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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (62 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Mensajeros Alados —anunció.

La puerta se entreabrió apenas. Una luz extraña, la luminosidad dorada de un paisaje estival, parecía filtrarse desde el otro lado a través del resquicio. Una mano muy larga, muy nudosa, apareció y asió el batiente de la puerta para abrirla un poco más. Y una cara sonrientísima asomó.

—¿Mensajero Alado? —dijo Sylvie.

—¿Sí? ¿De qué se trata? ¿Qué podemos hacer por ti? —Era el hombre que había visto antes pintando el número en la puerta, o alguien igualito a él; o era el hombre que la había mandado allí. O igualito a él.

—Paquete para usted —dijo.

—Aja. —Con la misma imperturbable sonrisa, el hombrecito abrió un poco más la puerta para que Sylvie pudiese agacharse y pasar.— Adelante, pues.

—¿Está usted seguro —dijo ella echando una mirada incierta hacia el interior— de que es aquí donde me mandaron venir?

—Oh, claro que sí.

—Caray. Sí que es pequeño aquí dentro.

—Oh, sí que lo es. ¿Quieres entrar, por favor?

El Bosque Agreste

Por las mismas calles de mayo, al anochecer, rumbeando un poco a la deriva hacia la Alquería del Antiguo Fuero a través de la repentina, flamante primavera, Auberon pensaba en la fama, en la fortuna, en el amor. Había estado en las oficinas de la empresa que creaba y financiaba la producción de «Un Mundo en Otraparte» y varios otros engendros menos afortunados. Allí había depositado en las manos manicuradas de un hombre extremadamente cordial pero un tanto ausente, no mucho mayor que él, los guiones para dos episodios imaginarios del famoso culebrón. Lo habían agasajado con café, y el hombre joven (que no parecía tener entre manos mucho que hacer) se había explayado en vaguedades acerca de la televisión, la escritura de guiones, la producción; cifras de dinero astronómicas fueron mencionadas y aludidos al pasar los arcanos del negocio; Auberon trataba de no mostrarse asombrado por las primeras, y asentía con aire de conocedor ante los segundos, aunque muy poco había entendido del tema. Y por último, con encarecidas invitaciones de que se diera una vueltecita en cualquier momento, lo habían despedido, acompañado hasta la puerta por una recepcionista y una secretaria de una belleza casi legendaria.

Asombroso y prodigioso. Panoramas inverosímiles se abrían ante Auberon en medio del gentío y el bullicio de la calle. Los guiones, inventados por él y Sylvie en largas noches de regocijada y febril colaboración, eran buenos, estaban bien tramados, tenían suspenso y emoción; no exquisitos de ver, sin duda, mecanografiados como lo fueran en la prehistórica máquina de George; qué importaba eso; qué podía importar, su futuro aparecía pródigo en dispendiosos equipos de oficina, en comidas abundantes, en secretarias de primera, en trabajo y más trabajo para ganar los premios fabulosos. Él arrebataría, de entre las garras del dragón que moraba en el secreto corazón del Bosque Agreste, el precioso tesoro que la bestia custodiaba.

El Bosque Agreste; sí. Antaño, él lo sabía, en los tiempos en que Federico Barbarroja era emperador de Occidente, el Bosque Agreste comenzaba del otro lado de las vallas de troncos de las aldeas, más allá de las lindes de las tierras cultivadas; el corazón del Bosque, donde habitaban lobos y osos, y brujas en cabañas evanescentes, dragones, gigantes. Dentro del poblado, todo era racional, ordinario: allí había seguridad, vecinos, fuego, alimentos y todo el bienestar que un hombre podía ambicionar. Era del otro lado, en el Bosque Agreste, donde te podía acontecer cualquier cosa, donde podías tener cualquier aventura: era allí donde arriesgabas la vida a cada instante.

Pero ya no. Ahora todo se había trastocado. Allá, en Bosquedelinde, la noche no albergaba terrores; los bosques eran mansos, sonrientes, confortables. Él ignoraba si en Bosquedelinde, en las tantísimas puertas de la casa, funcionaría aún algún cerrojo; a decir verdad, él nunca había visto ninguna cerrada con cerrojo. En las noches calurosas, solía dormir a cielo abierto en los porches, e incluso en el bosque, prestando oído a los rumores y al silencio. No, era en estas calles donde uno veía lobos, reales o imaginados, aquí donde uno trancaba sus puertas contra las asechanzas de cualquier criatura aterradora que pudiera andar merodeando Allá Afuera, como trancaban antaño las de sus cabañas los habitantes de los bosques; se contaban historias espeluznantes de lo que podía acontecer aquí después de la caída del sol; aquí tenías las aventuras, ganabas las recompensas, aquí aprendías a vivir con el terror en la garganta y a apoderarte del tesoro; este lugar, sí, era ahora el Bosque Agreste, y Auberon era un habitante del bosque.

¡Sí! La codicia del tesoro le infundía coraje, y el coraje lo hacía fuerte; errante, armado, cabalgaba a través del gentío; que los débiles sucumbieran, él no lo haría. Pensaba en Sylvie, astuta como un zorro, criada en los bosques aunque nacida en la seguridad complaciente de una isla tropical. Ella conocía este lugar; su codicia era tan inmensa como la de él, más, y su astucia no le iba a la zaga. ¡Qué par! Y pensar que tan sólo unas semanas antes parecían, los dos, atrapados en el fondo de una trampa mortal, desencontrados en un enmarañado matorral sin salida, a punto de separarse. Separarse. ¡A qué albures, por Dios, no se exponía ella! ¡Y las bazas, qué míseras eran!

Ahora, sin embargo, él podía creer, en este momento, esta noche, podía creer, sí, que envejecerían juntos. El goce que obtenían el uno del otro, en suspenso durante todo aquel marzo frío y amargo, había vuelto a florecer, lozano y vivaz como apretados racimos de amargón. Esa misma mañana ella había llegado con retraso a su empleo por una razón, una nueva razón: retrasada, porque cierto complicado proceso había tenido que ser llevado hasta su rotunda y feliz culminación. Oh, Dios, los excesos fabulosos que se exigían, uno de otro, y los descansos que requerían esos excesos, una vida podía consumirse en los unos, y luego en los otros, él hubiera dicho que la suya se había consumido casi por completo esa mañana. Y sin embargo, sin fin: él sentía que podía ser, no veía razón alguna para que no lo fuese. Se detuvo en la mitad de un cruce, sonriente, ciego: los latidos de su corazón resonaban como acuñados en oro mientras revivía momento a momento esa mañana dentro del pecho. Un camión bramó junto a él, un camión desesperado por no perder la señal luminosa, su señal, que Auberon estaba burlando. Auberon se apartó de un salto y el conductor le gritó algo insultante pero ininteligible. Ciego de amor, aplastado, pensó Auberon (riendo, ya a salvo en la otra acera), así me moriré, atropellado por un camión cuando desbordado de lujuria y de amor no sepa dónde estoy.

Adoptó un paso rápido de Ciudad, sin dejar de sonreír pero procurando estar alerta. Ten cuidado. Al fin y al cabo..., pensó, pero no llegó a completar su pensamiento, porque en ese mismo instante sobrevino, estallando en la avenida, calle abajo, o trepando veloz por las calles laterales o descendiendo del cielo balsámico como una tonelada de risas estridentes, un algo que era como un ruido pero no era un ruido: la bomba que una vez cayera sobre él y Sylvie, pero el doble de aquélla, o muchísimo más grande; pasó rodando por encima de él, quizá el camión que había estado a punto de arrollarlo, y sin embargo parecía estallar desde dentro de él, de su persona. Alejándose de él como un vendaval, calle arriba, dejándolo partido en dos, la cosa parecía abrir a su paso o llevar en su seno un vacío que tiraba de las ropas de Auberon y le desordenaba el cabello. No obstante, sus pies seguían pisando el suelo, normales, como siempre —la cosa no tenía poder para dañarlo, al menos físicamente—, pero la sonrisa había desaparecido de su rostro.

Caray, esta vez ellos se lo han tomado en serio: eso fue lo que pensó. Pero no supo por qué lo pensó, ni qué cosa era la que habían tomado en serio ni, para el caso, quiénes suponía él que eran ellos.

Esto es una guerra

En ese mismo momento, lejos, en el oeste, en un Estado cuyo nombre empieza con I, Russell Eigenblick, el Orador, se disponía a levantarse de su silla tijera para arengar a otra inmensa multitud. Tenía en las manos un pequeño mazo de fichas, un eructo con sabor a pimienta en la garganta (otra vez pollo a la
king
) y un dolor lacerante en la pierna izquierda, justo debajo del glúteo. No se sentía particularmente justificado. Esa mañana, en los establos de sus adinerados anfitriones, había montado a caballo y trotando apaciblemente alrededor de un picadero. Posando así para los fotógrafos, había parecido un hombre seguro de sí mismo (como siempre) y un poco demasiado pequeño (como siempre hoy en día; antaño, su estatura había sido muy superior a la media). Luego, lo habían inducido a galopar a través de campos y praderas tan alambrados y pulcros como los de sus antiguas cacerías. Un error, sin duda. Él no había explicado que habían pasado siglos desde que por última vez montara un caballo; era como si últimamente hubiese perdido la fuerza para resistirse a esas incitaciones tan provocativas. Ahora se preguntaba si una antiestética cojera no echaría a perder su ascensión al estrado.

Hasta cuándo, hasta cuándo, pensaba. No es que le hurtara el cuerpo al trabajo, ni que tomara a mal las vejaciones que le eran inherentes. Pero las soeces intimidades de esta era, las palmadas en los hombros, las cogidas de brazos, esas cosas en realidad no lo molestaban. Nunca se había atenido demasiado a las formalidades. Él era un hombre práctico (o creía serlo) y si eso era lo que su pueblo (ya pensaba en ellos en esos términos) pedía de él, él podía brindarlo. Un hombre que sin una queja había dormido entre los lobos de Turingia y los escorpiones de Palestina, podía soportar moteles, servir a dueñas de casa cincuentonas, sestear en aviones. Sólo que había veces (como ahora) en que la extrañeza de su largo viaje, demasiado imposible de comprender, lo fatigaba; y el inmenso y tan familiar deseo de dormir lo atraía, lo tentaba; ansiaba reclinar una vez más la pesada cabeza en los hombros de sus camaradas, y cerrar los ojos.

De sólo pensarlo, los ojos empezaban a cerrársele.

De pronto sobrevino, deflagrando en todas direcciones, desde su punto de origen, la cosa que Auberon había percibido u oído en la Ciudad; una cosa que por un momento trocó al mundo en una seda tornasol, o alteró en un instante las aguas del tafetán de su trama. Una bomba, había pensado Auberon; Eigenblick supo que no era una bomba sino un bombardeo.

Fue como si un poderoso reconstituyente se difundiera de súbito a través de sus venas. Su cansancio se desvaneció. Oyó las palabras finales de encomio de su presentador y, como movido por un resorte, saltó de su asiento, los ojos chispeantes, la boca sonriente. Con un ademán teatral echó a volar, mientras subía al estrado, el manojo de notas que había preparado para esta Alocución; ante ese gesto, la inmensa multitud jadeó y estalló en vítores. Eigenblick asió con ambas manos los cantos del atril, inclinó el torso hacia delante, y gritó hacia los micrófonos que jadeaban ante él ávidos de sus palabras:

—¡Vuestra vida debe cambiar!

Una ola de estupefacción, la ola de su voz amplificada, inundó a la muchedumbre, la enardeció y, rebotando contra la pared del fondo, refluyó hacia él en ruidosa rompiente.

—¡Vuestra vida! ¡Debe! ¡Cambiar! —La ola fluyó otra vez encrespada sobre ellos, un tsunami.

Eigenblick, ufano, avasallante, parecía mirar a cada uno a los ojos, penetrar en el corazón de cada uno: y ellos lo sabían, además. Las palabras bullían en su mente, se tejían en frases, pelotones, regimientos contra los que era inútil cualquier resistencia. Las dejó en libertad.

—¡Los preparativos han tocado a su fin, la suerte está echada, las posturas están en arca, las fichas sobre el tapete! Todo cuanto vosotros más temíais ha acontecido ya. Vuestros enemigos más ancestrales son ahora la mano que empuña el látigo. ¿A quién habréis de recurrir? Vuestra fortaleza es una ruina, vuestra armadura es papel, vuestra risa de antaño es un quejido en vuestra garganta. Nada..., nada es como vosotros suponíais que era. Habéis sido víctimas de un terrible engaño. Mirabais encandilados un espejo suponiendo que era la larga continuación del antiguo camino, pero el camino no se continúa, ¡se cierra en un callejón, sin salida! ¡Vuestra vida debe cambiar!

Irguió el torso. Vientos tan fragorosos soplaban en el Tiempo que le costaba escuchar su propia voz. En aquellos vientos cabalgaban, en armas, los héroes, montados al fin, silfos en atavío de combate, huestes cabalgando por el aire. Y en tanto arengaba a su inmenso y alelado auditorio, en tanto los apostrofaba y fustigaba, Eigenblick sentía estallar las bridas de su continencia, y se sentía emerger, al fin, íntegro y libre. Como si hubiese en un momento crecido en demasía para un caparazón viejo y gastado, lo sintió partirse en dos y abrirse. Hizo una pausa, hasta que tuvo la certeza de haberse desprendido de él por completo. La multitud contuvo el aliento. La nueva voz de Eigenblick, potente, grave, insinuante, los hizo estremecerse al unísono.

—Bueno.
Vosotros
no lo sabíais. Oh, no. ¿Cómo
vosotros
ibais a saberlo? Nunca lo
pensasteis
. Nunca jamás. Nunca
os pasó por la imaginación
. —Se inclinó hacia delante, envolviéndolos a todos en una mirada arrasadora, como un padre terrible, hablando con rapidez, como si lanzara una maldición:— Y bien, esta vez no habrá perdón. Esta vez se ha colmado la medida. Vosotros veis eso seguramente, seguramente lo sabíais desde siempre. Quizá, en lo más recóndito de vuestro corazón, si os permitisteis sospechar alguna vez que esto sucedería, y lo sospechabais, sí, lo sospechabais, esperaríais que acaso una vez más, que una vez más habría, por inmerecida que fuese, misericordia; otra oportunidad, por muy torpemente desaprovechadas que hubieran sido todas las otras oportunidades; que en última instancia seríais ignorados, vosotros, sólo vosotros excluidos, inadvertidos, olvidados, libres de culpas en medio de los fragores de la catástrofe en que sucumbirían todos los demás. ¡No! ¡Esta vez no!

—¡No! ¡No! —Ellos le gritaban a él, aterrorizados; él estaba conmovido, un profundo amor ante la impotencia de ellos, una profunda piedad por su situación lo embargaba y lo hacía sentirse poderoso y fuerte.

—No —dijo con dulzura, arrullándolos, meciéndolos en los brazos de su cólera y de su piedad insondables—, no, no; Arturo duerme su sueño en Avalon; no hay para vosotros ningún paladín, ninguna esperanza; no tenéis otro remedio que rendiros, ¿acaso no lo veis?; sí que lo veis; ¿o no? Rendiros: ésa es vuestra única posibilidad; mostrar vuestra lanza herrumbrosa, inservible como una de juguete; mostraros vosotros, desvalidos, inocentes de cualesquiera de las causas o consecuencias de esta situación, envejecidos, confundidos, débiles como niños de pecho. Y sin embargo. Y sin embargo. Impotentes y dignos de lástima como sois —tendió hacia ellos con extrema lentitud brazos misericordiosos, ahora podía contenerlos a todos, y confortarlos—, ansiosos como estáis por complacer, desbordantes de amor, pidiendo con las más dulces lágrimas en vuestros ojos tan sólo misericordia, implorando paz; sin embargo, sin embargo. —Los brazos descendieron, las enormes manos aferraron una vez más el atril como si fuese un arma, una vasta hoguera estalló en el pecho de Russell Eigenblick, una horripilante gratitud se apoderó de él cuando pudo por fin inclinarse sobre aquellos micrófonos y proclamar:— Y sin embargo esto no despertará su piedad, ninguna piedad, porque no la hay en ellos; ni detendrá sus armas mortíferas, porque ya han sido disparadas, ni cambiará nada, nada en absoluto: porque esto es una guerra. —Inclinó un poco más la cabeza, más se aproximaron sus labios de sátiro a los horrorizados micrófonos, y su murmullo resonó, atronador:— Damas y caballeros, ESTO ES UNA GUERRA.

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