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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (54 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Bostezó. La única lamparilla encendida en la biblioteca formaba un charco de luz que no le apetecía abandonar. Tenía junto a su poltrona una pila de libros en los que había estado buscando material para la escuela: los viejos, con el uso y los años, se habían vuelto repulsivos al tacto y a la vista, y mortalmente aburridos. Otro reloj canturreó la una, pero Fumo no le creyó. Afuera, vela en mano, por el corredor, pasó un fantasma familiar de la noche: Sophie, todavía despierta.

Pasó y se alejó —Fumo vio el halo de luz brillar y atenuarse en las paredes y los muebles— y a poco regresó.

—¿Todavía levantado? —dijo, en el mismo momento en que él le hacía a ella la misma pregunta.

—Es espantoso —dijo, entrando en la biblioteca. Llevaba un largo camisón blanco que le daba más aún el aire de un espectro errante—. Dando vueltas y vueltas. ¿Conoces la sensación? Como si tu mente estuviera dormida y tu cuerpo despierto, y no quisiera rendirse, y tuviera que seguir saltando de una a otra posición.

—Y despertándote a cada momento...

—Sí, y tu cabeza no puede... no puede zambullirse, o algo así, y dormir de verdad, pero tampoco ella se rinde y te despierta y sigue repitiendo el mismo sueño, o el principio de un sueño, sin llegar nunca al final...

—Barajando una y otra y otra vez el mismo mazo de disparates, sí, hasta que tú acabas por rendirte y te levantas...

—¡Sí, sí!, y tienes la sensación de haber estado echada allí horas y horas, debatiéndote en vano, y sin dormir ni un solo instante. ¿No es espantoso?

—Espantoso. —Fumo pensaba, aunque no lo admitiría jamás, que había un cierto sentido de equilibrio en el hecho de que Sophie, antaño la eterna dormilona, se hubiese convertido en los últimos años en una legítima insomne, y que conociese ahora incluso mejor que él, que con suerte sólo lograba conciliar de a ratos un sueño entrecortado, esa búsqueda desesperada del huidizo olvido.— Cocoa —dijo—. Leche tibia. Con un dedito de brandy. Y rezar tus oraciones. —Ya otras veces le había dado a Sophie esos mismos consejos.

Ella se arrodilló junto a su poltrona, cubriéndose los pies con el camisón, y apoyó la cabeza en su muslo.

—Pensé —dijo—, cuando salí de golpe de eso, ¿sabes?, del dar vueltas y vueltas, pensé: ella ha de tener frío.

—¿Ella? —dijo él. Y luego—: Ah.

—¿No es absurdo? Si está viva, no ha de tener frío, probablemente; y si está..., bueno, si no está viva...

—Mm. —Estaba, estaba Lila, desde luego; él había estado pensando con tanta autocomplacencia en lo bien que conocía a sus hijas, en lo mucho que ellas lo querían, en su hijo Auberon, el único granito de arena en su ostra; pero estaba esa otra hija suya, su vida era más extraña que como casi siempre solía aparecer ante él, Lila era una dimensión de misterio y dolor que él a veces olvidaba. Sophie no la olvidaba nunca.

—¿Sabes lo que es curioso? —dijo Sophie—. Hace años, añares, yo solía pensar que ella crecía, sabía que crecía y se hacía mayor. Lo podía sentir. Sabía con exactitud cómo era, qué aspecto tenía, qué aspecto tendría cuando fuese mayor. Pero de pronto, nunca más. Ella debía de tener... unos nueve, o diez años, supongo; y desde entonces no me la pude imaginar creciendo, haciéndose mayor.

Fumo no respondió, sólo acarició suavemente la cabeza de Sophie.

—Ella tendría ahora unos veintidós. Piensa en eso.

Él pensó en eso. Él había (veintidós años atrás) jurado ante su esposa que la hija de su hermana sería suya, suyas todas las responsabilidades. La desaparición de Lila no había cambiado las cosas, pero lo había dejado sin obligaciones. No había sido capaz de imaginar cómo buscar a la Lila real desaparecida, cuando a la larga le dijeron que se había perdido y que Sophie le había ocultado su suplicio con la falsa Lila, a él y a todos ellos. Él aún no sabía cómo había concluido la historia: Sophie se había marchado un día, y cuando regresó no había más Lila, ni falsa ni verdadera; y Sophie se había echado a dormir, y una nube había desaparecido de la casa, y una tristeza había entrado en ella. Eso era todo. Y él no debía preguntar.

Tantas y tantas cosas que él no debía preguntar... Era todo un arte: un arte que Fumo había aprendido a ejercitar con tanta pericia como un cirujano el suyo, como un poeta el suyo. A escuchar; a asentir; a actuar de acuerdo con lo que se le decía como si hubiese comprendido; a no ofrecer críticas ni consejos, excepto los más benévolos y anodinos, y ello sólo para demostrar su interés y su preocupación; a hacer mil conjeturas. A acariciar los cabellos de Sophie, y a no intentar apartarla de su tristeza; a preguntarse cómo había podido sobrellevar esa vida, con semejante pena en el corazón, y a no preguntar jamás.

Bueno, en cuanto a eso, sus otras tres hijas eran por cierto un misterio tan insondable para él como la cuarta, si bien no un misterio que le doliese contemplar. Reinas del aire y de la obscuridad, ¿cómo había podido engendrarlas? Y su esposa: sólo que hacía tanto tiempo (desde su luna de miel, desde el día de su boda) que había cesado de cuestionarla que ella ya no era más (ni tampoco menos) un misterio para él que las nubes y las piedras y las rosas. En cuanto a eso, el único a quien acaso empezaba a comprender (y a criticar, y a inmiscuirse en su vida y a estudiar) era a su único hijo varón.

—¿Por qué supones tú que es así? —preguntó Sophie.

—¿Por qué es así qué?

—Que yo ya no la pueda imaginar haciéndose mayor.

—Bueno, hm —dijo Fumo—. La verdad, no lo sé.

Ella suspiró y Fumo le acarició la cabeza, pasándole los dedos entre los rizos, separándolos. Nunca, nunca llegarían a encanecer de verdad; incluso ahora, con el oro empañado, seguían pareciendo rizos de oro. Sophie no era una de esas tías solteronas cuya belleza desperdiciada acaba por amustiarse y marchitar como una flor —para empezar, no era una solterona—, parecía como si nunca fuera a trasponer el umbral de la juventud, que nunca había llegado ni llegaría a ser una persona de edad madura. Llana Alice, ahora al filo de los cincuenta (¡cincuenta, santo Dios!), tenía exactamente el aspecto que debía tener, como si hubiese cambiado las sucesivas pieles de la infancia y la juventud y aparecido así, intacta, tal cuál era. Sophie representaba dieciséis, sólo que abrumada por un montón de años innecesarios, casi injustamente. Fumo se preguntaba cuál de las dos, en el correr de los años, le había parecido más a menudo la más hermosa.

—Tal vez necesites encontrar algún otro interés.

—No necesito ningún interés —dijo Sophie—. Sólo necesito dormir.

Había sido Fumo, cuando Sophie descubrió con sorpresa y horror qué cantidad de horas tiene el día cuando la mitad de ellas no las llena el sueño, quien comentara que la mayoría de la gente suele llenar esas horas con intereses de alguna clase y sugerido a Sophie que tratara de encontrar alguno. Y ella, en su desesperación, lo había hecho: las cartas, desde luego, en primer término, y cuando no trabajaba con ellas hacía jardinería, visitas, conservas, arreglos en la casa, leía libros por docenas, siempre consciente de que esos intereses eran una obligación impuesta por la ausencia de su piadoso y perdido (¿por qué?, ¿por qué perdido?) sueño. Daba vueltas y vueltas la desasosegada cabeza, sobre el muslo de Fumo como si fuese su desasosegada almohada. De pronto lo miró.

—¿Quieres dormir conmigo? —preguntó—. Dormir, quiero decir.

—Preparemos un poco de cocoa —dijo él.

Ella se incorporó.

—Es tan injusto —dijo, alzando los ojos hacia el cielo raso—. Todos allá arriba durmiendo profundamente y que yo tenga que rondar por la casa como un fantasma.

Aunque en realidad —además de Fumo, que a la luz del candil encabezaba la marcha hacia la cocina—, Mambé acababa de despertarse con sus dolores artríticos y se preguntaba qué sería más penoso, si levantarse para tomar una aspirina o quedarse acostada y no hacerles caso; y Tacey y Lucy no se habían acostado todavía, y estaban las dos charlando en voz baja a la luz de una vela de sus amantes y sus amigos y su familia, de la suerte de su hermano y de los defectos y virtudes de la hermana no presente, Lily. Los mellizos de Lily acababan también de despertarse, el uno porque se había hecho pipí en la cama, y la otra porque había sentido la humedad y, despiertos los dos, estaban a punto de despertar a Lily. La única que dormía en toda la casa era Llana Alice, que yacía boca abajo con la cabeza hundida entre dos almohadas de plumas, soñando con una colina donde crecían, estrechamente abrazados, un roble y un espino.

La Negra

Cierto día de invierno, Sylvie fue a hacer una visita a su antiguo barrio, en el que ya no vivía desde que su madre regresara a la Isla, dejando a Sylvie al cuidado de unas tías. En una habitación amueblada al final de esa calle, con su madre, su hermano, un hijo de su madre y algún huésped ocasional, se había criado Sylvie, y adquirido Comoquiera el Destino que hoy llevaba consigo a esas callejuelas mugrientas.

Aunque a sólo unas pocas paradas de metro de la Alquería del Antiguo Fuero, parecía una distancia inmensa, en otra orilla, otro país; tan populosa era la Ciudad que podía albergar, adosados, muchos de esos países extraños; había algunos que Sylvie nunca había visitado, y cuyos antiguos nombres holandeses o pintorescamente rurales tenían para ella resonancias misteriosas y sugerentes. Pero estas manzanas las conocía bien. Las manos en los bolsillos de su viejo abrigo de pieles, con doble par de calcetines en los pies, bajaba por las callejuelas que a menudo recorría en sueños, y no las encontraba muy distintas de como las soñaba, se mantenían como preservadas por la memoria: casi todos los mojones con que ella las acotara de niña seguían estando allí, la dulcería, la iglesia evangélica donde mujeres con bigotes y caras empolvadas cantaban himnos, la sórdida tienda de comestibles que vendía al fiado, la notaría pavorosa y obscura. Llegó, guiada por esos mojones, al edificio donde vivía la mujer a quien llamaban La Negra, y aunque parecía más pequeño y más sórdido que antaño, o que como ella lo recordaba, y con pasillos más obscuros que apestaban a orina más que en su recuerdo, era el mismo, y el corazón le latía de prisa y con terror mientras trataba de recordar cuál puerta era la suya. Cuando subía la escalera, una trifulca estalló súbitamente en uno de los apartamentos, marido, mujer, suegra, griterío de niños, todo al compás de una música jíbara. El hombre estaba borracho y salía para emborracharse más; la mujer lo insultaba, la suegra insultaba a la mujer, la música le cantaba al amor. Sylvie preguntó dónde estaba la casa de La Negra. Todos enmudecieron de golpe y señalaron arriba, estudiando a Sylvie.

—Gracias —dijo, y siguió subiendo; tras ella el sexteto (bien y asiduamente ensayado) empezó otra vez.

Parapetada detrás de su puerta tachonada de candados, La Negra interrogaba a Sylvie, incapaz al parecer, pese a sus poderes, de ubicarla. De pronto Sylvie recordó que La Negra la había conocido sólo por un sobrenombre infantil, y lo dio. Un instante de aterrorizado silencio (Sylvie lo pudo percibir), y los cerrojos se abrieron.

—Yo creía que te habías marchado —dijo la mujer negra, los ojos muy abiertos, las comisuras de la boca caídas en una mueca de horrorizada sorpresa.

—Pues sí, me he marchado —dijo Sylvie—. Años ha.

—Lejos, quiero decir —dijo La Negra—. Lejos, muy lejos.

—No —dijo Sylvie—. No tan lejos.

También la mujer era una sorpresa para Sylvie, porque había cambiado, ahora era mucho más menuda, y por eso mismo mucho menos aterradora. Los cabellos se le habían vuelto grises como lana de acero. Pero el apartamento, cuando al fin La Negra se hizo a un lado y dejó entrar a Sylvie, permanecía idéntico: más que nada un olor, o muchos olores juntos, que le despertaron, como si inhalase junto con los olores la misma pavura, la misma extrañeza que siempre había sentido en ese lugar.


Tití
—dijo, tocando el brazo de la vieja (porque La Negra la seguía mirando como si no pudiera creer a sus ojos y no decía palabra)—.
Tití
, necesito ayuda.

—Sí —dijo La Negra—. Lo que tú quieras.

Pero Sylvie, mirando en torno el pequeño, minúsculo apartamento, estaba menos segura que una hora antes de qué clase de ayuda era la que necesitaba.

—Caray, igualito —dijo. Ahí estaba la cómoda arreglada como un altar, con las desportilladas estatuillas de la Negra Santa Bárbara y el Negro Martín de Porres, las velas rojas encendidas ante ellos, sobre el mantel de encaje plástico; allí el cuadro de Nuestra Señora derramando bendiciones que caian transformadas en rosas en un mar color llama de gas. En otra pared, el cuadro del Ángel Guardián, que también (curiosa coincidencia) colgaba en la pared de la cocina de George Ratón: el puente peligroso, los dos niños, el poderoso ángel cuidando que llegaran a salvo a la otra orilla—. ¿Quién es eso? —preguntó Sylvie. En medio de los santos, delante de la mano talismánica, a la trémula luz de una vela casi consumida, había un cuadro amortajado en seda negra.

—Vamos, siéntate, siéntate —dijo rápidamente La Negra—. No está castigada, no, aunque parezca estarlo. Yo nunca he querido hacer eso.

Sylvie decidió no poner en duda esa protesta.

—Oh, espera, he traído unas cositas. —Le ofreció la bolsa, unas frutas, algunos dulces, un poco de café que le había mendigado a George, pues había recordado que su tía lo tomaba con delectación, hirviente y muy azucarado.

La Negra, bendiciéndola profusamente, empezó a serenarse. Después que, por precaución, hubo retirado el vaso con agua que siempre tenía encima de la cómoda para atrapar a los malos espíritus y la hubo volcado en el estrepitoso inodoro y cambiado por otra, prepararon el café y se sentaron a charlar de las cosas de antaño, Sylvie un poco hasta por los codos de los nervios.

—Tuve noticias de tu madre —dijo La Negra—. Llamó desde larga distancia. No a mí. Pero me he enterado. Y de tu padre.

—Él no es mi padre —dijo Sylvie, evasiva.

—Bueno...

—No es más que el tipo con quien se casó mi madre. —Miró a su tía con una sonrisa.— Yo no he tenido padre.

—Ay, bendita.

—Hija de madre virgen —dijo Sylvie—, pregúntaselo a mi madre si no —y acto seguido, aunque riéndose, se dio una palmada en la boca por la blasfemia.

Hecho el café, lo tomaron y comieron los dulces, y Sylvie le dijo a su tía a qué había venido: para que le extirpase el Destino que La Negra le leyera años atrás en las cartas y en la palma de la mano: para que se lo arrancase como una muela.

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