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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (9 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Hubo, al oír esto, algunos murmullos de inquietud entre el ala más radical o Rosacruz de la asamblea, que aún asignaba importancia suprema a los Cuatro, y el doctor Zarzales, que necesitaba desesperadamente que su disertación fuese un éxito, tragó de golpe un sorbo de agua de la copa que tenía a su lado, se aclaró la voz, e intentó pasar a la parte o la revelación más sensacional de su conferencia.

—La cuestión es, en realidad —dijo—, por qué si los espíritus elementales no son varias especies de seres sino sólo una, que es lo que yo creo, por qué se manifiestan de formas tan diversas. Porque
de que se manifiestan, damas y caballeros, no cabe ya duda alguna
. —Miró significativamente a su hija, y muchos de los presentes también la miraron; al fin y al cabo, eran sus experiencias, las de ella, las que conferían a las nociones del doctor el peso que tenían. Ella sonrió apenas, y pareció contraerse bajo todas aquellas miradas.— Ahora bien —dijo el doctor—, cotejando las distintas experiencias, tanto las que encontramos narradas en el mito y la fábula, y las más recientes, verificables por medio de la investigación, descubrimos que estos espíritus elementales, aunque separables en dos caracteres básicos, pueden presentar los aspectos y (por así decirlo) las densidades más variadas.

»Los dos distintos caracteres, el carácter etéreo, bello y elevado por una parte, y el carácter maligno, terrenal, gnómico por la otra, no son en realidad nada más que una diferencia sexual. Los sexos entre estas criaturas están mucho más diferenciados que entre los hombres.

»Las diferencias observadas en cuanto a aspecto y tamaño constituyen una cuestión aparte. ¿Cuáles son esas diferencias? El tamaño de aquellos que se manifiestan en forma de silfos o de los gnomos llamados "pixies" no es de ordinario mayor que el de un insecto grande o un picaflor; se dice que habitan los bosques y que están estrechamente relacionados con las flores. Circulan historias extrañas a propósito de sus lanzas de espina de acacia blanca y sus carruajes construidos con cascaras de nuez y tirados por libélulas, y otras por el estilo. En otros casos se trata de hombres y mujeres pequeños, de entre treinta y noventa centímetros de estatura, perfectamente conformados, sin alas, y de hábitos más humanos. Y hay hadas jóvenes bellísimas que cautivan los corazones de los hombres y pueden, al parecer, copular con ellos y tienen la talla de mujeres jóvenes. Y hay hadas-guerreras que montan corceles, y pookahs y ogros enormes, mucho más grandes que los hombres.

»¿Cuál es la explicación de todo esto?

»La explicación consiste en que el mundo habitado por estos seres no es el mundo que nosotros habitamos. Es un mundo totalmente distinto, y está contenido dentro de éste; es en un sentido una imagen universal de éste reflejada detrás del espejo, con una geografía peculiar que sólo puedo describir como
infundibular
. —Hizo una pausa, como para reforzar el efecto de sus palabras.— Con ello quiero decir que el otro mundo está compuesto por una serie de anillos concéntricos, anillos que, a medida que se penetra más profundamente en ese otro mundo, se van ensanchando. Cuanto más nos internamos, más grande es. Cada perímetro de esta sucesión de círculos concéntricos contiene dentro de él un mundo más vasto, hasta que, en el punto céntrico, es infinito. O al menos muy grande. —Bebió agua otra vez. Como siempre que intentaba explicarla, la idea misma empezaba a rehuirlo, a mermar gota a gota; la claridad perfecta, la perfecta y casi inasible paradoja que a veces resonaba como una campana dentro de él, era tan difícil... tal vez, oh Señor, imposible de expresar. Frente a él las caras esperaban, impávidas. —Nosotros los hombres, vean ustedes, habitamos en lo que es en realidad el círculo más vasto y más exterior del infundíbulo invertido que llamamos el otro mundo. Paracelso tiene tazón; cada uno de nuestros movimientos es acompañado por estos seres, pero nosotros no alcanzamos a percibirlos no porque ellos sean intangibles sino porque aquí, fuera, ¡son demasiado pequeños para que se los pueda ver!

«Alrededor del perímetro interno de este círculo que es nuestro mundo hay numerosos, numerosísimos caminos —los llamaremos puertas— por los que podemos entrar en el círculo siguiente más pequeño, que es el más grande del mundo de ellos. Allí los habitantes pueden tener la apariencia de pájaros-fantasmas o de llamas de vela errantes. Ésta es una de las experiencias más comunes que tenemos de ello, ya que sólo es este primer perímetro el que la mayoría de la gente traspone, si lo traspone. El perímetro siguiente más interior es más pequeño y tiene por lógica menos puertas; por lo tanto es menos probable que alguien pueda trasponerlo por pura casualidad. Allí los habitantes tendrán la apariencia de hadas-niños o Gente Diminuta, una manifestación, por ende, menos frecuentemente observable. Y así sucesivamente, a medida que nos internamos: los vastos círculos interiores en los que ellos alcanzan su verdadera talla son tan diminutos que, literalmente, los estamos pisando siempre, en nuestra vida diaria, sin saberlo, y jamás penetramos en ellos, aunque es posible que en la antigua edad heroica el acceso fuera más fácil, y a este hecho debemos los numerosos relatos de sucesos acontecidos en él. Y para terminar, el círculo más vasto, la infinidad, el punto céntrico: Faery, damas y caballeros, el País de las Hadas, donde los héroes cabalgan a través de paisajes inconmensurables y surcan mar tras mar y donde lo posible es lo infinito... Y bien, ese círculo es tan infinitamente pequeño que no tiene ninguna, absolutamente ninguna puerta.

Se sentó, extenuado.

—Ahora —se puso entre los dientes la pipa apagada—, antes de pasar a exponer ciertas evidencias, ciertas demostraciones, matemáticas y topográficas —palmeó una desordenada pila de papeles y de libros con señaladores entre las páginas—, deben saber ustedes que hay individuos a quienes les está dado el poder penetrar a voluntad, o casi, en los mundos diminutos a que me he referido. Si requieren ustedes testimonios de primera mano de las ponencias generales que acabo de esbozar, mi hija, la señorita Violet Zarzales...

La asamblea se volvió, con un murmullo (para eso habían venido, al fin y al cabo), hacia donde estaba sentada Violet, a la luz de la lámpara con pantalla roja.

La muchacha había desaparecido.

Posibilidades infinitas

Fue Bebeagua quien la encontró, acurrucada en el rellano de la escalera que subía de los salones de la Sociedad al despacho de un abogado en el piso superior. Ella no se movió cuando lo oyó acercarse, sólo sus ojos se movieron, escrutándolo. Cuando él se disponía a encender la luz de gas por encima de ella, ella le rozó el tobillo:

—Por favor, no.

—¿Está usted enferma?

—No.

—¿Asustada?

Ella no respondió. Él se sentó a su lado y le cogió la mano.

—Veamos, hija mía —dijo, paternalmente, pero un estremecimiento lo recorrió como si de la mano de ella a la suya hubiese pasado una corriente eléctrica—. Ellos no quieren hacerle daño, usted lo sabe, ellos no la van a molestar...

—No soy —dijo ella lentamente— una atracción de circo.

—No. —Cuántos años podía tener, y que tuviera que vivir de esa manera..., ¿quince, dieciséis? Ahora, más de cerca, pudo ver que lloraba en silencio; las lágrimas se le cuajaban, grandes, en las cuencas sombrías de los ojos, le temblaban en las tupidas pestañas, le resbalaban, una a una, por las mejillas.

—Lo siento tanto por él. Él aborrece hacerme esto
a mí
, pero lo hace. Es porque estamos desesperados. —Lo dijo con naturalidad, como si hubiera dicho «Es porque somos ingleses». Su mano seguía en la de él; tal vez ni siquiera se había percatado de ello.

—Permita usted que la ayude. —El ofrecimiento había brotado de sus labios, pero sintió que cualquier elección de ella estaba de todos modos más allá de sus posibilidades; los dos años de luchas vanas, transcurridos entre el anochecer en que la viera en el manzano y el ahora, parecían haberse reducido a una mota de polvo que ya el viento disipaba. Él tenía que protegerla; él la llevaría lejos de allí, a algún lugar tranquilo, a algún lugar... Ella no quiso decir nada más, y él no pudo; supo que su vida, esa existencia edificada, apuntalada y sustentada a lo largo de cuarenta prudentes años, no había capeado los vientos de su insatisfacción: la sentía desmenuzarse, hundirse en sus cimientos, llenarse, el edificio todo, de profundas grietas y desmoronarse con un largo rumor que él casi podía oír. Le estaba besando en las mejillas las lágrimas tibias y salobres.

Una vuelta por la casa

—Tal vez —le dijo John Bebeagua a Violet cuando todas sus cajas y baúles estuvieron apilados en el portal para que la doncella fuera a recogerlos, y el doctor Zarzales confortablemente instalado en un mullido sillón, en el espacioso porche marmolado—, les gustaría a ustedes dar una vuelta por la casa.

La glicina trepaba sobre guías por las columnas ahusadas del porche, y sus hojas de un verde cristalino encortinaban ya, pese a que el verano era aún joven, los paisajes que él les ofrecía con un gesto de la mano, el amplio parque de césped y las plántulas jóvenes, la perspectiva de un pabellón, la lámina de agua a la distancia bajo el arco de un puente de una perfección clásica.

El doctor Zarzales declinó la invitación, sacando ya de su bolsillo un volumen en octavo. Violet asintió con un murmullo (qué apabullada se sentía ahora, en esa gran mansión, ella que había imaginado cabañas de troncos e indios pieles rojas; en verdad, sabía muy poco). Tomó el brazo que él le ofrecía —el brazo fuerte de un constructor, pensó— y juntos echaron a andar a través del césped nuevo, por un sendero de grava que corría entre esfinges de piedras colocadas a intervalos para que custodiaran el camino. (Las esfinges eran obra de los picapedreros italianos amigos de Bebeagua, los mismos que tallaban entonces guirnaldas de hojas de vid y caras extrañas en las fachadas de los edificios urbanos de su socio Ratón; se las tallaba con rapidez en la piedra blanca, con la que los años no serían benévolos, pero eso era cosa del futuro.)

—Ahora debe usted quedarse aquí todo el tiempo que quiera —dijo Bebeagua. Lo había dicho en el restaurante Sherry, adonde los llevó después de que concluyera, sin conclusiones, la conferencia, cuando al principio tímida pero insistentemente los había invitado. Lo había dicho de nuevo en el mísero y maloliente vestíbulo del hotel cuando fue a recogerlos, y en la Grand Central Station bajo el inmenso y titilante zodíaco que (el doctor Zarzales no pudo por menos que notar) se extendía al revés por aquel techo azul noche. Y una vez más en el tren mientras ella cabeceaba dormitando bajo el capullo de rosa de seda que cabeceaba, también él, en su florero de ferrocarril.

Pero ¿cuánto querría ella?

—Es muy amable de su parte —dijo Violet.

Vivirás en muchas casas
, le había dicho la señora Sotomonte.
Caminarás errante, y vivirás en muchas casas
. Ella había llorado al oír esto, o mejor dicho después, cada vez que, en los trenes y barcos y salas de espera pensaba en esa profecía sin saber cuántas casas eran muchas casas ni cuánto tiempo requería el vivir en una. Con toda seguridad, una inmensidad de tiempo, porque desde que abandonaran, seis meses atrás, la vicaría en el Cheshire habían vivido sólo en hoteles y albergues y era probable que continuaran viviendo de ese modo. ¿Cuánto tiempo?

Como soldados en un ejercicio militar, marcharon por un pulido sendero de piedra, giraron a la derecha, marcharon por otro. Bebeagua hizo un ruido introductorio para anunciar que iba a romper el silencio en que habían caído.

—Me interesan tanto esas, bueno, esas experiencias suyas —dijo. Alzó la palma en un gesto de sinceridad—. No quiero ser indiscreto ni perturbarla a usted si le resulta penoso hablar de ellas. Es que me interesan tanto...

Ella no dijo nada. De cualquier modo, lo único que hubiera podido decirle era que todo eso había pasado. Por un momento, el corazón le creció, grande y hueco, cosa que él pareció adivinar, porque sintió que le oprimía el brazo suavemente.

—Otros mundos —dijo él, soñador—. Mundos de mundos. —La llevó hasta uno de los bancos pequeños adosados al muro recortado en ondas de un seto de boj. La compleja fachada de la casa, de color piel de ante, y bien visible a la distancia al sol del atardecer, le pareció a Violet severa y a la vez sonriente, como la cara de Erasmo en la carátula de un libro que había visto una vez por encima del hombro de su padre.

—Bueno —dijo—. Esas ideas, eso de los mundos dentro de mundos y todo lo demás, ésas son las ideas de Padre. Yo no sé.

—Pero usted ha estado allí.

—Padre dice que he estado. —Cruzó las piernas y cubrió con los dedos entrelazados una mancha obscura, indeleble, en su vestido de muselina.— Yo nunca me imaginé esto, ¿sabe usted? Yo sólo le hablé a él de... de todo eso, de lo que me había sucedido... porque esperaba levantarle el ánimo. Decírselo estaba bien, que todas las dificultades eran parte del Cuento.

—¿El cuento?

Ella se había puesto circunspecta.

—Quiero decir que nunca me imaginé esto. Que tendríamos que marcharnos. Que abandonar... —Que abandonarlos, había estado a punto de decir, pero desde aquella velada en la Sociedad Teosófica... ¡el colmo de los colmos!... había resuelto no hablar de ellos nunca más. Ya bastante penoso era el haberlos perdido.

—Señorita Zarzales —dijo él—. Se lo ruego. Le aseguro que no es mi intención perseguirla... perseguir su cuento. —Ésa no era la verdad. Se desvivía por escucharlo. Necesitaba conocerla: conocer su corazón.— Aquí nadie la molestará. Podrá descansar. —Hizo un gesto hacia los cedros del Líbano que había plantado en aquel cuidado parque. El viento hablaba en ellos con una chachara infantil, vago presagio de la voz grave y potente con que hablarían cuando fuesen mayores.— Aquí hay tranquilidad. La construí para eso.

Y ella sentía en verdad, pese a las profundas compulsiones de formalidad que aquí parecían ejercerse sobre ella, una especie de serenidad. Si había sido un error terrible hablarle de ellos a Padre, si con ello había enardecido y no serenado su espíritu, y los había lanzado a los dos por los caminos como un par de predicadores trashumantes, o más bien como un gitano y su oso bailarín, para ganarse el sustento entreteniendo a los locos y los obsesos en lóbregos salones de conferencias y salas de reunión (y contar luego el producto, ¡santo Dios!), el reposo, entonces, y el olvido eran el mejor final que se podía espera. Sólo que...

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