—¿Las cucharas? —dijo él, mostrándole una.
—Mujeres —dijo ella.
—Y los cuchillos y los tenedores son varones —dijo él, vislumbrando una norma.
—No, los tenedores también son mujeres.
Delante de ellos, sobre la mesa, tenían sendos cafés-royale. Afuera, ensombrerada y embufandada contra el frío glacial, pasaba presurosa la gente que volvía del trabajo, inclinada ante el viento invisible como ante un ídolo o un personaje de alto rango. Sylvie estaba de momento sin trabajo (un dilema trivial para alguien con un Destino tan alto como el suyo), y Auberon estaba viviendo de sus anticipos. Eran pobres de dinero pero ricos de ocio.
—¿La mesa? —preguntó él. No podía imaginarlo.
—Mujer.
No era de extrañar, pensó Auberon, que ella fuese tan sexual, cuando todo en el mundo era para ella hombres y mujeres. En la lengua que ella aprendiera desde la cuna no había neutros. En el latín que Auberon había aprendido con Fumo, o estudiado al menos, los géneros de los sustantivos eran una aberración que él en todo caso nunca había llegado a entender; pero para Sylvie el mundo era un congreso permanente de machos y hembras, de mujeres y varones. El mundo: eso era
el mundo
, un hombre, pero
la tierra
, la Tierra era una mujer. Eso le parecía lógico a Auberon, el mundo de los negocios y las ideas, el nombre de un periódico, el Ancho Mundo; pero la madre tierra, el suelo fecundo, la Dueña Generosa. No obstante, esas divisiones lógicas no iban demasiado lejos: la fregona de pelo lanoso era una mujer, pero también lo era su huesuda máquina de escribir.
Jugaron un rato a ese juego y después comentaron la gente que pasaba por la calle. Debido al tinte del cristal, los transeúntes no veían el interior de la caverna sino el reflejo de su propia imagen; y al ignorar que eran observados desde el interior, se detenían a veces a arreglarse la vestimenta o a admirarse. Las críticas de Sylvie sobre el común de la gente eran más mordaces que las suyas: la fascinaban todas las excentricidades y rarezas, pero tenía cánones severos en cuanto a la belleza física, y un aguzado sentido del ridículo.
—Oh, papo, mírame a ése, míramelo bien... Eso es lo que yo llamo un huevo pasado por agua, ¿te das cuenta de lo que quiero decir? —Y él se daba cuenta, sí, y ella se deshacía de la risa, de esa risa suya ronca y melodiosa. Sin saberlo, él adoptaba de por vida los cánones de belleza de ella, podía incluso sentirse atraído hacia los hombres cenceños, morenos, de ojos soñadores y muñecas recias que ella prefería, como León, el camarero de tez café-con-leche que les había servido sus tragos. Fue un alivio para él cuando ella decidió (después de largas reflexiones) que los hijos que tendrían serían hermosos.
El Séptimo Santo se estaba preparando para la hora de la cena. Los camareros ayudantes echaban miradas de reojo a la mesa desaliñada que ellos ocupaban.
—¿Lista? —dijo Auberon.
—Sí que estoy lista —dijo ella—. ¿Nos hacemos un humo en polvorosa? —Una frase de George cargada de nostálgicos dobles sentidos un tanto arcaicos, más reminiscentes de la picaresca que exactamente chuscos. Se enfundaron en sus abrigos.
—¿Tren o a pie? —preguntó él—. Tren.
—Sí, caray —dijo ella.
En la prisa por buscar calor, treparon por error en el expreso que (repleto de viajeros aborregados, que olían a borrego, con destino al Bronx) no paró hasta llegar, a los trompicones, junto con otros veinte trenes que partían en todas direcciones, a la antigua Terminal.
—Oh, espera un segundo —dijo ella cuando estaban por cambiar de tren—. Hay una cosa aquí que quiero mostrarte. Oh, seguro. Tienes que verlo. ¡Ven conmigo!
Bajaron por pasajes y subieron rampas, el mismo laberinto por el que lo guiara Fred Savage la primera vez, aunque si en la misma dirección, él no tenía la más remota idea.
—¿Qué? —preguntó.
—Te va a encantar —dijo ella. Se detuvo en un recodo—. A ver si lo puedo encontrar... ¡Ahí!
Lo que señalaba era un espacio vacío: una intersección bajo una arcada donde confluían en cruz cuatro galerías.
—Ven. —Lo tomó por los hombros y lo empujó hasta un rincón, donde la bóveda acanalada descendía hasta el suelo, formando lo que parecía ser una ranura o un estrecho orificio, pero que no era nada más que la juntura del enladrillado. Le hizo ponerse de cara a esa juntura.— No te muevas de aquí —dijo, y se alejó. Él esperó, obedientemente, de cara a su rincón.
De improviso, sorprendiéndolo profundamente, su voz, inconfundible y sin embargo hueca y fantasmal, sonó ahí, delante de él.
—¡Hola!
—¿Qué... —dijo él—, dónde...?
—Shh —dijo su voz—. No te des vuelta. Habla bajito, susurra.
—¿Qué es? —susurró él.
—No lo sé —dijo ella—. Pero si yo me pongo aquí, en este rincón, y susurro, tú me puedes oír allá. No me preguntes cómo.
¡Extrañísimo! Era como si Sylvie le estuviese hablando desde algún reino escondido en el rincón, a través de la grieta de una puerta inimaginablemente estrecha. ¡Una galería susurrante!: ¿no había en la
Arquitectura
algunas especulaciones a propósito de galerías susurrantes? Probablemente. Había pocas cosas sobre las cuales no especulaba ese libro.
—Bueno —dijo ella—. Dime un secreto.
Él calló un momento. Había una atmósfera de tan profunda intimidad en ese rincón, en aquel susurro incorpóreo, que tentaba a las confidencias. Se sentía desnudo, o desnudable, aunque no pudiera ver nada: todo lo contrario de un
vojeur
. Dijo:
—Te quiero.
—Aw —dijo ella, emocionada—. Pero eso no es ningún secreto.
Un calor desconocido, impetuoso, le subió por la médula y le erizó la piel y los cabellos en el momento en que se le ocurrió la idea.
—Bueno —dijo, y le susurró un deseo secreto que había abrigado pero que nunca se había atrevido a expresarle.
—Oh, caray, uou —dijo ella—. Qué desvergonzado.
Él lo dijo de nuevo, agregándole ciertos detalles. Era como si le susurrara las palabras al oído en la más secreta intimidad del lecho, pero más abstracto, más secretamente íntimo aún que eso: directamente al oído de su mente. Alguien pasaba caminando entre ellos: Auberon podía oír el ruido de sus pasos. Pero el, alguien no podía oír sus palabras: sintió un escalofrío de placer. Dijo más.
—Mm —dijo ella, como ante la perspectiva de un goce y una satisfacción inmensos, un ruidito al que él no pudo evitar responder con un sonido propio—. Hey, ¿qué estás haciendo allí? —susurró, insinuante—. ¡Pórtate bien!
—Sylvie —susurró él—. Vayamos a casa.
—Claro.
Se dieron vuelta en sus respectivos rincones (cada uno apareciendo ante el otro diminuto y brillante y lejano después de aquella obscura intimidad de los susurros) y fueron a reunirse en el centro, riendo ahora, abrazándose hasta donde se lo permitían los abultados abrigos y con miles de sonrisas y miradas (Dios, pensaba él, sus ojos son tan brillantes, tan luminosos, profundos, cargados de promesas, todas esas cosas que los ojos son en los libros y nunca en la vida, y ella era suya), tomaron el tren correcto y viajaron de regreso a casa en medio de desconocidos, absortos en sus pensamientos, que ni siquiera notaban la presencia de esos dos, o si la notaban (pensó Auberon) no sabían nada, nada de lo que sabía él.
El sexo, había descubierto Auberon, era maravilloso, un juego maravilloso. Al menos de la forma en que lo practicaba Sylvie. Para él, siempre había existido un cisma entre los deseos encadenados en su interior y la fría circunspección que, imaginaba, requería ese mundo de adultos en el cual (a veces pensaba que por equivocación) le había tocado habitar. El deseo intenso le parecía infantil; la infancia (o al menos la suya, hasta donde la alcanzaba a recordar, y podía contar historias de otras infancias) era un fuego, una llama que ardía secretamente, cargada de pasiones obscuras; para los adultos, todo eso había quedado atrás, ellos vivían de los afectos, del mutuo compañerismo, en una inocencia infantil. Que todo eso era monstruosamente perverso, lo sabía, pero era así como él lo había vivido. Que el deseo adulto, sus apremios, su grandeza lo hubiesen mantenido en secreto para él al igual que el resto de las cosas, no le extrañaba; ni siquiera se tomaba el trabajo de sentirse estafado por el largo engaño, puesto que con Sylvie había conocido otra realidad, roto el código, dado vuelta la trama del lado del revés, y el revés era el derecho, y cobraba fuego.
Si bien no era exactamente virgen cuando la conoció, bien hubiera podido serlo: con ninguna otra había compartido esa voracidad infantil apremiante, inmensa, ninguna otra había prodigado la suya en él ni había gozado de él con tanta complacencia, con tan puro deleite. Era un juego de nunca acabar y todo en él era gratificado: si él quería más (y Auberon descubría que guardaba en su interior prodigiosas espesuras de deseo amontonadas allí durante años), más recibía. Y lo que deseaba, estaba él tan ansioso por darlo como ella ávida de recibirlo. ¡Era todo tan
simple
! No porque no hubiese reglas, oh, claro que las había, aunque eran reglas como las de los juegos espontáneos de los niños, seguidas estrictamente pero a menudo improvisadas sobre la marcha por un deseo súbito de alterar el juego y darse el gusto. Se acordaba de Cherry Lagos, una chiquilla imperiosa de cejas renegridas con quien solía jugar: ella, a diferencia de todos sus otros compañeros de juego, que decían: «Hagamos ver que...», siempre empleaba otra fórmula: ella decía «Debemos». «Debemos ser malvados. Yo debo ser capturada y atada a este árbol, y tú debes rescatarme. Ahora yo debo ser la reina, y tú debes ser mi esclavo.» ¡Deber!, sí...
Sylvie, al parecer, siempre había sabido todas esas cosas, ella nunca había vivido a ciegas. Le hablaba de ciertas vergüenzas, de ciertas inhibiciones que había sentido de pequeña y que él nunca había conocido, porque todo eso, ella lo sabía —el besarse y el desnudarse con los chicos, y las oleadas de sensaciones—, eran para los grandes, y que ella sólo llegaría realmente a eso cuando fuese mayor también ella, y tuviese pechos y tacones altos y se maquillase. Por eso no existía en ella ese cisma que él percibía; en tanto a él le habían contado que Mamá y Papá se habían querido tanto que se habían sometido a esas indignidades infantiles (o eso le parecían a él) para fabricar bebés, y no podía relacionar (y sólo a medias creer en) esos actos con los violentos latigazos de sensaciones que despertaban en él Cherry Lagos, ciertas fotografías y los locos juegos que jugaban desnudos, Sylvie había sabido desde siempre la verdad de las cosas. Por muchos y muy terribles problemas que la vida le hubiese deparado (y sí que lo eran), ése al menos ella lo tenía resuelto; o más bien, nunca lo había sentido como un problema. El amor era real, tan real como la carne misma, y la pasión y el sexo no eran ni siquiera la trama y la urdimbre, era todo una sola cosa, un todo tan inextricable como la seda inconsútil de su piel fragante y morena.
Era sólo él, por lo tanto —aunque en números estrictos ella no fuese más experimentada que él—, el que se asombraba, se maravillaba de que esa indulgencia como la de un bebé glotón resultara ser ni más ni menos que lo que hacen los mayores, resultara ser la esencia misma de la adultez: la solemne exaltación de la potencia y la receptividad, y al mismo tiempo el loco arrobamiento infantil en una autocomplacencia sin fin. Era la virilidad, la femineidad certificados una y otra vez por el más vivido de los sellos.
Papi
, lo llamaba ella en sus éxtasis.
Ay, papi, yo vengo
. ¡Papi!, no el
papa
diurno sino el papi nocturnal y fuerte, grande como un plátano y padre de placeres. Él casi evitaba pensar en eso, ella se apretaba contra su flanco, su cabeza apenas le llegaba al hombro, pero él seguía andando a paso firme, con sus largas piernas, un paso de adulto. ¿Se equivocaba, o los hombres percibían su potencia mientras caminaba junto a ella a paso largo, y lo miraban con respeto? ¿Sería cierto que las mujeres lo miraban de reojo, admirativamente? ¿Por qué no toda la gente que pasaba, por qué los edificios mismos y hasta el desnudo, el impasible cielo no los bendecían?
Y eso fue lo que hicieron: en ese mismo instante, cuando doblaban ya la calle por la que se podía entrar a la Alquería del Antiguo Fuero, entre un paso y el próximo, algo aconteció, en todo caso, algo que él supuso al principio que acontecía en su interior, una apoplejía, un ataque al corazón, pero al instante lo sintió en derredor: algo enorme que parecía sonido pero que no era un sonido, que era o bien una demolición (toda una manzana de sucios edificios e interiores de paredes empapeladas convertida en polvo, si fuera eso), o el estampido de un trueno (que rasgara el cielo por lo menos en dos, ese cielo que permanecía inexplicablemente impasible e invernal, si fuera eso), o ambas cosas a la vez.
Se detuvieron, apretándose el uno contra el otro.
—¿Qué demonios fue eso? —dijo Sylvie.
Esperaron un momento, mas no brotaron turbias humaredas de los edificios circundantes, no aullaron sirenas en respuesta a la catástrofe; y los compradores y los ociosos y los criminales seguían su camino imperturbables, impávidos, los rostros preocupados por agravios personales.
Apoyados el uno en el otro, andando con cautela, reanudaron la marcha hacia la Alquería del Antiguo Fuero, intuyendo cada uno que aquel estruendo súbito había tenido por único propósito separarlos (¿por qué?, ¿cómo?) y que había fallado por poco, y que podía repetirse en cualquier momento.
—Mañana —dijo Tacey, haciendo girar su bastidor de bordar—, o pasado, o traspasado.
—Oh —dijo Lily. Ella y Lucy estaban trabajando juntas en un edredón, una de esas colchas locas hechas con retacitos de mil colores, y decorando la superficie con bordados, flores, cruces, arcos, eses—. El sábado o el domingo —dijo Lucy.
En aquel momento la mecha fue colocada contra el oído del cañón (quizá por accidente, habría algún problema después en cuanto a eso) y lo que Sylvie y Auberon oían o sentían en la Ciudad tronó en Bosquedelinde, retumbando en las ventanas, sacudiendo las chucherías en las repisas, quebrando una figulina de porcelana en la antigua alcoba de Violet y haciendo que las hermanas se encorvaran e irguieran los hombros para protegerse.
—¡Qué demonios...! —dijo Tacey. Se miraron una a otra.