Había sido Fumo quien, sin sospecharlo, le revelara el origen de su prodigiosa fortuna. «Leí en alguna parte», había dicho Fumo (su forma habitual de iniciar una conversación), «que hace unos..., oh, cincuenta o sesenta años tu barrio era un suburbio de inmigrantes levantinos. Muchos libaneses. Y que en las dulcerías y otras tienduchas por el estilo se vendía hachís a la vista y paciencia de todo el mundo. Ya sabes, junto con el toffee y el halvah. Por cinco céntimos podías comprar trozos enormes, como una tableta de chocolate.»
Y en realidad, se parecían mucho a las tabletas de chocolate... George se había sentido como el ratón de los dibujos animados recibiendo de pronto, en pleno cráneo, el mazazo de la Revelación.
Desde entonces, cada vez que bajaba a buscar una porción de su misterioso tesoro, imaginaba que era un oriental con su barba de chivo, su nariz ganchuda y su birrete, un pederasta secreto que regalaba baklava a manos llenas a los chiquillos de tez aceitunada de las calles. Con gestos melindrosos, empujaba el viejo baúl y se subía a él (recogiéndose los desflecados faldones de un batín imaginario) y levantaba la tapa estarcida con letras rizadas del cajón.
Ya no quedaba mucho. Pronto sería preciso encargar una nueva partida.
Bajo una gruesa cubierta de papel plateado, capa sobre capa y capa. Las capas estaban separadas unas de otras por hojas amarillentas de papel parafinado. Y las tabletas, cuidadosamente envueltas a su vez en una tercera clase de papel parafinado. Sacó dos, reflexionó un momento y, de mala gana, volvió a poner una en su sitio. No duraría, oh no, no duraría eternamente, aunque eso había exclamado él cuando lo descubrió, maravillado, hacía muchos años. Lo volvió a cubrir con la hoja de papel parafinado y luego con la lámina de papel plateado. Bajó la sólida tapa, encajó en los agujeros los viejos clavos deformados y sopló el polvo para que se asentara de nuevo sobre la tapa. Se apeó del baúl y estudió la tableta a la luz del farol como lo hiciera la primera vez a la de la lamparilla eléctrica. La desenvolvió con cuidado. Era obscura, casi negra como el chocolate, más o menos del tamaño de un naipe y de unos tres milímetros de espesor. Tenía impresa una figura espiralada. ¿Una marca de fábrica? ¿Un sello fiscal? ¿Un símbolo místico? Jamás lo sabría. Corrió a su sitio en el rincón el baúl que le había servido de escalera de mano, recogió el farol y, escaleras arriba, volvió a la planta baja. En el bolsillo de su cárdigan llevaba un trozo de hachís quizá centenario, que con la edad no había perdido para nada su potencia. Mejorado quizá, como el oporto añejo.
Estaba cerrando la puerta del sótano cuando un golpe resonó en la de la calle, tan súbito, tan inesperado que apenas pudo contener un grito. Aguardó un momentó, con la esperanza de que fuera sólo el capricho de un loco y que no se volvería a repetir. Pero se repitió. Se acercó a la puerta y prestó oídos, sin hablar, y oyó al otro lado una palabrota de despecho. Después, con un gruñido, el fulano se asió a las trancas y empezó a sacudirlas.
—No ganarás nada con eso, nada —gritó George. Las sacudidas cesaron.
—Bueno, abra la puerta entonces.
—¿Qué?
Era costumbre en George, cuando no encontraba una respuesta a flor de labios, actuar como si no hubiese entendido la pregunta.
—¡Abra la puerta!
—Bueno, tú sabes, amigo, sabes que no puedo abrir la puerta así como así. Tú bien sabes cómo son las cosas.
—Bueno, escuche entonces. ¿Puede decirme cuál de estos edificios es el número veintidós?
—¿Quién quiere saberlo?
—¿Por qué todo el mundo en esta ciudad contesta siempre con otra pregunta?
—¿Mmm?
—¿Por qué demonios no abre usted esa maldita puerta de una buena vez y habla conmigo como Dios manda, como un ser humano?
Era tal la amargura, la frustración feroz que trasuntaba aquella protesta, que a George le llegó al corazón; prestó oídos, en espera de una nueva andanada: la seguridad que sentía detrás de su puerta inexpugnable le causaba, en el fondo del alma, una secreta desazón.
—¿Tendría usted la amabilidad de decirme —volvió a hablar el fulano, y por detrás del tono cortés George adivinó la cólera contenida— dónde, si lo sabe, puedo encontrar la residencia de la familia Ratón, o a George Ratón?
—Sí —respondió George—. Yo soy George —era un riesgo, sin duda, pero con seguridad ni los cobradores ni los alguaciles más desesperados andarían de ronda a esas horas de la noche—. ¿Y tú quién eres?
—Mi nombre es Auberon Barnable. Mi padre... —pero ya el chirriar y el rechinar de trancas, pestillos y cerrojos ahogaban su voz. George alargó un brazo hacia la obscuridad y atrajo hasta el zaguán a la persona que esperaba en el umbral. Cerró de un golpe, con celeridad y destreza, la puerta de la calle y la volvió a asegurar con todas sus trancas y candados. Acto seguido levantó el farol para examinar a su primo.
—Conque tú eres el bebé —dijo, notando con perverso placer el fastidio que le causaba su comentario a su joven y alto visitante. A la luz trémula del farol, su rostro parecía cambiar, pero no era un rostro cambiante: era enjuto y hermético: todo él, en realidad, esbelto y espigado como una pluma en el soporte de azabache de un impecable traje negro, parecía un tanto tenso y retraído. Está amoscado, pensó George. Se echó a reír y palmeó el brazo de su primo—. ¿Cómo anda la familia? ¿Qué tal están Elsie, Lacy y Tilly, o comoquiera que se llamen? ¿Y qué te trae por aquí?
—Papá escribió —dijo Auberon, como si deseara ahorrarse el esfuerzo de contestar a todo eso si ya estaba dicho.
—Ah, ¿sí? Bueno, tú sabes cómo anda el Correo. Bueno, bueno. Ven, no hace falta que nos quedemos aquí, en este zaguán, más frío que la teta de una bruja. ¿Café y alguna cosita?
Lacónicamente, el hijo de Fumo se encogió de hombros.
—Con cuidado ahora, en la escalera —dijo George, y a la luz del farol, a través del edificio y el puentecito, llegaron a la alfombra, la misma alfombra raída en que se conocieran años atrás los padres de Auberon.
En alguna parte, durante el trayecto, George había recogido una silla de cocina con tres patas y media.
—¿Así que has hecho abandono del hogar? Toma asiento —dijo George, empujando a Auberon a un andrajoso sillón de orejas.
—Mi padre y mi madre saben que he venido, si es eso lo que quieres decir. —Y se echó hacia atrás, encogido, en el sillón: George, con un gruñido y una mirada feroz, había levantado la silla rota por encima de su cabeza y con el semblante contraído por el esfuerzo la había arrojado de golpe en el hogar de piedra, donde cayó, crepitando, hecha astillas.
—¿Y ellos consintieron? —preguntó George mientras removía en el fuego los despojos de la silla.
—Por supuesto. —Auberon cruzó las piernas y se estiró la rodillera del pantalón.— Papá escribió. Me dijo que viniera a verte.
—Ah, sí. ¿Has venido andando?
—No —con cierto desdén.
—¿Y has venido a la Ciudad a...?
—A probar fortuna.
—Aja —George puso una marmita sobre las llamas y de un estante para libros bajó un precioso bote de café de contrabando. —¿Alguna idea al menos de por dónde empezar?
—No, no exactamente. Es decir... —Mientras preparaba la cafetera y ponía encima de la mesa dos tazas de distinto juego, George parecía meditar, y murmuraba entre dientes como si discutiera consigo mismo, ajá-ejem-ajá...— Yo quería, quiero escribir, ser escritor —dijo Auberon. George alzó las cejas. Auberon se había encogido en el sillón de orejas como si esas confesiones escaparan de él contra su voluntad y tratara de retenerlas—. Había pensado en la televisión.
—Te has equivocado de costa.
—¿Qué?
—Toda esa televisión se hace allá, en la Costa del Sol, la Costa de Oro, la Occidental. —Auberon enroscó el pie derecho alrededor de su tobillo izquierdo y guardó silencio. George, mientras buscaba algo en las estanterías de la biblioteca y en los cajones y sacudía sus numerosos bolsillos, se preguntaba cómo habría llegado hasta Bosquedelinde esa antigua vocación. Era curioso que los jóvenes se aficionaran tan confiadamente a esos oficios moribundos y depositaran en ellos tantas esperanzas. En su juventud, cuando los últimos poetas peroraban a solas, incomunicados (luciérnagas ahogadas en sus cañadas de rocío), los muchachos veinteañeros se proponían ser poetas... Halló por fin lo que buscaba: un abrecartas en forma de daga, un souvenir decorado con figuras esmaltadas, que había encontrado años atrás en un apartamento abandonado, y al que le había tallado un filo, como si fuese un cuchillo.— Todo ese asunto de la tele —dijo— requiere mucha ambición, y muchísimo empuje; y son muchos los que fracasan. —Vertió el agua en la cafetera.
—¿Y cómo lo sabes? —le replicó su primo, como si más de una vez hubiese escuchado esos alegatos del saber de los mayores.
—Porque —repuso George— yo no poseo esos talentos, y al no poseerlos no he fracasado en ese campo, o sea
quod erat demostrandum
. El café se está filtrando. —Auberon no se dignó sonreír. George posó la cafetera sobre una especie de trípode que ostentaba una leyenda cómica en el argot germano de Pensilvania y sacó de una lata un puñado de galletitas casi todas rotas. También sacó del bolsillo de su cárdigan una tableta de hachís.— ¿Quieres probar? —preguntó, sin un asomo de cicatería en la voz (supuso él), mientras se la enseñaba a Auberon—. Libanes, el mejor del mundo, en mi opinión.
—No consumo drogas.
—Oh, aja.
Calculando con largueza, cortó con su instrumento florentino una esquina de la tableta, le clavó la punta de la daga y la zambulló en su taza de café. Se sentó, y removió el cuchillo dentro de la taza mientras observaba a su primo, que soplaba y resoplaba su café con deliberada concentración. Ah, era tan agradable ser viejo y canoso, y haber aprendido a no pedir de la vida ni mucho ni poco.
—Bueno —dijo. Retiró el cuchillo de la taza para ver si el hachis ya se había disuelto—. Cuéntanos tu historia.
Auberon no despegó los labios.
—Vamos, cuenta. —Sorbió ávidamente el líquido fragante.
Al principio, fue poco menos que un hábil interrogatorio, pero al fin, cuando ya casi amanecía, Auberon empezó a soltar prenda, frases, anécdotas. Para George, lo bastante: después de haberse bebido aquel café cortado era capaz de oír en las frases sueltas de Auberon toda una vida, completa y con pormenores divertidos y extrañas coincidencias: dramática, incluso mágica, incluso. Se sorprendió escrutando el cerrado corazón de su primo como si fuese una sección transversal de la concha espiralada de un nautilo.
Había partido de Bosquedelinde con las primeras luces. Tenía el don —que compartía con su madre— de poder despertarse a la hora que quería, y se había despertado, como se lo había propuesto, justo antes del amanecer. Encendió una lámpara; pasarían, aún un par de horas antes de que Fumo bajara chancleteando al sótano para encender el generador. Sentía una opresión, un temblor en el diafragma, como si algo pugnara por liberarse o escapar de allí. Conocía la expresión «tener arrechuchos»: pero era una de esas personas a las que esas frases no les sugieren nada. Ha tenido arrechuchos y se le han ido el alma a los pies y la sangre a los talones; más de una vez ha perdido los estribos, pero él siempre ha creído que esas experiencias eran suyas y de nadie más, y nunca se le ocurrió que fueran tan comunes que hasta tuvieran nombres. Su ignorancia le permitía componer poemas acerca de las sensaciones extrañas que experimentaba; un manojo de páginas mecanografiadas que tan pronto como se hubo vestido con el impecable traje negro guardó con cuidado en la mochila de loneta verde junto con el resto de su ropa, su cepillo de dientes..., ¿qué más? Una antigua Gillette, cuatro pastillas de jabón, un ejemplar de
El Secreto del Hermano Viento-Norte
, y todo el papelerío testamentario para los abogados.
Recorrió la casa dormida (imaginando solemnemente que por última vez) en su viaje rumbo a un destino ignoto. En verdad, la casa parecía más bien intranquila, como si diera vueltas y vueltas en un agitado duermevela y, al oír sus pasos, abriera los ojos, sobresaltada. Una claridad invernal, acuosa, flotaba en los corredores; los aposentos y galerías imaginarios eran reales en la penumbra.
—Se diría que no te has afeitado —dijo Fumo dubitativamente cuando Auberon entró en la cocina—. ¿Quieres un poco de avena?
—No he querido despertar a toda la casa, haciendo correr el agua y todo lo demás. No creo que pueda comer.
De todos modos, Fumo siguió afanándose con la vieja cocina de leña. A Auberon, de pequeño, siempre lo asombraba ver a su padre yéndose a dormir por la noche en esa casa, y aparecer después, a la mañana siguiente, en la escuela detrás de su escritorio como traducido, o como si fuera un doble. La primera vez que se levantó lo bastante temprano como para sorprender a su padre con el pelo revuelto y una bata a cuadros, a medio camino entre el sueño y la escuela, fue como si hubiese sorprendido
in fraganti
a un hechicero; pero, en realidad, Fumo siempre se preparaba su desayuno, y aunque la cocina eléctrica blanca y reluciente siempre había estado allí, fría e inútil, en el rincón, como un ama de llaves presuntuosa jubilada contra su voluntad, y Fumo era tan desmañado con el fuego como lo era con la mayor parte de las cosas, lo seguía haciendo; sólo le requería tener que levantarse más temprano para empezar.
Auberon, empezando a impacientarse con la paciencia de su padre, se agachó delante de la cocina y, en un abrir y cerrar de ojos le hizo brotar llamas furibundas, mientras Fumo, detrás de él, con las manos en los bolsillos, lo observaba admirado. Poco después estaban los dos sentados frente a frente con sendos tazones de avena, y café por añadidura, un regalo de George Ratón, el primo de la Ciudad.
Por un momento permanecieron así, en silencio los dos, las manos sobre las rodillas, mirando no el uno a los ojos del otro sino los obscuros ojos brasileños de sus respectivas tazas de café. Luego Fumo, con una tosecita nerviosa, se levantó y bajó de un estante alto una botella de brandy.
—Es una larga caminata —dijo, y cortó el café.
¿Fumo?
Sí; George podía comprender que una especie de nudo de sentimientos lo ahogara de vez en cuando en los últimos años, una opresión que un traguito bien podría aliviar. Ningún problema, en realidad, un traguito apenas, para poder empezar a preguntarle a Auberon si estaba seguro de llevar dinero suficiente, si tenía la dirección de los agentes del Abuelo y la de George Ratón, y todos los instrumentos legales y demás sobre la herencia, etc., etc. Y sí, lo tenía todo.