Al volver una página, alzó la vista. Llana Alice y Sophie ya no estaban allí. Un plato de papel salió de la mesa y con una pirueta de ballet se deslizó hasta el suelo.
Ahora veía una fotografía de dos personas sentadas a una mesa de piedra, tomando el té. Había un hombre que se parecía al poeta Yeats, con un traje de verano claro y una corbata a lunares, el cabello blanco y abundante, los ojos velados por los reflejos de la luz del sol sobre sus anteojos; y una mujer más joven con un ancho sombrero blanco, las facciones del rostro trigueño ensombrecidas bajo el ala de la pamela y difusas, a causa quizá de un movimiento brusco. Detrás de ellos se veía una parte de la casa en cuyo interior se hallaba Fumo en aquel momento, y junto a ellos, tendiendo una mano diminuta en dirección a la mujer, que tal vez la veía y se inclinaba para cogerla, o tal vez no (era difícil precisarlo), había una figura, un personaje, una criatura pequeñísima de unos treinta centímetros de altura tocada con un bonete cónico y calzada con babuchas puntiagudas. Sus rasgos toscos, inhumanos, también parecían borroneados a causa de un movimiento brusco, y parecía tener un par de alas translúcidas, como las de un insecto. El epígrafe decía: «John Bebeagua y su esposa (Violet Zarzales); elfo. Bosquedelinde, 1912». Al pie de la fotografía el autor añadía el siguiente comentario:
«La más peregrina de las extravagancias arquitectónicas de finales del siglo es quizá la llamada
Bosquedelinde
, obra de John Bebeagua, aunque en un sentido estricto no fuera en modo alguno concebida como una extravagancia. Su historia comienza con la primera publicación, en 1880, del libro de Bebeagua,
La arquitectura de las casas quintas
. Este encantador y relevante compendio de la arquitectura victoriana de la región dio renombre al joven Bebeagua, quien más tarde pasaría a integrar, como socio, el afamado equipo de arquitectos paisajistas Ratón y Piedra. En 1894 Bebeagua proyectó, a modo de ilustración conglomerada de las láminas de su ya famoso libro, el edificio de Bosquedelinde, combinando en él varias casas de estilos diversos y dimensiones diferentes que chocaban entre sí, y literalmente imposible de describir. Que presente un aspecto (o aspectos) de orden y lógica es un mérito que corresponde acreditar al talento (ya menguante) de John Bebeagua. En 1897, Bebeagua contrajo matrimonio con Violet Zarzales, una joven inglesa, hija del predicador místico Theodore Burne Zarzales, y durante su vida de casado cayó por completo bajo la influencia de su esposa, una espiritista magnética, de cuyas ideas y creencias aparecen imbuidas ya las ediciones ulteriores de
La arquitectura de las casas quintas
, a cuyo texto el autor incorpora cantidades siempre crecientes de una filosofía teosófica o idealista, sin suprimir sin embargo una sola línea del material original. La sexta y última impresión (1910) tuvo que ser editada con medios privados, pues las editoriales comerciales no se mostraron dispuestas a hacerse cargo de ella, y contiene todavía todas las láminas de la edición de 1880.
»En aquellos años los Bebeagua reunieron en su entorno a toda una pléyade de personas de ideas afines a las suyas, entre ellos artistas, estetas y sensitivos hastiados del mundo. El culto tuvo, desde sus inicios, un cierto cariz anglofilo, y entre los corresponsales interesados se contaban el poeta Yeats, J. M. Barrie, varios ilustradores famosos y la clase de personalidad "poética" que tuvo la posibilidad de florecer durante aquel crepúsculo feliz que precedió a la Gran Guerra, y que a la luz áspera y violenta de la época actual ha desaparecido por completo.
»Una circunstancia interesante es el hecho de que esas personas pudieran beneficiarse de la despoblación general de las fincas rurales que se produjo en la zona en aquella época. El pentágono de las cinco villas que rodean a Bosquedelinde vio los talones de los pequeños terratenientes empobrecidos que emigraban hacia la Urbe y hacia el Oeste, y las caras plácidas de los poetas que, huyendo de la cruda realidad económica, venían a ocupar sus fincas. Que todos los que permanecieron de aquel pequeño cenáculo fueran "objetores de conciencia" en una hora de extrema necesidad de la nación no tiene por qué sorprender; ni tampoco el hecho de que ni un solo rastro de sus extravagantes y fútiles misterios haya sobrevivido hasta el presente.
»En la casa viven todavía los herederos de Bebeagua. Se sabe de la existencia de un caserón de veraneo, una genuina extravagancia arquitectónica, en aquellos solares (vastísimos), pero ni la casa ni los jardines que la circundan están abiertos al público.»
¿Elfo?
—Bien, se supone que tenemos que conversar un poco —dijo el doctor Bebeagua—. ¿Dónde prefieres sentarte?
Fumo eligió una butaca acolchonada, tapizada en cuero. El doctor Bebeagua, en el sofá, se pasó una mano por la cabeza canosa, se chupó un momentó los dientes, y al fin tosió, como para entrar en materia. Fumo aguardaba la primera pregunta.
—¿Te gustan los animales?
—Bueno —dijo Fumo—. No he conocido muy muchos. A mi padre le gustaban los perros. —El doctor Bebeagua meneó la cabeza con aire desilusionado.— Siempre he vivido en ciudades, o en suburbios. Me gusta escuchar a los pájaros, por la mañana. —Hizo una pausa.— He leído sus cuentos. Me parecen... sumamente... sumamente realistas, diría.
Y sonrió, una sonrisa adulona repulsiva (lo sabía), pero el doctor Bebeagua ni siquiera pareció reparar en ella. Tan sólo suspiró, hondamente.
—Supongo —dijo— que sabes en qué brete te estás metiendo.
Esta vez fue Fumo el qué carraspeó, a modo de introducción.
—Bueno, señor, sé desde luego que no puedo brindarle a Alice el esplendor a que está acostumbrada, al menos no de momento. Estoy... estoy buscando. He recibido una buena educación, nada formal en realidad, pero estoy buscando la forma de utilizar mis..., lo que sé. Podría enseñar.
—¿Enseñar?
—Los clásicos.
El doctor había estado contemplando, allá arriba, los altos anaqueles abarrotados de volúmenes obscuros.
—Hum. Esta habitación me crispa los nervios. Ve a hablar con el muchacho en la biblioteca, dice Mamá. No vengo nunca aquí, si puedo evitarlo. ¿Qué es lo que enseñas, dices?
—Bueno, todavía no. Estoy... pensando en eso.
—¿Sabes escribir? A mano, quiero decir. Es muy importante para un maestro.
—Oh, sí. Tengo buena letra. —Silencio.— Tengo algún dinero, una herencia...
—Oh, dinero. Eso no es problema. Nosotros somos ricos. —Le sonrió.— Ricos como Creso. —Se reclinó contra el respaldo, apretándose una rodilla de franela con sus manos singularmente pequeñas.— Por parte de mi abuelo, principalmente. Era arquitecto. Y también mía, de mis cuentos. Y hemos sido bien aconsejados. —Clavó en Fumo una mirada extraña, casi compasiva.— Con eso siempre puedes contar, con buenos consejos. —Luego, como si él mismo acabara de dar un buen consejo, descruzó las piernas, se palmeó las rodillas, y se puso de pie.— Bien, tengo que marcharme. ¿Te veré en la cena? De acuerdo. No te fatigues. Mañana te espera un largo día. —Dijo las últimas palabras ya fuera de la puerta, tan ansioso estaba por salir.
Las había visto ya, un poco más arriba, detrás de las puertas-vidrieras, cuando el doctor Bebeagua estaba aún sentado; ahora, encaramándose de rodillas sobre el sofá, giró la llave cincelada en la cerradura y abrió la puertecita de cristal. Allí estaban, las seis juntas, tal como lo explicaba el folleto, escrupulosamente graduadas según su grosor. Alrededor a ellas, todas juntas en hilera o apiladas, había otras, otros ejemplares, quizás. Sacó la más delgada, uno o dos centímetros de espesor.
La arquitectura de las casas quintas
. Cubierta en huecograbado, con el título en esa letra de estilo victoriano «rústico» (en diagonal) que se ramifica en tallos y hojas. La coloración olivácea del follaje muerto. Hojeó rápidamente las pesadas páginas. El Perpendicular, Pleno o Modificado. La Villa a la Italiana, apropiada para una residencia en campo llano o tierra campa. El Tudor y el Neoclásico Modificado, aquí, castamente, en páginas separadas. El Cottage. La Casa Solariega.
Cada cual en su entorno en huecograbado, pinares o alamedas, hontanar o montaña, y diminutos personajes negros que venían de visita, ¿o serían acaso los orgullosos amos que venían a tomar posesión? Pensó que si las láminas fueran de vidrio, las podría levantar todas a un tiempo hasta la luz, la franja de sol que, poblada de motas de polvo, se filtraba a través de la ventana, y Bosquedelinde se mostraría entonces en toda su integridad. Leyó un trocito del texto que contenía dimensiones detalladas, fantasías optativas, cálculos de costes completos y absurdos (diez dólares semanales a picapedreros muertos y enterrados tiempo ha, junto con sus talentos y sus secretos) y, curiosamente, qué clase de casa era adecuada para tal o cual tipo de personalidad y profesión. Lo devolvió al estante.
El que sacó a continuación era casi dos veces más voluminoso. Cuarta edición, rezaba el pie de imprenta, Little, Brown, Boston 1898. Había una portada, un triste y desvaído retrato a lápiz de Bebeagua. Fumo reconoció vagamente el apellido compuesto del artista. La primera página, llena a rebosar, incluía un epígrafe: Me yergo, y la destruyo otra vez. Shelley. Las láminas eran las mismas, si bien había en ésta una serie de Combinaciones, todas en plantas de piso, connotadas de una forma que Fumo no pudo comprender.
La sexta y última edición, voluminosa y pesada, estaba magníficamente encuadernada en art-nouveau malva. Las letras del título extendían vastagos temblorosos y rizados, trazos descendentes como si quisieran expandirse y crecer; el conjunto parecía reflejarse en la ondulada superficie de un estanque de lirios todos en flor en el anochecer. La imagen de la portada no era aquí Bebeagua sino su esposa, una fotografía imitando un dibujo, una mancha al carbón. Los rasgos borrosos. Tal vez ella, como le ocurriera a él, no siempre había estado del todo presente. Pero era preciosa. Había poemas-dedicatoria y epístolas y todo un arsenal de Prefacios, Proemios y Prolegómenos, tipografía en rojo y negro; y luego una vez más las casitas, igual que antes, que ahora parecían anticuadas y sin gracia, como una ciudad pequeña, corriente y moliente arrebatada por una manía moderna. Como si el amanuense de Violet hubiera estado luchando por conservar un último atisbo de razón a lo largo de las páginas y páginas tachonadas de abstracciones en mayúsculas (la letra era cada vez más pequeña a medida que los libros se volvían más voluminosos), había glosas marginales en casi cada página, y epígrafes, y acápites, y toda la parafernalia que hace de un texto un objeto, lógico, articulado, ilegible. Encañonado a la contratapa, contra las guardas de papel satinado, había un mapa o plano, doblado varias veces sobre sí mismo, un pliego bastante abultado. Era de papel de seda, y Fumo no supo en un principio cómo apañárselas para desplegarlo; comenzó por un lado, dio un respingo de alarma al oír el gritito que soltó cuando uno de los viejos dobleces se rasgó ligeramente, y volvió a empezar. Espiándolo por partes, pudo ver que se trataba de un plano inmenso, pero ¿de qué? Al fin lo tuvo frente a él totalmente desplegado y crujiendo sobre sus rodillas, cara abajo; ya sólo le faltaba darle vuelta para verlo de frente. Allí se detuvo, no estaba seguro de querer saber qué era.
Supongo
, había dicho el doctor,
que sabes en qué brete te estás metiendo
. Levantó el borde, y éste se elevó leve como el ala de una mariposa, tan viejo era y tan sutil; un rayo de sol lo atravesó y Fumo atisbo figuras complejas tachonadas de anotaciones; lo extendió en el suelo para examinarlo.
—Entonces, ¿ella se irá de aquí, Nube? —preguntó Mamá, y Nube respondió—: Bueno, parece que no —pero no quiso agregar nada más aunque siguió sentada allá en el otro extremo de la mesa de la cocina, el humo de su cigarrillo una voluta de obscuridad a la luz del sol. Mamá, enharinada hasta los codos, estaba preparando un pastel, no una tarea puramente mecánica, aunque a ella le gustaba decir que sí; y en realidad tenía la sensación de que muchas veces, mientras amasaba, sus ideas eran más claras, sus percepciones más agudas que nunca; podía, cuando tenía el cuerpo ocupado, hacer cosas que era incapaz de hacer en cualquier otro momento, como por ejemplo ordenar en hileras sus preocupaciones, cada hilera bajo el imperio de una esperanza. Recordaba a veces, mientras cocinaba, versos que había olvidado que sabía, o hablaba en otras lenguas, la de su marido o sus hijos o su difunto padre o la de sus nietos no nacidos, a los que veía claramente, tres chicas escalonadas y un muchacho delgaducho y desdichado. Sabía en los codos qué tiempo iba a hacer y cuando deslizó las viejas tarteras de cristal en el horno (que le sopló a la cara una vaharada de su aliento candente) comentó que pronto habría tormenta. Nube, sin contestar, exhaló un suspiro, y, siempre fumando, sacó un pañuelito, se enjugó el arrugado cuello sudoroso, y lo volvió a guardar con cuidado en la manga. Dijo: —Más tarde será muchísimo más claro —y salió lentamente de la cocina y, a través de los corredores, se encaminó a su alcoba, a ver si podía cerrar un rato los ojos antes de que la cena estuviese a punto; pero antes de tumbarse en el ancho lecho de plumas que durante unos pocos y breves años había compartido con Henry Nube, miró hacia fuera, en dirección a las colinas, y sí, un cúmulo blanco había empezado a formarse por ese lado, trepando como una victoria inminente, y sin duda Sophie tenía razón. Se tendió en la cama y pensó: «Por lo menos él ha llegado bien, y sin contravenir en nada las condiciones». Fuera de eso, nada más podía decir.
En el mismo momento, allí donde la Vieja Cerca de Piedra separa el Prado Verde de la Antigua Dehesa que desciende, rocosa y pululante de insectos, hasta la orilla del Estanque de los Lirios, el doctor Bebeagua, con un ancho sombrero gitano, se detenía, jadeando, después de la escalada; poco a poco se atenuó en sus oídos el rumor de la sangre, y pudo entonces prestar atención a la escena que allí se representaba de su único drama, las interminables conversaciones de los pájaros, la chirriante cantinela de las cigarras, los susurros y crujidos del ir y venir de mil criaturas. La tierra estaba tocada por la mano del hombre, aunque en esos tiempos esa mano se había apartado de ella casi por completo; cuesta abajo, más allá del Estanque de los Lirios, podía ver el tejado soñoliento del granero de los Pardo, y supo que aquélla era una pradera abandonada de su aventura, y aquel muro un antiguo mojón. La escena estaba coloreada por la iniciativa humana, y había espacio abierto para una multitud de casas, grandes y pequeñas, aquel ancho muro, la soleada pradera, el estanque. Todo ello encarnaba para el doctor lo que significaba en verdad y precisamente la palabra «ecología», que veía ahora de tanto en tanto mal empleada en las densas columnas que colindaban con sus crónicas sobre esta región en el periódico de la Ciudad; y cuando se sentó, receptivo a todo, sobre una piedra tibia tapizada de liqúenes, un céfiro le anunció que una montaña de nubes se haría añicos allí, hacia el anochecer.