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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (18 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Estoy recién casado —dijo entonces, y el señor Bosques meneó afirmativamente la cabeza—. Vosotros conocéis a Llana Alice Bebeagua.

—Así es.

—Creemos que vamos a ser felices juntos.

—Sí y no.

—¿Cómo?

—Bueno, ¿qué diría usted, señora Sotomonte? ¿Juntos y felices?

—Sí y no —dijo la señora Sotomonte.

—Pero qué... —balbuceó Fumo. Una tristeza inmensa lo ensombreció.

—Todo es parte del Cuento —dijo la señora Sotomonte—. No preguntes cómo.

—Sea clara —dijo Fumo, en tono retador.

—Oh, bueno —dijo el señor Bosques—. No es tan así, sabes. —Ahora estaba carilargo y contemplativo, y apoyaba la barbilla en el tazón que tenía en una mano mientras con los largos dedos de la otra tamborileaba sobre la mesa.— Sin embargo, ¿qué te ha regalado ella? A ver, dínoslo.

Eso era muy injusto. Ella le había dado todo: ella misma. ¿Por qué tenía que haberle hecho algún otro regalo? Y no obstante, mientras decía eso, recordó que en la noche de su boda ella le había ofrecido un verdadero regalo. Dijo con orgullo:

—Ella me ha regalado su infancia. Porque yo nunca tuve una propia. Dijo que podía usarla cuando quisiera.

El señor Bosques le echó una mirada.

—Pero —dijo, malignamente— ¿te ha dado una maleta para que la guardaras? —Su mujer (si eso era) aprobó con un movimiento de cabeza ese golpe maestro. La señora Sotomonte se mecía complacida. Hasta el bebé pareció cloquear como si se hubiese apuntado un tanto.

—No se trata de eso —dijo Fumo. Desde que se había comido el bollo caliente, las emociones más contradictorias parecían alternar en él como cambios de estación. Lágrimas otoñales le llenaban los ojos—. Es que de todas maneras no tiene importancia. Yo no podía aceptar el regalo. Os dais cuenta —esto era difícil de explicar—, cuando era chica ella creía en las hadas. Toda la familia creía. Yo nunca he creído. Y me parece que ellos todavía creen. Y bueno, eso es absurdo. ¿Cómo podía yo creer en esas cosas? Yo quería... es decir, me hubiera gustado creer en ellas, y verlas, pero si nunca pude, si nunca se me ocurrió esa idea... ¿cómo puedo aceptar su regalo?

Ahora el señor Bosques meneaba rápidamente la cabeza.

—No, no —dijo—. Es un regalo perfectamente merecido. —Se encogió de hombros.— Pero no tienes un bolso para guardarlo, eso es todo. ¡Espera! Nosotros te daremos tus regalos. Verdaderos regalos. Y no nos quedaremos con ningún elemento indispensable. —Abrió de golpe un arcón giboso con precintos de hierro negro. Una luz parecía brillar dentro de él.— ¡Mira! —dijo, sacando la larga serpiente de un collar—. ¡Oro! —Los demás aprobaron con una sonrisa este regalo, mirando a Fumo en espera de su maravillada gratitud.

—Es... muy amable —dijo Fumo. El señor Bosques enroscó los relucientes aros alrededor del cuello de Fumo, una vez, otra, como si quisiera estrangularlo. El oro no estaba frío como debería estar el metal sino tibio como la carne. Y era tan pesado que parecía oprimirle la nuca, encorvarle la espalda.

—¿Qué más? —dijo el señor Bosques, mirando en torno con un dedo sobre los labios. La señora Sotomonte señaló con una de sus agujas una caja redonda de cuero en lo alto de la alacena—. ¡Perfecto! —exclamó el señor Bosques—. ¿Qué opinas de esto? —Empinándose, tironeó de la caja hasta que ésta cayó en sus brazos. Levantó la tapa.— ¡Un sombrero!

Era un sombrero rojo de copa alta y blanda, con una cinta plisada de la que emergía, cabeceando, una pluma de Iechuza blanca. Mientras el señor Bosques le ponía el sombrero en la cabeza, la señora Bosques y la señora Sotomonte murmuraban
Aaaaah
y observaban a Fumo atentamente. Pesaba como si fuera una corona.

—Me gustaría saber —dijo Fumo— qué ha sido de Llana Alice.

—Lo cual me recuerda —dijo el señor Bosques con una sonrisa— el último pero no menos sino más... —De debajo de la cama sacó a la rastra un maletín de cuero descolorido y roído por las ratas. Lo levantó hasta la mesa y lo depositó con ternura delante de Fumo. Ahora, también él parecía estar acongojado. Sus manos larguísimas acariciaban el maletín como si sintiera por él verdadera adoración.— Fumo Barnable —dijo—. Éste es mi regalo. Aunque lo hubiera querido, ella no podía dártelo. Es viejo, sin duda, pero por lo mismo más espacioso. Te apuesto a que hay en él sitio para... —Por un instante pareció dudar, y con un súbito clic abrió el cierre y escrutó el interior. Sonrió con picardía.— Ah, lugar de sobra. Y no sólo para su regalo, también hay compartimientos para tu incredulidad y para todo cuanto se te antoje llevar. Te será muy práctico.

El maletín vacío era lo que más le pesaba.

—Nada más —dijo la señora Sotomonte, y el reloj de péndulo canturreó la hora.

—Hora de que te marches —dijo la señora Bosques, y el bebé cloqueó con impaciencia.

—¿Qué habrá sido de Llana Alice? —dijo, pensativo, el señor Bosques. Dio dos vueltas alrededor del cuarto, espiando por las ventanas pequeñas y profundas, escudriñando los rincones. Abrió una puerta, y antes de que la cerrara otra vez precipitadamente, Fumo alcanzó a ver del otro lado una densa obscuridad y a oír un largo susurro soñoliento. El señor Bosques levantó un dedo y arqueó las cejas como si de repente se le hubiera ocurrido una idea. Fue hasta el enorme ropero de patas ganchudas y abrió las puertas, y Fumo vio entonces el bosque cenagoso que había cruzado con Alice... y, a lo lejos, vagabundeando en el atardecer, a Alice en persona. El señor Bosques lo invitó a entrar en el ropero.

—Ha sido muy amable de vuestra parte —dijo Fumo, encorvándose para entrar—. Regalarme todas estas cosas.


Olvídalo
—dijo el señor Bosques, cuya voz sonaba ya lejana y vaga. Las puertas del ropero se cerraron detrás de él con un largo tañido como la voz potente y grave de una campana distante. Abofeteado por las ramas, Fumo echó a andar a través de los anegados matorrales; le empezaba a gotear la nariz.

—¿Dónde diantres...? —dijo Alice apenas lo vio.

—He estado en los Bosques —dijo él.

—No lo dudo —dijo Alice—. Mira tu facha.

Una espesa maraña de lianas se le había enroscado Comoquiera alrededor del cuello. Sus espinas tenaces le laceraban la carne y se le clavaban en la camisa.

—Maldición —dijo. Ella se echó a reír y empezó a arrancarle hojas del cabello.

—¿Te has caído? ¿Cómo es que te has llenado la cabeza de hojarasca? ¿Qué es eso que traes?

—Un maletín. Ya está bien —respondió él. Levantó, para mostrárselo, el antiguo nido de avispones abandonado tiempo ha, cuyo fino entramado, roto en algunas partes, dejaba ver los túneles y celdillas del interior. Una mariquita salió de él reptando como una gota de sangre y partió en vuelo.

—Vuela, vuela a casa —dijo Llana Alice—. Todo está bien. El sendero ha estado aquí todo el tiempo. Vamos.

El peso enorme que lo agobiaba era su mochila, empapada por la lluvia. Estaba ansioso por sacársela de encima. La siguió a lo largo de una huella pisoteada, y pronto llegaron a un gran claro cubierto de mantillo al pie de un desmoronado terraplén de greda. En el centro del claro había una cabaña parda con un techo de papel alquitranado, atado a las estacas por medio de una goteante cuerda para tender la ropa.

En el patio, sobre los bloques de hormigón, descansaba una camioneta sin ruedas, y un gato negro y blanco, empapado y furibundo, correteaba de un lado para otro. Una mujer con delantal y galochas los saludaba con la mano desde el gallinero.

—Los Bosques —dijo Llana Alice.

—Sí.

Y sin embargo, ya con las tazas de café frente a ellos, y mientras Amy y Chris Bosques discurrían sobre esto y aquello y su mochila formaba charcos sobre el linóleo, Fumo sentía aún el peso agobiante de la carga, esa carga que le habían impuesto y de la cual tenía la creciente certeza de que ya nunca se podría liberar, y que ahora le parecía haber llevado a cuestas desde siempre. Confiaba en que sería capaz de soportarla.

Poco o nada habría que recordar más tarde del resto de aquel día, y del resto de las peripecias de aquella excursión. Llana Alice solía recordarle de tanto en tanto uno u otro incidente, en medio de un silencio, como si a menudo repitiera el viaje mentalmente cuando no tenía otra cosa en que pensar, y él decía: «Ah, sí», y acaso recordara realmente lo que ella mencionaba, acaso no.

Aquel mismo día Nube, en el porche, sentada frente a la mesa acristalada, y pensando exclusivamente en concluir su seguimiento de aquellos mismos aventureros, dio vuelta de pronto un Arcano denominado El Secreto, y en el momento en que se disponía a ponerlo en su sitio sintió un ahogo y empezó a temblar; los ojos se le llenaron súbitamente de lágrimas, y, cuando Mamá fue a llamarla para la cena, Nube, con los ojos enrojecidos y sorprendida aún por no haberlo sabido y ni siquiera sospechado, le comunicó sin vacilaciones ni dudas lo que acababa de saber. Y cuando Fumo y Llana Alice regresaron, tostados por el sol, cubiertos de arañazos y dichosos, encontraron cerrados los postigos de las ventanas del frente (Fumo no conocía esa antigua costumbre), y al doctor Bebeagua solemne, en el porche.

—Auberon ha muerto —dijo.

Por el camino

Una bandada de grajos (supuso Fumo) volaba de regreso al hogar a través de un cielo invernal veteado de nubes, hacia los árboles desnudos que gesticulaban del otro lado de los surcos recién abiertos de un prado de marzo (de que era marzo estaba seguro). Una valla de troncos con los nudos ahuecados y primorosamente cuarteados separaba el prado de un camino, por donde avanzaba el Viajero, un poco parecido a Dante en los grabados de Doré, con una capucha en punta. A sus pies se extendía una hilera de setas con sombreretes blancos y rojos, y el rostro del viajero tenía una expresión de alarma —bueno, de sorpresa— porque la última y pequeña seta de la hilera se había inclinado hacia atrás el rojo sombrerete y lo observaba con una sonrisa maliciosa.

—Es un original —dijo el doctor Bebeagua, señalando el cuadro con su copa de jerez—. Un regalo del artista a mi abuela Violet. Era un admirador de mi abuela.

Dado que las lecturas de su infancia habían sido César y Ovidio, Fumo no había visto nunca la obra del artista, y aquellos árboles desmochados y provistos de rostros, aquella precisión vespertina, le despertaban una emoción que no hubiera podido analizar. El título del cuadro era
Por el camino
, y sonaba como un murmullo en sus oídos. Bebió su jerez. Se oyó el timbre de la entrada (era uno de esos en los que hay que hacer girar una llave para que suenen, y vaya si sonaba), y vio a Mamá acudir presurosa a la puerta de la salita, secándose las manos en el delantal.

Menos afectado que el resto de la familia, Fumo había dado una mano. Él y Rudy Torrente habían cavado la fosa en un lugar del parque en que reposaban juntos todos los Bebeagua. Allí estaba John. Violet. Harvey Nube. Era un día de un calor feroz; por encima de los arces agobiados bajo el peso pavoroso de las hojas flotaba un vapor, como un aliento que los árboles exhalaran al respirar la brisa fugitiva. Rudy, con la camisa pegoteada por el sudor a su enorme vientre, moldeaba hábilmente la fosa; los gusanos huían de sus palas, o de la luz, y la tierra fresca y obscura que removían pronto se volvía pálida.

Y al otro día empezó a llegar la gente, todos o casi todos los que habían asistido a su boda, y algunos llevaban la misma vestimenta que usaran para la boda, ya que no habían esperado tan pronto otra celebración en casa de los Bebeagua; y Auberon fue enterrado sin pastor ni oraciones, tan sólo el largo réquiem del armonio, que esta vez, Comoquiera, sonaba sereno y rebosante de alegría.

—¿Por qué será —dijo Mamá volviendo de la puerta con una fuente Pyrex tapada con papel de aluminio— que todo el mundo se cree que uno se muere de hambre después de un funeral? Bueno, son muy amables.

Buenos consejos

La tía abuela Nube guardó en una manga su empapado pañuelo negro.

—Pienso en los chicos —dijo—. Todos estuvieron allí hoy, los de año tras año: Frank Mata y Claude Mora asistieron a su primera clase después de la Sentencia.

El doctor Bebeagua le dio un mordisco a una pipa de raíz brezo que rara vez usaba, se la sacó de la boca y la observó detenidamente, como si le sorprendiera descubrir que no era comestible.

—¿La Sentencia? —dijo Fumo.

—Mora et al. versus Consejo de Educación —dijo en tono solemne el doctor.

—Supongo que ya podemos comer —dijo Mamá al entrar—. Tenemos un salpicón bien variado. Venid con vuestras copas. Fumo, trae la botella... Me tomaré otro.

Y Sophie estaba sentada a la mesa en un mar de lágrimas, porque sin darse cuenta había puesto un plato para Auberon; él siempre venía a almorzar ese día, los sábados...

—Cómo he podido olvidarlo —decía mientras se tapaba la cara con la servilleta—. Él, que nos quería tanto...

Siempre con la cara escondida detrás de la servilleta, salió corriendo del comedor. Fumo tenía la impresión de que, desde que llegara a Bosquedelinde, ni una sola vez le había visto la cara a Sophie, sólo su espalda siempre en retirada.

—Ella y tú erais sus preferidas —dijo Nube, tocándole una mano a Llana Alice.

—Supongo que subiré un momento a ver a Sophie —dijo Mamá desde la puerta, indecisa.

—Siéntate, Mamá —dijo el doctor Bebeagua con dulzura—. No es una de esas veces. —De uno de los cuencos que formaban parte de las ofrendas funerarias, le sirvió a Fumo ensalada de patatas.

—Bien —dijo—. Mora et al. Fue hace unos treinta años.

—Pierdes la noción del tiempo —dijo Mamá—. Hace más de cuarenta y cinco.

—Da igual. Nosotros aquí vivimos muy aislados. Más que complicar al Estado con nuestros crios y tal, se nos ocurrió montar una escuelita privada. Nada del otro mundo. Pero resultó que nuestra escuela tenía que cumplir las Normas. Las Normas del Estado. Ahora bien, nuestros chiquillos leían y escribían tan bien como cualquier otro, y aprendían matemáticas; pero las Normas decían que tenían que estudiar también Historia, y Educación Cívica (sea lo que sea o haya sido) y otro sinfín de cosas que a nosotros simplemente no nos parecían necesarias. Si sabes leer, el Mundo de los Libros está abierto para ti, al fin y al cabo; y si te gusta leer, leerás. Y si no, olvidarás de todos modos cualquier cosa que quienquiera te
obligue
a leer. La gente de por aquí no es ignorante; uno tiene al menos una idea, o mejor dicho un montón de ideas distintas, de lo que es importante saber, y muy poco de eso se enseña en las escuelas.

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