—Hay algunas cartas y cosas para ti —dijo, mientras guiaba a Auberon por el pasillo y escaleras abajo hacia la cocina, y luego dijo algo más, algo acerca de cabras y tomates. Pero Auberon no oyó nada más porque un rugido de su sangre lo ensordeció y el pavoroso pensamiento de un regalo llenó por completo su cabeza: un rugido y un pensamiento que persistieron mientras George buscaba al azar entre sus tesoros de la cocina las cartas, interrumpiendo la búsqueda para hacer preguntas y observaciones. Sólo cuando advirtió que Auberon no oía ni respondía se empeñó, y sacó a relucir dos sobres largos, que habían sido depositados en una tostadora junto con algunas cartas viejas reclamando pagos y menús-
souvenir
.
Una sola mirada le reveló a Auberon que ninguno de las dos era de Sylvie. Los dedos le temblaron, aunque ya sin razón, cuando las abrió. Petty, Smilodon & Ruth se complacían en informarle que el asunto del legado del doctor Bebeagua había quedado por fin solucionado. Incluían un estado de cuentas según el cual, menos los adelantos y las costas, su saldo a favor era de $ 34,17. Si tuviera la bondad de ir y firmar algunos documentos recibiría esta suma íntegramente. El otro sobre, de grueso papel telado con un logotipo lujoso, contenía una carta de los productores de «Un Mundo en Otraparte». Habían leído con mucha atención sus guiones. Las ideas para la historia eran maravillosas y vividas, pero el diálogo era aún un tanto inconvincente. No obstante, si quisiera revisar esos guiones, o intentar algún otro, creían que pronto podría haber un sitio para él, un puesto entre los jóvenes escritores de la televisión; esperaban tener sus noticias, o en todo caso era lo que esperaban el año pasado. Auberon se echó a reír. Al fin tendría, tal vez, un trabajo; tal vez
continuara
con la interminable crónica del Doctor Bebeagua sobre el Prado Verde y el Bosque Agreste, aunque no de la misma forma en que lo haría el doctor.
—¿Buenas noticias? —dijo George, preparando café.
—¿Sabes una cosa? —dijo Auberon—. Últimamente están pasando en el mundo cosas muy extrañas. Extrañísimas.
—Cuéntame, a ver —dijo George, queriendo decir lo contrario.
Auberon comprobaba que ahora, al salir de su larga borrachera, empezaba a percatarse de ciertas cosas con las que el resto del mundo estaba habituado a convivir. Como si fueras de pronto a volverte a tu amigo y anunciarle que hoy el cielo está azul, o mostrarle que los árboles añosos a lo largo de la acera están cubiertos de hojas.
—¿Siempre hubo árboles grandes en esta calle? —le preguntó a George.
—Eso no es lo peor —dijo George—. Las raíces me están rompiendo los cimientos. La Administración de Parques no te hace caso. —Puso el café delante de Auberon—. ¿Leche? ¿Azúcar?
—Negro.
—Rarísimo y rarisimísimo —dijo George, mientras revolvía el café con una cucharilla-
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, aunque no había echado nada en él—. A veces pienso que haré volar esta villa. Volver a la pirotecnia. Va a ser una ganga ahora la pirotecnia, apuesto, con todas las celebraciones.
—¿Hum?
—Eigenblick y toda esa historia. Desfiles, espectáculos. Está metido con alma y vida en todo eso. Y en los fuegos de artificio.
—Oh. —Desde su noche y su mañana con Bruno, Auberon había optado por no pensar ni hacer preguntas acerca de Russell Eigenblick. Qué extraño era el amor: podía colorear paisajes enteros del mundo, que después conservaban para siempre los colores del amor, así fueran alegres o sombríos. Pensó en la música latina, en camisetas-
souvenir
, en ciertas calles y lugares de la ciudad, en el ruiseñor.— ¿Tú estuviste en el negocio de la pirotecnia?
—Seguro. ¿No lo sabías? Caray. El más grande. Salía en los periódicos, hombre. Era divertidísimo.
—Nunca lo mencionaron en casa —dijo Auberon, sintiendo la exclusión familiar—. No a mí.
—¿No? —George lo miró de una manera extraña.— Bueno, todo eso tuvo un súbito final. Más o menos en la época en que tú naciste.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo?
—Circunstancias, hombre, circunstancias. —Miraba absorto su café, una melancolía extraña en George. De pronto, como si hubiese tomado una decisión, dijo:— Tú sabes que tenías una hermana, llamada Lila.
—¿Hermana? —Ésta era una idea nueva.— ¿Hermana?
—Bueno, sí, hermana.
—No. Sophie tuvo una hija, llamada Lila, que desapareció. Yo tenía una amiga imaginaria, y se llamaba Lila. Pero una hermana, no. —Reflexionó un momento—. Sin embargo, yo siempre tuve la sensación de que había tres. No sé por qué.
—La que tuvo Sophie, de ella estoy hablando. Yo siempre pensé que lo que pasó allá... Bueno, no tiene importancia.
Pero Auberon ya estaba harto de misterios.
—No, uh-uh, espera un momento. Nada de «no tiene importancia». —George alzó la vista, sorprendido y culpable ante el tono de Auberon.— Si hay una historia, quiero oírla.
—Es una larga historia.
—Tanto mejor.
George reflexionó. Se levantó, se puso su viejo cárdigan y se volvió a sentar.
—De acuerdo. Tú lo has querido. —Pensó durante un rato cómo empezar. Décadas y décadas de drogas raras habían hecho de él un narrador de historias vivido pero no siempre coherente.— Fuegos artificiales. ¿Tres Lilas, dijiste?
—Una era imaginaria.
—Mierda. Yo me pregunto de dónde salen las otras dos. En todo caso, hay una en esta historia que era falsa: como una nariz postiza. Quiero decir, exactamente igual. Ésa es la historia de los fuegos artificiales: ésa misma.
»Mira, hace mucho tiempo, un día, Sophie y yo... Bueno, era un día de invierno, y yo había ido allá, a Bosquedelinde, y ella y yo... Pero yo nunca pensé que pudiera resultar nada de eso, ¿te das cuenta? Una especie de locura, hombre. Quiero decir que el atrapado fui yo. Mientras tanto, me di cuenta de que había algo entre ella y Fumo. —Miró a Auberon.— Cosa sabida, ¿acertado?
—Equivocado.
—Tú no... Ellos no...
—Ellos nunca me dijeron nada. Yo sabía que había habido un bebé, Lila, de Sophie. Y que luego desapareció. Eso es todo lo que yo supe.
—Bueno, escucha. Hasta donde yo sé, Fumo todavía cree que él es el padre de Lila. Así que, ya sabes, punto en boca es decididamente la palabra clave en esta historia. ¿Qué pasa?
Auberon se estaba riendo.
—No, nada —dijo—. Sí, seguro, punto en boca.
—Como sea. Hace..., ¿cuánto?..., veinticinco años tal vez. Yo andaba enloquecido con la pirotecnia, a causa de la Teoría de los Actos. ¿Recuerdas la Teoría de los Actos? ¿No? Caray, las cosas no duran mucho en ese campo en los tiempos que corren, ¿no? La Teoría de los Actos dice... Dios, no sé si yo mismo recuerdo cómo era la cosa, pero era la idea de cómo funciona la vida..., que la vida es actos, y no pensamientos ni cosas: un acto es un pensamiento y una cosa a la vez, sólo que tiene tal y tal forma, ¿te das cuenta?, y por tanto puede ser analizado. Cualquier acto, de cualquier especie, levantar una taza, o una vida entera, o la evolución misma, todos los actos tienen una misma forma; dos actos juntos son otro acto con la misma forma; la vida toda no es sino un gran acto formado por un millón de actos más pequeños..., ¿me sigues?
—No del todo.
—No importa. Ésa fue en todo caso la razón por la cual me metí en ese asunto de los fuegos artificiales, porque un cohete es la misma cosa: ignición, combustión, explosión, extinción. Sólo que algunas veces ese cohete, ese acto, pone en marcha una nueva ignición, combustión, explosión y así sucesivamente, ¿captas la idea? Y de ese modo puedes montar un espectáculo que tiene la misma forma de la vida. Actos, actos, todo actos. Casquillos: dentro de un casquillo puedes apilar un ramillete de otros, que hacen explosión después del grande, empaquetados como están en él como un polluelo dentro de un huevo, y dentro de ese polluelo hay más huevos con más polluelos, y así sucesivamente hasta el infinito. Tracas: una traca tiene la misma forma que la sensación de estar vivo: un ramillete de pequeñas explosiones y combustiones que se producen todas a la vez, se extinguen, se encienden, se extinguen, todo eso al mismo tiempo forma un cuadro, como la imaginación crea cuadros en el aire.
—¿Qué es una traca?
—Una traca, hombre. Fuegos chinos. Tú sabes, la que forma un cuadro de dos buques de guerra ametrallándose mutuamente, y se transforma en la Old Glory.
—Oh, sí.
—Eso es. Lanzamientos, los llamamos. Igual que el pensamiento. Pocas personas lo entendieron, además. Algunos críticos. —Calló durante un rato, recordando vividamente la balsa fluvial en la que había montado «El Acto en Cadena» y otros espectáculos. La obscuridad, el chapoteo del agua viscosa; el olor a yesca. Y después el cielo, repleto de fuego, que es como la vida, que es luz que se enciende y se consume y se extingue y por un instante traza una figura en el aire que no puede ser olvidada pero que, en un sentido, nunca ha estado allí. Y él corriendo de un lado a otro como un loco, gritando a sus ayudantes, disparando casquillos desde el mortero, el pelo chamuscado, la garganta ardiéndole, la chaqueta comida por las polillas de las chispas, mientras allá arriba cobraban forma sus pensamientos.
—Lila —dijo Auberon.
—¿Mm? Ah, sí. Bueno... Yo había estado trabajando durante semanas y semanas en la preparación de un nuevo espectáculo. Tenía algunas ideas nuevas a propósito de guarniciones, y era... Bueno, era mi vida, hombre, noche y día, mi vida entera. Entonces una noche...
—¿Guarniciones?
—Las guarniciones son la parte del cohete que explota al final, como una flor. Mira, tienes el cohete, y aquí está tu caja con el compuesto que lo enciende y lo hace volar, y aquí arriba tienes tu..., ¿cómo se llama?, tu cápsula, y allí es donde va la guarnición..., estrellas, estrellas comprimidas, estrellas infladas...
—De acuerdo. Continúa.
—Bueno, yo estoy arriba, en el tercer piso, en el taller que me había montado allí..., en el piso más alto, por si algo volaba, ¿te das cuenta?, que no fuera a volar todo el edificio..., y es tarde, y oigo el timbre que suena. Todavía funcionaban los timbres en ese entonces. Así que dejo la caja y las cosas..., no puedes salir tan campante de una habitación repleta de fuegos artificiales, ¿sabes?... Y el timbre que suena sin parar, y yo bajo, quién será el pesado que se ha prendido del timbre. Era Sophie.
»Era una noche fría, llovía, recuerdo, y ella venía envuelta en un pañolón, y la cara oculta en el pañolón. Como muerta parecía, como si no hubiese dormido días y días. Los ojos grandes como platos, y lágrimas, o quizá la lluvia en su cara. Y traía un bulto en los brazos, envuelto en otro pañolón, y yo le dije: Que pasa ¿qué?, y ella me dijo: "Te he traído a Lila", y desenvolvió del pañolón esa cosa que traía.
George se estremeció hasta los huesos, un estremecimiento que parecía nacer en sus ijares y trepar hacia arriba hasta volar por encima de su cabeza erizándole los cabellos, el escalofrío del que siente, dicen, que alguien camina sobre su sepultura.
—Recuerda, hombre, que yo nunca supe nada de todo esto. Yo no sabía que era un papaito. No había tenido noticias de allá en todo un año. Y súbitamente ahí está Sophie, de pie en el portal como una alucinación diciendo: aquí tienes a tu hija, hombre, y mostrándome a ese bebé, si eso es lo que era.
»Hombre, ese bebé estaba
malucho
.
»Parecía
viejo
. Supongo que debía de tener unos dos años en ese entonces, pero parecía tener unos cuarenta y cinco, calvo y arrugado, con esa carucha
astuta
de granuja con problemas. —George se echó a reír, una risa extraña.— Y se suponía que era una niña, recuérdalo. Dios, el susto que me llevé. Y allí estábamos de pie, y el crío
saca su mano
, así, con la palma abierta hacia arriba, y ataja la lluvia, y se echa el pañolón sobre la cabeza. ¿Qué? ¿Qué podía decir yo? El crío se había hecho entender. Los hice pasar.
»Entramos aquí. Ella puso al crío en esa silla alta. Yo no lo podía mirar, pero era como si no pudiera mirar para ningún otro lado. Y Sophie, que cuenta la historia: ella y yo, esa tarde, por extraño que pueda parecer, ella había calculado las fechas blablablabla. Lila era mi hija. Pero..., oye bien esto...,
no ésta
. Ella se había dado cuenta. A la verdadera la habían cambiado una noche, se la habían cambiado por ésta. Ésta no es real. No es la Lila verdadera, ni siquiera un bebé de verdad. Yo estoy alelado. Voy y vengo de un lado a otro tambaleándome y diciendo: ¡Qué! ¡Qué!, y todo el tiempo —empezó a reírse de nuevo, sin poder contenerse— ese crío está sentado allí en esa actitud... no puedo describirla... y esa mueca de burla en su cara como si... ya lo sé, ya lo sé, he oído este disparate un millón de veces... como si estuviera
aburrido
y lo único que yo podía pensar era que necesitaba un cigarro en la boca para completar el cuadro.
»Sophie estaba como enloquecida. Temblando. Tratando de contarme toda la historia al mismo tiempo. De pronto se interrumpió, no podía seguir. Parece que la criatura estaba bien al principio, ella nunca notó la diferencia; ni siquiera podía decir qué noche había sucedido, porque parecía tan normal... Y hermosa. Sólo que tranquila. Demasiado tranquila. Como pasiva. Y entonces..., unos pocos meses antes... empezó a cambiar. Muy lentamente. Luego más rápido. Empezó a
marchitarse
. Pero no estaba enferma. El doctor la examinó al principio, todo bien, buen apetito, sonriente... pero envejeciendo. Oh, Dios. Yo le echo una manta sobre los hombros y me pongo a preparar el té y le digo: ¡Serénate! ¡Serénate! ¡Serénate! Y ella me está contando cómo se dio cuenta de lo que había sucedido... y yo todavía sin convencerme, hombre, pensando que ese crío debía ver a un especialista... y cómo ella había empezado a ocultarlo de todo el mundo, y ellos a preguntar, a ver, que cómo está Lila, y cómo es que nunca la vemos ya. —Otro acceso de risa incontrolada. George estaba de pie ahora, representando las partes de la historia, especialmente su propio desconcierto, y de pronto se volvió, los ojos abiertos de espanto, hacia la silla alta vacía.— Entonces miramos. La criatura había desaparecido.
»No estaba en la silla. No estaba en el suelo.
»La puerta está abierta. Sophie está aterrorizada, deja escapar un gritito: ¡Ah!, y me mira. ¿Ves?, yo era su
papi
. Yo tenía que hacer algo. Era para eso que ella había venido. ¡Dios! El solo pensar en esa criatura suelta correteando por mi casa me daba escalofríos. Salí al pasillo. Nadie. Entonces la vi trepando por la escalera. Peldaño por peldaño. Parecía..., ¿cuál es la palabra...?, deliberada: como si supiera adonde iba. Así que dije: "Eh, espera un segundo, tío...", no podía pensar en eso como una niña..., y la cogí del brazo. Tenía un tacto extraño, frío y seco, como coriáceo. Me miró con esa expresión de
odio
... (¿quién
carajo
eres tú...), y me empujó hacia atrás, y yo tiré hacia delante y... —George se sentó otra vez, abrumado.— La rompí. Le hice un agujero a esa cosa maldita. Rrrrrip. Un agujero cerca del hombro. Y podías mirar a través de él, como si fuera una muñeca... vacía. Lo solté de
prisa
. No parecía que le doliera, no, sólo dejaba colgar el brazo, como diciendo, caray, ahora está hecho mierda, y seguía trepando; y el pañolón se le estaba cayendo, y yo pude ver que había otras roturas y grietas aquí y allí..., en las rodillas, ¿sabes?, y en los tobillos. La criatura se estaba desarmando.