En el mismo momento, en la habitación de Sophie, en el ancho lecho de plumas en el que durante muchos años John Bebeagua se acostara con Violet Zarzales, estaban acostadas sus dos biznietas. El largo vestido claro que Alice se pondría al día siguiente y que presumiblemente nunca más volvería a sacarse del todo, colgaba del borde superior de la puerta del ropero, y reproducía otro idéntico a él en el espejo de la puerta, unidos los dos espalda contra espalda; y debajo de él y alrededor estaban los complementos. Sophie y su hermana yacían desnudas en el bochorno de la siesta; Sophie frotaba con una mano el flanco húmedo de sudor de su hermana, y Llana Alice dijo:
—Oh, hace demasiado calor —y más calientes aún sintió sobre su hombro las lágrimas de su hermana. Dijo—: Algún día, pronto, te tocará a ti, elegirás o serás elegida, y serás otra novia de Junio. —Y Sophie dijo:
—Yo no, nunca, nunca —y algo más que Alice no pudo oír porque Sophie hundió la cara en el cuello de su hermana y susurró como la tarde; lo que Sophie dijo era—: Él nunca comprenderá, ni verá, ellos nunca le darán a él lo que nos dieron a nosotras, él pisará donde no deba y mirará cuando deba desviar la mirada, y nunca verá las puertas ni conocerá los meandros; espera y verás, espera tan sólo y lo verás —eso mismo, en el mismo momento, era lo que pensaba la tía abuela Nube, qué verían ellas si esperaban, y era también lo que Mamá sentía aunque no con la misma simple curiosidad sino como una suerte de maniobra dentro de las huestes de lo posible; y lo que a Fumo (a quien habían dejado a solas para lo que él imaginaba era la siesta general del domingo, el día de reposo), allá en la biblioteca sombría y polvorienta, con el plano íntegro extendido frente a él, insomne y erecto como una llama, en ese mismo momento lo hacía temblar.
Había una viejecita
que bajo el monte vivía
y sí aún no se ha marchado
allá vive todavía.
Aconteció, durante un alegre verano de fines del siglo pasado, que John Bebeagua, en el curso de una gira a pie por Inglaterra, con el ostensible propósito de estudiar la arquitectura dé las casas de campo, llegó cierto día, hacia el anochecer, a la puerta de una vicaría de ladrillo rojo, en el Cheshire. Había perdido el rumbo atolondradamente, y dejado caer en el canal del molino a cuya vera se había sentado a merendar, horas atrás, su guía de caminos; tenía hambre y, por muy segura y apacible que fuese la campiña inglesa, no pudo impedir que lo invadiera una cierta desazón.
En el jardín de la vicaría, un jardín desgreñado y tumultuoso, centelleaban en medio de una densa cascada de rosales las mariposas nocturnas, y en el ramaje retorcido de un manzano avasallante revoloteaban y cuchicheaban los pajaritos. Allí, en el horcón del árbol, había alguien sentado, alguien que, cuando él miró, encendió una bujía. ¿Una bujía? Era una chica muy joven, vestida de blanco, y para proteger la llama ahuecó la mano; la luz brilló y palideció, y volvió a brillar. La muchacha habló, mas no a él.
—¿Qué pasa? —La llama de la vela se había apagado, y él preguntó:— ¿Decía usted algo? —Ella empezó a bajar del árbol, rápida y ágil, y él se apartó del portillo para no parecer, cuando ella se acercara a la habitación a hablarle, importuno e indiscreto. Pero ella no se acercó. Desde algún lugar del jardín o desde todos, un ruiseñor empezó, cesó, volvió a empezar.
No hacía mucho, John Bebeagua había llegado a una encrucijada (no a una encrucijada literal, pese a que también ante muchas de éstas, durante su mes de peregrinaje, había tenido que elegir si tomar río abajo o cuesta arriba, y comprobado que como práctica, de poco le valían en su vida tales encrucijadas). Había pasado un año abominable proyectando un enorme Rascacielos que debía parecerse, tan exactamente como lo permitiesen su inmensidad y su destino, a una catedral del siglo XIII. Cuando le mostró a su cliente los bocetos, había sido en son de broma, como una fantasía estrafalaria, un bulo incluso que sólo podía ir a parar a la papelera; pero su cliente no lo había entendido de ese modo; así, tal cual, quería él que fuese su Rascacielos, precisamente lo que a su debido tiempo tendría que ser, una Catedral del Comercio, y nada de cuanto John Bebeagua pudiera pensar, el buzón de bronce que parecía una pila bautismal, los grotescos bajorrelieves de estilo clúnico con enanos hablando por teléfono o descifrando cintas de teletipo de piedra, gárgolas que se proyectaban a una altura tal del edificio que nadie alcanzaría ni siquiera a divisarlas y que tenían (aunque hasta eso el hombre se había negado a reconocer) los mismos ojos saltones, la misma narizota porosa del cliente... nada era demasiado para él, y ahora habría que ejecutarla tal y como él la había concebido.
Mientras ese proyecto se prolongaba hasta el hastío, un cambio amagaba producirse en él. Amagaba, porque John Bebeagua se le resistía; parecía ser una cosa ajena a él, un fenómeno al que podía casi darle un nombre, pero sólo casi. Al principio lo percibía como algo que trataba de insinuarse en su densa y a la vez ordenada jornada de extrañas ensoñaciones: palabras meramente abstractas que resonaban de pronto dentro de él como si una voz las pronunciara.
Multiplicidad
era una. Otra, otro día (cuando sentado ante los altos ventanales del Club Universitario miraba caer la lluvia fuliginosa), había sido
combinatoria
. La noción, una vez manifestada, había encontrado la forma de adueñarse de su mente, de ocupar en ella la sede de la actividad pensante y la de la actividad contante, hasta dejarlo paralizado, incapaz de dar el paso siguiente, largamente preparado y meditado, de una carrera que todo el mundo describía como «meteórica».
Tenía la sensación de que estaba sumiéndose en un largo sueño, o de que quizá estaba despertando. Fuese lo que fuese, él no quería que ocurriera. A modo de específico para contrarrestarlo (eso pensaba él) empezó a interesarse en la teología. Leía a Swedenborg y a san Agustín; el que más lo serenaba era Tomás de Aquino, podía
sentir
al Doctor Angélico levantando, piedra sobre piedra, la grandiosa catedral de su
Summa
. Supo entonces que hacia el final de su vida Aquino consideraba todo cuanto había escrito como «un montón de paja».
Un montón de paja. Bebeagua se pasaba las horas sentado delante de su gran tablero, bajo la claraboya, en las largas oficinas de Ratón, Bebeagua y Piedra, y contemplaba ensimismado las fotografías en sepia de las torres y los parques y las villas que había construido, y pensaba: un montón de paja. Como la primera y la más efímera de las casas que edificaran los Tres Cerditos del cuento. Tenía que existir una morada más sólida, un lugar en el que pudiera ocultarse a los ojos de lo que fuese ese Lobo Feroz que lo perseguía. Tenía treinta y nueve años.
Su socio Ratón descubrió que, al cabo de meses de permanecer sentado ante su tablero de dibujo, no había avanzado absolutamente nada con los planos definitivos de la Catedral del Comercio, y que había pasado en cambio hora tras hora dibujando, abstraído, casitas diminutas con interiores extraños; y lo mandaron al extranjero por una temporada, para que descansara.
Interiores extraños... Junto al sendero que subía desde el portillo hasta la puerta de la vicaría coronada por una ventanita en abanico, vio un artefacto, tal vez un ornamento del jardín, un globo blanco montado sobre un pedestal y rodeado de oxidadas anillas de hierro. Algunas anillas se habían soltado y estaban allí, tiradas en el sendero, casi invisibles entre las hierbas. Empujó el portillo y éste se abrió, canturreando brevemente sobre sus goznes. Dentro de la casa se movía una luz, y, cuando empezaba a subir por el sendero, una voz lo increpó desde la puerta.
—No eres bienvenido —dijo el doctor Zarzales (porque era él)—. Ninguno de vosotros, ya no, nunca más. ¿Eres tú, Fred? Haré poner un candado en el portón si la gente no aprende a tener mejores modales.
—No soy Fred.
Su acento hizo titubear al doctor. Levantó la lámpara.
—¿Quién es usted, entonces?
—Sólo un viajero. Temo haberme extraviado. ¿No tendrá usted un teléfono?
—Desde luego que no.
—No quisiera molestar.
—Tenga cuidado con la vieja orrería. Está desparramada por todas partes ahí y es un cepo peligroso. ¿Americano?
—Sí.
—Vaya, vaya, pase usted.
La chica había desaparecido.
Dos años más tarde, John Bebeagua se hallaba sentado, soñóliento, en el caldeado salón de actos espiritualmente iluminado de la Sociedad Teosófica de la Ciudad (jamás había sospechado que, de los caminos que sus encrucijadas le señalaran, alguno habría de conducirlo allí, pero así era). Se estaban recabando suscriptores para un curso de conferencias a cargo de personas diversámente iluminadas, y entre los médiums y gimnosofistas que aguardaban la decisión de la Sociedad, Bebeagua encontró el nombre del doctor Theodore Burne Zarzales para disertar sobre los Mundos más Pequeños contenidos dentro del Grande. Apenas hubo leído el nombre se le apareció, instantánea y espontáneamente, la muchacha en el horcón del manzano, la luz que palidecía en el hueco de sus manos.
¿Qué pasa?
La volvió a ver en el lóbrego comedor cuando entró, sin ser presentada, pues el vicario, incapaz de decidirse a interrumpir su parrafada el tiempo suficiente para decir su nombre, se había limitado a asentir y a empujar a un lado una pila de libros mohosos y varios rollos de papeles atados con una cinta azul, a fin de hacer sitio para que ella pudiese depositar (sin levantar la vista) el deslucido servicio de té y el resquebrajado plato de arenques ahumados. Podía ser hija o pupila o sirvienta o prisionera —o celadora incluso—, porque las ideas del doctor Zarzales, aunque expresadas con mansedumbre, eran bastante extrañas y obsesivas.
—Paracelso es de opinión, vea usted —dijo, e hizo una pausa para encender su pipa.
Bebeagua alcanzó a decir:
—¿La señorita es la hija de usted?
Zarzales echó una mirada rápida a sus espaldas, como si Bebeagua hubiese visto a algún miembro de la familia Zarzales cuya existencia él ignoraba; dijo que sí, con un gesto, y prosiguió:
—Paracelso, vea usted...
Ella sirvió,
motu propio
, oporto blanco y rosado, y cuando éste hubo desaparecido el doctor Zarzales estaba lo bastante exaltado como para hablar de algunas de sus tribulaciones personales, que por decir la verdad, la verdad que le fuera revelada, lo habían despojado de su pulpito, y que ahora venían a atormentarlo, y ataban latas a la cola de su perro, ¡pobre bestia muda! Ella sirvió whisky y brandy, y él se atrevió, al fin, y le preguntó cómo se llamaba, y ella dijo que Violet, siempre sin mirarlo. Cuando el doctor se decidió por fin a acompañarlo hasta una cama, fue simplemente porque de lo contrario Bebeagua habría quedado fuera del alcance de su voz, aunque éste había cesado, en verdad, de comprender lo que el doctor le decía. «Casas hechas de casas dentro de casas hechas de tiempo» se oyó decir cuando se despertó, poco antes del alba, de un sueño con la cara afable del doctor Zarzales, y con un fuego abrasador en la garganta. Cuando inclinó la jarra que encontró en la mesilla de noche al lado de la cama, sólo una araña salió de ella, trepando enfurruñada. Sin alivio, se quedó entonces allí, de pie junto a la ventana, con la porcelana fría apretada contra la mejilla. Durante un rato contempló los islotes de niebla que flotaban, a las órdenes del viento, entre los árboles recortados como un encaje, y vio apagarse las últimas luciérnagas. La vio a ella que volvía del establo, descalza y con su vestido claro, un cubo de leche en cada mano, que derramaban gotas a cada uno de sus pasos, por más cuidado que pusiera al andar; y comprendió, en un momento de lucidez tajante, cómo empezaría a construir una especie de casa, una casa que un año y pocos meses después se convertiría en la casa llamada Bosquedelinde.
Y aquí ahora, en Nueva York, tenía ante sus ojos el nombre de ella, ella a quien pensaba que no volvería a ver nunca más. Firmó la suscripción.
Supo que ella acompañaría a su padre, lo supo en el instante mismo en que leyó su nombre. Supo, comoquiera, que estaría aún más hermosa, que sus cabellos, jamás cortados, serían ahora dos años más largos. No supo que llegaría preñada de tres meses por Fred Reynard u Oliver Halcopéndola o algún otro no bienvenido en la casa parroquial (nunca preguntó el nombre); no se le ocurrió que ella, lo mismo que él, tendría ahora dos años más, y habría encontrado encrucijadas escabrosas en sus propios caminos, y habría transitado por sendas extrañas y obscuras.
—Paracelso es de opinión —decíales a los teósofos el doctor Zarzales— que el universo está lleno a rebosar de fuerzas, de espíritus que no son totalmente inmateriales (cualquier cosa que ello signifique o haya significado), hechos quizá de una sustancia más sutil, menos tangible que el mundo ordinario. Llenan el aire y el agua y todo lo demás; nos rodean por todas partes, razón por la cual en cada uno de nuestros movimientos —movió suavemente en el aire la mano de largos dedos, provocando torbellinos en el humo de su pipa— desplazamos miles.
Ella estaba sentada cerca de la puerta, a la luz de una lámpara con pantalla roja, aburrida o nerviosa, o ambas cosas quizá; apoyaba la mejilla en la palma, y la lámpara le iluminaba la pelusilla obscura de los brazos, aclarándola.
Sus ojos eran profundos y huraños, y tenía una sola ceja —es decir, una ceja que se extendía sin interrupción—, tupida y sin depilar, por encima de su nariz. No lo miraba a él, o cuando lo miraba no lo veía.
—Nereidas, dríades, silfos y salamandras, así es como los divide Paracelso —dijo el doctor Zarzales—. O sea (como diríamos nosotros) sirenas, elfos, hadas y diablillos o trasgos. Una especie para cada uno de los cuatro elementos: sirenas para el agua, elfos para la tierra, hadas para el aire, diablillos para el fuego. De ahí derivamos nosotros el nombre genérico de todos estos seres: «espíritus elementales». Muy preciso y ordenado. Paracelso tenía una mente ordenada. Sin embargo, las cosas no son así, partiendo como parte él del error común, el viejo y craso error en que se sustenta toda la historia de nuestra ciencia: que existen esos cuatro elementos, tierra, aire, fuego, agua, de los que está hecho nuestro mundo. Ahora sabemos, desde luego, que existen unos noventa elementos, y que los cuatro antiguos no se cuentan entre ellos.