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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (63 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Una sutura imprevista

Ariel Halcopéndola, en la Ciudad, también lo había percibido: un cambio, como una de las oleadas de calor de la menopausia, pero no algo que le sucediera a ella misma sino al mundo, al mundo entero. Un Cambio, entonces: no un cambio sino un Cambio, un Cambio atisbado rodando a lo largo del tiempo y el espacio, o el mundo que tropezaba con una gruesa e imprevista sutura en la trama inconsútil.

—¿Has sentido eso? —preguntó.

—¿Si he sentido qué, querida? —dijo Fred Savage, todavía disfrutando de los feroces titulares del periódico de ayer.

—Olvídalo —dijo Halcopéndola en voz baja, con aire pensativo—. Bueno, ahora las cartas. ¿Hay algo siquiera en las cartas? Piensa bien.

—El as de espadas invertido —dijo Fred Savage—. La reina de espadas en la ventana de tu alcoba, hecha una furia, como hembra que es. El valet de diamantes de nuevo en camino. Rey de corazones: ése soy yo, nena —y empezó a tararear una canción por entre sus dientes marfileños, mientras meneaba suave pero rítmicamente el trasero sobre el largo banco pulido a culo de la sala de espera.

Halcopéndola había acudido a la gran Terminal para consultar a este viejo oráculo suyo, sabiendo que casi cada noche, después del trabajo, se lo podía encontrar allí, confiando extrañas verdades a desconocidos; señalando con un índice obscuro, nudoso y pegoteado de tierra como una raíz ciertas noticias del periódico de ayer que tal vez los pasajeros que esperaban sus trenes cerca de él no habían leído; o discurseando sobre cómo la mujer que se viste con una piel adquiere las propensiones del animal, Halcopéndola se imaginaba a las tímidas muchachitas suburbanas que usaban pieles de conejo teñidas para que parecieran de lince, y se reía. De vez en cuando llevaba un bocadillo para compartirlo con Fred, siempre y cuando él comiera ese día. Habitualmente, ella siempre se iba de allí más sabia que cuando había llegado.

—Las cartas —dijo—. Las cartas y Russell Eigenblick.

—El tío ése —dijo Fred. Y durante un rato permaneció caviloso, abismado en sus pensamientos. Sacudía su periódico como si intentara expulsar de él alguna idea que lo perturbaba. Pero no se iba.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—Que me parta un rayo si ahora mismo no ha ocurrido un cambio —dijo Fred, alzando la vista—. Algo... ¿Qué dijiste que era?

—Yo no he dicho nada.

—Dijiste un nombre.

—Russell Eigenblick. En las cartas.

—En las cartas —repitió Fred. Dobló cuidadosamente su periódico—. Suficiente —dijo—. Con esto bastará.

—Dime —dijo ella—. Dime qué piensas.

Pero era inútil, ella lo había acuciado demasiado: pídele otro bis al gran virtuoso, y se pondrá petulante y esquivo. Fred se incorporó —en la medida en que era capaz de incorporarse, permaneciendo combado como un irónico signo de interrogación— y se tanteó los bolsillos buscando algo inexistente en ellos.

—Tengo que ir a ver a mi tío —dijo—. ¿No tendrías un pavo para el bus? ¿Algún pavo suelto o unos centavos?

De este a oeste

A través del inmenso vestíbulo abovedado de la Terminal, Halcopéndola se encaminó hacia la salida, no más sabia esta vez que cuando había venido, y más preocupada. Las multitudes que caminaban presurosas, arremolinándose en torno del santuario del reloj central, y estallando en olas contra las taquillas, parecían abstraídas, atribuladas, inciertas de su suerte: aunque si más que otro día cualquiera, ella no hubiera podido asegurarlo. Alzó la cabeza y miró la cúpula: palideciendo por la edad y la larga vigilia, el Zodíaco pintado en oro atravesaba al sesgo la bóveda azul-noche puntuado por lamparitas diminutas, muchas de ellas ya extinguidas. Sus pies acortaron el paso; la boca se le abrió: dio media vuelta mirando asombrada, sin poder creer lo que veía.

El Zodíaco corría a través de la cúpula en la dirección correcta, de este a oeste.

Imposible. Que el gran centro neurálgico de esa loca Urbe estuviese bajo la tutela de un Zodíaco que corría a la inversa del real había sido desde siempre una de sus humoradas favoritas: el error de un muralista ignaro en astrología o una alusión socarrona, acaso solapada, a la mala estrella de su Ciudad. Más de una vez se había preguntado qué desbarajustes se podrían producir si ella —con la debida premeditación— intentase atravesar la Terminal caminando hacia atrás bajo la mirada vigilante de ese cosmos invertido, pero por un sentido del decoro nunca se había decidido a hacer la prueba.

Y míralo ahora. Ahí estaba el carnero en su lugar preciso, y el toro sin sus cuartos posteriores, los gemelos y el cangrejo, el Rey León y la virgen, y la balanza de dos platillos. El escorpión haciendo equilibrio con la roja Antares clavada en su aguijón; el centauro con su arco, el aguatero con su cántaro. Y los dos peces unidos por las colas en un arco. Alrededor de ella —paralizada, boquiabierta— pasaban las muchedumbres, pasaban sin detenerse, como lo hacían alrededor de cualquier objeto inamovible. Sin embargo, su mirar hacia arriba —como en el viejo truco— era contagioso, y algunos alzaban la vista buscando la cosa inverosímil que ella veía, mas, como no podían verla, apuraban el paso y seguían su camino.

El carnero, el toro, los gemelos... No siempre habían estado en ese orden, ella los había visto dispuestos de otra manera, y luchaba por retener ese recuerdo, ya que parecían tan antiguos e inmutables como las constelaciones que representaban. Y además, ahora tenía miedo. Un Cambio: ¿y qué otros cambios habría de encontrar, allá afuera, en las calles; cuáles otros se cernirían, latentes, aún no manifiestos, en lo porvenir? ¿Qué, en todo caso, le estaba haciendo al mundo Russell Eigenblick; y por qué estaba ella tan segura de que, Comoquiera, era Russell Eigenblick quien tenía la culpa? Un carillón barítono sonó, melodioso, y sus ecos resonaron en torno de ella, absorta aún en su alucinada contemplación, no potentes pero claros, tranquilos como si poseyeran el secreto: el reloj de la Terminal dando una hora temprana de la madrugada.

¿Sylvie?

La misma hora estaba sonando en el campanario piramidal de un edificio suburbano que había construido Alexander Ratón, el único campanario de la Ciudad que daba las horas para informar a la población. Uno de los cuatro carillones de su melodía de cuatro notas nunca sonaba ahora, y el tañido de los otros, desperdigado por el viento o asordinado por el tráfico, sonaba caprichosamente allá abajo, en el laberinto de calles, de modo que habitualmente no prestaba ninguna utilidad, pero a Auberon (mientras quitaba trancas y abría cerrojos en una puerta de acceso a la Alquería del Antiguo Fuero) no le importaba de todos modos la hora que era. Echó una rápida mirada en torno para asegurarse de que no lo seguían ladrones. (Ya una vez había sido asaltado por dos mozalbetes quienes, puesto que no tenía dinero, le habían robado la botella de ginebra que llevaba, y quitado luego y arrojado al suelo su sombrero, para pisotearlo y patearlo con sus largos pies torcidos mientras escapaban.) Se deslizó en el zaguán, y cerró y trancó la puerta por dentro.

Por el pasillo, a través de un boquete dentado por ladrillos que George había practicado en la pared para dar acceso al edificio colindante, por ese pasillo, y escaleras arriba, asiéndose del pasamanos recubierto de espesas e incontables generaciones de pintura. A través de una ventana del vestíbulo a una escalera de incendio, un saludo con la mano a los alegres labriegos ya en actividad allá abajo con retoños y desplantadoras, y ya en otro edificio, otro pasillo, absurdamente estrecho y cerrado, familiar en su penumbra y acogedor pues conducía a casa. Se contempló al pasar en el coqueto espejo que Sylvie había colgado al final del pasillo, con la mesita ratona al pie y el jarro de flores secas, bien lindo. El picaporte se resistía a abrir la puerta.

—¿Sylvie? —Ella no estaba en casa.

No había regresado aún del trabajo, o estaría abajo quizá, ayudando en la huerta; o acabaría de salir, con el renacer del sol que despertaba la azul laguna isleña de su sangre. Buscó a tientas sus tres llaves y las escrutó en la obscuridad, con creciente impaciencia. La de cabeza ovoide para la cerradura superior, la de forma de clave para la del medio... ¡Oh, mierda! Una se le escurrió entre los dedos y con las rodillas y las manos tuvo que arrastrarse por el suelo, para buscarla entre la mugre antigua e irremediable que habita en todos los huecos y recovecos de la Ciudad. Ahí estaba, la grande y redonda, para la policía, que jamás les daría el gusto a los polis. ¡Jua, jua!

—¿Sylvie?

El Dormitorio Plegable parecía insólitamente espacioso y, pese a que el sol penetraba a raudales por todas sus ventanitas, Comoquiera no acogedor ¿Qué ocurría? La habitación parecía barrida, pero no ordenada; limpiada, mas no limpia. Faltaban montones de cosas, lo fue notando poco a poco. ¿Les habrían robado? Fue, cautelosamente, hasta la cocina. La colección de ungüentos y potingues de Sylvie, amontonados sobre la repisa del fregadero, había desaparecido. Sus champúes y cepillos para el pelo habían desaparecido. Todo desaparecido. Todo, excepto su vieja Gillette.

Y en la alcoba, lo mismo. Sus tótemes, sus cosas más bonitas, desaparecidos. La señorita de porcelana, la cara de una palidez mortal, los renegridos caracolillos pegados a las mejillas, cuya parte superior se separaba de la falda de volantes, ya que era en realidad un alhajero, desaparecida. Los sombreros colgados en el dorso de la puerta, desaparecidos todos. El sobre multicolor, repleto de papeles importantes y de instantáneas surtidas, desaparecido.

Abrió de un tirón la puerta del retrete. Sólo las perchas vacías que resonaron al chocar unas con otras, y su propio gabán abierto de mangas, sobresaltado, colgaban de la puerta, pero de ella allí no había nada, absolutamente nada.

Absolutamente nada.

Miró una vez en torno, miró otra vez, se quedó plantado, petrificado, en medio del suelo vacío.

—Se ha ido —murmuró.

Capítulo 1

Innumerables son los campos, las cavernas, los antros de la Memoria: imposible enumerarlos a todos así como la multiplicidad de los objetos que los llenan a rebosar. Entre ellos busco mi camino, hasta más allá de donde alcanzan mis fuerzas, y nunca encuentro el fin.

San Agustín
,
Confesiones

En la profunda obscuridad de cierta medianoche, la Doncella de Piedra golpeó con puño recio a la puertecita del Cosmo-Opticón, en el ático de la residencia urbana de Ariel Halcopéndola.

—El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro desea verla.

Sólo la luna, por detrás de la luna de azogue del Cosmo-Opticón, y el resplandor difuso de las luces de la Ciudad, iluminaban su firmamento de cristal; negruzcos en la penumbra, el Zodíaco y las constelaciones no eran legibles. Raro, pensó Halcopéndola, que (contrariando el orden natural) el Cosmo-Opticón sea inteligible, luminoso de día y obscuro por la noche, cuando la panoplia del firmamento real está en todo su apogeo... Se levantó y salió, sintiendo cómo la Tierra de hierro, con sus montañas y ríos esmaltados, rechinaba bajo sus pies.

El héroe ha despertado

Un año había transcurrido desde la noche en que, al alzar la vista, Ariel Halcopéndola descubriera que el orden trastocado en que siempre se desplazara el Zodíaco pintado en la bóveda azul-noche de la Terminal se había revertido y que avanzaba ahora en el sentido del mundo real. En ese año, más que nunca, había intensificado sus investigaciones acerca de la naturaleza y los orígenes de Russell Eigenblick, pese a que el Club había caído en un extraño silencio: en los últimos tiempos no le enviaban telegramas crípticos apremiándola, y si bien Fred Savage llegaba siempre puntualmente con sus honorarios, éstos no venían ya acompañados por las habituales misivas de estímulo o reproche. ¿Habrían perdido el interés?

De ser así, ella esperaba volver a despertarlo esa noche. Unos meses atrás, había encontrado una punta del ovillo; y no en sus búsquedas esotéricas, sino en cosas tan terrenales o sublunares como su vieja enciclopedia (Británica X), el sexto volumen de la Roma Medieval de Gregorovius y (un gran folio a dos columnas, que se cerraba con un candado diminuto) las Profecías del abate Joachim da Fiore. Seguir la pista hasta llegar a la certeza había, sí, requerido de todas sus artes, de afanosos esfuerzos y mucho tiempo. Ahora, sin embargo, no le quedaba ni la sombra de una duda. O sea, ella sabía Quién. No sabía Cómo, ni Por Qué; tampoco sabía más que antes quiénes eran esos hijos del Tiempo cuyo campeón podía ser Russell Eigenblick; no sabía dónde se hallaban las cartas en las que él decía estar, ni en qué sentido él estaba en ellas. Pero sabía Quién, y había convocado al Club para comunicarles la novedad. Los encontró ya instalados en los sillones y el sofá del atestado y penumbroso saloncito o estudio de la planta baja.

—Señores —dijo, asiendo a guisa de atril el respaldo de una alta silla de cuero—, hace dos años me encomendaron ustedes la tarea de descubrir la naturaleza y las intenciones de Russell Eigenblick. La espera ha sido desconsideradamente larga, pero creo que esta noche puedo al menos proporcionarles una identificación; una recomendación en cuanto a las medidas a adoptar me será más difícil. Si es que puedo sugerir alguna. Y aunque pudiese, tal vez ustedes, sí, incluso ustedes mismos, no estarán en condiciones de ponerla en práctica.

Hubo, en respuesta a sus palabras, un intercambio de miradas, más sutil que las que uno ve en un escenario, pero con el mismo efecto teatral de denotar sorpresa mutua e inquietud. Ya una vez se le había ocurrido a Halcopéndola pensar que los hombres con quienes trataba no eran el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, sino actores conchabados para que los representasen. Reprimió el pensamiento.

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