—¿Has visto a Sylvie?
—¿Sylvie?
Bien podía ser, desde luego, que León la estuviese ocultando en algún apartamento de la parte alta de la ciudad. Podía ser que se hubiera ido a la Costa con Víctor, el que servía en la barra. Sentado en su banqueta noche tras noche delante del ventanal color caramelo, viendo afuera pasar el gentío, fabulaba éstas y algunas otras explicaciones de lo que le había acontecido a Sylvie, unas placenteras para él, otras enloquecedoras. Fundamentaba cada una en causas sembradas en el pasado, y en una resolución: lo que ella haría y diría, y lo que haría y diría él. Todas, a la larga, se ponían rancias, y él, como un pastelero sin suerte, las retiraba, bonitas aún pero invendibles, de su escaparate, y las reemplazaba por otras. En eso estaba el viernes siguiente a su desaparición, el local repleto de gente alegre, más decidida a divertirse, más exquisita que la clientela diurna (aunque no estaba seguro de que no fuesen los mismos). Sentado en su banqueta como en una roca solitaria en medio del turbulento y espumoso flujo y reflujo de esa marea humana. La fragancia dulzona de los licores se mezclaba con la mezcla de sus perfumes, y todos ellos juntos producían el susurrante sonido marino que, cuando él se convirtiese en un escritor de guiones para la TV aprendería a llamar «uala». Uala uala uala. A lo lejos los camareros servían banquetes, descorchando botellas, disponiendo cubiertos. Un hombre algo mayor, con las sienes plateadas menos por la edad al parecer que por la elección, pero con un aire de ruina sutil en su elegancia, le servía vino a una mujer morena y risueña, tocada con un sombrero de ala ancha.
La mujer era Sylvie.
Una de las explicaciones de su desaparición que se le habían ocurrido era el horror que le causaba a ella su pobreza: a menudo había dicho, mientras manoteaba furiosamente sus vestidos de baratillo y sus alhajas de bisutería, o reformaba un conjunto, que lo que a ella le hacía falta era un viejo rico, que si tuviera agallas se haría buscona —es que mira, ¡mira estos trapos, hombre!—. Él miraba ahora sus trapos, nada que le hubiera visto antes, el sombrero que le ocultaba la cara era de terciopelo, el vestido cortado con elegancia; la luz de la lámpara descendía, como guiada en esa dirección, hacia el pronunciado escote e iluminaba la ambarina redondez de su pecho; él podía verla desde donde estaba sentado. Una delicada redondez.
¿Debería marcharse? ¿Podría acaso? La confusión lo obnubilaba. Ellos habían dejado de reírse, y ahora levantaban las copas, llenas de un vino pálido, y sus miradas se encontraban en un brindis voluptuoso. Santo Dios, qué desparpajo traerlo aquí. El hombre sacó del interior de su chaqueta un estuche oblongo, y lo abrió para ella. Contendría joyas, sin duda, joyas glaciales azules y blancas. No, era una pitillera. Ella cogió un cigarrillo y él se lo encendió. Antes que la manera característica que ella tenía de fumar sus ocasionales cigarrillos —tan peculiar como su risa, como sus pisadas— pudiese atormentarlo, una muchedumbre irrumpió en el local, interponiéndose entre ellos. Cuando se dispersó el gentío, la vio tomar su bolso (nuevo también) y levantarse. Al retrete. Escondió la cabeza. Ella tendría que pasar por donde él estaba. ¿Huir? No: alguna forma habría, pensó, tenía que haber, pero sólo segundos para encontrarla. Oh. Hola. ¿Hola? ¡Hooo-la! Qué casualidad... Su corazón había enloquecido. Habiendo calculado el momento en que ella debería pasar, volvió el rostro, un rostro sereno, supuso él, los desenfrenados latidos de su corazón, invisibles.
¿Dónde estaba? Le pareció que una mujer que en ese momento pasaba a su lado con un sombrero negro era ella, pero no, no era. Ella había desaparecido. ¿Habría apresurado el paso al pasar junto a él? ¿Ocultándose de él? Tendría que pasar de nuevo a su lado, al volver. Ahora él estaría en guardia. Tal vez se marcharía, muerta de vergüenza, se escabulliría dejando al señor Rico plantado con la cuenta y sin favores. La mujer que por un momento pensó que era ella —vista de cerca años y pulgadas diferente, con expertos tambaleos y gangosos disculpe usted— volvía ahora abriéndose paso entre los apiñados grupos de exquisitos e iba a sentarse nuevamente con el señor Rico.
Cómo pudo pensar siquiera por un instante... De ascua, su corazón se trocó en fría escoria. El excitante uala del bar se dibujó en ecos de silencio, y Auberon tuvo una súbita y horrenda premonición, como un ovillo de cuerda mental que rodara y se desenroscara enloquecidamente, de lo que esa visión significaba, y de lo que en adelante sería, debería ser, de él; y alzó una mano temblorosa para alertar al camarero, mientras con la otra empujaba urgentemente a través de la barra unos billetes.
Se levantó de su banco en el parque. A medida que crecía la luz de la mañana, que la Urbe se abalanzaba contra ese enclave de paz, empezaban a llegar, vocingleros, los ruidos del tráfico. Sin reticencias ahora, y con una extraña esperanza en el corazón, avanzó alrededor de la casita en la dirección del sol, y se sentó otra vez, delante del Verano.
Baco y sus acólitos; el flaccido odre de vino y el clarobscuro bajo la enramada. El fauno que persigue, la ninfa que huye. Sí: así era, así había sido, así sería. Y al pie de esa escena de total lasitud, había una especie de fuente, uno de esos surtidores en los que el agua mana de la boca de un león o un delfín; sólo que éste no era un león ni un delfín sino la cara de un hombre, un medallón de dolor, una máscara trágica coronada por una cabellera de serpientes; y el agua no brotaba de su boca tragigrotesca sino de sus ojos, deslizándosele en un goteo lento y constante por las mejillas y el mentón, hasta un espumajoso estanque. Producía, al caer, un canturreo agradable.
Mientras tanto, Halcopéndola había bajado a la guarida subterránea de su automóvil, y se había deslizado en el asiento que siempre la esperaba, tapizado con un cuero tan suave como el de los guantes sin dorso que en ese momento se calzaba. El volante de madera, torneado a la medida de su puño y pulido por sus manos, hizo girar en retroceso la longilínea figura lobuna enfilándola directamente hacia fuera; la puerta del garaje se abrió con un tableteo, y el zumbido del coche se abrió en abanico hacia el aire de mayo.
Violet Zarzales. John Bebeagua. Esos dos nombres formaron un salón, un salón donde, en pesados macetones de pie, púrpura y terracota, crecían cortaderas pampeanas, y de cuyas paredes empapeladas con flores de lis colgaban dibujos de Ricketts; con los cortinados corridos para una sesión. En las estanterías de madera de cerezo habitaban Gurdjieff y otros farsantes. ¿Cómo algo tan trascendente como una era del mundo podría allí nacer, o fenecer? Mientras avanzaba rumbo al norte a paso de caballo de ajedrez, como la obligaba a hacerlo el embotellamiento, y sus neumáticos impacientes salpicaban chorros de suciedad, ella reflexionaba: sin embargo, tal vez pudiera ser; tal vez ellos, durante todos esos años, habían guardado un secreto, y un secreto importantísimo, por añadidura; tal vez ella, Halcopéndola, había estado a punto de cometer un error garrafal. No sería la primera vez... El tráfico se aligeró cuando Halcopéndola enfiló por la ancha carretera del norte; su automóvil, ganando velocidad, empezó a deslizarse a través de ella como una aguja a través de un lienzo gastado. Las indicaciones del muchacho habían sido estrafalarias y errátiles, pero Halcopéndola, que las había imprimido convenientemente, cada una en su sitio, en un tablero Monopolio plegadizo que para ese uso guardaba en su memoria, no las olvidaría.
La sed que el Alma apura
reclama un elixir divino;
mas, pudiera yo de Jove libar el néctar
por el vuestro jamás lo trocaría.
Ben Jonson
La Tierra giraba, rotunda, su redondez, escorando el pequeño parque en tanto Auberon permanecía sentado uno, dos, tres días más, de cara al cielo y al sol inmutable. Los días templados eran ya más frecuentes, y el calor, aunque nunca del todo acompasado a la progresiva traslación de la Tierra, era ahora más constante, menos antojadizo, pronto imposible de esquivar. Auberon, trabajando con ahínco, apenas si lo notaba: ni siquiera se había quitado el gabán; había dejado de creer en la primavera, y un poquito de calor no lograría convencerlo. Persevera, persevera.
Lo difícil era, como lo había sido siempre, pensar, reflexionar lúcida y honestamente en lo que había sucedido, y sacar conclusiones que tuviesen en cuenta todos los aspectos, que fueran maduras: ser objetivo. Había multitudes de razones por las cuales ella pudo haberlo abandonado, él lo sabía demasiado bien; sus defectos, tan numerosos como las piedras que pavimentaban estos senderos, estaban tan arraigados en él y eran tan punzantes como las espinas de ese zarzal en flor. Al fin y al cabo, no había en la muerte del amor ningún misterio, ningún misterio a no ser el misterio mismo del amor, que era inmenso, sin duda, pero real, tan real como la hierba, tan natural e inexplicable como el crecimiento de la rama, la eclosión de la flor.
No, que ella lo hubiese abandonado era triste, y un enigma; pero lo insano, lo enloquecedor era su desaparición. ¿Cómo pudo desaparecer sin dejar rastros? Él la había imaginado secuestrada, asesinada; la había imaginado tramando su propia desaparición con el único propósito de enloquecerlo de terror y desesperación, pero ¿por qué habría querido ella hacerle eso? Loco de furia, frenético, había abordado al fin, incapaz de seguir aguantando, a George Ratón: «Vamos, dime tú, hijo de puta, dónde está, qué has hecho con ella», para ver su propia locura reflejada en el inocente miedo de su primo mientras le decía: «Momento, momento», y buscaba a tientas entre sus trastos un viejo bate de béisbol. No, él no había procedido, en sus indagaciones, como un hombre en su sano juicio, pero ¿qué demonios podía esperarse que hiciera?
¿Qué demonios podía esperarse que hiciera cuando, después de dos ginebras en el Séptimo Santo, la veía pasar de largo en medio del gentío del otro lado del ventanal, y, después de cinco, la encontraba sentada en la banqueta de al lado?
Una única gira por el Harlem hispano, donde había visto réplicas de ella en una docena de esquinas, con la cintura al aire bajo corpiños tropicales, empujando cochecitos de bebé, mascando chicle en portales atestados —rosas morenas todas ellas y ninguna de ellas ella—, y había abandonado esa pesquisa. Había olvidado por completo, si acaso lo supo alguna vez, cuáles de esos edificios de esas calles tan individuales pero al mismo tiempo idénticas eran aquellos a los que ella lo llevara de visita; podía estar en cualquiera de esas salitas azulosas, espiando a través del encaje plástico de los visillos mientras él pasaba, en cualquiera de esos cuartos iluminados por la luz acuosa de la televisión y los cabos rojos de las velas votivas. Peor aún fue la pesquisa en cárceles, hospitales, manicomios, donde evidentemente eran los reclusos los que estaban a cargo; sus llamadas fueron derivadas de malhechor a lunático, de lunático a paralítico, y cortadas al fin, por accidente o a propósito: él no se había hecho entender. Si ella hubiera ido a parar a una de aquellas mazmorras públicas... No. Si era locura elegir creer que no, él prefería estar loco.
Y en la calle oía que lo llamaban, que lo llamaban por su nombre. En voz baja, con timidez, con alegría, con alivio; en tono perentorio. Y él se detenía y escrutaba la avenida arriba y abajo, sin verla, pero no queriendo moverse del lugar por temor de que ella lo perdiera de vista. A veces volvían a llamarlo, más insistentemente, y él seguía sin verla; y a la larga reanudaba la marcha, deteniéndose a cada paso, volviendo a cada paso la cabeza, acabando al fin por decirse a sí mismo en voz alta que no era ella, que ni siquiera era a él a quien habían llamado, olvídalo; y los transeúntes curiosos lo observaban con disimulo razonar consigo mismo.
Loco debía de haber parecido, sí, pero ¿quién demonios tenía la culpa de eso? Él sólo había tratado de ser
sensato
, de no dejarse alucinar y obsesionar por lo imaginario, había luchado contra eso, claro que había luchado, aunque a la larga había sucumbido; caray, debía de ser hereditario, alguna tara que reaparecía en él saltando generaciones, como el daltonismo...
Bueno, eso se había acabado ahora. Si era o no posible que el parque y el Arte de la Memoria le revelasen el secreto de su paradero, a él no le interesaba; no era en eso en lo que ahora se empeñaba. Lo que creía y esperaba, lo que parecía prometerle la naturalidad con que la estatuaria y el boscaje y los intrincados senderos aceptaban su historia, era que si él depositaba en ellos sus agonías de todo aquel año —sin obviar ninguna esperanza, ninguna degradación, ninguna pérdida, ninguna ilusión—, llegaría un día a recordar, no sus búsquedas, no, sino estos senderos entrecruzados que, yendo siempre hacia dentro, siempre conducían hacia fuera.
No el harlem hispano sino esa cesta de alambre justo del otro lado de la verja, con una cerveza Schaefer y un hueso de mango y un arrugado ejemplar de
El Diario
, MATAN como siempre, en los titulares.
No la Alquería del Antiguo Fuero sino esa vieja caseta de vencejos en un pilote, y sus belicosos y bulliciosos ocupantes yendo y viniendo y construyendo nidos.
No el Bar y Parrilla del Séptimo Santo sino Baco en bajorrelieve, o Sileno o quienquiera que fuese ese personaje sostenido por sátiros con patas de cabra, casi tan ebrios como su dios.
No la fatídica e incesante opresión de su locura, heredada e insoslayable, sólo esa placa adosada al portón por el que había entrado: Ratón Bebeagua Piedra.
No las falsas Sylvies que lo habían atormentado cuando estaba borracho e indefenso sino las chiquillas, saltando a la cuerda y jugando a los bolos y cuchicheando entre ellas mientras lo espiaban con recelo, que eran siempre las mismas y sin embargo siempre distintas, tal vez sólo con vestidos diferentes.
No su estación en las calles sino las estaciones de este pabellón.
No ella sino este parque.
Persevera, persevera.
La fría compasión de los encargados de los bares era, Auberon —había podido comprobarlo—, semejante a la de los sacerdotes: universal, con caridad para todos y malicia hacia casi nadie. Firmemente instalados (sonriendo y haciendo gestos rituales y alentadores con la copa y el paño) entre sacramento y comulgante, exigían más que ganaban amor, confianza, dependencia. Más vale, en todo caso, apaciguarlos. Un hola ostentoso, y las propinas sutiles pero suficientes.