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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (64 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Todos nosotros conocemos —prosiguió— esas leyendas presentes en muchas mitologías, de un héroe inmolado en el campo de batalla por el enemigo, o víctima de otro trágico fin, de quien se dice sin embargo que no está realmente muerto, y vive, exiliado, en algún lugar, una isla, una gruta, una nube, donde duerme un sueño secular; y del que habrá de despertar, en una hora de extrema necesidad de su pueblo, para acudir en su auxilio con sus paladines, y reinar sobre ellos a lo largo de una nueva Edad de Oro.
Rex Quondam et Futurus
. Arturo, en Avalon; Sikander en algún lugar de Persia; Cuchulain, aquí o allá, en uno sí y otro no cenagal o peñascal de Irlanda; el propio Jesucristo.

»Todas esas leyendas, aunque conmovedoras, sin duda, son falsas. Ninguna de las penurias de su pueblo ha despertado a Arturo; Cuchulain puede dormir mientras el suyo se desangra desde hace siglos en una encarnizada lucha fratricida; el Segundo Advenimiento, anunciado continuamente, se retrasa hasta más allá de la muerte virtual de la Iglesia que tanto contaba con él. No, cualquier cosa que la nueva Era del Mundo pueda traer consigo (y esa era está sin duda latente en lo por venir), no habrá de ser el retorno de un héroe cuyo nombre nosotros conozcamos. Sin embargo... —Titubeó, asaltada por una duda repentina. Dicha en voz alta, la revelación que se disponía a hacer a sus oyentes parecería aún más absurda. Hasta se ruborizó, avergonzada, cuando prosiguió:— Sin embargo, se da la circunstancia de que una de esas historias es verídica. No es una de las que habríamos pensado jamás que pudiera serlo, aun cuando se tratara de una que soliéramos recordar y narrar, y que por cierto no es; la historia y su héroe han caído casi en el olvido. No obstante, sabemos que es verídica porque su inevitable conclusión ha sobrevivido: el héroe ha despertado. Y ese héroe es Russell Eigenblick.

La bomba cayó entre sus oyentes menos dramáticamente de lo que ella había esperado. Los sintió retraerse. Vio, o percibió, que el cuello se les envaraba, que la barbilla se les replegaba, dubitativamente, sobre la pechera de la fina camisa de seda. No le quedaba más remedio que continuar.

—Puede que ustedes se pregunten, como me lo he preguntado yo, para ayudar a qué pueblo ha retornado Russell Eigenblick. Nosotros como pueblo somos demasiado jóvenes para haber cultivado leyendas parecidas a las que se cuentan sobre Arturo, y quizá demasiado fatuos para haber sentido la necesidad de inventarnos una. Lo cierto es, en todo caso, que ninguna se cuenta de los llamados padres de nuestra nación; la idea de que uno de esos nobles señores no esté muerto, sino que duerma su sueño secular en los montes Ozark, supongamos, o en las Montañas Rocosas, es divertida, pero nadie ni nada la sustenta, en ninguna parte. Sólo el Piel Roja, sí, sólo el desdeñado Piel Roja, el que invoca en sus danzas a sus ancestros y sus espíritus protectores, posee una historia y una memoria lo suficientemente larga como para contar con un héroe de esa especie; pero los indios parecen sentir por Russell Eigenblick tan poco interés como nuestros presidentes; y tan poco, para el caso, como el que él parece sentir por ellos. ¿De qué pueblo, entonces?

»La respuesta es: de ningún pueblo. No de un pueblo sino de un Imperio. Un Imperio que podría, y lo hizo una vez, englobar sin distinciones, a cualquier pueblo o pueblos, y que tuvo una vida, y una corona, y fronteras y capitales de la más extrema mutabilidad. Ustedes recordarán sin duda la célebre ironía de Voltaire: que no era ni sacro, ni romano, ni tampoco un imperio. Sin embargo, en cierto sentido existió hasta que (como lo hemos pensado) en su último emperador, Francisco II, renunció al título en 1806. Bien: lo que yo creo, señores, es que el Sacro Imperio Romano tampoco entonces feneció. Que continuó existiendo. Que pervivió como una ameba, cambiando de forma, reptando, expandiéndose, contrayéndose; y que mientras Russell Eigenblick dormía su largo sueño (exactamente ochocientos años, según mi cálculo), mientras, en verdad, todos nosotros dormíamos, ha reptado y se ha desplazado, cambiando de forma, y a la deriva, como los continentes, hasta que hoy está situado aquí, aquí mismo donde nosotros nos hallamos. Cómo, exactamente, habría que demarcar sus contornos, no tengo la más remota idea, aunque sospecho que pueden ser idénticas a las de esta nación. En todo caso, nosotros estamos, no me cabe duda, dentro de él. Esta ciudad puede incluso ser su Capital: aunque probablemente sólo su Ciudad Capitana.

Había dejado de observar a sus oyentes.

—¿Y Russell Eigenblick? —preguntó a la nada—. En una época, él fue su emperador. No el primero, que fue, por supuesto, Carlomagno (sobre el cual se contó durante cierto tiempo la misma historia de sueño y despertar), ni el último, ni siquiera el más insigne. Vigoroso, sí; perspicaz; inestable de temperamento; no un hábil gobernante; infatigable, pero rara vez victorioso, en la guerra. Fue él, dicho sea de paso, quien agregó lo de «sacro» al nombre de su Imperio. Hacia 1190 decidió, con el Imperio prácticamente en paz, y de momento no hostigado por el papa, emprender una cruzada. Los Infieles sólo brevemente soportaron su acoso: ganó una o dos batallas, y entonces, cuando vadeaba un río en Armenia, se cayó del caballo y, entorpecido por el peso de su armadura, no pudo salvarse. Murió ahogado. Eso dice Gregorovius, entre otras autoridades.

»Los germanos, sin embargo, al cabo de numerosos reveses ulteriores, llegaron a la conclusión de que eso no era cierto. Que no había perecido. Que tan sólo dormía, quizá al pie del Kyffhauser, en las Montañas Harz (todavía hoy se señala el lugar a los turistas), o tal vez en Domdaniel, en el mar, o dondequiera que sea, pero que volverá, sí, un día volverá: acudirá en auxilio de sus amados germanos, y conducirá las armas germanas a la victoria, y a un imperio germano a la gloria. La horrible historia de Alemania en el último siglo puede ser la persecución de este sueño vano. Aunque en realidad ese emperador, pese a su nacimiento y su nombre, no era germano. Fue emperador de todo el mundo, o al menos de toda la Cristiandad. Fue el heredero del galo Carlomagno y del César romano. Y ahora, él, al igual que sus antiguas fronteras, ha cambiado, mas no por ello ha cambiado sus lealtades, tan sólo su nombre. Señores, Russell Eigenblick es el Santo Emperador Romano Federico Barbarroja, sí,
die alte Barbarossa
, que ha despertado de su sueño para reinar a lo largo de esta tardía y extraña era de su Imperio.

Esta última frase la había pronunciado alzando la voz, en medio de una creciente ola de murmullos y protestas de sus oyentes, que habían empezado a ponerse de pie.

—¡Absurdo! —dijo uno.

—¡Ridículo! —dijo otro, como un salivazo.

—¿Quiere usted decir, Halcopéndola —dijo un tercero, más razonablemente—, que Russell Eigenblick cree ser este emperador redivivo y que...?

—De quién él cree ser, no tengo la más remota idea —dijo Halcopéndola—. Sólo les estoy diciendo quién es en realidad.

—Entonces contésteme usted a esto —dijo el mismo miembro, mientras alzaba la mano para acallar el alboroto que había suscitado la insistencia de Halcopéndola—, ¿Por qué vuelve precisamente ahora? ¿No dijo usted que estos héroes retornan en la hora de extrema necesidad de su pueblo, y todo lo demás?

—Tradicionalmente es lo que se dice de ellos, sí.

—Entonces, ¿por qué ahora? Si ese fútil Imperio ha permanecido emboscado durante tanto tiempo...

Halcopéndola bajó la vista.

—Dije que hacer una recomendación me sería difícil. Me temo que haya piezas esenciales de este rompecabezas que aún no están a mi alcance.

—¿Como ser?

—Como ser —dijo Halcopéndola— esas cartas de que habla él. No puedo ahora explicar mis razones, pero necesito ver esas cartas, y manipularlas... —Hubo un impaciente descruzar y recruzar de piernas. Alguien preguntó por qué.— Yo supuse —dijo ella— que ustedes necesitarían conocer su fuerza. Sus posibilidades. Qué momentos él considera propicios. Lo que está claro, señores, es que si ustedes se proponen eliminarlo, más vale que sepan si el Tiempo está a favor de ustedes o de él; y si no están ustedes alistándose en vano contra lo inevitable.

—Y usted no puede decírnoslo.

—Me temo que no. Todavía.

—No tiene importancia —dijo el miembro presente más antiguo, poniéndose de pie—. Yo me temo, Halcopéndola, que al haber usted prolongado tanto sus investigaciones sobre este caso, hemos tenido nosotros mismos que tomar una decisión. Esta noche hemos venido a relevarla a usted de cualquier obligación futura.

—Hm —dijo Halcopéndola.

El miembro más antiguo sonrió con indulgencia.

—Y en mi opinión, no creo que sus revelaciones de esta noche tengan el peso suficiente para alterar la situación. Si mal no recuerdo, la historia nos dice que el Sacro Imperio Romano nunca tuvo mucho que ver con la vida de los pueblos que supuestamente englobaba. ¿Digo bien? A los verdaderos gobernantes les gustaba tener el poder Imperial en sus manos, o bajo su control, pero de todos modos hacían lo que ellos querían.

—A menudo fue así.

—De acuerdo, entonces. El curso que hemos decidido seguir era acertado. Si Russell Eigenblick resulta ser en algún sentido ese emperador, o si convence de ello a un suficiente número de personas (advierto, dicho sea de paso, que posterga sin cesar el anuncio de quién es él, exactamente, gran misterio), en ese caso puede sernos más útil que lo contrario.

—¿Puedo preguntar —dijo Halcopéndola, mientras le hacía seña de que entrase a la Doncella de Piedra, que, inmóvil y silenciosa como una momia, esperaba en el quicio de la puerta con una bandeja de copas y un botellón— qué curso han decidido seguir?

Sonriendo, los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro volvieron a ocupar sus asientos.

—Adopción —dijo uno de ellos, uno de los que más vigorosamente habían rebatido las conclusiones de Halcopéndola—. El poder de ciertos charlatanes no tiene por qué ser desdeñado. Esto lo hemos aprendido en las manifestaciones y disturbios del verano pasado. Los tumultos en la Iglesia de Todas las Calles. Etcétera. Ese poder, desde luego, es casi siempre poco duradero. No es auténtico poder. Puro viento. Una tormenta de verano. Y ellos lo saben, además...

—Pero —dijo otro—, cuando se introduce a alguien como él en las esferas del
verdadero
poder, cuando se le promete una participación en él, se escuchan sus opiniones, se halaga su vanidad...

—Entonces puede ser enrolado. Puede ser utilizado, para decirlo francamente.

—Ya lo ve usted —dijo el miembro más antiguo, rehusando con un ademán los licores que le ofrecían—: en resumidas cuentas, Russell Eigenblick no tiene ningún poder real, ni adeptos poderosos. Unos cuantos payasos en camisas de colorines, unos pocos devotos. Su oratoria conmueve; pero ¿quién se acuerda al día siguiente? Si despertara grandes odios, o reavivara antiguos resentimientos... Pero no lo hace. Es pura vaguedad. Bien: nosotros le ofreceremos aliados verdaderos. Él no tiene ninguno. Aceptará. Tenemos señuelos para tentarlo. Será nuestro. Y más que útil podría resultar, además.

—Hum —dijo una vez más Halcopéndola. Educada como había sido en la más pura de las ciencias, en la más alta esfera del saber, nunca había gustado del engaño y la evasión. Que Russell Eigenblick no tenía aliados era, en todo caso, cierto. Que era un instrumento en las manos de fuerzas más poderosas, menos nombrables, más insidiosas de lo que el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro podía imaginar, ella debería en justicia informarles: aunque ni ella misma pudiese aún nombrar a esas fuerzas. Pero había sido relevada del caso. Y de todas maneras —pudo verlo en la secreta sonrisa de sus rostros— probablemente no la escucharían. No obstante, un rubor intenso, por lo que les ocultaba, le subió a las mejillas, y dijo—: Creo que voy a beber una gota de esto. ¿Nadie quiere acompañarme?

—Desde luego —dijo uno de los miembros, observándola de cerca mientras ella le llenaba su copa—, no tendrá que devolver los honorarios.

Ella le agradeció con un gesto.

—¿Cuándo, exactamente, piensan poner el plan en ejecución?

—De hoy en una semana —dijo el miembro más antiguo— tenemos una reunión con él en su hotel. —Se levantó y miró en derredor, listo para retirarse. Los que habían aceptado licores vaciaron sus copas de un trago.— Lamento —dijo el miembro más antiguo— que después de todos sus desvelos hayamos tomado nuestras propias decisiones.

—En realidad da lo mismo —dijo Halcopéndola sin levantarse.

Ellos intercambiaron miradas —ahora todos de pie— con aquel aire inconvincente, que esta vez expresaba duda meditativa o meditación dubitativa, y sin pronunciar palabra se despidieron de ella. Uno, en el momento en que salían, esperó de viva voz que Halcopéndola no se hubiese ofendido, y los otros, mientras se introducían en sus respectivos automóviles, consideraron tal posibilidad, y las consecuencias que podría tener para ellos.

Halcopéndola, ya a solas, también la consideró.

Relevada de sus obligaciones para con el Club, era una investigadora independiente. Si un nuevo Imperio antiguo estaba resurgiendo en el mundo, no pudo por menos que pensar, con él se abrirían más vastas e inéditas perspectivas para sus poderes. Halcopéndola no era inmune a las tentaciones del poder: los grandes magos rara vez lo son.

Sin embargo no se acercaba ninguna Nueva Era. Y tal vez esas fuerzas (cualesquiera que fuesen) de las que Russell Eigenblick era el instrumento, no fueran tan poderosas como las que el Club podía esgrimir contra ellas.

¿De qué lado, entonces, suponiendo que pudiese determinar qué lado era cual, debería estar ella?

Observó los arcos que formaba su brandy en las paredes de la copa. De aquí una semana... Hizo sonar la campanilla para llamar a la Doncella de Piedra, le ordenó que preparase café, y se preparó ella para una larga noche de trabajo: ahora eran demasiado escasas para malgastar una durmiendo.

Una pena secreta

Agotada por el esfuerzo infructuoso, bajó un poco antes del alba y salió a la calle vocinglera de pájaros.

Enfrente de su alta y angosta residencia había un pequeño parque que antaño había sido público pero que ahora estaba clausurado; sólo los residentes de las mansiones y clubes privados que daban a el, contemplándolo con plácidos sentimientos posesivos, tenían llaves de los portones de hierro forjado. Halcopéndola tenía una. El parque, sobrecargado de estatuas, surtidores, pilas para pájaros y otras extravagancias por el estilo, rara vez le ayudaba a reponer sus energías, ya que ella lo había utilizado a menudo como una especie de cuaderno de notas, bosquejando con trazos rápidos en su contorno solar una dinastía china o una matesis hermética, ninguna de las cuales (por supuesto) podía ahora olvidar.

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