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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (16 page)

BOOK: Pqueño, grande
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No, todo no.

Porque existía otra bifurcación posible, la raíz obscura y simétrica de estas ramificaciones visibles y cotidianas. Volvió a mirar la foto de Timmie Willie en el portón, con la cámara colgando de su muñeca: el momento de la divergencia, el lugar ¿o el instante preciso en que se producía la bifurcación?

Busca las caras ocultas

Auberon siempre se había tenido por un individuo racional y sensato: por alguien que utilizaba como elementos de juicio las evidencias, y que sopesaba las argumentaciones: un trocadiño, se hubiera dicho, en el seno de una familia de creyentes fanáticos, de sibilas y soñadores gnómicos. En la universidad donde cursara sus estudios de magisterio, se había familiarizado no sólo con las leyes de la lógica y el método científico, sino también con la Nueva Biblia, es decir,
El origen del hombre
, de Charles Darwin: justamente entre sus páginas de prolija ciencia victoriana habia puesto para que se alisaran los revelados de las experiencias con la cámara de Nora y Timmie Willie, que se habían enroscado al secarse.

Cuando esa noche Nora, con un flamante rubor en las mejillas morenas, y anhelante como presa de una extraña agitación, le devolvió la cámara, él, indulgente, había bajado al cuarto obscuro del sótano, y allí, después de retirar el rollo, lo había sumergido en el baño amoniacal, lo había lavado y secado, y luego había impreso las copias. «Pero tú no tienes que mirarlas», le había dicho Nora, bailoteando de uno a otro pie, «porque... bueno, en algunas estamos... Completamente Desnudas». Y él se lo había prometido, al tiempo que recordaba a los escribas musulmanes que debían taparse los oídos cuando les leían cartas a sus clientes, para no enterarse de su contenido.

Sí que estaban desnudas, en una o dos, a la orilla del lago, cosa que le interesó y lo turbó profundamente (¡sus propias hermanas!). Por lo demás, pasó mucho tiempo antes de que las volviera a examinar con detenimiento. Nora y Timmie Willie perdieron el interés por la fotografía; Nora descubrió un juguete nuevo en las viejas cartas de Violet, y Timmie conoció a Alex Ratón aquel verano. Y allí quedaron, entre las páginas del libro, confrontadas con los enjundiosos argumentos de Darwin y los grabados de cráneos. Sólo después que hubo revelado una foto imposible, inexplicable, de sus padres en un día tormentoso, las buscó otra vez; las observó con detenimiento con su lente de aumento para leer, y a través de la lupa; las estudió con más empeño que el que había puesto jamás en resolver la sección «Busca las caras ocultas» de los pasatiempos de la revista
St. Nicholas
.

Y encontró las caras.

Casi nunca, después de aquella vez, tendría ocasión de ver una imagen ni remotamente tan clara, tan inequívoca como esa fotografía de John y Violet y aquel otro, sentados alrededor de la mesa de piedra. Era como si esa foto quisiera ser una promesa, un acicate para inducirlo a continuar la búsqueda de imágenes mucho más sutiles e intrigantes. Él era un investigador, un hombre sin prejuicios, y no iba a admitir que se le «concediera» esa vislumbre única, como con la «intención deliberada» de convertir su vida en una búsqueda de nuevas evidencias, de una respuesta clara, sin ambages, a todo ese intríngulis imposible. Y sin embargo, ése fue el efecto que tuvo. Por otra parte, tampoco existía nada más, ninguna tarea más apremiante a la que pudiera consagrar su vida.

Porque tenía que haber, de eso estaba seguro, una
explicación
. Una explicación, no las divagaciones del Abuelo sobre los mundos dentro de los mundos, o las revelaciones crípticas del subconsciente de Violet.

Pensó al principio (hasta deseó, lupa en mano) haberse equivocado: había sido un engaño, una alucinación. Descontando esa única imagen del grupo junto a la mesa de piedra —que, científicamente hablando, era una anomalía, y por lo tanto carecía de interés—, ¿no sería posible que todas estas otras fuesen (¿por qué no?) los zarcillos de una hiedra que al enroscarse formaban una especie de mano ganchuda?, ¿o la luz que al incidir sobre una celidonia le prestaba el aspecto de una cara? Él sabía las gratificaciones y sorpresas que la luz puede deparar. ¿No se trataría, tal vez, de alguno de esos efectos? No, eso era imposible. Lo que Nora y Timmie Willie habían sorprendido con la cámara, por designio, o por azar, era el momento preciso de la metamorfosis de unas criaturas de la naturaleza en criaturas quiméricas.

Aquí, esta cara era la cara de un pájaro, pero la garra que se asía a la rama era una mano, una mano que asomaba de una manga. No podía caber ninguna duda de ello, a poco que se la estudiase con detenimiento. Y esta telaraña no era una telaraña sino la cola de la falda de una dama cuyo rostro asomaba, pálido, por encima de una alta gola de hojas obscuras. ¿Por qué no les habría prestado una cámara de mayor poder separador? En algunas de las fotos, daba la impresión de que había multitudes, como en receso hacia el fondo, para quedar fuera de foco. ¿De qué tamaño eran? De todo tamaño, a menos que algo, Comoquiera, distorsionara la perspectiva. ¿Largos como su dedo meñique? ¿Tan grandes como un sapo? Las imprimió en diapositivas y las proyectó sobre una sábana, y pasaba horas y horas ante ellas, sentado, contemplándolas.

—Nora, cuando estuvisteis en el bosque aquel día... —con cuidado, no fuera a prevenirla y sugerir su respuesta—, ¿visteis algo, no se, algo especial que hayáis querido fotografiar?

—No, nada
especial
. Sólo..., bueno, especial no.

—Tal vez podríamos volver allá, con una buena cámara, a ver qué podemos ver.

—Oh, Auberon.

Consultó a Darwin, y vislumbró, a lo lejos, pero como si se fuera acercando, el débil resplandor de una hipótesis.

En los bosques de los tiempos primitivos, al cabo de eones de una larga e inimaginable lucha, la raza del Hombre se separó de sus primos hermanos, los monos peludos. Parece ser que hubo más de un intento de esa naturaleza, de diferenciar un Hombre, y que todos habían fracasado sin dejar más rastro que algún hueso anómalo aquí y allá. Callejones sin salida. Fue el Hombre el único que aprendió a hablar, a hacer fuego, a fabricar utensilios y herramientas, y por lo tanto el único sapiente y capaz de sobrevivir.

¿El único?

Supongamos que una rama de nuestro viejo árbol genealógico, una rama que parecía destinada a secarse, no se hubiese extinguido en realidad, y que hubiera sobrevivido gracias al aprendizaje de otras artes tan nuevas para el mundo —pero tan absolutamente distintas de la fabricación de herramientas y el encendido del fuego— como las de sus hermanos mayores, nosotros. Supongamos que hubieran aprendido en cambio artes tales como la de empequeñecerse y desaparecer, y alguna forma de cegar los ojos de quienes los mirasen.

Supongamos que hubieran aprendido a no dejar rastros: ni túmulos, ni piedras de tallar, ni grabados, ni huesos, ni dientes.

Y que ahora las artes del Hombre hubiesen encontrado la forma de sorprenderlos, que hubiesen descubierto un ojo lo bastante objetivo como para poder detectar y registrar su presencia, una retina de celuloide y sales de plata menos distraída, menos propensa a confundirse, un ojo incapaz de negar lo que había visto.

Pensaba en los milenios —centenares de miles— que tardaron los hombres en aprender lo que sabían; las artes que habían inventado a partir de la más profunda y obscura ignorancia animal; cómo habían llegado —cosa asombrosa— a moldear esas vasijas cuyos toscos fragmentos hallamos hoy entre los restos de fuegos enfriados hace milenios, junto a los huesos roídos de presas de caza y de vecinos. Esa otra raza, suponiendo que existiera, y que fuera posible encontrar pruebas
fehacientes
de su existencia, ha de haber empleado esos mismos milenios en perfeccionar sus propias artes. Estaba la historia que solía contar el Abuelo, que allá en Gran Bretaña habían sido ellos, la Gente Diminuta, los pobladores primitivos de las Islas, obligados más tarde, por una raza de invasores que portaban armas de hierro, a hacerse pequeños y a recurrir a artilugios secretos; de ahí su miedo atávico y su rechazo del hierro. ¡Podía ser! Así como las tortugas (iba pasando las cautas páginas de Darwin) se arman de un caparazón y las cebras se pintan a franjas; así como los hombres, en su más tierna infancia, manotean y parlotean, así esos otros se habrían limitado a practicar las artes ya aprendidas de volverse invisibles y de borrar sus huellas en espera de que la raza de los hombres que labraban la tierra, que producían y edificaban, que cazaban con armas, dejara de advertir su presencia en nuestro propio medio, a no ser los cuentos de esas buenas señoras que les dejaban un platillo con leche en el alféizar de la ventana, o del borracho o el loco a cuyos ojos no pudieron o no quisieron ocultarse.

Y no podían o no querían ocultarse a los ojos de Timmie Willie y Nora Bebeagua, y ellas los habían retratado con una Kodak.

Esas pocas ventanas

De ahí en adelante, la fotografía dejó de ser para él un mero pasatiempo y se transformó en una herramienta, un instrumento de cirugía que seccionaría el corazón del misterio para exponerlo ante él, a su escrutinio. Para su desgracia, descubrió que la posibilidad de buscar y refrendar otras pruebas de la existencia de ellos le estaba vedada. En sus fotografías de los bosques, por muy fantasmales y promisorios que fueran los rincones que escogía, sólo se veían bosques. Necesitaba utilizar intermediarios, lo cual siempre complicaba su tarea hasta lo infinito. Seguía estando convencido (¿cómo no estarlo?) de que la película impregnada de sales y la lente con que los observaba eran impasibles; que una cámara era tan incapaz de inventar o fraguar imágenes como un cristal escarchado de crear huellas dactilares. Y sin embargo, si alguien estaba presente cuando enfocaba lo que según él eran imágenes casuales, un niño, alguien
sensible
, entonces, a veces, en las fotos aparecían personajes, apenas sugeridos, quizá, pero luego el estudio los revelaba.

Pero ¿qué niños?

Pruebas. Datos. Por un lado estaban las cejas. Estaba persuadido de que la ceja única que en su familia algunos (no todos) habían heredado de Violet, tenía algo que ver con ello. August la había tenido, poblada y negra a caballo sobre la nariz, de la cual le brotaban a veces unos hacecillos de pelos largos como los bigotes de un gato. En Nora se insinuaba apenas, pero Timmie Willie la había tenido, aunque pasada la niñez se la afeitara y depilara constantemente. La mayoría de los pequeños Ratón, que eran los que más se parecían al Abuelo, no la tenían, ni tampoco John Tormenta, ni el mismo Abuelo la había tenido.

Y Auberon tampoco la tenía.

Violet había dicho siempre que allá, en la región de Inglaterra de donde ella venía, se consideraba que el ser cejijunto era un indicio de una personalidad violenta y criminal, quizá maníaca. Pero ella se reía de todo eso, y de las ideas que Auberon se forjaba al respecto, y en todas las explicaciones y combinaciones enciclopédicas de la última versión de
La arquitectura
no se hacía ninguna alusión a las cejas.

De acuerdo, entonces. Quizá todo ese asunto de las cejas no fuera nada más que un camino para que pudiera descubrir por qué él había sido excluido; por qué él no podía verlos, y sí podía su cámara, como podía Violet, y había podido Nora durante cierto tiempo. El Abuelo solía perorar horas y horas sobre los mundos diminutos, y quienes, acaso, serían admitidos en ellos, pero nunca daba razones,
ninguna razón
. Escudriñaba las fotos de Auberon y hablaba de ampliaciones, de observarlas con lentes de aumento especiales. El Abuelo no sabía muy bien lo que decía, pero Auberon, desde luego, había hecho algunos experimentos en ese sentido, buscando una puerta. Fue entoncces cuando el Abuelo y John insistieron en que publicase un opúsculo con algunas de las fotos que había conseguido, «un manual de religión, para los niños», dijo John, y el Abuelo había añadido sus comentarios personales, incluyendo sus puntos de vista sobre fotografía, con lo cual el resultado fue un embrollo tal que nadie le prestó la más mínima atención, y menos aún, o más bien en particular, los niños. Auberon jamás los perdonó por esto. Ya bastante difícil era considerar todo el asunto con imparcialidad, científicamente; no pensar que uno no estaba loco o absolutamente confundido sin que todo el mundo dijera que lo estaba. O al menos los pocos que se tomaron el trabajo de comentarlo.

Llegó a la conclusión de que de esa forma ellos habían reducido a eso todos sus esfuerzos (¡a un libro para niños!) con el único fin de excluirlo todavía más. Y él había permitido que lo hicieran, a causa de su propio sentimiento de profunda exclusión. Él era un paria en todos los sentidos: no era hijo de John, ni hermano verdadero de los más pequeños, no un espíritu contemplativo como Violet, pero tampoco temerario y capaz de desaparecer para siempre, como August; sin ceja y sin fe. Y era, por añadidura, un solterón de toda la vida sin mujer ni descendencia; de hecho, era casi virgen. Casi. Excluido hasta de esa compañía, nunca había poseído a nadie a quien hubiese amado.

Ahora, todo eso no lo angustiaba demasiado. Se había pasado la vida entera anhelando imposibles, y una existencia así acaba, a la larga, por encontrar su equilibrio, en la locura o en la salud mental. No podía quejarse. Comoquiera que sea, allí todos eran exiliados, al manos eso tenía para compartir con ellos, y no envidiaba la felicidad de nadie. Por cierto que no envidiaba a Timmie Willie, quien había escapado de allí para ir a la Ciudad; y no osaba envidiar la suerte de August, el desaparecido. Y siempre tenía el consuelo de esas pocas ventanas, grises y negras, fijas e inmutables, sus miradores hacia los territorios de lo incierto.

Cerró la carpeta (que exhaló un olor, casi un perfume de cuero negro viejo y resquebrajado), y puso fin de este modo al nuevo intento de clasificar esas fotos y la larga secuencia de todas las restantes, ordinarias o no, hasta las más recientes. Dejaría todo tal cual estaba, en capítulos discretos, ordenados, mas ¡oh!, sin los contextos y confrontaciones adecuados. No lo consternaba el haber llegado a tomar esta determinación. Varias veces, en los últimos años, había tratado de reclasificarlas, y siempre había llegado a la misma conclusión.

Ató con paciencia los nudos de la carpeta 1911-1915, y se levantó para sacar de su escondite un voluminoso álbum con tapas de bocací, sin rótulo. No lo necesitaba. Contenía muchas de las imágenes más recientes, de los últimos diez o doce años, pero era, no obstante, el complemento de la vieja carpeta en que guardaba las más antiguas. Representaba otro estilo de fotografía: la mano izquierda de su obra, si bien durante largo tiempo la mano derecha de la Ciencia había ignorado lo que esa izquierda hacía. Al fin la importante era la mano izquierda; la derecha se había encogido. Se había vuelto (acaso lo había sido siempre) zurdo.

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