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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (20 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Y que todos los demás parecían resueltos a frustrar. Cuando le explicó a Pa (llamaba Pa a su padre en su fuero interno y cuando hablaba con Amy, pero a John nunca lo había llamado así cara a cara) que lo que hacía falta en la región era un garaje, una estación de servicio que pudiera expender gasolina y hacer reparaciones, y vender Fords, y le había mostrado el material informativo que le enviara la Compañía Ford sobre la cuantía de la inversión requerida para el montaje de una agencia de esa naturaleza (él mismo no se había propuesto como agente, sabía que a los dieciséis años era demasiado joven: él se contentaría, y mucho, con bombear la gasolina y hacer las reparaciones), su padre había sonreído, pero no le había dedicado a la idea ni tan siquiera cinco minutos de reflexión; había escuchado a su hijo en silencio, asintiendo con benevolencia, porque lo adoraba y se desvivía por complacerlo. Y al cabo había dicho: «¿Te gustaría tener un auto para ti?».

Bueno, sí; pero August sabía que lo había tratado como a un crío, aunque él habia presentado una propuesta tan clara y detallada como la de cualquier hombre hecho y derecho; y su padre, cuyas preocupaciones eran tan fantásticamente pueriles, había sonreído al oírla, como si fuese el capricho antojadizo de un chiquillo, y le había comprado el coche sólo para dejar zanjada la cuestión dándole ese gusto.

Pero no la había zanjado. Pa no comprendía. Antes de la guerra las cosas eran de otra manera. Nadie
sabía
nada. Uno podía ir a los bosques andando, e inventar historias y ver cosas, si así lo quería. Pero ahora no había excusas. Ahora había un conocimiento, un conocimiento que estaba allí, a tu alcance, de cosas reales y concretas, de cómo opera el mundo y qué hay que hacer para que funcione como es debido. «Al operador de un Ford Modelo T le resultará sin duda sencillo y conveniente colocar él mismo las bujías. La operación se lleva a cabo de la forma siguiente...» Y estos conocimientos, justos y razonables, se los ponía August sobre el loco revoltijo de su niñez, como quien se pone un guardapolvo sobre un traje y se lo abotona hasta el cuello.

Una idea estupenda

—Lo que a ti te hace falta —le dijo a su madre esa tarde— es un poco de aire fresco. Déjame que te lleve a dar un paseo. Vamos. —Fue y le cogió las manos para levantarla de su silla, y aunque ella se las dio, los dos sabían, porque habían representado varias veces esa misma escena, que Violet no se levantaría y que, con toda certeza, no saldrían a pasear. Pero ella le retenía las manos.— Puedes abrigarte, y de todos modos con los caminos que hay por aquí no se puede andar a más de veinticinco kilómetros por hora.

—Oh, August.

—Nada de «Oh, August» —dijo él, dejando que ella lo tironeara hacia abajo hasta sentarlo a su lado, pero alejando el rostro de los labios de su madre—. A ti no te pasa nada, nada
malo
, quiero decir. Sólo que te pasas la vida rumiando tus pensamientos. —Que tuviera que ser él, el más joven, el que se viera obligado a hablarle a su madre seriamente como a una niña alunada, cuando había hijos mayores que debieran hacerlo, era algo que a él lo sacaba de quicio, pero a ella no.

—Cuéntame lo del aserrado de la leña —dijo Violet—. ¿Estaba allí la pequeña Amy?

—No es tan pequeña.

—No, no. No lo es. Tan bonita.

August supuso que había enrojecido, y supuso que ella había notado su sonrojo. Le parecía bochornoso, casi indecente, que su madre supiera que miraba a una chica con otros ojos que los de una divertida indiferencia. A pocas chicas, por cierto, miraba él con divertida indiferencia, si se conociera la verdad, y se la conocía; hasta sus hermanas le sacaban pelusas de las solapas y le alisaban el pelo, espeso y rebelde como el de su madre, y sonreían con picardía cada vez que, como al azar, anunciaba que al atardecer se daría una vueltecita por la granja de los Praderas o por la casa de los Flores.

—Escucha, Ma —dijo, en un tono de voz perentorio—, ahora escúchame de veras. Antes, tú sabes, antes de que Papá se muriera, conversamos sobre ese asunto del garaje, y de la agencia y todo lo demás. A él no le gustó demasiado, pero eso fue hace cuatro años, yo era muy joven. ¿Podemos volver a conversar? Auberon piensa que es una idea estupenda.

—¿De veras?

Auberon no había encontrado nada que objetar; pero la verdad era que su hermano estaba detrás de la puerta del cuarto obscuro, a la tenue luz roja de su celda de ermitaño, cuando August se lo había explicado.

—Seguro. Dentro de poco, sabes, todo el mundo va a tener un automóvil. Todo el mundo.

—Oh, Señor.

—Tú no puedes negarte al futuro.

—No, no, eso es cierto —miraba, abstraída, por la ventana, la tarde soñolienta.— Eso es cierto. —Había captado un significado, sí, pero no el de su hijo; August, sacó su reloj y lo consultó, para hacerla salir de su ensimismamiento.

—Bueno, entonces —dijo.

—No sé —dijo ella, mirándolo a la cara, no como para leer en ella, no como para comunicarse con ella, sino como quien se mira en un espejo: así de franca, así de soñadora—. No sé, querido. Pienso que si a John no le pareció una idea buena...

—Eso fue hace cuatro años, Ma.

—Fue, era hace cuatro... —Hizo un esfuerzo y le cogió otra vez la mano.— Tú eras su preferido, August, ¿sabías eso? Quiero decir que él os quería a todos, pero... Bueno, ¿no te parece que él debía saber mejor que nadie? Ha de haber reflexionado largamente en ese asunto, él siempre reflexionaba en todo largamente. Oh, no, querido, si él no estaba seguro, no creo que yo pueda hacer nada mejor, de verdad.

August se levantó bruscamente y hundió las manos en los bolsillos.

—Está bien, está bien. Pero no le eches la culpa a él, eso es todo. A ti no te gusta la idea, te asusta una cosa tan simple como un auto, y de todos modos, nunca quisiste que yo tuviera nada.

—Oh, August —empezó a decir ella, pero calló de golpe y se tapó la boca con la mano.

—Está bien —dijo él—. Supongo que te lo diré, en ese caso. Supongo que me marcharé de aquí. —Inesperadamente, se le había formado un nudo en la garganta; había pensado que sólo sentiría rebeldía y triunfo.— A la Ciudad tal vez. No sé.

—¿Qué quieres decir? —Con un hilo de voz, como un niño que empieza apenas a comprender una cosa monstruosa y terrible. —¿Qué quieres decir?

—Bueno —dijo él, desafiante ahora—. Soy un hombre adulto. ¿Qué piensas tú? ¿Qué me voy a pasar aquí, holgazaneando en esta casa, el resto de mi vida? Pues bien, no.

La expresión del rostro de su madre, de angustia horrorizada e impotente, cuando todo lo que acababa de decir no era nada más que lo que cualquier joven de veinte años podría decir, cuando todo lo que sentía era la insatisfacción que cualquier persona normal puede sentir, hizo que la confusión y el sentido común frustrado fermentaran de pronto en él como larva hirviente. Corrió hasta el sillón de su madre y se dejó caer de rodillas a sus pies.

—Ma, Ma —dijo—. ¿Qué sucede? ¿Qué pasa, por Dios? —Le besó la mano, un beso que fue como un mordisco furioso.

—Es que tengo miedo, nada más...

—No, no, dime al menos qué es lo tan terrible. Qué hay de tan terrible en que uno quiera progresar, y ser, y ser
normal
. ¿Qué había de malo —estaba en erupción esa lava, y él no quería contenerla, ni hubiera podido, aunque quisiera— en que Timmie Willie se fuera a la Ciudad? Es allí donde vive su marido, y ella lo quiere. ¿Acaso es ésta una casa tan maravillosa que nadie debería siquiera pensar en vivir en ninguna otra parte? ¿Ni siquiera al casarse?

—Había tanto sitio aquí... Y la Ciudad está tan lejos...

—Bueno, ¿y qué tenía de malo que Aub quisiera entrar en el ejército? Hubo una guerra. Todo el mundo fue. ¿Quieres que todos nosotros seamos tus bebés eternamente?

Violet no respondió, pero las lágrimas, grandes y perladas como las de un niño, le temblaban en las pestañas. De pronto echaba de menos, dolorosamente, a John. En él podía volcar todas sus percepciones inarticuladas, todo cuanto conocía y desconocía de sus intuiciones, todo aquello que, aunque él en realidad no comprendía, siempre escuchaba con reverencia; y de él vendrían los consejos, las prevenciones, las ideas, las decisiones inteligentes que ella nunca hubiera podido tomar. Pasó la mano por el pelo enmarañado de August, ensortijado como el de un elfo, que ningún peine podía domar, y dijo:

—Es que tú sabes, querido, tú sabes. Tú te acuerdas, ¿verdad? Sí que te acuerdas, ¿no es cierto?

Con un sollozo, él apoyó la mejilla en su regazo, y ella siguió acariciándole el cabello.

—Y automóviles, August..., ¿qué pensarían ellos? El ruido, y el olor. La... la insolencia. ¿Que podrían pensar? ¿Y si los echaras de aquí?

—No, Ma, por favor, no.

—Ellos son temibles, August, tú te acuerdas de aquella vez, cuando eras chiquitín, aquella vez de la avispa, te acuerdas de lo furioso que se puso el pequeñito.

lo viste. Y si.... y si eso los enfureciera ¿no tramarían algo, o algo tan horrendo...? Podrían, tú sabes que podrían.

—Yo era apenas un crío.

—¿Todos vosotros lo olvidáis? —dijo ella, no como si le hablara a él, sino como si ella misma se interrogase, como si interrogase a una percepción extraña que acababa de tener—. ¿Todos los olvidáis, realmente? ¿Es eso? ¿Lo olvidó Timmie? ¿Todos vosotros? —Levantó entre sus manos la cara de él para estudiarla.— August, ¿lo has olvidado o...? No debéis, no debéis olvidar; si lo hacéis...

—¿Y si a ellos no les importara? —dijo August, derrotado—. ¿Si a ellos les importara un bledo? ¿Cómo puedes estar tan segura de que les importa? Tienen todo un mundo para ellos ¿no?

—No lo sé.

—El Abuelo decía...

—Oh, por favor, August, yo no sé.

—Bueno —dijo él, desprendiéndose de ella—, en ese caso, iré a preguntar, iré a pedirles permiso. —Se levantó.— Les pediré permiso, y sí ellos dicen que está bien, entonces...

—No creo que ellos lo aprobaran.

—Ya, pero ¿y si lo hacen?

—¿Cómo puedes estar seguro? Oh, August, no hagas eso, ellos podrían mentir. No, prométeme que no lo harás. ¿Adonde vas?

—Voy a pescar.

—¿August?

Algunas notas

Tan pronto como August se hubo marchado, los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Se restregó con impaciencia las gotas calientes, las gotas que le rodaban por las mejillas sólo porque ella no podía explicar; no había forma de decir nada de lo que sabía, no existían palabras para hacerlo, y cada vez que lo intentaba, el mero intento hacía que todas sus palabras se transformaran siempre en mentiras o estupideces. Ellos son temibles, le había dicho a August. Ellos pueden mentir, había dicho. No, eso no era cierto, ni lo uno ni lo otro. Ellos no eran temibles, y no podían mentir. Esas cosas sólo son ciertas cuando uno se las dice a los niños, como es cierto cuando se le dice a un niño que «Abuelo se ha marchado de viaje» cuando el Abuelo ha muerto, cuando ya no habrá más Abuelo que se vaya o que venga. Y el niño dice: ¿Adonde se ha marchado el Abuelo? Y tú piensas entonces una respuesta un poco menos verdadera que la anterior, y así sucesivamente. Y sin embargo, has sido veraz con él, y él ha comprendido, al menos tanto como has comprendido tú.

Pero sus hijos ya no eran niños.

Tantos años como había intentado, con la ayuda de John, poner en palabras, con las palabras de un lenguaje adulto, lo que ella sabía: redes para cazar los vientos, los Significados, la Intención, la Solución. Y tan cerca que había estado él, oh, el gran hombre bondadoso, tan cerca como se puede llegar con la inteligencia, la disciplina mental, la acuciosa atención.

Pero no había Significados, no había ninguna Intención, ninguna Solución. Pensar en ellos en esos términos era como pretender hacer una tarea cuando lo que uno hace es, simplemente, mirarse en un espejo; tus manos, por mucho que te empeñes, hacen lo contrario de lo que les ordenas hacer, en vez de ir hacia un lugar, se alejan; a la izquierda, no a la derecha, hacia delante, no hacia atrás. Ella se imaginaba a veces que el sólo pensar en ellos no era nada más que eso: era mirarse en un espejo. Pero incluso eso, ¿qué podía significar?

Ella no quería que sus hijos fuesen bebés para siempre, este país parecía estar lleno de gente que se desesperaba por crecer, y si bien ella no había tenido nunca la sensación de crecer, no pretendía impedir que otros lo hicieran, pero le daba miedo: si sus hijos se olvidaran de lo que habían sabido de pequeños, estarían en peligro. De eso estaba segura. ¿Qué peligro? ¿Y cómo, por amor al Cielo, cómo haría para ponerlos en guardia?

No había respuestas, ninguna respuesta. Todo cuanto estaba al alcance del poder de la mente y del lenguaje tenía que volverse más preciso según como se formularan las preguntas. John le había preguntado: ¿Existen las hadas realmente? Y no había respuesta para eso. Él había puesto entonces todo su empeño, y la pregunta se había vuelto más circunstancial y tentativa, y al mismo tiempo más exacta y precisa; y aun así no había respuestas, sólo la forma cada vez más completa de la pregunta, evolucionando del mismo modo que, según le explicara Auberon, evolucionaba toda vida, extendiendo miembros e inventando órganos, tejiendo coyunturas, actuando e interviniendo de formas cada vez más complejas y a la vez más compactas y definidas, hasta que la pregunta, perfectamente formulada, incluía su propia incontestabilidad. Y de pronto, eso tuvo un fin. La última edición, y John murió esperando todavía la respuesta.

Y sin embargo
había
cosas que ella sabía. Encima de la mesa de caoba obscura estaba la máquina de escribir de John, alta y negra, huesuda y cascaruda como un viejo crustáceo. Por el bien de August, por el bien de todos, ella tenía que decir lo que sabía. Fue hasta la máquina, se sentó frente a ella, y apoyó las manos sobre el teclado, como lo haría un pianista, pensativamente, antes de empezar a tocar algún nocturno suave, melancólico, casi inaudible; entonces notó que no había papel en el rodillo. Buscarlo le llevó cierto tiempo; y la hoja de su cuaderno de notas, cuando la hubo insertado entre las mandíbulas de la máquina, parecía pequeña y temerosa, poco dispuesta a recibir los golpes de las teclas. Pero empezó, utilizando dos dedos, y tecleó lo siguiente:

notas de Violet sobre ellos

y debajo de esta frase la palabra que el Abuelo solía escribir en los diarios que esporádicamente llevaba:

tacenda

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