Pqueño, grande (69 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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Y estaba por llover. A nadie le importaba. Apretujados, aplastados casi en medio del tumulto, pasaban nuevos bailarines de conga, todos canturreando a su cadencia:

—Que truene, que llueva; que truene, que llueva... —Empezaban a armarse grescas, contiendas a empujones sobre todo para adelantarse unos a otros; las mujeres chillaban, los curiosos separaban a los contrincantes. El desfile parecía estar transformándose en un avispero, una batahola. Pero unos cláxones sonaron, insistentes, y los púgiles fueron separados por varias limusinas con banderines en los parachoques flameando al viento. Correteando a los flancos de los automóviles iban muchos de los hombres de traje y gafas obscuras, mirando hacia todas partes y hacia ninguna, ceñudo el semblante, no divertidos ellos. Rápida, ominosamente, la escena se había ensombrecido, el hiriente y polvoriento resplandor anaranjado del crepúsculo se apagó como una lámpara de arco, nubes negras debían de haber cegado al sol. Y un viento que soplaba cada vez más recio despeinaba incluso los cabellos pulcramente recortados de los guardias vestidos de paisano. La banda había enmudecido, sólo el tambor proseguía, fúnebre y solemne. Curiosa, tal vez furiosa, la multitud se apiñaba alrededor de los automóviles. Les ordenaban dispersarse. Guirnaldas de flores tétricas empavesaban algunos de los automóviles. ¿Un funeral? Nada, nada podía verse detrás del cristal ahumado de las ventanillas.

Los parroquianos del Séptimo Santo, respetuosos o resentidos, se habían quedado en silencio.

—La postrera, la última esperanza —dijo el hombre triste del sombrero de paja—. La jodida postrera y última esperanza.

—Todo concluido —dijo otro, y bebió ansiosamente—. Todo concluido menos el griterío. —Los automóviles desaparecieron, y en formación tras ellos, cubriendo la retaguardia, las muchedumbres; el tambor era como un corazón agonizante. Y entonces, cuando la banda rompió de nuevo rumbo a la ciudad alta, resonó, terrorífico, el estampido de un trueno, y todos en el bar se agacharon simultáneamente, y se miraron luego unos a otros, riendo, avergonzados de haber sentido miedo. Auberon apuró de un trago su quinta ginebra y, satisfecho consigo mismo sin más razón que ésa, dijo:

—Que truene, que llueva. —Y más autoritariamente que como acostumbraba hacerlo, empujó hacia Siegfried su copa vacía.— Otra —dijo.

Enseguida se descargó la lluvia, grandes goterones que repiqueteaban contra el alto ventanal, y caían luego en grandes chorros, siseando furiosamente como si la ciudad sobre la cual se derramaban estuviese al rojo vivo. La lluvia que chorreaba por el ventanal color caramelo obscurecía los avatares de la marcha. Ahora, al parecer, en seguimiento de las limusinas y encontrando cierta resistencia, iban llegando filas de encapuchados con orificios a la altura de los ojos, o con caretas como de soldador pero de papel, portando garrotes o bastones; si formaban parte del desfile, o de otra manifestación opuesta a él, imposible saberlo. El Séptimo Santo se llenó rápidamente de un gentío alborotador que huía de la lluvia. Uno de los mimos o payasos, con la blanquísima cara chorreando agua, entró haciendo reverencias, pero algunos gritos de bienvenida le sonaron hostiles, y volvió a salir, haciendo reverencias.

Truenos, lluvia, luz crepuscular, todo sumido de pronto en el obscuro torbellino; muchedumbres chorreando a través de las calles bajo el aguacero al fulgor despiadado de los faroles. Rotura de cristales, gritos, tumulto, sirenas, una guerra desatada. Los que habían permanecido en el bar salían precipitadamente, para ver o participar, y eran reemplazados por otros que huían, que ya habían visto bastante. Auberon, fiel a su taburete, tranquilo, feliz, levantó su copa estirando casi imperceptiblemente el meñique. Miró con una sonrisa beatífica al hombre atribulado del sombrero de paja que permanecía de pie junto a él.

—Borracho como un señor —dijo—. Muy literalmente. O sea, un bobo mamarracho.

—No, no —gritó Siegfried de pronto, haciendo aspavientos con las manos, porque una pandilla de seguidores de Eigenblick, con las camisas de colorines pegoteadas al cuerpo por la lluvia, se disponía a irrumpir en tropel, sosteniendo a un cofrade herido, con una telaraña sanguinolenta a través de la cara. Indiferentes a los gritos y ademanes de Siegfried, entraron, y el gentío, entre murmullos, les abrió paso. El hombre junto a Auberon los observaba con ojos desafiantes, truculentos, increpándolos
in mente
con palabras imposibles de adivinar. Alguien desocupó bruscamente una mesa, derramando una bebida, y el herido fue instalado en una silla.

Allí lo dejaron para que se recobrase, y a empujones se acercaron a la barra. Un impulso fugaz de negarse a servirles pasó como una sombra por el semblante de Siegfried, pero cambió de idea. Uno de ellos, una persona menuda que tiritaba de frío, con la espalda envuelta en la camisa multicolor de algún otro, se encaramó en el taburete vecino al de Auberon. Otro, irguiéndose en puntillas y levantando en alto su copa, pronunció un brindis:

—¡Por la Revelación! —Auberon se inclinó hacia la persona que acababa de sentarse a su lado y le preguntó:

—¿Qué revelación?

Excitada, tiritando, enjugándose la lluvia de la cara, ella se volvió hacia él. Se había cortado el cabello, muy corto, como un muchacho.

—La Revelación —dijo, y le tendió una tirita de papel. No queriendo apartar de ella la mirada ahora que la tenía junto a él, temiendo que si la perdía de vista un instante pudiera no estar allí cuando volviese a mirar, Auberon levantó el papelito hasta sus ojos obnubilados por el alcohol. Decía:
No por tu culpa
.

No importa

En realidad, había dos Sylvies a su lado, una para cada ojo. Se tapó uno con la palma de la mano y dijo:

—Tanto tiempo...

—Aja. —Todavía tiritando, pero contagiada de la excitación y la gloria de sus compañeros, miraba en torno, sonriente.

—¿Así que te fuiste, al fin y al cabo? —dijo Auberon—. ¿Adonde? ¿Dónde has estado, quiero decir? —Él sabía que estaba borracho, y era preciso que le hablase con cuidado, con dulzura, no fuese ella a notar su estado y se avergonzara de él.

—Por ahí.

—No creo —dijo Auberon, y habría continuado:
No creo que si no fueras realmente tú, Sylvie aquí y ahora, me lo dirías
, pero nuevos brindis y bulliciosos ires y venires silenciaron sus palabras y dijo tan sólo—: Si fueras una creación de mi fantasía, quiero decir.

—¿Qué? —dijo Sylvie.

—¡Que cómo lo has pasado, quiero decir! —Sintió que la cabeza le tambaleaba sobre el cuello, y la frenó.— ¿Puedo pagarte una copa? —Ella soltó la risa ante esa invitación: las copas para la gente de Eigenblick no se pagaban esa noche. Uno de sus camaradas la alzó en vilo y la besó.

—¡La Caída de la Ciudad! —gritó roncamente (sin duda, había estado gritando durante todo el día)—. ¡La Caída de la Ciudad!

—¡Haaala! —respondió ella, más una forma de confraternizar con su entusiasmo que con su sentir propiamente dicho. Luego, volviéndose de nuevo hacia Auberon, bajó la vista, movió una mano en dirección a él: ahora iba a explicarlo todo; pero no, tan sólo cogió su copa y bebió un sorbo (alzando hacia él los ojos por encima del borde), y con una mueca de asco la puso otra vez sobre la barra.

—Ginebra —dijo él.

—Sabe a
alcolado
.

—Bueno, no se trata de que sepa bien —dijo él—, sólo de que te haga bien. —Y oyó en su voz un tono jocoso Auberon-y-Sylvie tanto tiempo ausente de ella que fue como escuchar una antigua melodía o reconocer el casi olvidado sabor de una comida. Que te haga bien, sí, porque algo más, un pensamiento que tenía que ver con su naturaleza imaginaria, estaba tratando de quebrar como un abreostras la concha de su conciencia, de modo que bebió otra vez, y la contempló embelesado en tanto ella contemplaba embelesada la locura festiva desatada en derredor.— ¿Cómo está el señor Rico? —preguntó.

—Muy bien. —Mmm, sin mirarlo. No quería insistir con ese tema. Pero estaba ansioso, desesperado por conocer su corazón.

—¿Lo has pasado bien, feliz al menos?

Ella se encogió de hombros.

—Atareada. —Una ligera sonrisa.— Una niñita atareada.

—Bueno, quiero decir... —Calló de golpe.

La mortecina, última lucecita de razón de su cerebro le indicó, antes de apagarse, Silencio y Circunspección.

—No importa —dijo—. He estado pensando mucho en esto, últimamente, ¿sabes?, bueno, podías haberlo imaginado, en nosotros y todo lo demás, tú y yo quiero decir, y llegué a la conclusión de que en realidad todo es básicamente lógico, todo bien, de verdad. —Ella había apoyado la mejilla en el hueco de una mano y lo estaba mirando absorta y a la vez distraída, como siempre lo hacía ante sus disquisiciones.— Tú seguiste adelante, sólo eso, ¿verdad? Quiero decir que las cosas cambian, la vida cambia; ¿acaso yo podía quejarme de eso? No, contra eso yo no podía tener nada que alegar. —De pronto, todo era maravillosamente claro.— Es como si yo hubiera estado contigo en una fase de tu evolución, tu fase de crisálida, supongamos, o de ninfa. Pero tú superaste esa fase. Te transformaste en una persona diferente. Como las mariposas. —Sí, ella se había desprendido del caparazón transparente que era la muchacha que él había conocido y tocado, y él (como lo hacía de niño con las huecas esculturas de colapez de las langostas) había guardado el cascarón, todo lo que le quedaba de ella, tanto más precioso por su terrible fragilidad y el perfecto abandono que encarnaba. Y mientras tanto a ella (si bien fuera del alcance de su vista y de su entendimiento, imaginable sólo por inducción) le habían crecido alas y había echado a volar: no sólo estaba en otra parte sino que además era otra.

Ella arrugó la nariz y abrió la boca en un
¿huh?

—¿Qué fase? —dijo.

—Una fase anterior.

—¿Pero cuál era la palabra?

—Ninfa —dijo él. Estalló un trueno; el ojo de la tormenta había pasado; la lluvia lloraba otra vez. ¿Y lo que ahora veían sus ojos no era entonces nada más que la antigua transparencia? ¿O ella, ella en carne y hueso? Era importante poner esas cosas en claro cuanto antes. ¿Y cómo podía ser que fuese su carne lo que permaneciera en él más intensamente? ¿Y sería la carne de su alma o el alma de su carne?— No importa, no importa —dijo, la voz aguardentosa de dicha, el corazón purificado en la ginebra de la generosidad humana; él le perdonaba todo, todo a cambio de esa presencia, cualquier cosa que fuese—. No importa.

—Claro, claro que no —dijo ella, y cogiendo la copa de Auberon brindó por él antes de beber con cautela otro sorbito—. Cosas que pasan, ¿sabes?

—La verdad es belleza, la belleza es verdad —farfulló él—, y eso es todo lo que se sabe en esta tierra, todo...

—Tengo que irme —dijo ella—. Al excusado.

Eso era lo último que él recordaba con claridad: que ella volvió del retrete, aunque él no había esperado que lo hiciera; que su corazón había revivido como cuando ella, en el taburete de al lado, se había vuelto hacia él y lo había mirado; olvidó que la había negado tres veces, que había decidido que ella nunca había existido; de todos modos, eso era absurdo, cuando ella estaba allí, cuando afuera, bajo la lluvia persistente (tan sólo este vislumbre tuvo él) pudo besarla; su carne mojada por la lluvia estaba fría como la de un espectro, sus pezones duros como frutos verdes, pero él la imaginaba ardiente.

Sylvie & Bruno

Hay hechizos duraderos, que mantienen al mundo largo tiempo en suspenso bajo su poder, y hechizos efímeros, que se disipan rápidamente y dejan al mundo tal cual era. El del licor, todo el mundo lo sabe, es de los que no duran.

Arrancado tras unas pocas horas de un estado de inconsciencia parecido a la muerte, Auberon se despertó bruscamente poco después del alba. Supo al instante que debería estar muerto, que la muerte era su única condición apropiada, y que no estaba muerto. Gimió en voz queda, roncamente:

—No; oh, Dios, no —pero el olvido es un consuelo inalcanzable, y hasta el sueño había huido de él. No: estaba vivo, y el mundo sórdido seguía allí, en torno de él; los ojos fijos en el cielo raso del Dormitorio Plegable le mostraban un mapa alucinante, tantas otras islas del Diablo de yeso. No le fue necesario investigar para descubrir que Sylvie no estaba a su lado. Había, sin embargo, alguien junto a él, alguien enroscado en la sábana húmeda (hacía ya un bochorno infernal, un sudor frío se enroscaba en la frente y el cuello de Auberon). Y alguien, alguien más le estaba hablando: hablándole apaciguadora, confidencialmente desde un rincón del Dormitorio Plegable: —... La sed de un vino antiguo, largo tiempo Añejado en la fresca entraña de la tierra, Que a Flora sepa y a campiña verde...

La voz provenía de una pequeña radio de plástico rojo, una antigualla con la palabra Silvertone escrita de través en bajorrelieve. Antes, que él supiera, nunca había funcionado. La voz era negra pero cultivada, la voz aterciopelada de un locutor. Santo Dios, están en todas partes, pensó presa de un sentimiento de horripilada extrañeza, como lo está a veces un viajero de encontrar tantos extranjeros en otras tierras.

—¡Huye! ¡Huye de aquí! Pues yo a ti he de volar. No llevado en carroza por Baco y sus acólitos, Sino en las alas invisibles de la Poesía...

Lentamente, como un inválido, Auberon bajó de la cama. Quién demonios, a ver, era eso que estaba a su lado. Un hombro moreno y musculoso estaba a la vista; la sábana respiraba suavemente. Roncaba. Cristo, qué he hecho. Estaba a punto de levantar la sábana cuando ésta se agitó motuproprio, resollando, y una pierna bien formada, cubierta de un vello obscuro y rizado, emergió como una nueva clave: sí, era un hombre, de eso no cabía duda. Abrió con cautela la puerta del baño y sacó su gabán. Se lo puso sobre su desnudez, sintiendo con repugnancia la humedad pegajosa del forro contra la piel. En la cocina, con manos temblorosas de esqueleto abrió las alacenas. La vacuidad polvorienta de las estanterías era, por alguna razón, horripilante. En la última que abrió había una botella de ron Doña Mariposa con un dedo o dos de fluido color ámbar en el fondo. El estómago se le revolvió, pero cogió la botella. Fue hasta la puerta, echó una mirada de soslayo a la cama —su nuevo amigo aún dormía— y... afuera.

En el pasillo se sentó en un peldaño, con la mirada fija en la caja de la escalera, y la botella entre las manos; echaba tan terriblemente de menos a Sylvie y su bienhechora compañía, con esa sed devoradora, que la boca se le abrió; inclinó el torso hacia delante como si fuera a llorar o a vomitar. Pero sus ojos no vertieron lágrimas. Todos los fluidos vivificantes habían sido extraídos de él; era una cascara; también el mundo era una cascara. Y ese hombre en la cama... Desatornilló (le costó algún trabajo) el tapón de la botella y, volviendo hacia el otro lado la acusadora etiqueta, vertió fuego en sus arenas. Desde mi obscurecer escucho. Keats, deslizándose por debajo de la puerta, insinuante en sus oídos. Hoy más que nunca morir parece deleitoso. Deleitoso: bebió el resto del ron y se levantó, jadeando y tragando saliva amarga. Al conjuro de tu alto réquiem, en suelo herboso se ha de trocar mi polvo.

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