mucho que ver con los Colinas de Escocia. La historia es...

—La historia es larga —dijo el doctor. Levantó su copa de vino a la luz del sol (siempre insistía en que llevaran a los picnics copas y vajilla de verdad, el lujo de usarlas a cielo abierto convertía una merienda compestre en un festín) y observó el sol aprisionado en ella—. Y los Colinas de Escocia son los que salen ganando.

—No es así —dijo Mambé—. ¿Qué sabes tú cuál historia es la historia?

—Me lo contó un pajarito —dijo el doctor, divertido, conteniendo la risa. Se estiró, de espaldas contra el arce, y se inclinó el panamá (casi tan viejo como él) en posición de siesta. En los últimos años las reminiscencias de Mambé se habían vuelto más largas, más divagantes y más reiterativas a medida que sus oídos se volvían más sordos; pero a ella no le importaba que la pusieran en evidencia. Reanudó su historia.

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