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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (73 page)

BOOK: Pqueño, grande
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A medida que avanzaba, se sentía como acompañado por alguien, alguien joven, alguien no vestido con un raído gabán marrón, alguien que no era una resaca, alguien que le tironeaba de la manga, recordándole que aquí solía arrojar su bicicleta por encima del muro para regresar por senderos secretos al Pabellón de Verano, a encontrarse con el emperador Federico Barbarroja; que aquí se había caído de un árbol, y allí se había agachado junto con el doctor a escuchar los cuchicheos de las marmotas cuando deliberaban a puertas cerradas. Todo eso le había sucedido alguna vez a alguien, a ese alguien insistente. No a él... Los pilares de piedra gris coronados por las naranjas también grises seguían allí, donde y cuando siempre estarían. Levantó el brazo para tocar la superficie granulada, pringosa y resbaladiza con la primavera. Allá, al final del sendero de entrada, en el porche, esperaban sus hermanas.

Por amor de Dios. Su regreso al hogar iba a ser no más secreto que su partida, y al pensar en esto, se dio cuenta por primera vez de que él había pretendido que fuera secreto, se había creído capaz de escabullirse dentro de la casa sin que nadie notase que había estado ausente unos dieciocho meses. Demasiado tarde, en todo caso, porque mientras permanecía indeciso junto a los pilares del portalón, Lucy lo había divisado y se levantaba ya de un salto agitando las manos. Arrastró a Lily tras ella para correr a recibirlo. Tacey, más mayestática, permaneció sentada en el pavorreal de mimbre, vestida con una falda larga y una de las viejas chaquetas de
tweed
de Auberon.

—Hola, hola —dijo, con fingida naturalidad pero súbitamente consciente de la traza que debía de tener, la cara sin afeitar, salpicado de sangre, con su bolsa de papel y la mugre de la Ciudad incrustada debajo de las uñas y en el pelo. Tan limpias y frescas como parecían Lucy y Lily, tan alegres, no sabía si huir o si arrodillarse a sus pies y pedirles perdón; y aunque lo besaron, y le sacaron de la mano su bolsa de papel, hablando las dos a un tiempo, él supo que era transparente para ellas.

—A que no adivinas quién ha estado aquí —dijo Lucy.

—Una vieja —dijo Auberon, contento de poder, una vez en su vida, estar seguro de haber adivinado— con un moño de pelo gris. ¿Cómo está Ma?

—Pero
quién
es, eso nunca lo adivinarás —dijo Lily.

—¿Os dijo ella que yo venía? Yo no se lo dije.

—No. Pero nosotras lo sabíamos. Pero
adivina
.

—Es —dijo Lucy— una prima. O algo así. Sophie lo descubrió. Años atrás...

—En Inglaterra —dijo Lily—. Auberon, ¿sabes?, el Auberon por quien te pusieron tu nombre. Bueno, era hijo de Violet Zarzales Bebeagua...

—¡Pero no de John Bebeagua! Un hijo del amor...

—¿Cómo es que lleváis tan bien la cuenta de toda esa gente? —preguntó Auberon.

—Cómo sea. Allá en Inglaterra Violet Zarzales tuvo amores. Antes de casarse con John. Con alguien llamado Oliver Halcopéndola.

—Un amante —dijo Lily.

—Y quedó embarazada, y ése fue Auberon. Y esta señora...

—Hola, Auberon —dijo Tacey— ¿Qué tal la Ciudad?

—Oh, fabulosa —dijo Auberon sintiendo que un nudo le subía a la garganta y le saltaba agua de los ojos—. Fabulosa.

—¿Has venido andando? —preguntó Tacey.

—No, en autobús. —Hubo un momento de silencio. Qué más remedio.— Bueno, escuchad. ¿Cómo está Mamá? ¿Cómo está Papá?

—Bien. Mamá recibió tu tarjeta.

Un sentimiento de horror lo poseyó al recordar las pocas cartas y postales que había enviado desde la Ciudad, evasivas y fanfarronas, o incomunicativas, u horriblemente chistosas. La última, la del cumpleaños de Mamá, la había encontrado, oh Dios, sin firmar, cuando examinaba el contenido de un cubo de basura, un ramillete de ramplones sentimientos; pero su silencio había sido largo y él estaba borracho y la había mandado. Ahora veía que debió de ser para ella como si la apuñalaran cruelmente con un cuchillo de mantequilla. Se sentó en un escalón del porche, incapaz de momento de dar un paso más.

Un lío infernal

—Bueno, Ma, ¿a ti qué te parece? —dijo Llana Alice, de pie, mientras escrutaba la húmeda penumbra de la vieja heladera.

Mambé estaba examinando las provisiones en las alacenas.

—¿Revoltijo de atún? —dijo, con aire dubitativo.

—Oh, Dios —dijo Alice—. La cara que me pondrá Fumo. ¿Sabes qué cara?

—Oh, claro que sí.

—Bueno. —Bajo su mirada, las escasas vituallas húmedas en los estantes de metal acanalado parecían encogerse como si fueran a desaparecer. Había un goteo constante, como en una caverna. Llana Alice pensó en los viejos tiempos, en el gran refrigerador blanco repleto de hortalizas frescas y recipientes de colores, y acaso un pavo acaramelado o un jamón glaseado, y carnes y viandas cuidadosamente empaquetadas durmiendo en el congelador que respiraba hielo. Y la lamparita alegre que se encendía para exhibirlo todo, como en un escenario. Nostalgia. Puso una mano sobre una botella de leche fría casi tibia y dijo:— ¿Rudy no ha venido hoy?

—No.

—Se está poniendo viejo para esos trotes —dijo Alice—. Cargar y descargar barras de hielo. Y se olvida. —Suspiró, siempre mirando el interior; la senectud de Rudy y la general escasez de las cosas buenas de la vida, y la cena no-tan-tan-suculenta que probablemente los esperaba a todos, todo parecía estar contenido dentro de la heladera forrada de zinc.

—Bueno, no dejes la puerta abierta tanto tiempo, querida —dijo Mambé con dulzura. Alice la estaba cerrando cuando se abrieron, bruscamente, las puertas batientes de la despensa.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Alice—. ¡Oh, Auberon!

Fue de prisa a abrazarlo, corriendo hacia él como si lo viera acosado por profundas tribulaciones y ella tuviera, instantáneamente, que acudir a rescatarlo. Sin embargo la mirada atormentada de Auberon no se debía tanto a las tribulaciones de que era presa como a esa recorrida que acababa de hacer a través de la casa que, inmisericorde, lo había asaltado con recuerdos, olores que había olvidado que conocía, muebles rayados y alfombras raídas y ventanas que le mostraban jardines que desbordaban su mirada, como si hubiera estado ausente no un año y medio sino media vida.

—Hola —dijo él.

Alice lo soltó.

—Deja que te mire —dijo—, ¿Qué es esto?

—¿Qué es qué? —dijo él, intentando una sonrisa, preguntándose qué degradación leería ella en sus facciones. Llana Alice levantó un dedo inquisitivo y recorrió con él la línea de la ceja única que se extendía por encima de la nariz de su hijo—. ¿Desde cuándo tienes esto?

—¿Qué?

Llana Alice se tocó la frente, por encima de la nariz, donde (aunque tenue, porque sus cabellos eran más claros) llevaba la marca de los descendientes de Violet.

—Oh. —Auberon se encogió de hombros. En realidad, no lo había notado, no se miraba mucho a los espejos, últimamente.— Yo qué sé. —Se rió.— ¿Te gusta? —Él mismo se la acarició. Suave y fina como pelo de bebé, con uno o dos pelillos hirsutos sobresaliendo de ella.— Será que me estoy volviendo viejo —dijo.

Ella vio que era eso, que en su ausencia él había cruzado un umbral más allá del cual la vida se consume más rápidamente de lo que se enriquece; podía ver las marcas de ese tránsito en su rostro y en el dorso de las manos de su hijo. Un nudo le obstruyó la garganta y, para no tener que hablar, lo besó de nuevo. Por encima del hombro de su madre, Auberon saludó a su abuela:

—Hola, Mambé; espera, espera, no te levantes, no.

—Vaya, eres un mal hijo, no haberle escrito a tu madre —dijo Mambé—. Al menos para avisarnos que venías. No hay nada para la cena.

—No, eso es lo de menos, lo de menos —dijo Auberon, desprendiéndose de su madre y yendo a besar la mejilla suave, plumosa de Mambé—. ¿Cómo has estado?

—Igualito, igualito. —Lo observaba desde su silla, lo estudiaba con una mirada astuta. Él siempre había tenido la sensación de que su abuela conocía algún secreto suyo, un secreto deshonroso, y que, si lograra separarlo de sus divagaciones habituales, aparecería revelado.— Yo sigo tirando —dijo ella—. Y tú has crecido.

—Bah, no lo creo.

—O tú has crecido o yo he olvidado que eras tan alto.

—Sí, eso es... En fin. —Desde la altura de dos generaciones, las dos mujeres lo observaban, y veían panoramas diferentes. Él se sentía observado. Sabía que debería quitarse el gabán, pero no recordaba exactamente qué llevaba debajo de él. Se sentó en el otro extremo de la mesa y dijo una vez más:— En fin.

—Té —propuso Alice—. ¿Qué te parece una taza de té? Y tú podrás contarnos todas tus aventuras.

—Un té vendría de perlas —dijo él.

—¿Y qué tal anda George? —dijo Mambé—. ¿Y su gente?

—Oh, muy bien. —No había pisado la Alquería del Antiguo Fuero desde hacía meses.— Muy bien, igual que siempre. —Meneó la cabeza divertido, recordando al bicho raro de George.— En su loca Alquería.

—Yo me acuerdo —dijo Mambé— de cuando era una casa tan bonita. Años atrás. La de la esquina, allí era donde entonces vivía la familia Ratón y...

—Todavía viven allí, todavía —dijo Auberon. Miró de reojo a su madre, que se afanaba delante de la cocina grande con la tetera y el agua; subrepticiamente, se secó los ojos con la manga de su camiseta de punto, y al ver que él la había sorprendido, se volvió para enfrentarlo, con la tetera entre las manos.

—... y después que murió Phyllis Burgos —seguía diciendo Mambé—, bueno, ésa fue una enfermedad lenta, su médico creía haber conseguido fijarla en sus riñones, pero ella creía...

—Entonces, ¿cómo fueron las cosas, de verdad? —le dijo Alice a su hijo—. ¿De verdad?

—De verdad, de verdad, no tan geniales —dijo Auberon. Bajó los ojos—. Perdón.

—Oh, oh, vamos —dijo ella.

—Por no haber escrito. No había mucho que contar.

—Está bien. Nosotros temíamos por ti, eso es todo.

Él alzó los ojos. Eso era algo que nunca se le habría ocurrido pensar. Aquí, para ellos, él había sido devorado por la terrible y populosa Ciudad, devorado como por un dragón y casi no habían vuelto a saber de él; claro que habían temido por él. Y como cierta vez antaño, en esta misma cocina, una ventana se abrió dentro de él y vio, a través de ella, su propia realidad. La gente lo quería, sí, y se preocupaba por él: sus méritos personales ni siquiera entraban en cuestión. Abochornado bajó otra vez la vista. Alice se volvió hacia la cocina. Su abuela llenaba el silencio con sus reminiscencias, los pormenores de las enfermedades de los parientes fallecidos, mejora, recaída, declinación y muerte.

—Mm, mm-hm —decía él, asintiendo, estudiando las rayaduras de la superficie de la mesa. Se había sentado, sin darse cuenta, en su sitio de siempre, a la derecha de su padre, a la izquierda de Tacey.

—El té —dijo Alice. Apoyó la redonda tetera sobre un soporte, y le palmeó la panza. Puso una taza delante de Auberon. Y esperó, las manos cruzadas, que él lo sirviera, o algo: él la miró y estaba a punto de intentar decir algo, de contestar a la pregunta que adivinaba en ella, si podía, si pudiera pensar con palabras, cuando la puerta doble de la despensa se abrió de par en par dando paso a Lily, a los mellizos y a Tony Cabras.

—Hola, tío Auberon —los mellizos (Retoño, el niño, y Florita, la niña) gritaron al unísono, como si Auberon no hubiera llegado aún y tuvieran que gritar para que pudiese oírlos desde lejos. Auberon los miraba pasmado: parecían ser dos veces más grandes de como él los recordaba, y sabían hablar: no hablaban cuando él se había marchado, ¿o sí? ¿No los había visto por última vez todavía transportados de aquí para allá por su madre en un carrito de lona? Lily, ante la insistencia de sus hijos, empezó a revisar las alacenas, buscando cosas ricas para comer; la solitaria tetera no había impresionado a los mellizos, y, decididamente, era hora de comer, de comer un bocado.

Tony Cabras estrechó la mano de Auberon y dijo:

—Hey, ¿qué tal la Ciudad?

—Oh, hey, formidable —respondió Auberon en un tono parecido al de Tony, cordial y serio; Tony se volvió a Alice—: Tacey dice que tal vez podríamos comer un par de conejos esta noche.

—Oh, Tony, sería maravilloso —dijo Alice.

Tacey en persona entró en ese momento por la puerta, buscando a Tony.

—¿Te parece bien, Ma? —preguntó.

—Es maravilloso —dijo Alice—. Mejor que revoltijo de atún.

—Matad el ternero cebado —dijo Mambé, la única de todos los allí presentes a quien se le podía ocurrir semejante frase—. Y guisad.

—Fumo va a estar tan feliz... —le dijo Alice a Auberon—. Le encanta el conejo, pero nunca se siente con derecho a sugerirlo.

—Por favor —dijo Auberon—, no hagáis nada extraordinario sólo por... —No pudo, en su autohumillación, decidirse a usar pronombres personales.— Quiero decir, sólo porque...

—Tío Auberon —dijo Retoño—, ¿viste algún sesino? —Arqueó los dedos a modo de garras y los acercó a Auberon.— En la Ciudad.

—¿Hm?

—Sesinos. Que te acogotan. En la Ciudad.

—Bueno, a decir verdad... —Pero Retoño había advertido (ni por un instante había perdido de vista a su hermana) que Florita había conseguido un bizcocho que no le habían ofrecido a él, y tenía que apresurarse a presentar su reclamo.

—Y ahora ¡largaos, largaos! —dijo Lily.

—¿No quieres ir a ver morir los conejos? —le preguntó su hija, tomándola de la mano.

—No, no quiero —dijo Lily, pero Florita, que quería tener a su madre a su lado para el horrible y fascinante acontecimiento, le tironeaba la mano.

—Tarda apenas un segundo —dijo, en tono tranquilizador, arrastrando a su madre tras de ella—. No tengas miedo. —Salieron cruzando la cocina de verano y por la puerta que daba a la huerta, Lily, Retoño y Florita y Tony. Tacey había servido un té para ella y otro para Mambé, y con una taza en cada mano retrocedió y salió por la puerta de la despensa; Mambé la siguió.

Grump-grump-grump, dijeron tras ellas las puertas.

Alice y Auberon quedaron solos en la cocina, la tormenta había pasado tan pronto como se había levantado.

—Bueno —dijo Auberon—. Parece que todo el mundo anda bien por aquí.

—Sí. Bien.

—¿No te importa —dijo él, levantándose lentamente como un hombre viejo, derrotado— si me sirvo un trago?

—No, claro que no —dijo Alice—. Hay un poco de jerez allí, y otras cosas, creo.

Auberon bajó de la alacena una polvorienta botella de whisky.

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