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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (5 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Sus cabellos ralos podían ser grises o castaños, usaba unas gafas de cristal modelo ojo-de-gato y sonreía con una sonrisa de dentadura postiza; los brazos que cruzaba sobre la puerta eran pecosos y maternales.

—Bueno —dijo—, es que yo a ti no te conozco.

—Quisiera saber —dijo Fumo— si voy bien por este camino a un pueblo llamado Bosquedelinde.

—No sé decirte —dijo la mujer—. ¿Jeff? ¿Podrías indicarle a este joven cuál es el camino a Bosquedelinde? —esperó desde dentro una respuesta que Fumo no oyó, y abrió la puerta—. Pasa —dijo—. Lo veremos.

La casa, pequeña y pulcra, estaba abarrotada de cosas. Un perro lanudo viejo, decrépito, le olisqueó los pies, divertido, jadeando; Fumo tropezó con una mesilla de teléfono de bambú, chocó con el hombro contra una repisa atestada de chucherías, resbaló sobre un felpudo y fue a dar, a través de una angosta arcada, a una salita de estar que olía a rosas, a loción de
bayrum
y a los fuegos del pasado invierno. Jeff soltó el periódico y levantó del cojinillo los pies empantuflados:

—¿Bosquedelinde? —farfulló por entre la pipa y los dientes.

—Bosquedelinde. Me dieron algunas indicaciones, o cosa parecida.

—¿Viajas haciendo autostop? —la boca descarnada de Jeff se abrió como la de un pez para exhalar una bocanada mientras examinaba a Fumo con aire dubitativo.

—No, a pie, en realidad.

Encima de la chimenea había un tapete bordado. Decía:

Viviré en una Casa

junto al Camino

y seré una Amiga para el Hombre.

Margaret Junípero 1927

—Voy allí a casarme.

Ahhh, parecieron decir ellos.

—Bien —Jeff se puso de pie—. Marge, trae el mapa.

Era un mapa del condado o algo así, mucho más detallado que el de Fumo; encontró la constelación de pueblos que ya conocía, nítidamente delineada, pero de Bosquedelinde ni rastro.

—Tiene que estar por aquí —Jeff cogió un cabo de lápiz y con un «hmmm» y un «veamos» unió los centros de los cinco pueblos en una estrella de cinco puntas. Golpeó con el lápiz el pentágono delimitado por los lados de la estrella y miró a Fumo por encima de sus cejas claras. El truco de un avezado lector de mapas, pensó Fumo. Atisbo la sombra de un camino que cruzaba el pentágono y empalmaba con el que él había tomado, y que se interrumpía definitivamente allí, en Arroyodelprado— Hmmm —dijo.

—Esto es prácticamente todo cuanto puedo informarte —dijo Jeff, mientras volvía a enrollar el mapa.

—¿Piensas caminar toda la noche? —preguntó Marge.

—Bueno..., traigo un saco de dormir.

Marge miró las mantas poco confortables que Fumo llevaba atadas con correas a la parte superior de su mochila, y frunció los labios.

—Y supongo que no has comido nada en todo el día.

—Oh, sí, unos bocadillos, ¿sabe usted?, y una manzana...

La cocina estaba empapelada con cestas de frutas indeciblemente lujuriosas, uvas azules y manzanas encarnadas y melocotones priscos que sobresalían como nalgas opulentas de las canastas. Plato humeante tras plato humeante, Marge trasladó las viandas desde el hornillo al mantel de hule, y una vez éstas consumidas, Jeff sirvió licor de plátanos en unas copitas de color rubí. El cual surtió su efecto, y todas las reticencias y cortesías de Fumo ante la hospitalidad que le brindaban se desvanecieron, y Marge «preparó el sofá cama» y puso a dormir a Fumo en él envuelto en una manta india de color ocre y sepia.

Durante un rato, después que los Junípero lo dejaran solo, permaneció despierto, mirando en torno. Sólo una lamparilla de noche alumbraba la estancia, una veladora que imitaba una minúscula cabaña cubierta de rosas, conectada directamente al enchufe. A esa luz, veía el sillón de Jeff, uno de esos sillones de madera de arce cuyos brazos anaranjados semejantes a remos siempre le habían parecido tentadores, como si estuvieran hechos de duro y brillante caramelo. Veía los visillos fruncidos agitados por la brisa que olía a rosas. Oía suspirar, en sueños, al perro lanudo. Descubrió otro tapete bordado. Este decía, le pareció, pero no estaba seguro:

Las Cosas que nos hacen Felices

nos hacen Sabios.

Se quedó dormido.

Capítulo 2

Se observará que no uso un guión entre los dos vocablos, que escribo «casa quinta», no «casa-quinta»; lo cual es deliberado.

V. Sackville-West

Llana Alice se despertó, como siempre, en el momento en que el Sol irrumpió en la alcoba a través de las ventanas que miraban al este, con un sonido como de música. Liberándose de un puntapié de la colcha estampada, permaneció acostada un rato, desnuda sobre los largos haces de Sol, despertando al tocarse los ojos, las rodillas, los pechos, la cabellera aurirroja, y encontró cada cosa en su sitio, donde la dejara la noche anterior. Entonces se levantó, se desperezó y, arrodillándose junto a la cama, rezó, como lo hacía cada mañana desde que aprendiera a hablar.

Oh, Mundo inmenso, bello y maravilloso,

con el prodigio de las aguas que ondean alrededor

y la hermosa hierba que te cubre el pecho

oh, Mundo, estás bellamente ataviado.

Un cuarto de baño gótico

Concluidas las devociones, inclinó, para poder verse en él cuan larga era, el alto espejo vertical que había pertenecido a su abuela, le formuló la pregunta de rigor y obtuvo, esa mañana, la respuesta precisa; a veces era un tanto equívoca. Se envolvió en una larga bata marrón, dio de puntillas una vuelta entera para que las orlas desflecadas echaran a volar y salió, cautelosa, al corredor silencioso y frío. Al pasar junto al estudio de su padre, escuchó un instante el clic-clac de la vieja Remington fabulando aventuras de conejos y ratones.

Abrió la puerta de la alcoba de su hermana Sophie; enredada entre las cobijas, Sophie dormía con un cabello largo y dorado entre los labios, los puños cerrados como los de un bebé. El sol de la mañana penetró en la habitación en ese instante, y Sophie se agitó en sueños, fastidiada. La mayoría de las personas se ven raras cuando duermen; extrañas, como si no fueran ellas. Sophie cuando dormía era más Sophie que nunca, y a Sophie le gustaba dormir, y era capaz de dormir en cualquier parte, incluso de pie. Llana Alice se detuvo un momento a observarla, preguntándose qué aventuras tendría. Bueno, ya se enteraría más tarde, con lujo de detalles.

En el extremo de una de las espirales del corredor se hallaba el cuarto de baño gótico, el único de la casa con una bañera lo bastante larga como para ella. Arrinconado como estaba en un recoveco del edificio, el Sol no había llegado hasta él todavía; los vidrios de colores de los vitrales estaban en sombras y el frío del suelo embaldosado la hacía andar de puntillas. El grifo de la gárgola reaccionó con una tos de tísico, y allá en las entrañas de la casa las cañerías conferenciaron antes de resolverse a concederle un poco de agua caliente. El chorro repentino surtió su efecto y Alice se arremangó alrededor de la cintura los faldones de la bata y, sentándose en el hueco trono de aire episcopal, observó, barbilla en mano, cómo subía el vapor desde la bañera sepulcral; de pronto, empezaba a sentirse otra vez soñolienta.

Tiró de la cadena, y cuando el restallido de los chorros antagónicos hubo cesado, se quitó la bata, tiritó y entró, cautelosa, en la bañera. El cuarto de baño gótico se había llenado de vapor; en realidad, era de un gótico más forestal que eclesial: la bóveda que se arqueaba por encima de la cabeza de Llana Alice se entrelazaba como una enramada, y las hiedras, hojas, zarcillos y lianas tallados se agitaban por doquier dotados de un incesante ritmo biomórfico. En la superficie de los angostos vitrales el rocío se condensaba en gotas sobre los árboles de lámina de cuento, y sobre los cazadores distantes y los prados difusos que los árboles enmarcaban; y cuando el Sol en su lánguido andar iluminó por fin las doce ojivas, transformando en gemas la neblina que subía de la bañera, Llana Alice yacía reclinada en el estanque de un bosque medieval. Su bisabuelo había proyectado ese recinto, pero otro había diseñado los vitrales; otro cuyo apellido era Conforte; y confortada se sentía ella. Hasta cantaba.

De lado a lado

En tanto ella se frotaba y cantaba, su prometido, con los pies en ascuas, y sorprendido por la feroz represalia que sus músculos se tomaban por la caminata del día anterior, proseguía su camino. Y mientras ella tomaba el desayuno en la larga cocina angular y hacía planes con su atareada madre, Fumo escalaba, a pleno Sol, una montaña zumbante y descendía a un valle. Y cuando Alice y Sophie se llamaban a gritos a través de los intrincados corredores, y el doctor se asomaba a su ventana en busca de inspiración, Fumo se detenía en una encrucijada, en la que se alzaban, platicando como patriarcas venerables, cuatro olmos añosos. Un letrero decía Bosquedelinde, y su dedo apuntaba hacia un camino de tierra que descendía, sinuoso, por un umbrío túnel de árboles; y mientras lo recorría, mirando de lado a lado y preguntándose qué vendría después, Llana Alice y Sophie, en la alcoba de Alice, aprontaban el ajuar que Llana Alice usaría al día siguiente, en tanto Sophie le contaba su sueño.

El sueño de Sophie

—Soñé que había aprendido una forma de ahorrar el tiempo que no quería malgastar, y de guardarlo para poder usarlo cuando me hiciera falta. Como por ejemplo el tiempo que se pierde esperando en un consultorio médico, o cuando vuelves de un lugar en el que no lo pasaste bien, o cuando esperas un autobús..., todos esos pequeños intervalos inútiles. Bueno, era sólo cuestión de juntarlos y doblarlos unos encima de otros como cajas rotas para que ocupasen menos lugar. En realidad, era fácil, en cuanto te dabas cuenta de que lo podías hacer. Nadie pareció sorprenderse en lo más mínimo cuando yo dije que había aprendido a hacerlo; Mamá no hizo otra cosa que asentir con un gesto y sonreír, ¿sabes?, como si todo el mundo aprendiera a cierta edad a hacer esas cosas. Lo rompes simplemente por los dobleces; ten cuidado de no perder ninguno; aplástalos bien. Papá me daba uno de esos sobres enormes de una especie de papel jaspeado para que yo lo guardase, y cuando él me lo daba me acordaba de haber visto aquí y allá sobres semejantes y de haberme preguntado para qué servirían. Es curioso como te inventas recuerdos en los sueños para explicar la historia —mientras hablaba, los dedos ligeros de Sophie se afanaban sobre un dobladillo, y Llana Alice no siempre entendía lo que le decía porque le hablaba con alfileres en la boca. De cualquier manera, no era fácil seguir el hilo del sueño, y Alice se olvidaba de cada incidente apenas Sophie se lo contaba, tal como si fuera ella quien los estuviese soñando. Eligió y apartó un par de zapatos de satén, y se encaminó, con aire distraído, hacia el balconcito de su mirador—. Entonces me asustaba —decía Sophie en aquel momento—. Tenía ahí ese sobre pavoroso lleno a tope de tiempo desdichado, y no sabía cómo hacer para sacar un poco y usarlo sin que se me escapara toda esa espera y esa cosa horripilante. Era como si hubiese hecho mal en empezar con eso. De todos modos... —Llana Alice miraba allá abajo el camino de la entrada, un sendero parduzco con una tierna espina dorsal de maleza, toda trémula en la fronda. Allá, al final del sendero, los pilares del portalón crecían desde el muro en una curva súbita, rematado cada uno por una bola granulosa como una naranja de piedra gris. En el momento en que ella miraba, un Viajero se detenía, vacilante, junto al portalón.

El corazón le dio un vuelco. Se había sentido tan felizmente serena todo ese día, que había decidido que él no iba a venir, que de alguna manera su corazón sabía que él no llegaría hoy, y que no había por lo tanto razón alguna para agitarse y desfallecer de impaciencia. Y ahora la sorpresa le había tocado el corazón.

—Después, todo se embarullaba. Era como si ya no hubiera tiempo que no estuviese roto, apretujado y guardado, y que ya no fuera yo quien hacía eso, sino que se estuviera haciendo solo; y todo cuanto quedaba era tiempo pavoroso, tiempo de cruzar corredores, tiempo de despertarse en mitad de la noche, tiempo de nada que hacer...

Llana Alice dejó que su corazón se agitara, ya que de todos modos no se le ocurría nada que decir. Abajo, Fumo se acercaba, despacio, y como atemorizado por algo, ella no sabía qué; pero cuando supo que la veía, se desató el cinturón, y con una ligera sacudida se desprendió de la bata castaña, dejándola resbalar por los brazos hasta las muñecas, y pudo sentir sobre la piel, como manos frescas y cálidas, la sombra del follaje y la tibieza del Sol.

Perdida

Un fuego que comenzaba en las plantas de los pies le trepaba por las piernas hasta media pantorrilla, como si la prolongada fricción de la caminata se las hubiese recalentado. La cabeza le zumbaba, dolorida, al Sol del mediodía, y un dolor cortante, filiforme, le atormentaba la cara interna del muslo derecho. Pero estaba en Bosquedelinde; de eso no le cabía ninguna duda. Ya mientras bajaba por el sendero hacia la casa inmensa y multifacética supo que no tendría que pedir indicaciones a la anciana señora que veía en el porche, porque no necesitaba ninguna; había llegado. Y cuando se acercaba a la casa, Llana Alice en persona se mostró para él. Balanceando en la mano la mochila manchada de sudor, Fumo se detuvo a contemplarla. No se atrevía a responderle —allá, en el porche, estaba la señora anciana— pero no podía apartar de ella la mirada.

—Preciosa, ¿no? —dijo al cabo la anciana. Sentada muy erguida, le sonreía desde su pavo real de mimbre; tenía a su lado una mesita acristalada sobre la cual estaba haciendo un solitario. Fumo se sonrojó levemente—. De verdad, preciosa —repitió la mujer, en un tono un poco más alto.

—¡Sí!

—Sí..., tan exquisita. Me alegra que sea lo primero que has visto al llegar, desde el sendero. Los bastidores son nuevos, pero el balcón y toda la manipostería son los originales. ¿No quieres subir al porche? Es difícil conversar así.

Él volvió a mirar hacia el balcón, pero Alice había desaparecido; ahora sólo quedaba un tejado extravagante pintado por el Sol. Subió al porche encolumnado.

—Yo soy Fumo Barnable.

—Sí. Yo soy Nora Nube. ¿No quieres sentarte? —recogió con destreza las cartas y las guardó en un bolso de terciopelo; acto seguido guardó el bolso en una caja de marquetería.

—Fue usted, entonces, quien estipuló las condiciones, lo del traje, lo de venir andando y todo lo demás.

—Oh, no —dijo ella—. Yo sólo las descubrí.

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