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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (66 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Halcopéndola se sobresaltó, pero su interlocutor estaba tan abismado en sus pensamientos que no lo advirtió.

—¿Y había algunas cartas con figuras? ¿Además de los personajes de la corte?

—Oh, claro que sí. Un montón. Personas, lugares, cosas, nociones.

Entrelazando lentamente los dedos, Halcopéndola se reclinó en el banco. No sería la primera vez que un lugar del que solía servirse para múltiples propósitos memorativos, como este parque, se poblara de criaturas quiméricas, sugerentes o meramente extrañas, convocadas por la conjunción de antiguas yuxtaposiciones, reveladoras, a veces, de algún significado que de lo contrario ella no habría percibido. A no ser por el acre olor del gabán de ésta, por la innegable terrenalidad de su pijama a rayas, podía haber pensado que era una de aquéllas. No tenía importancia. No existe el azar.

—Háblame —dijo—. De esas cartas.

—¿Y si lo que uno quisiera fuese olvidar cierto año? No recordarlo, sino olvidarse de él. Nada que hacer, ¿no? Ningún sistema para eso, oh, no.

—Oh, supongo que hay métodos —dijo ella, pensando en su botella.

El pareció abismarse en amargas cavilaciones, la mirada ausente, el largo cuello encorvado como un pájaro triste, las manos cruzadas sobre el regazo. Halcopéndola estaba tratando de encontrar palabras para formular una nueva pregunta sobre las cartas, cuando él dijo:

—La última vez que ella me leyó esas cartas, me dijo que iba a conocer a una mujer morena y hermosa, no se le pudo ocurrir nada más cursi.

—¿La conociste?

—Ella dijo que iba a ganar el amor de esa mujer, no por ninguna virtud que yo poseyera, y que la iba a perder no por ninguna falta que fuera a cometer.

Durante un rato no dijo nada más y (pese a no estar segura ahora de que él hubiese oído o registrado gran cosa de lo que ella decía) aventuró con dulzura:

—Son cosas que suelen pasar con el amor. —Y, como él no respondiera—: Sé de cierta pregunta que cierto mazo de cartas podría contestar. ¿Tu tía aún...

—Ha muerto.

—Oh.

—Mi tía, sin embargo. Quiero decir que ella no era mi tía, pero mi tía Sophie. —Hizo un gesto que parecía significar: Esto es complejo y agotador, pero usted seguramente entiende lo que quiero decir.

—Las cartas siguen en tu familia —conjeturó ella.

—Oh, seguro. Allí nunca se tira nada.

—¿Dónde exactamente...?

Él alzó una mano para atajar la pregunta, súbitamente en guardia.

—No quiero hablar de cuestiones familiares.

Ella esperó un momento, y luego dijo:

—Fuiste tú quien mencionó a tu retarabuelo, que construyó este parque. —¿Por qué de pronto tenía una visión del Castillo de la Bella Durmiente? Un castillo. Con un seto de espinos, impenetrable.

—John Bebeagua —dijo él, asintiendo.

Bebeagua. El arquitecto... Un chasquido de dedos mental. Ese seto no era de espinos.

—¿Estaba casado con una mujer llamada Violet Zarzales?

Él asintió,

—¿Una mística, una vidente?

—¿Quién demonios sabe qué era ella?

La urgencia la instó repentinamente a un gesto, precipitado quizá, pero no había tiempo que perder. Sacó de su bolsillo la llave del parque, y cogiéndola por la cadena, la sostuvo delante de él, como los antiguos mesmeristas acostumbraban hacerlo delante de sus sujetos.

—Yo creo —dijo, viendo que él tomaba nota— que tú mereces tener libre acceso a este lugar. Aquí tienes mi llave. —Él extendió una mano y ella retiró un poco la llave.— Lo que yo pido a cambio es una presentación para la mujer que es o no es tu tía, e instrucciones explícitas de cómo dar con ella. ¿De acuerdo? —Como si realmente hubiera caído en trance, mesmerizado por el brillante trocito de bronce, él le dijo lo que quería saber. Ella depositó la llave en la palma de su guante mugriento.— Un trueque —dijo.

Auberon cerró el puño sobre la llave, ahora su única posesión, aunque eso no podía saberlo Halcopéndola y, roto ya el hechizo, desvió la mirada, no muy seguro de no haber traicionado algún secreto, pero poco inclinado a sentirse culpable.

Halcopéndola se levantó.

—Ha sido sumamente esclarecedor —dijo—. Que disfrutes del parque. Como te he dicho, puede ser útil.

Un año para depositar

Auberon, después de otro trago lancinante pero a la vez benéfico, comenzó, cerrando un ojo, a evaluar sus nuevos dominios. La regularidad que iba descubriendo en ellos, en sus elementos, lo sorprendía, ya que el tono no era regular sino agreste, boscoso. Sin embargo, los bancos, los portones, los obeliscos, las casetas de vencejos en los pilotes y las intersecciones de los senderos guardaban una simetría claramente visible desde su puesto de observación. Una simetría que emanaba de la casita de las estaciones o que irradiaba de ella en abanico.

Por supuesto, era una pura patraña esa ciencia o arte que la mujer se había empeñado en inculcarle. Le remordía la conciencia por infligir a su familia una lunática semejante, aunque probablemente ni cuenta se darían, de remate como estaban también ellos. Era curioso que a un hombre accesible y complaciente como él tuvieran que salirle al paso, por dondequiera que fuese, pajarracos y bicharracos de esa especie.

Fuera del parque, enmarcado por sicómoros desde su puesto de observación, se alzaba el clásico edificio de un pequeño palacio de justicia (también de Bebeagua, hasta donde él sabía) coronado a intervalos regulares por estatuas de antiguos legisladores, Moisés, Solón, etc. Un lugar para presentar una querella, ciertamente. Su exasperante litigio con Petty, Smilodon & Ruth. Las artesonadas puertas de bronce, no abiertas aún a esa hora, la cerrada vía de acceso a su legado, las molduras de óvulos y hojas, la interminable repetición de espera y esperanza, esperanza y espera.

Estúpido. Desvió la mirada. ¿Para qué? Aun cuando el edificio acogiera favorablemente su caso con todas sus complejidades (y cuando volvió a mirarlo de soslayo supo que lo haría), no valía la pena. ¿Cómo podría él olvidar todo eso? Las limosnas con que lo despachaban, a duras penas suficientes para que no se muriese de hambre, para que continuase firmando (con garabatos cada vez más furibundos) los instrumentos, renuncias, recursos y poderes que ellos le ponían delante con la misma frialdad con la que esos inmortales de mirada pétrea allá en la cúpula exhibían tablas, libros, códices: la última de las últimas le había alcanzado para pagarse esta ginebra que bebía ahora, y necesitaría más de lo que quedaba en la botella para olvidar la indignidad de la humiIlación que le costara conseguirla, la tremenda injusticia. Diocleciano contando uno por uno los arrugados billetes de la caja chica.

Al demonio con todo eso. Que el palacio de justicia quedase ahí fuera, donde estaba. Aquí dentro no imperaba ninguna ley.

Un año para depositar en él. Ella había dicho que el valor de su sistema residía en que de lo conocido podía emerger espontáneamente lo que uno no sabía.

Y bien: había algo que él no sabía.

Si pudiera creer lo que había dicho la vieja, si pudiera creerlo, ¿no tendría que poner ya, aquí y ahora, manos a la obra, memorizar cada parterre de tulipanes, cada varilla asaetada de la verja, cada piedra estucada, para poder entonces distribuir, a lo largo y a lo ancho, cada detalle, cada partícula de Sylvie perdida? ¿No debería luego recorrer, husmeando furiosamente los curvilíneos senderos del parque, como ese cuzco que acababa de entrar con su amo, buscando, rebuscando, yendo primero en la dirección del sol, después a contrasol, buscando hasta que apareciera clara y simple la respuesta, la asombrosa verdad perdida, que le haría agarrarse la cabeza y exclamar:
Ahora entiendo
?

No, él no haría nada de eso.

La había perdido; ella lo había abandonado, y para siempre. Ese hecho era lo único que podía disculpar, que hacía parecer razonable y hasta natural su degradación presente. Si ahora le fuese revelado su paradero, pese a que había pasado todo un año procurando averiguarlo, ése sería entre todos el sitio que más evitaría.

Sí, pero... Él no quería encontrarla, ya no; pero le gustaría saber por qué. Le gustaría (tímida, subjuntivamente) saber por qué lo había abandonado para siempre, sin una palabra, sin tan siquiera, al parecer, echar una mirada atrás. Le gustaría saber. Le gustaría saber, bueno, en qué andaba ella ahora, si estaría bien, si pensaría alguna vez en él y con qué talante, con afecto u otros sentimientos. Recruzó las piernas, pateando el aire con un zapato roto.

No: en realidad, daba lo mismo; le daba lo mismo saber que el descabellado y monstruoso sistema de la vieja era inservible. Esta Primavera no podría ser jamás aquella otra que ella hiciera florecer para él, ni esa plantita el amor que había nacido entre ellos, ni esa trulla el instrumento que pautara la felicidad de su ahora furioso y desdichado corazón.

En primer lugar

Al principio, su desaparición no le había parecido tan alarmante. Ella se había escapado otras veces, por un par de noches o un fin de semana, adonde y por qué motivos, él nunca le pedía explicaciones: era un tipo comprensivo, razonable. Nunca, antes, se había llevado hasta la última hilacha, la última chuchería, pero a eso él no le daba importancia, podía traerlo todo de vuelta dentro de una hora, en cualquier momento, tras haber perdido por un pelo un autobús o un tren o un avión, o no haber podido soportar al pariente, la amiga o el amante en cuyos lares habría acampado. Un error. La intensidad de sus deseos, de su anhelo de que le resolvieran para bien las cosas de la vida, aun en las condiciones imposibles en que transcurría la suya, la hacía a veces incurrir en esas equivocaciones. Ensayó discursos paternales o avunculares con los cuales —no herido ni alarmado ni encolerizado— él la aconsejaría, después de recibirla con los brazos abiertos, cuando regresara.

Buscó notas. Aunque pequeño, el Dormitorio Plegable era un caos tal que una esquela bien podía haberle pasado inadvertida: se había caído detrás de la cocina, ella la había puesto sobre el alféizar de la ventana y había volado a la huerta, él la había cerrado inadvertidamente junto con la cama, al levantarla. Sería una nota escrita con su letra grande, redonda, impetuosa; comenzaría con un «¡Hola!» y terminaría firmada con xxx... a modo de besos. La había escrito al dorso de algo sin importancia y él la había tirado mientras la buscaba entre los papeles sin importancia. Vació la papelera, pero cuando el contenido estuvo desparramado alrededor de sus tobillos interrumpió la búsqueda y se quedó inmóvil, petrificado al imaginar súbitamente una nota muy distinta, una nota sin el «Hola» y sin los besos. Se parecería a una carta de amor por su tono serio, elaborado, pero no sería una carta de amor.

Había gente a quien él podía llamar. Cuando (después de un sinfín de dificultades) consiguieron —ante el asombro de George Ratón— instalar un teléfono, ella solía pasarse las horas hablando con parientes o cuasiparientes en una rápida y (para él) desopilante mezcolanza de español e inglés, a veces gritando de risa, otras veces gritando a secas. Él no había anotado ninguno de los números a los que ella llamaba; ella misma perdía con frecuencia los papelitos y sobres viejos en que los apuntaba, y tenía que recitarlos en voz alta, mirando el techo, ensayando distintas combinaciones de los mismos números hasta dar con el que le sonaba correcto.

Y la guía telefónica, cuando (sólo hipotéticamente, no había necesidad inmediata) la consultó, contenía columnas asombrosas, en verdad auténticas legiones de Rodríguez, Garcías y Fuentes, con largos y pomposos nombres de pila, Montserrat, Alejandro, que él nunca le había oído usar. Y a propósito de nombres pomposos, vaya con el de este último tipo, Archimedes Zzzyandottie, válgame Dios.

Se acostó absurdamente temprano, tratando de apurar las horas hasta su regreso inevitable; tendido en la cama, despierto, escuchaba los latidos y zumbidos y crujidos y gemidos de la noche, tratando de distinguirlos de las primeras intimaciones de sus pasos en la escalera, por el pasillo: el corazón le latía de prisa, ahuyentando el sueño, cada vez que escuchaba, con el oído de su imaginación, el rasguido de sus uñas escarlatas sobre la puerta. Por la mañana se despertó con un sobresalto, incapaz de recordar por qué ella no estaba a su lado; y entonces se acordó de que no lo sabía.

Seguramente alguien allí en la Alquería sabría algo; pero él tendría que ser muy circunspecto; se limitó a hacer preguntas que, de llegar alguna vez a oídos de ella, no delatasen una aflicción posesiva, un fisgoneo incordiante de su parte. Pero las respuestas que obtuvo de los trabajadores que rastrillaban estiércol y plantaban tomates fueron menos reveladoras aún que sus preguntas.

—¿Has visto a Sylvie?

—¿Sylvie?

Como un eco. Una suerte de recato le impedía acercarse a George Ratón, porque quizá fuera a sus brazos adonde ella había huido, y de eso él no quería enterarse por George, no porque alguna vez hubiese percibido competencia de parte de su primo, o celos, pero, bueno, no le gustaba ninguna de las conversaciones que podía imaginar entre él y George sobre el tema. Empezó a sentir un terror pánico. Vio a George un par de veces, empujando dentro y fuera de los cobertizos de las cabras una carretilla, y lo estudió secretamente. Su aspecto parecía el de siempre.

Al anochecer cayó en un estado de furia e imaginó que ella, no contenta con haberlo plantado, había urdido por añadidura una conspiración de silencio para ocultar sus rastros. «Conspiración de silencio»..., «ocultar sus rastros», dijo en voz alta esa noche, más de una vez, a los muebles y adminículos del Dormitorio Plegable, ninguno de los cuales era ahora de Sylvie. (Sus pertenencias, en ese mismo momento, estaban provocando, una por una, en otro lugar, exclamaciones de asombro, a medida que eran extraídas, una por una, las talegas atadas con cordeles de los tres ladronzuelos carichatos de capuchas pardas que se habían encargado de sustraerlas; provocando las exclamaciones de asombro de vocecitas cantarinas a medida que iban siendo guardadas en un giboso baúl con remaches de hierro negro, en espera de que su dueña se presentase a reclamarlas.)

El segundo lugar

El camarero del Séptimo Santo, «nuestro» camarero, no apareció a trabajar esa noche ni la siguiente ni la siguiente, aunque Auberon iba allí noche tras noche para interrogarlo. El nuevo no sabía con exactitud qué le había pasado al otro. Se habrá ido a la Costa, tal vez. Se ha marchado, en todo caso. Auberon, no teniendo otro puesto mejor desde el cual ejercer su vigilancia cuando no podía ya soportar la espera en el Dormitorio Plegable o en la Alquería del Antiguo Fuero, pedía otro trago. Una de esas alteraciones periódicas en la vida de un bar se había producido últimamente entre la clientela. A medida que avanzaba la noche, reconocía a pocos parroquianos; parecían haber sido desplazados por una nueva hueste, una hueste que superficialmente se parecía sin duda a la que Sylvie y él habían conocido, y que de hecho era en todo sentido la misma gente, salvo que no lo eran. El único rostro familiar era el de León. Después de una lucha interior y varias ginebras, logró una pregunta casual.

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