Se restregó las mejillas. Sacó un pie de la cama, siempre intrigada, buscando a tientas sus chinelas. (En el suelo, haciéndose añicos, sin el más leve sonido, sólo la voz de su bisabuela diciendo: Oh, niña, qué pena.) Se pasó una mano por el pelo enredado hasta lo inverosímil, rizos de elfo, solía decir Mambé. Una bola de cristal azul haciéndose añicos; pero antes: ¿qué había pasado antes? Ya se le había esfumado el recuerdo.
—Bueno —dijo, y bostezó, y se puso en pie. Sophie estaba despierta.
La cigüeña se alejaba de Bosquedelinde cuando la señora Sotomonte recobró la calma.
—Agárrate fuerte, agárrate fuerte —dijo, conciliadora—. El mal ya está hecho.
Detrás de ella, Lila había caído ahora en un pensativo silencio.
—Lo único que yo quiero —dijo la cigüeña, interrumpiendo su furioso aleteo— es que la culpa de esto no vaya a recaer sobre mí.
—No hay culpas que valgan —dijo la señora Sotomonte.
—Y que de haber castigos... —prosiguió la cigüeña.
—No habrá castigos. No se inquiete por eso tu largo pico rojo.
La cigüeña calló. Lila pensó que ella tendría que ofrecerse para cargar con las culpas, si las había, y tranquilizar así a la bestia, pero no lo hizo; embargada otra vez por la emoción-de-día-de-lluvia, hundió la mejilla entre los pliegues de la capa de la señora Sotomonte.
—Cien años más bajo esta forma —gruñó la cigüeña—, lo único que me faltaba.
—Basta ya —dijo la señora Sotomonte—. Puede que todo sea para bien. Y en realidad ¿cómo podría no serlo? Ahora —dio un golpecito con su vara— todavía queda mucho por ver, y el tiempo vuela. —La cigüeña escoró, regresando hacia los múltiples tejados del edificio.— Una vueltecita más alrededor de la casa y sus contornos —dijo la señora Sotomonte— y nos marchamos.
Cuando remontaban los anfractuosos y laberínticos valles y montañas del tejado, una ventanita redonda se abrió de pronto en una cúpula rarísima, y una carita redonda se asomó y miró hacia arriba, y hacia abajo. Y Lila (pese a que nunca había visto su rostro real) reconoció a Auberon, pero Auberon no podía verla.
—Auberon —dijo, no para llamarlo (ahora se portaría bien), sino tan sólo para nombrarlo.
—Meterete Juancopete —dijo la cigüeña, pues era desde esa ventanita desde donde solía espiarla el doctor, a ella y a sus polluelos, cuando anidara aquí, en este tejado.
¡Menos mal que esa parte ya había terminado!
Cuando pasaron al otro lado de la casa, la señora Sotomonte señaló a la zancuda Tacey. La grava del sendero se arremolinó bajo las finas ruedas de su bicicleta cuando, tras dar vuelta bruscamente en una esquina de la casa, enfiló hacia la pequeña alquería normanda que fuera antaño los establos y más tarde el garaje, allí dormía, en la obscuridad, la vetusta camioneta enchapada; y hoy en día, además, el lugar donde Don Bumbum y Doña Coneja y su numerosísima prole habían instalado sus madrigueras. Tacey dejó caer su bicicleta junto a la puerta trasera (desde allá arriba, una compleja figura huidiza a los ojos de Lila, que de pronto se dividía en dos), y la cigüeña, con un batir de alas, se remontó por encima del Parque. Lily y Lucy, tomadas del brazo, se paseaban por un caminito, cantando; los ruidos que hacían llegaban asordinados a los oídos de Lila. El sendero por el que ellas se paseaban se cruzaba con otro, flanqueado por los setos de plantas sin hojas, ahora salvajes como la desmelenada cabeza de un loco, una maraña de hojas muertas y nidos de pájaros. Allí estaba Llana Alice, ociosa, un rastrillo en la mano, observando el seto donde había atisbado quizá el movimiento de un pájaro u otro animal; y cuando hubieron ganado un poco más de altura, Lila divisó a Fumo que, caminaba a lo lejos por el mismo sendero con los libros bajo el brazo, mirando el suelo.
—¿Ése es...? —preguntó.
—Sí —respondió la señora Sotomonte.
—Mi padre —dijo Lila.
—Bueno —dijo la señora Sotomonte—. Uno de ellos, en todo caso. —Y guió a la cigüeña en esa dirección.— Ahora, cuidado con lo que haces y nada de jugarretas.
Qué rara parecía la gente vista desde esa altura, el huevo de la cabeza en el centro, un pie izquierdo que parecía brotarle de la nuca, uno derecho de la cara y después a la inversa. Fumo y Alice se vieron al fin, y Alice agitó una mano, una mano que también parecía brotarle de la cabeza, como una oreja. En el momento en que se encontraron, la cigüeña bajó en picado muy cerca de ellos, y entonces cobraron una apariencia más humana.
—¿Qué tal? —dijo Llana Alice, poniéndose el rastrillo bajo el brazo como si fuera una escopeta y hundiendo las manos en los bolsillos de su blusón de dril.
—Todo bien —dijo Fumo—. Grant Piedra vomitó de nuevo.
—¿Afuera?
—Sí, afuera, por lo menos. Es sorprendente cómo los tranquiliza eso. Por un minuto. Una clase práctica.
—Sobre...
—¿Meterte en la boca, camino de la escuela, una docena de caramelos malvavisco? No sé. Los males que la carne hereda. La mortalidad. Yo adopto un aire grave y digo: «Supongo que ahora podemos continuar».
Alice se echó a reír y, de pronto, volvió vivamente la cabeza hacia la izquierda, donde un movimiento había atraído su mirada, un pájaro distante quizá, o un postrero moscardón, cercano; no vio nada. No oyó decir a la señora Sotomonte, que la había estado contemplando con ternura:
Bendita seas, querida, y da tiempo al tiempo
; sea como fuere, no volvió a pronunciar una palabra en todo el camino de regreso a la casa, ni prestó mucha atención a lo que Fumo le contaba de la escuela; la embargaba un sentimiento que ya antes había conocido, que si la Tierra, esa mole inimaginable, giraba bajo sus pies, era tan sólo porque ella le imprimía al andar su rotación, como si fuera un molino de rueda a tracción humana. Extraño. Cuando estaban llegando a la casa vio salir de ella a Auberon, a todo correr, como si alguien lo persiguiera; echó una mirada furtiva a sus padres, pero no dio señales de haberlos visto, y, dando vuelta una esquina, desapareció. Y desde una ventana de la planta alta, Llana Alice oyó que la llamaban por su nombre: Sophie estaba asomada a la ventana de su cuarto.
—¿Sí? —contestó Alice, pero Sophie no dijo nada, tan sólo los miró a los dos con asombro, como si hiciera años, no horas, que los había visto por última vez.
La cigüeña planeó por encima del Jardín Tapiado y luego, ahuecando las alas, cruzó casi a ras del suelo la avenida de las esfinges, ahora casi sin facciones y más silenciosas que nunca. Un poco más lejos, corriendo por el mismo sendero, iba Auberon. Vestido con dos camisas de franela (una a guisa de chaqueta) que en uno de sus estirones ahora frecuentes le habían quedado un tanto estrechas, pero, de todas maneras, abotonadas en las muñecas; el cráneo dolicocéfalo balanceándose sobre el esmirriado cuello, los pies, enfundados en las eternas zapatillas, un poquitín torcidos, corría un trecho, caminaba, volvía a correr mientras hablaba en voz baja consigo mismo.
—Menudo príncipe —murmuró la señora Sotomonte cuando le dieron alcance—. Vaya tarea. —Meneó la cabeza. Auberon se agachó de golpe al sentir un batir de alas junto a su oído cuando la cigüeña se remontó a su lado, y aunque no interrumpió su carrera-caminata, su cabeza giró para ver a un pájaro que no pudo ver.— Ya están todos —dijo la señora Sotomonte—. ¡Vamonos!
Mientras se remontaban y alejaban, Lila miraba hacia abajo, los ojos fijos en Auberon, que se empequeñecía con la distancia. Durante su crianza, Lila (pese a que la señora Sotomonte lo prohibiera terminantemente) había pasado largos días y noches en soledad. La señora misma tenía sus tareas enormes que cumplir, y los ayudantes encargados de cuidar de Lila las más de las veces tenían juegos secretos a los que querían jugar, diversiones en las que la pesada, carnosa y estúpida criatura humana era incapaz de participar, o nunca llegaba a comprender. Oh, sus buenas zurras se habían ganado cuando alguien encontraba a Lila merodeando por salas y bosquecillos en los que no tenía aún nada que hacer (sobresaltando una vez de una pedrada a su bisabuelo en su melancólica soledad), pero la señora Sotomonte no encontraba la forma de remediarlo y murmuraba: «Todo parte de su Educación», y partía hacia otros climas y ámbitos que requerían sus acuciosos cuidados. Sin embargo hubo en toda esa época un compañero de juegos que siempre estaba a su lado cuando ella lo necesitaba, que siempre hacía sin un instante de vacilación todo cuanto ella le ordenaba, que nunca se cansaba ni se enfadaba (los otros no sólo se enfadaban sino que hasta podían ser crueles, algunas veces) y siempre pensaba lo mismo que ella acerca del mundo. El hecho de que además fuese imaginario («¿Con quién habla la niña todo el tiempo?» preguntaba el señor Bosques cruzando sus largos brazos, y «¿Por qué no me puedo sentar en mi silla?») no lo diferenciaba demasiado de tantos otros como hubo en la extraña niñez de Lila; y que se hubiese marchado, un buen día, con una excusa cualquiera, no la había sorprendido en realidad; sólo ahora, mientras observaba a Auberon correteando a medio galope hacia el almenado Pabellón de Verano en una misión urgente, se preguntó qué habría estado haciendo éste, el real —no muy parecido en verdad a su Auberon, pero el mismo, no le cabía de ello ninguna duda— mientras ella crecía. Lo veía pequeñísimo ahora, cuando tironeaba de la puerta del Pabellón de Verano para abrirla y echaba una mirada furtiva a sus espaldas como para cerciorarse de que nadie lo había seguido; en ese momento:
—¡Vamonos! —gritó la señora Sotomonte, y allá abajo el Pabellón de Verano se inclinó (exhibiendo como una cabeza tonsurada su techo empavonado) mientras ellas, ganando altura y velocidad, emprendían el viaje de regreso.
En el Pabellón de Verano, antes de sentarse delante de la mesa (pero no sin haber cerrado y trancado escrupulosámente la puerta), Auberon destapó su estilográfica. Sacó del cajón de la mesa una agenda quinquenal de un quinquenio pretérito, buscó en su bolsillo una llavecita y abrió el candado que cerraba las tapas de imitación cuero; y en la página en blanco de un marzo remoto escribió: «Y sin embargo se mueve».
Se refería a la vieja orrería arrumbada allá, en aquella cúpula por cuya ventana se asomara Auberon cuando pasaba la cigüeña con Lila y la señora Sotomonte montadas sobre su lomo. Todo el mundo le aseguraba que el mecanismo que accionaba los planetas de esa antigualla estaba atascado por la herrumbre, y que hacía años que no funcionaba. Y, en verdad, él mismo había intentado sin éxito mover las levas y los engranajes. Y, sin embargo, se movía; una vaga sensación, durante una visita, de que los planetas, el sol y la luna no se hallaban exactamente en los mismos sitios en que se encontraban durante una visita anterior, y que ahora había corroborado mediante pruebas rigurosas. Se mueve, sí: estaba seguro de ello. O casi seguro.
Por qué todos le habrían mentido con respecto a la orrería, no era lo que le preocupaba de momento. Todo cuanto quería ahora era obtener las pruebas del engaño; las pruebas de que la orrería se movía y (mucho más difícil, pero la obtendría, los indicios se multiplicaban) la prueba de que todos sabían muy bien que se movía y de que no querían que él lo supiera.
Morosamente, después de echar una ojeada a la anotación que acababa de hacer y deseando tener algo más que registrar, cerró la agenda, le puso llave y la volvió a guardar en el cajón. Y ahora, ¿qué pregunta, qué comentario podría dejar caer, como al azar, durante la cena, que pudiera inducir a alguien —no a su tía abuela, no, ducha por demás en ocultamientos, experta en miradas de asombro y perplejidad; ni su madre; ni tampoco su padre, aunque a veces Auberon sospechaba que su padre podía estar tan excluido como él— a confesar, inadvertidamente? Podría decir, por ejemplo, cuando pasaran el fuentón de puré de patatas alrededor de la mesa: «Lento pero seguro, como los planetas en la vieja orrería», y observarles las caras... No, demasiado petulante, demasiado obvio. Meditaba, preguntándose qué habría para la cena, en todo caso.
El Pabellón de Verano no había cambiado mucho desde los tiempos en que viviera y muriera en él su tocayo. Nadie había decidido qué se podía hacer con las cajas y carpetas de fotografías, nadie se había atrevido a alterar un ordenamiento que parecía más o menos ponderado. De modo que se habían limitado a empavonar el tejado contra las goteras, y a cerrar a cal y canto las ventanas; y así había quedado, mientras ellos pensaban. De tanto en tanto, uno u otro —sobre todo el doctor y tía Nube— se acordaban de su existencia y del pasado que allí permanecía encerrado, pero ninguno se había decidido a abrirlo, y cuando Auberon tomó posesión, nadie había venido a disputárselo. Ahora era su centro de operaciones y contenía todo cuanto él necesitaba para sus investigaciones: su lupa (la del viejo Auberon, en realidad), su metro de madera que se plegaba clac-clac, la cinta métrica que se enrollaba sola en su pequeño cilindro de metal, la última edición de
La arquitectura de las casas quintas
y la agenda en que anotaba sus conclusiones. Y, por añadidura, todas las fotografías de Auberon; esas fotos con las que culminaría su búsqueda como culminara la de su tío abuelo: una intrincada profusión de evidencias ambiguas.
Y sin embargo se preguntaba si lo de la orrería no sería al fin y al cabo una empresa vana, inconducente, si sus minuciosas mediciones, sus sucesivas marcas a lápiz, no serían susceptibles de infinitas interpretaciones. Un callejón sin salida, flanqueado por esfinges tan silenciosas como las que custodiaban el sendero que había cruzado para llegar al Pabellón. Cesó de columpiarse en el viejo sillón y de mordisquear la punta de su lapicero. Estaba anocheciendo: no podía haber noches más opresivas que una noche como ésta, en este mes, si bien a los nueve años Auberon no atribuía su opresión al día y a la hora, ni le daba ese nombre. Tan sólo percibía lo difícil que era ser un agente secreto, actuar disfrazado como si fuese un miembro de su propia familia, tratar de infiltrarse entre ellos para (sin hacer una sola pregunta) conseguir que la verdad saliera al fin a la luz en su presencia, porque ellos no tendrían ningún motivo para sospechar que él ya estaba en el secreto.
En vuelo hacia los bosques graznaban los cuervos. Una voz que vibró, extrañamente alterada, a través del Parque, lo llamaba anunciando la cena. Escuchando la alargada resonancia de las vocales de su nombre, Auberon se sintió a la vez triste y hambriento.