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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (60 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Rumiando una resolución heroica, trepó otra vez a la cama. Se tapó con las mantas, mirando fija, acusadoramente al vacío. Obscuro, dormido, lejano pero parte de su sustancia misma, su Destino era irrenunciable, de eso había podido enterarse. Pero estaba cansada de esperar. Ni un solo rasgo de él podía discernir, salvo que Auberon estaba en él (pero no esta miseria; y, Comoquiera, tampoco
este
Auberon), pero ahora ella lo descubriría. Ya.

—Bueno —dijo, y adoptó, con los brazos cruzados bajo las mantas, una actitud resuelta. Ella no iba a esperar más. Conocería su Destino y empezaría a vivirlo, o se moriría; lo sacaría a la rastra, de viva fuerza, de ese futuro en el que se ocultaba.

Auberon, mientras tanto, caminaba, chapoteando, hacia el mercado del Buho Nocturno (sorprendido de descubrir que era domingo y que ningún otro local estaba abierto, ¿qué son los fines de semana para los pobres y los desocupados?) a través de la nieve virginal e impoluta tan sólo a esa hora, su primera pisada iniciando la larga desfloración que la convertiría en un lodazal repugnante, más negro que blanco. Se sentía malhumorado, o mejor dicho, furioso, pese a que al despedirse había besado a Sylvie tiernamente, y a que dentro de diez minutos, cuando regresara, la volvería a besar con igual ternura. ¿Por qué no reconocía ella al menos su ecuanimidad de carácter, su talante siempre conciliador, siempre complaciente? ¿O creía ella acaso que era fácil conservar la calma, esconder una natural indignación detrás de una respuesta afable, y cada vez, cada una y otra y otra vez? ¿Y qué compensación obtenía él por sus esfuerzos? Si hasta le pegaría, a veces. Le gustaría, sí, darle una buena bofetada, para que se le bajaran un poco los humos, para que viera hasta dónde se había agotado su paciencia. Oh, Dios, qué horrible el sólo pensarlo.

La felicidad, había llegado a comprender, o al menos su felicidad, era una estación, y en esa estación Sylvie era el tiempo. Un tema del que todos dentro de él hablaban, entre ellos, sin que ninguno pudiera hacer nada para remediarlo, tan sólo esperar, esperar hasta que cambiase. La estación de su felicidad era la primavera, una primavera larga, tímida, voluble, tan a menudo esquiva como solícita y dadivosa, como cualquier primavera: y sin embargo, primavera. Si de algo estaba seguro, era de eso. Pateó la nieve aguachenta. Segurísimo.

Deambuló un rato, indeciso, entre las pocas y costosas mercancías que ofrecía el Buho Nocturno —uno de esos locales que mantienen una existencia marginal permaneciendo abiertos los domingos y hasta horas tardías— y cuando hubo hecho su elección (dos clases de zumos exóticos para el paladar tropical de Sylvie, para que le perdonase por haberla abofeteado) sacó su billetera y la encontró vacía. Como en el chiste archimanido, hubiera podido salir de ella una polilla, volando displicente. Se escarbó todos sus bolsillos, por dentro y por fuera, ante la mirada (y el terrible juicio mudo) del cajero, y al fin, aunque teniendo que renunciar a uno de los zumos, reunió el importe en plata fundida y níqueles pelusientos.

—¿Y ahora? —dijo cuando, con los hombros y el sombrero cubiertos de nieve, abrió la puerta del Dormitorio Plegable y encontró a Sylvie en la cama—. ¿Echando una siestecita?

—Déjame en paz —dijo ella—. Estoy pensando.

—Pensando, huy. —Llevó la empapada bolsa de papel a la cocina y anduvo un rato entretenido preparando una sopa y unas galletas, pero cuando se las ofreció a Sylvie, ella las rechazó: durante el resto de ese día no consiguió, en verdad, arrancarle una sola palabra, y Auberon, recordando la veta de locura familiar, sintió pavor. Paciente, mimoso, le hablaba con dulzura, pero el alma de ella se retraía, huyendo de sus palabras como de un filo cortante.

Al fin, no le quedó otro remedio que sentarse (en el estudio imaginario, trasladado ahora a la cocina, ya que la cama permanecía abierta y ocupada) a esperar, y a pensar en qué otros mimos podía prodigarle, y en la ingratitud, en tanto ella se revolvía en la cama, y de a ratos dormitaba. Y el invierno recrudecía. Nubarrones negros, bajos, cegaban el cielo; a un relámpago respondían nuevos relámpagos; rugía el viento norte; caía, incesante, una lluvia fría.

Que siga el amor

—¡Un momento! —dijo la señora Sotomonte—. ¡Un momento! Aquí pasa algo raro, en alguna parte se ha soltado una lazada. ¿No percibís eso?

—Lo percibimos —respondieron todos los allí reunidos.

—Llegó el invierno —dijo la señora Sotomonte—, y eso era lo natural, pero después...

—¡La primavera! —gritaron ellos a coro.

—Demasiado pronto, demasiado pronto. —Con los nudillos, se daba golpecitos en la sien. Un punto escapado, si se lo podía encontrar, tenía arreglo: de cierta latitud para deshacer embrollos ella disponía; pero ¿dónde, a lo largo del largo, larguísimo trayecto habría acontecido? ¿O acaso (su mirada recorrió, avizora, el largo tramo de Cuento que se desplegaba desde lo porvenir con la gracia serena y resuelta de una serpiente enjoyada), o acaso estaría aún por acontecer?— Ayudadme, hijos —dijo.

—Te ayudaremos —dijeron ellos, en todas sus diversas voces.

Ése era el problema: si lo que era preciso descubrir se hallara en lo aún-por-ser, entonces a ellos les sería fácil descubrirlo. Lo difícil de guardar en la memoria era lo ya-sido. Así se dan las cosas para los seres que son inmortales, o casi: aunque conocen el futuro, el pasado es obscuro para ellos: más allá del año presente está la puerta hacia los eones pretéritos, una extensión de tiempo crepuscular alumbrada por antorchas solemnes. Así como Sophie con sus cartas escudriñaba un futuro desconocido, palpando ansiosa la tenue membrana que la separaba de él, tanteando aquí y allá para percibir las formas en paulatino avance de las cosas por venir, así la señora Sotomonte tanteaba a ciegas las cosas que ya habían sido, tratando de descubrir la forma de lo que andaba mal.

—Había un único hijo varón —dijo.

—Un único hijo varón —corearon ellos, pensando con ahínco.

—Y se marchó a la Ciudad.

—Y aún allí está —terció el señor Bosques.

—Claro, claro que sí —dijo la señora Sotomonte—. Aún allí está.

—Y no se moverá, ni su deber cumplirá: antes de amor morir se dejará. —El señor Sotomonte se ciñó con sus manos largas la descarnada rodilla.— Puede ser que este invierno continúe, para nunca acabar.

—Nunca acabar —dijo la señora Sotomonte. En su ojo temblaba una lágrima—. Sí, sí, eso es justamente lo que parece.

—No, no —dijeron ellos, viéndolo así. La lluvia glacial azotó los profundos ventanucos de la casa, llorando de dolor, los árboles fustigaron con sus ramas al viento implacable, el Ratón de Campo cayó preso en las fauces desesperadas del Zorro Rojo.— Piensa, piensa —dijeron ellos.

Ella se golpeó de nuevo la sien, mas nadie respondía. Se levantó, y ellos se apartaron.

—Necesito consejo —dijo—, eso es todo.

Las aguas tenebrosas del estanque de la montaña acababan de deshelarse, aunque unas aristas de hielo sobresalían cerca de sus márgenes como piedras rotas; en una de ellas se detuvo la señora Sotomonte y envió a las honduras su llamado.

Soñoliento, entumecido, demasiado frío para enfurecerse, el Abuelo Trucha subió desde las sombrías profundidades.

—Déjame en paz —dijo.

—Responde —dijo ella con dureza—, o te castigaré con rigor.

—Qué —dijo él.

—Ese chico en la Ciudad —dijo la señora Sotomonte—. Biznieto tuyo. De allí no se moverá, ni su deber cumplirá: antes morir de amor se dejará.

—Amor —dijo el Abuelo Trucha—. No queda en la tierra una fuerza más poderosa que el amor.

—A los demás no seguirá.

—Deja entonces que siga al amor.

—Hm —murmuró la señora Sotomonte, y luego—. Hummmmm. —Se puso el pulgar sobre el mentón y con el índice a lo largo de la mejilla, apoyó el codo en el hueco de su otra mano.— Bueno, tal vez le convenga tener una Consorte.

—Sí —dijo el Abuelo Trucha.

—Sólo como acicate, y para mantener vivo su interés.

—Sí.

—No es bueno estar solo para el hombre.

—No —dijo el Abuelo Trucha, aunque si en aprobación o lo contrario, no era fácil saberlo cuando la palabra brotaba de la boca de un pez—. Y ahora déjame dormir.

—¡Sí! —dijo ella—. ¡Sí, claro que sí, una Consorte! ¡En qué habré estado pensando yo! ¡Sí! —A cada palabra su voz se engrandecía. El Abuelo Trucha, atemorizado, se zambulló precipitadamente, y el hielo mismo se alejó, disgregándose bajo los pies de la señora Sotomonte cuando, con una voz de trueno, gritó:— ¡Sí!

—¡Amor! —les dijo a los otros—. ¡No en el Fue, no en el Será, sino Ahora!

—¡Amor! —gritaron todos. La señora Sotomonte abrió de golpe un baúl jiboso guarnecido con herrajes negros y empezó a revolver su contenido. Encontró lo que buscaba, lo envolvió primorosamente en papel blanco, lo ató con una cuerda roja y blanca, untó con cera las puntas de la cuerda para impedir que se deshilacharan, buscó pluma y tinta y, sobre la encorvada espalda del señor Bosques escribió una dirección: todo en menos tiempo del que tardaría en pensarlo.

—Que siga al amor —dijo, cuando el paquete estuvo listo—. Y entonces vendrá. Lo quiera o no lo quiera.

—Ahhhh —dijeron todos, y empezaron a dispersarse, conversando en voz baja.

—No lo querrás creer —le dijo Sylvie a Auberon, entrando como una tromba por la puerta del Dormitorio Plegable—, pero he conseguido un trabajo. —Había estado ausente todo el día. Tenía las mejillas enrojecidas por el viento de marzo, le brillaban los ojos.

—Bravo. —Se rió, sorprendido, complacido.— ¿Tu Destino?

—Al carajo mi destino —dijo ella. Arrancó de su percha el conjunto teñido de color café y lo tiró al cubo de la basura—. No más pretextos. —Sacó los botines de todo andar, una rebeca, una bufanda. Dejó caer los zapatos al suelo.— Tendré que abrigarme —dijo—. Empiezo mañana. No más pretextos.

—Hoy es un buen día —dijo él—. Día de los Tontos.

—Justo mi día —dijo ella—. Mi día de suerte.

Él la alzó, riendo. Era el primer día de abril. Y ella percibió, en su abrazo, un algo que era a la vez sentimiento de alivio, alivio por un peligro evitado, y el presentimiento de ese mismo peligro, y los ojos se le llenaron de lágrimas al comprender lo segura que se sentía entre sus brazos, y lo frágil que era al mismo tiempo esa seguridad.


Papo
—dijo—, eres maravilloso. De verdad, de verdad, no hay otro como tú.

—Pero a ver, cuéntame —dijo él—. Cuéntame. ¿Qué trabajo es ése?

Ella sonrió con picardía, apretándose contra él.

—No lo querrás creer —dijo.

Capítulo 4

A mi parecer, no hay en la Religión imposibilidades suficientes para una fe activa.

Thomas Browne

En las minúsculas oficinas del Servicio de Mensajeros Alados había: una especie de baranda o mostrador detrás del cual estaba sentado el recepcionista, mascando eternamente un cigarro apagado, enchufando y desenchufando las clavijas del intercomunicador de subagencias más viejo del mundo y vociferando «Alados» en el micrófono de sus auriculares; una hilera de cenicientas sillas plegadizas de metal en las que aquellos mensajeros que momentáneamente no andaban de recorrida se hallaban sentados, algunos tan silenciosos e inertes como máquinas desenchufadas, otros (como Fred Savage y Sylvie) en animada conversación; un enorme y anticuado televisor, inaccesible sobre una plataforma suspendida en el aire por medio de cadenas, y encendido a perpetuidad (Sylvie, cuando no andaba correteando, pillaba algún episodio suelto de «Un Mundo en Otraparte»); unas cuantas urnas repletas de ceniza y colillas de cigarrillos; un reloj marrón craquelado, registrador de entradas y salidas; un despacho-trastienda conteniendo un jefe, su secretario y de vez en cuando un vendedor de buen talante pero de mal ver; una puerta de metal con una tranca; ninguna ventana.

Sucederían más cosas

No era un sitio en el que a Sylvie le apeteciera estarse las horas muertas. En su desangelada, inhóspita, flúorescente sordidez, reconocía demasiados otros en los que había tenido que pasar buena parte de su infancia: las salas de espera de hospitales y hospicios, las comisarías, las oficinas de bienestar social, lugares donde se congregaban multitudes de rostros y cuerpos pobremente vestidos, se dispersaban, otros los reemplazaban. Ella, por fortuna, no tenía que esperar allí mucho tiempo: el Servicio de Mensajeros Alados seguía teniendo tanto trabajo como siempre, y una vez fuera, en las frías calles primaverales, empaquetada en sus botas de trabajo y su rebeca con capucha (tal cual, le decía a Auberon, un marimacho quinceañero, pero lindísima), podía ganar tiempo, deleitándose entre las muchedumbres, en las oficinas lujosas, con los secretarios variopintos (soberbios, malhumorados, melifluos; negligentes; afables) a quienes entregaba, de quienes recibía. «¡Mensajeros Alados!», les gritaba, no había tiempo que perder. «¡Firme aquí, por favor!» Y a la calle, en ascensores repletos de caballeros bien trajeados y voces delicadas que salían a almorzar, o de energúmenos que regresaban palmoteándose los hombros y gritando a voz en cuello. Aunque ella nunca llegaría a familiarizarse con el centro como lo conocía Fred Savage —cada acceso subterráneo, cada pasadizo, cada edificio que, con la fachada principal en una avenida, evacuara por otra, ahorrándole al que andaba de a pie cincuenta metros de caminata—, en lo esencial, por supuesto, se daba maña, y descubría atajos; y tomaba a derecha e izquierda, arriba y abajo, con una seguridad de la que se sentía orgullosa.

Cierto día de principios de mayo que había amanecido lluvioso (Fred Savage llevaba puesto un enorme chambergo envuelto en plástico), estaba sentada en el borde de su silla cruzando y descruzando nerviosamente las piernas, la derecha sobre la izquierda, la izquierda sobre la derecha, mirando «Un Mundo en Otraparte» y esperando que gritasen su nombre.


Ese
tío —le explicaba a Fred— es el que pretendía ser el padre de la criatura cuyo verdadero padre era el otro, el que se divorció de la mujer que se enamoró de la muchacha que chocó el auto que dejó tullido al crío que vivía en la casa que se construyó
este
tío.

—Mm —murmuró Fred. Los ojos de Sylvie no se apartaban de la pantalla ni sus oídos de la historia, pero Fred sólo tenía ojos para Sylvie.

—Éste es él —dijo Sylvie en el momento en que la escena cambió para mostrar a un hombre de cabello lacio que tomaba café mientras estudiaba en silencio, durante un rato interminable una carta dirigida a otra persona, tratando evidentemente de decidir si se atrevería a abrirla. Desde fines de abril, le dijo Sylvie a Fred, había estado luchando con esa tentación.

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