Hoy, sin embargo, en el brumoso amanecer del primer día de mayo, estaba obscuro, vago, no riguroso. Era sobre todo aire, no un aire de Ciudad, sino dulce y fragante por las exhalaciones de las hojas recién nacidas; y vaguedad y obscuridad era precisamente lo que Halcopéndola ahora buscaba.
Cuando estaba llegando al portón advirtió que había alguien de pie delante de él, aferrado a los barrotes y mirando con desesperanza hacia el interior, el reverso de un hombre encarcelado. Halcopéndola titubeó. La gente que deambulaba por las calles a esa hora era de dos especies: por un lado, obreros y oficinistas diligentes pero latosos, ya levantados, y por el otro, los impredecibles y los parias que habían pasado toda la noche en pie. Lo que asomaba por debajo del largo gabán de éste parecían ser las perneras de un pijama, pero Halcopéndola no coligió de este indicio que pudiera ser un madrugador. Adoptó, como lo más adecuado para la circunstancia, los aires de un gran dama, y sacando su llave, le pidió al hombre que la disculpara, que ella desearía abrir el portón.
—Ya era hora —dijo él.
—Oh, lo lamento —dijo ella; él se había ladeado apenas, expectante, y ella comprendió que tenía toda la intención de seguirla al interior—. Es un parque privado. Me temo que usted no podrá entrar. Es sólo para los que vivimos alrededor de él. Los que tenemos llave.
Ahora podía verle claramente la cara, la barba crecida a la desesperada, las arrugas ahondadas por la mugre; sin embargo era joven. Por encima de sus ojos truculentos y a la vez vacíos se extendía una única ceja.
—Eso es condenadamente injusto —dijo él—. Todos ellos tienen casas, ¿para qué demonios necesitan además un parque? —La miraba con rabia y frustración. Halcopéndola se preguntó si debería explicarle que no había más injusticia en que a él le estuviese vedada la entrada a ese parque que a las mansiones que lo circundaban. La forma en que él la miraba parecía requerir alguna disculpa; o quizá la injusticia que lo sublevaba fuese la de naturaleza universal e incontestable, la que a Fred Savage le encantaba sacar a relucir, y ésa no requería explicaciones espurias o
ad hoc
.
—
Bueno —dijo, como a menudo le decía a Fred.
—Cuando tu propio bisabuelo ha sido quien construyó la puñetera cosa. —Alzó la cabeza y, entrecerrando los ojos, caviló un momento.— Mi retarabuelo. —Con súbita determinación, sacó del bolsillo de su gabán un guante, se lo calzó (el dedo mayor emergió, largo y desnudo, de un descosido) y empezó a refregar los renuevos de hiedra y el polvo que obscurecían una placa atornillada al soportal de rústica piedra roja del portón.— ¿Ve? ¡Maldito sea! —La placa decía (Halcopéndola tardó un momento en reaccionar, sorprendida por no haberla visto nunca, la historia completa de la arquitectura Beaux Arts podía haber estado expuesta en su recargado frente romano y en los elaborados herrajes que la aseguraban): «Ratón Bebeagua Piedra 1900».
No, no era un chiflado. Los habitantes de las ciudades en general, y Halcopéndola en particular, poseen un sentido infalible de la diferencia —sutil pero real— entre los imposibles delirios del loco y las igualmente imposibles pero absolutamente verdaderas historias de los perdidos y los condenados.
—¿Cuál eres tú —preguntó—, el Ratón, el Bebeagua o la Piedra?
—Sospecho que usted ni se imagina —dijo Auberon— lo imposible que es hallar un poco de paz y sosiego en esta ciudad. ¿Le parezco acaso un vagabundo?
—Bueno... —dijo ella.
—El hecho es que uno no puede sentarse en el puñetero banco de un parque, o en un umbral, sin que una decena de borrachínes y fanfarrones se le junten alrededor como paridos a la vez de un soplo. A contarle su vida. A pasar una botella de mano en mano. Compinches. ¿Tiene usted alguna idea de cuántos vagabundos son maricas? Montones. Es sorprendente. —Dijo que era sorprendente, pero parecía pensar que era tan sólo lo que cabía esperar, y no por ello menos exasperante.— Paz y sosiego —dijo otra vez, en un tono que denotaba un anhelo tan genuino, un ansia tal de los parterres de tulipanes y los umbríos senderos húmedos de rocío del pequeño parque, que ella dijo:
—Bueno, supongo que se puede hacer una excepción. Para un descendiente del constructor. —Hizo girar la llave en la cerradura y abrió el portón. Él permaneció un momento inmóvil, pensativo, como ante las nacarinas puertas del paraíso; luego entró.
Una vez dentro, su furia pareció aplacarse, y Halcopéndola, aunque no había sido ésa su intención, echó a andar junto a él por aquellos senderos caprichosamente curvos que siempre parecían conducir hacia el interior pero que en realidad siempre se las ingeniaban para encaminar de regreso a la salida. Ella conocía el secreto de esos senderos —que consistía, claro está, en elegir, para internarse, aquellos que parecían llevar a los contornos—, y, con gestos sutiles, guió los pasos de ambos en esa dirección. Los senderos, aunque parecieran hacer lo contrario, los condujeron hasta donde se alzaba —en el centro del parque— una especie de templete o pabellón, un cobertizo, en realidad, para las herramientas, suponía Halcopéndola. Árboles gigantescos y arbustos añosos disimulaban la pequeñez casi miniaturesca de aquella construcción; desde ciertos ángulos parecía ser el pórtico o la esquina visible de una gran mansión; y, aunque el parque era pequeño, desde allí, desde el centro, la ciudad circundante, gracias a algún artificio de la arboleda y la perspectiva, era prácticamente invisible. Ella le hizo notar esa singularidad.
—Sí —dijo él—. Cuanto más se interna uno en él, más grande se vuelve. ¿Tomaría un trago? —Sacó del bolsillo una botella chata y transparente.
—Temprano para mí —dijo Halcopéndola. Fascinada, lo observó destapar la botella y echar un largo trago a través de un garguero sin duda insensible ya de tan curtido y lacerado. Y la sorprendió verlo enseguida sacudido por temblores involuntarios, la cara contraída de asco como lo estaría la suya si se hubiese embuchado semejante trago. Sólo un principiante, pensó. Un niño apenas, en realidad. Supuso que debía de tener una pena secreta, y ella se complacía en contemplarla: era precisamente el cambio que necesitaba para tomar distancia de aquella enormidad con que había estado debatiéndose.
Se sentaron juntos en un banco. El joven secó el cuello de la botella con la manga, la volvió a tapar con cuidado y la deslizó suavemente en el bolsillo de su gabán marrón. Es curioso, pensó ella, que ese vidrio y el claro líquido cruel puedan ser tan consoladores, contemplados con tanta ternura.
—¿Qué demonios se supone que es esto? —dijo él.
Estaban frente al edificio de piedra cuadrangular que Halcopéndola suponía era un cobertizo de herramientas u otra dependencia, disfrazado de pabellón o barraca en miniatura de un parque de atracciones.
—No lo sé exactamente —dijo ella—, pero los relieves que hay en él representan las Cuatro Estaciones. Una en cada lado.
La que en ese momento tenían delante era la Primavera, una doncella griega torneando una pieza de alfarería con la ayuda de una herramienta antigua muy semejante a una trulla, y en la otra mano una plántula. Un corderito mamón yacía acurrucado a sus pies y, como ella, parecía confiado, expectante, candido. Era una obra de una ejecución casi perfecta en todos sus detalles; variando la profundidad de la talla y los relieves, el artista había creado una impresión de campiñas distantes recién roturadas y aves migratorias en vuelo, regresando en busca de calor. La vida cotidiana en el mundo antiguo. No se parecía a ninguna primavera que ocurriera jamás en la Ciudad, pero era sin embargo la Primavera. Y más de una vez Halcopéndola la había empleado como tal. Durante un tiempo, se había preguntado por qué razón la casita no estaría centrada en su parcela de terreno, haciendo escuadra con las calles que rodeaban el parque, y había comprendido luego, al cabo de cierta reflexión, que estaba orientada de acuerdo con los puntos cardinales: el Invierno mirando al norte y el Verano al sur, la Primavera al este y el Otoño al oeste. Era fácil olvidar, en la Ciudad, que el norte apuntaba sólo muy aproximadamente hacia los barrios residenciales de la zona alta, aunque no fácil para Halcopéndola, y al parecer también este arquitecto había considerado importante una orientación exacta. Por esta razón ella simpatizaba con él. Y hasta le sonrió al joven sentado a su lado, un supuesto descendiente, pese a que parecía una criatura urbana, incapaz de distinguir un solsticio de un equinoccio.
—¿Para qué sirve? —preguntó él en voz baja pero truculenta.
—Es útil —respondió Halcopéndola—. Para recordar cosas.
—¿Qué?
—Bueno —dijo ella—. Supongamos que quisieras recordar cierto año, un año determinado, y el orden en que se sucedieron en él los acontecimientos. Podrías memorizar estos cuatro paneles y usar los objetos representados en ellos como símbolos de los sucesos que deseas evocar. Si quisieras recordar que cierta persona fue enterrada en la primavera, bueno, ahí está la pala.
—¿La pala?
—Bueno, esa herramienta para excavar.
Él la miró con desconfianza.
—¿Pero no es todo eso un poco morboso?
—Era un ejemplo.
Por un momento, él contemplaba con recelo a la doncella como si en verdad estuviese a punto de recordarle alguna cosa, alguna cosa desagradable.
—La plantita —dijo al cabo— podría ser alguna cosa que surgió en la primavera. Un trabajo. Alguna esperanza.
—Ésa es la idea.
—Y que luego se marchita.
—O da frutos.
Él permaneció un largo rato pensativo; sacó su botella y repitió exactamente su ritual, aunque esta vez con menos muecas.
—¿Por qué será —dijo, la voz enronquecida por la ginebra— que la gente quiere recordarlo todo? La vida es aquí y ahora. El pasado está muerto.
Ella no contestó nada.
—Recuerdos. Sistemas. Todo el mundo escrutando viejos álbumes, mazos de cartas. Si no están recordando, están vaticinando. ¿Para qué?
Un viejo cencerro tintineó en los salones de Halcopéndola.
—¿Cartas? —dijo.
—Hurgando el pasado —dijo él, los ojos siempre fijos en la Primavera—. ¿Acaso eso lo hará retornar?
—Sólo lo ordenará. —Ella sabía que, por muy racionales que pudieran parecer, las personas como él, las que viven en la calle, no están constituidas de la misma manera que las que habitan en casas. Que tienen una razón para estar donde están, expresada en una peculiar aprehensión de las cosas, una ausencia total de compromiso con el mundo ordinario y lo que en él acontece, a menudo involuntaria. Sabía que no debía acosarlo a preguntas, insistir en un tema, pues ese camino, como los senderos de este parque, sólo la alejaría de lo que le interesaba conocer. Pero ahora no quería por nada del mundo perder el contacto.— La Memoria puede ser un arte —sentenció en un tono profesoral—. Lo mismo que la arquitectura. Creo que esto lo habría comprendido tu antepasado.
Él enarcó las cejas y los hombros como diciendo: Quién sabe o a quién le importa.
—La arquitectura —dijo ella— no es otra cosa que memoria petrificada. Un hombre eminente dijo esto.
—Hum.
—Muchos grandes pensadores del pasado —cómo había adoptado ese tono magisterial, ella no lo sabía, pero al parecer no podía abandonarlo y, por lo demás, parecía cautivar a su interlocutor— creían que la mente es una casa en la que están guardados los recuerdos del hombre; y que el método más sencillo para evocarlos consiste en imaginar una arquitectura, y luego distribuir en las distintas dependencias imaginadas por el arquitecto símbolos de lo que se desea recordar. —Bueno, con seguridad esto lo ha desorientado, pensó; pero el muchacho, al cabo de un momento de reflexión, dijo:
—Como el tipo enterrado con la pala.
—Exactamente.
—Estúpido —dijo él.
—Puedo darte un ejemplo mejor.
—Hum.
Le dio el famoso ejemplo de una causa criminal de Quintiliano, sustituyendo libremente los símbolos antiguos por modernos y distribuyéndolos por los distintos sectores del pequeño parque. La cabeza del joven giraba sin cesar de lado a lado a medida que ella, sin necesidad de mirar, disponía esto aquí, aquello allá.
—En el tercer lugar —dijo— ponemos un autito de juguete roto, para recordar que la licencia del conductor está vencida. En el cuarto lugar, esa especie de arcada ahí detrás de ti, a la izquierda, colgamos a un hombre, a un negro, digamos, todo vestido de blanco, con los zapatos en punta colgando hacia abajo, y encima de él un letrero: INRI.
—Para qué demonios.
—Vivido. Concreto. El juez ha dicho: a menos que poseas la prueba documentada, perderás la causa. El negro vestido de blanco significa que se posee la prueba por escrito.
—En blanco y negro.
—Eso es. Y el hecho de que el hombre esté colgado significa que hemos conseguido esa prueba en blanco y negro, y el letrero, que es eso lo que nos salvará.
—Santísimo Dios.
—Suena espantosamente complicado, lo sé. Y supongo que en realidad no es más útil que un cuaderno de notas.
—¿Para qué, entonces, toda esa patraña? No lo entiendo.
—Porque —dijo ella con cautela, intuyendo que él, pese a su aparente truculencia, la comprendía muy bien— puede ocurrir, si practicas este arte, que los símbolos que dispones uno al lado del otro se modifiquen por sí mismos sin que tú lo hayas querido, y que la próxima vez que los invoques, puedan decirte algo nuevo y revelador, algo que tú no sabías que sabías. De la adecuada disposición de lo que
sí
sabes puede emerger espontáneamente lo que no sabes. Ésta es la ventaja de un sistema. La memoria es fluida y vaga. Los sistemas son precisos y articulados. La razón los aprehende mejor. Éste ha de ser sin duda el caso de las cartas de que tú hablabas.
—¿Cartas?
—Tú hablaste de alguien que se pasaba las horas escrutando un mazo de cartas.
—Mi tía. No tía
mía
en realidad —como si renegara de ella—. La tía de mi abuelo. Ella tenía esas cartas. Las extendía, las estudiaba. Huroneando el pasado. Vaticinando cosas.
—¿Tarot?
—¿Hum?
—¿Eran las cartas del Tarot? Ya sabes, el colgado, la papisa, la torre...
—No lo sé. ¿Cómo podría saberlo
yo
? A
mí
nadie me explicó nunca nada. —Rencoroso.— No recuerdo
esas
figuras, sin embargo.
—¿De dónde provenían?
—Yo qué sé. De Inglaterra, supongo, puesto que eran de Violet.