Read Pqueño, grande Online

Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (53 page)

BOOK: Pqueño, grande
12.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Gloria

Auberon dio la media vuelta y pedaleó de regreso por el camino, que circundaba el muro guardián de Bosquedelinde, y al llegar a cierta altura se apeó. Trepó al muro (un árbol caído de este lado y un montículo de malezas del otro hacían las veces de peldaños), izó su bicicleta, la pasó por encima del muro y la llevó a la rastra a través del tapiz de hojas dorado y crepitante del bosque de hayas hasta llegar a un sendero; la volvió a montar y, echando una mirada recelosa hacia atrás, enfiló hacia el Pabellón de Verano. Escondió la bicicleta en el cobertizo que había construido su tocayo.

El Pabellón de Verano, calentado por el tibio sol de septiembre que se volcaba a raudales a través de las grandes ventanas, estaba silencioso y polvoriento. Sobre la mesa, donde en un tiempo lo esperaban su diario y su equipo de espionaje y donde más tarde escudriñara las fotos de Auberon, lo aguardaban ahora un montón de papeles manuscritos, el sexto tomo de la Roma Medieval de Gregorovius, unos pocos libros más, todos voluminosos, y un mapa de Europa.

Auberon releyó la página que estaba encima de todas, que había escrito el día anterior.

La escena se desarrolla en la tienda de campaña del Emperador, en las afueras de Iconium. El Emperador está solo, sentado en una especie de silla tijera, la espada en cruz sobre las rodillas. Viste su armadura, pero ha sacado una pieza de ella y un criado la está puliendo lentamente; de vez en cuando mira al Emperador, pero el Emperador mira hacia adelante, hacia la lejanía, y no parece haber notado su presencia. El Emperador parece cansado.

Auberon releyó el texto, pensativo, y luego tachó mentalmente la última frase. No era cansado lo que él había querido decir. Cualquiera puede parecer cansado. El emperador Federico Barbarroja, en la víspera de su última batalla, parecía..., bueno, ¿qué? Le quitó el capuchón a su estilográfica, meditó un momento, se lo volvió a poner.

En su drama o libreto cinematográfico (podía llegar a ser cualquiera de las dos cosas o hasta transformarse como por arte de magia en una novela) sobre el emperador Federico Barbarroja había sarracenos y ejércitos papales, guerrilleros sicilianos y potentes paladines e incluso princesas. Un cúmulo de románticos nombres de lugares donde libraban batalla multitudes de románticos personajes. Sin embargo, lo que fascinaba a Auberon de aquellas lides no era nada que pudiera llamarse romántico. Todo cuanto escribía no tenía en realidad otro propósito que poner de relieve a esa figura: esa figura solitaria sentada en una silla tijera: una figura observada en un momento de reposo entre dos acciones desesperadas, exhausta tras la victoria o la derrota, enmohecida por la guerra y el uso de la dura cota de malla. Y por sobre todo, era una mirada: una mirada serena y fría, sin ilusiones, la mirada de alguien que ha llegado a comprender que las circunstancias adversas a una línea de acción son insuperables, pero las presiones para llevarla a cabo, irresistibles. La mirada de un hombre indiferente al entorno y al clima que, tal como Auberon los describía, eran como él: inhóspitos, indiferentes, sin calor. Su paisaje estaba vacío, salvo una torre lejana con un aspecto parecido al suyo, y el distante y asordinado galope de un jinete portador de noticias.

Para todo eso Auberon tenía un nombre: Gloria. El argumento de su obra —quién iría a salir vencedor, nada más que eso— no le interesaba demasiado; de todas maneras, nunca había llegado a entender qué era lo que se disputaban el papa y Barbarroja. Si alguien le preguntara (pero nadie lo haría, su proyecto había sido iniciado en secreto y en secreto sería quemado años más tarde) qué era lo que lo había atraído precisamente de ese emperador, no lo habría sabido decir. Una áspera resonancia del nombre. La imagen de él, ya viejo, montado, armado, en su postrera y fútil cruzada (todas las cruzadas eran fútiles para el joven Auberon), y arrastrado luego por azar con esa armadura bajo las aguas de un innominado río armenio cuando su corcel respingó en medio del vado. Gloria.

«El Emperador no parece exactamente cansado sino...»

También tachó esto, con furia, y volvió a ponerle el capuchón a su pluma. Su inmensa ambición de delinear le resultaba de pronto insoportable, como si pudiese llorar por tener que soportarla a solas.

Espero que no vuelvas a meterte en tu cascarón.

Él, que había hecho esfuerzos inauditos para que ese cascarón fuese idéntico a él. Creía haberlos engañado a todos y no, no había sido así.

El polvo flotaba irisado al sol del atardecer que aún se filtraba en anchas franjas por las ventanas, pero en el Pabellón de Verano empezaba a hacer frío. Auberon puso su pluma sobre la mesa. Detrás de él, desde las estanterías, sentía clavada en su nuca la mirada de las cajas y los carpetones del viejo Auberon. ¿Iba a ser siempre así? ¿Siempre el cascarón, siempre los secretos? Porque era obvio que sus propios secretos lo separaban del resto de ellos tanto como cualquier secreto que ellos le hubiesen querido ocultar. Y él tan sólo ansiaba ser el Barbarroja que imaginaba: sin ilusiones, sin confusiones, amargado tal vez, pero íntegro y de una sola pieza desde el pecho a la espalda.

Tiritó. Por cierto, ¿qué había sido de su chaqueta?

Todavía no

Su madre se la estaba echando sobre los hombros mientras subía la Colina y pensaba: ¿A quién se le ocurre jugar con un tiempo como éste? Los arces jóvenes que bordeaban el sendero, rindiéndose temprano, habían flameado ya al lado de sus hermanos y hermanas siempre verdes. ¿No era más bien tiempo de jugar al fútbol? Extrovertido, pensó, y sonrió y meneó la cabeza: el gesto efusivo, la sonrisa siempre a flor de labios.

Oh Dios... Desde que sus hijos dejaron de crecer tan a prisa, las estaciones habían empezado a deslizarse más veloces a la vera de Llana Alice, sus hijos eran personas diferentes cada otoño y cada primavera, tanto saber, tantas vivencias, tantas risas y llantos amontonados en sus interminables veranos. Ella ni siquiera se había percatado de la llegada de este otoño. Quizá porque ahora sólo tenía un hijo que aprontar para la escuela. Uno y Fumo. Prácticamente sin nada que hacer en las mañanas otoñales, un solo almuerzo para preparar, un solo cuerpo soñoliento para empujar del baño a la cocina, a desayunar, un solo portalibros, un solo par de botas que encontrar.

Y, sin embargo, mientras iba Colina arriba, se sentía reclamada por ingentes obligaciones.

Llegó, un poco sin aliento, a la mesa de piedra de la cresta y se sentó junto a ella en el banco de piedra. Debajo de la mesa, un lastimoso estropicio, cubierto de moho y otoñal, vio el bonito sombrero de paja que Lucy había perdido en junio y llorado todo el verano. Al verlo allí, sintió en carne viva la fragilidad de sus hijos, los peligros que los acechaban, su desamparo frente a la pérdida, frente al sufrimiento, frente a la ignorancia. Los nombró mentalmente, en orden: Tacey, Lily, Lucy, Auberon. Resonaron como campanillas de distinto diapasón, unos más genuinos que otros, pero todos respondiendo a su tirón: eran maravillosos, sí, los cuatro, como ella siempre le decía a la señora Lobos, o a Marge Junípero o a quienquiera que le preguntase por ellos: «Son maravillosos». No: las obligaciones que la reclamaban (y que ahora, sentada al sol, dominando un vasto paisaje, sentía más intensamente) no tenían nada que ver con ellos, ni tampoco con Fumo. Tenían que ver, Comoquiera, con ese sendero empinado, con esta ventosa cresta de la Colina, con este cielo encelajado de móviles nubes grises y blancas como el plumaje de una paloma torcaz, y con este otoño joven, pródigo (como lo son tan misteriosamente todos los otoños) en ilusiones y esperanzas.

La sensación era intensa, como una fuerza que la atrajera o quisiera arrastrarla; inmóvil, dominada por ella, fascinada y un poco asustada, esperaba que pasara en un instante, como las sensaciones de
deja vu
. Pero no pasaba.

—¿Qué? —le dijo al día—. ¿Qué sucede?

Mudo, el día no pudo contestarle; pero parecía hacerle gestos, tironearla con familiaridad, como si la hubiese confundido con otra persona. Parecía, y no cesaba de parecer, a punto de darse vuelta para mostrarse de frente, como si todo ese tiempo ella no hubiese estado mirando su verdadera faz sino otra, o su envés (y el de todas las cosas, siempre) y fuera ahora a verlo claramente, como en realidad era; y él a ella, además: y aun así, él no podía hablar.

—Oh, qué —dijo Llana Alice, sin saber que hablaba. Sentía que se estaba disolviendo irremisiblemente en lo que contemplaba, y que al mismo tiempo se había vuelto lo bastante imperiosa como para dominarlo en todos sus aspectos; lo bastante liviana como para poder volar y tan pesada a la vez que no el banco de piedra sino la colina de piedra, toda la colina era su sitial; sobrecogida y no obstante por alguna razón nada sorprendida a medida que comprendía lo que se pedía de ella, para qué se la convocaba.

—No —dijo en respuesta—; no —repitió, con la dulzura con que se lo diría a un niño que por error, confundiéndola con su madre, la hubiese tomado de la mano o de la falda del vestido, alzando hacia ella el rostro, un rostro interrogante, sorprendido—. No.

—Vete —dijo, y el día se fue.

—Todavía no —dijo, y una vez más se hizo sonar las campanillas de los nombres de sus hijos. Tacey Lily Lucy Auberon. Fumo. Demasiado, demasiadas cosas que hacer aún; y sin embargo llegaría un día en el cual, por mucho que le quedara aún por hacer, por mucho que hubiesen aumentado o disminuido sus obligaciones cotidianas, ya no podría rehusar. No era que tuviese reparos o temor, aunque ella suponía que cuando el día llegase sentiría, sí, sentiría temor y no podría sin embargo rehusar... Era asombroso, asombroso que uno nunca acabara de crecer y crecer, ella, que años atrás había imaginado que había crecido tanto, tanto que ya no podría seguir creciendo más, y sin embargo ni siquiera había empezado.

—Todavía no, todavía no —dijo, mientras el día se alejaba—, todavía no, aún me queda mucho por hacer, todavía no, por favor.

El Cuervo Negro (o alguien parecido a él), invisible a la distancia a través de la alta marea de los árboles, lanzó su llamado en vuelo hacia su nido.

Cras. Cras.

Capítulo 2

Desenfrenado, más allá de toda norma o arte, éxtasis inmenso.

Milton

Lo que le gustaba a Fumo de que sus hijas crecieran era el hecho de que, si bien se iban de su lado, lo hacían (o eso suponía él) menos por rechazo o aburrimiento que por la necesidad de dar cabida al crecimiento de sus propias vidas: cuando ellas eran pequeñitas, sus vidas e intereses —los conejos y la música de Tacey, los nidos de pájaros y los noviecitos de Lily, las perplejidades de Lucy— cabían dentro de él, en el ámbito de su propia vida, que en ese entonces estaba repleto; y después, a medida que crecían y se expandían, dejaban de caber, necesitaban espacio, sus intereses se multiplicaban, era preciso acomodar a los amantes primero y a los hijos después, y Fumo ya no podía contenerlos a menos que también él se expandiese, y lo había hecho, y su propia vida se había expandido a la par de las de ellas, y no por ello las sentía más distantes de él que antes, y eso le gustaba. Y lo que no le gustaba de que fueran creciendo era ese mismo hecho: que ello lo obligara a crecer, a dilatarse a veces mucho más de lo que, temía él, la personalidad en la que, con el correr de los años, se había encasillado sería capaz de soportar.

Dando vueltas

El hecho de que se hubiera criado en el anonimato había tenido al menos una importante ventaja cuando a su vez tuvo hijos: porque gracias a eso ellos podían imaginarlo como les gustaba que fuese, podían considerarlo benévolo o severo, evasivo o franco, alegre o taciturno, según lo requiriese el temperamento de cada cual. Y eso era maravilloso, era maravilloso ser el Padre Universal, y que no le ocultaran nada. Y hasta hubiera apostado (aunque no tenía forma de demostrarlo) que a él sus hijas le habían confiado más secretos, graves, bochornosos, divertidos que las de la mayoría de los hombres. Pero también su flexibilidad tenía límites, y él no podía, a medida que pasaba el tiempo, estirarse tanto como lo hiciera en otras épocas, y cada vez se sentía menos capaz de pasar ese hecho por alto cuando su personaje, al volverse día a día más crustáceo e impenetrable, desaprobaba o no podía comprender a los jóvenes.

Quizá fuera más que nada eso lo que había sucedido entre él y su hijo pequeño, Auberon. Las emociones que Fumo recordaba haber experimentado más frecuentemente en presencia de su hijo eran una suerte de confusa irritación, y tristeza por el misterioso abismo que parecía abrirse entre ellos para siempre. Cada vez que se armaba de coraje para intentar saber qué le pasaba a su hijo, Auberon había ostentado una reserva compleja y bien ejercitada ante la cual Fumo se sentía impotente y hasta aburrido; cuando Auberon a su vez se acercaba a él, Fumo parecía incapaz de no parapetarse detrás de su disfraz de padre corriente y moliente que no sabe nada de nada, y Auberon se apresuraba a batirse en retirada. Y con los años las cosas no habían mejorado sino empeorado, hasta que por fin, con mil reparos y meneos de cabeza por fuera, y con una sensación de alivio por dentro, lo había visto partir para la Ciudad en su extraña misión.

Quizá si hubieran jugado un poco más a la pelota... Salido de casa, simplemente, hijo y padre, y pateado un rato la vieja pelota en una tarde de verano. A Auberon siempre le había encantado jugar a la pelota. Fumo lo sabía, aunque él mismo nunca había jugado bien ni disfrutaba haciéndolo.

La irrelevancia de esta fantasía le causó risa. Vaya la solución que se le ocurría sugerir a su personaje ante la inexplicabilidad de sus hijos. Tal vez, sin embargo, se le había ocurrido a él porque intuyera que algún gesto común, ordinario, podría haber zanjado ese abismo que se interponía entre él y su hijo; si también entre él y sus hijas existía un abismo tan grande, él nunca lo había advertido; pero desde luego, bien podía estar allí, disimulado por la extrañeza de estar creciendo hoy con un padre que había crecido ayer, o incluso anteayer.

Ninguna de sus hijas se había casado, ni parecía probable que fuera a hacerlo, pese a que él tenía ya dos nietos, los mellizos de Lily, y Tacey parecía resuelta a tener un hijo de Tony Cabras. Fumo no era por cierto un defensor acérrimo del matrimonio, aunque no podía imaginar la vida sin el suyo, por extraño que demostrara ser, y en cuanto a la fidelidad, él no tenía ningún derecho a hablar. Pero lo apesadumbraba, eso sí, la idea de que su descendencia pudiera ser más o menos innominada y, si las cosas seguían así, sólo identificable con el tiempo como los caballos de raza, por tal y cual y tal y cual. Y no podía por menos de pensar que había un algo embarazosamente obvio en los emparejamientos de sus hijas con sus amantes, una impudicia que el matrimonio hubiese podido cubrir con un manto de decencia. O mejor dicho, su personaje pensaba eso. Fumo mismo aplaudía la audacia y la valentía de sus hijas, y no se avergonzaba de admirar su sexualidad como siempre había admirado su belleza. Al fin y al cabo, ya eran mujeres. Y sin embargo... bueno, esperaba que ellas pasaran por alto el hecho de que su personaje hiciera ruidos raros o lo indujera, por ejemplo, a abstenerse de ir a visitar a Tacey y a su
cómo-se-llama
cuando estaban viviendo juntos en una cueva. ¡Una cueva! Sus hijas parecían decididas a recapitular en sus propias vidas toda la historia de la humanidad. Lucy juntaba hierbas curativas para simples y Lily leía los astros y a sus mellizos les colgaba corales alrededor del cuello para protegerlos del mal de ojo. Auberon, con una mochila al hombro, se marchaba a la Ciudad a probar fortuna. Y Tacey, en su cueva, descubría el fuego. Y por añadidura, justo cuando las provisiones de energía eléctrica parecían estar agotándose en el mundo definitivamente. Ahora, pensando en eso, oyó el reloj que canturreaba el cuarto de hora, y se preguntó si bajaría al sótano a apagar el generador.

BOOK: Pqueño, grande
12.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Say the Word by Julie Johnson
Heart and Home by Jennifer Melzer
Not My Father's Son by Alan Cumming
Roma de los Césares by Juan Eslava Galán
Epiphany Jones by Michael Grothaus
The Haunting by Joan Lowery Nixon