Pqueño, grande (68 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—Una ginebra, por favor, Víctor, digo Siegfried.

¡Oh Dios, ese solvente! Toda una estación de tardes estivales disuelta en él como una vez su padre, en un raro arranque de entusiasmo por las ciencias, había disuelto en la escuela algo azul verdoso (¿papel de calcar?) en una cubeta de un ácido claro hasta que desapareció, desapareció por completo, sin siquiera manchar el solvente con el más leve residuo verídico; ¿qué se había hecho del papel? ¿Qué había sido de aquel mes de julio?

El Séptimo Santo era una caverna fresca, fresca y obscura como cualquier madriguera. A través de las ventanas el calor implacable se mostraba tanto más insensible y violento a sus ojos cuanto más se acostumbraban a la obscuridad; contemplaba, allá afuera, un desfile de rostros ofuscados, atormentados, cuerpos tan casi desnudos como la decencia y la inventiva les permitían estar. Los negros se volvían grises y aceitosos, y la gente blanca, roja; sólo los hispanos lucían florecientes, e incluso ellos parecía a veces un tanto decaídos y mustios. El calor era una afrenta, como el frío del invierno; todas las estaciones eran errores aquí, con la sola excepción de dos días en la primavera y una semana en el otoño colmados de posibilidades inmensas, horas maravillosas de una perfecta armonía.

—¿Suficiente calor para ti? —dijo Siegfried. Siegfried era el que había reemplazado a Víctor, el primer amigo de Auberon detrás de la barra del Séptimo Santo. Auberon nunca había querido tener ninguna intimidad con ese botarate estúpido llamado Siegfried. Adivinaba una crueldad en él nada pastoral, un solazarse casi en las debilidades ajenas, un
Schadenfreude
que ensombrecía su ministerio.

—Sí —dijo Auberon—. Sí, suficiente. —En alguna parte, a lo lejos, sonaban disparos de armas de fuego. La forma de evitar que lo perturbasen, había decidido Auberon, consistía en suponer que eran fuegos artificiales. De todos modos, uno nunca veía los muertos en las calles, o tan raras veces como veía los cadáveres de conejos o pájaros en los bosques. De uno u otro modo los hacían desaparecer.— Está fresco aquí dentro, sin embargo —dijo, con una sonrisa.

Ulularon sirenas, alejándose.

—Lío en alguna parte —dijo Siegfried—. Esa manifestación.

—¿Manifestación?

—Russell Eigenblick. Fenomenal. ¿No sabías?

Auberon gesticulaba.

—Caray, ¿en qué mundo vives? ¿No te enteraste de los arrestos?

—No.

—Unos tíos que pillaron en el sótano de no sé qué iglesia. Con armas y bombas y panfletos. Eran de una secta. Planeaban un asesinato o algo por el estilo.

—¿Iban a asesinar a Russell Eigenblick?

—¿Quién demonios lo sabe? A lo mejor eran su gente. Exactamente no me acuerdo. Pero él está escondido, sólo que hoy es esa marcha fenomenal.

—¿A favor o en contra de él?

—¿Quién demonios lo sabe? —Siegfried se apartó. Si Auberon quería detalles, que se comprase un periódico. El encargado del bar sólo buscaba conversación; tenía cosas mejores que hacer que contestar preguntas ociosas. Auberon, amilanado, bebió otro sorbo. Fuera, en la calle, la gente pasaba ahora más a prisa, en grupos de dos y tres, volviéndose a mirar atrás. Algunos gritaban, otros se reían.

Auberon dejó de mirar por la ventana. Subrepticiamente, contó su dinero, con el atardecer aún, y la noche por delante. Pronto tendría que descender en la escala del bebedor, de este agradable —más que agradable, necesario, imprescindible— refugio, a lugares menos acogedores, brillantemente iluminados, inhóspitos, con pegajosas barras de plástico coronadas por las caras cerosas de parroquianos viejos, los ojos fijos en los precios absurdamente baratos expuestos en el espejo delante de ellos. Tugurios, los llamaban en los libros, antaño. ¿Y después? Él podía beber solo, desde luego, y al por mayor por así decir: pero no en la Alquería del Antiguo Fuero, no en el Dormitorio Plegable.

—Otra de éstas —dijo mansamente—, cuando te venga bien.

Esa mañana había decidido, no por primera vez, que su búsqueda había terminado. No se lanzaría hoy a las calles a perseguir pistas ilusorias. Si ella no quería que la encontrase, no la iba a encontrar. Su corazón había llorado a gritos. Pero, ¿si ella quisiera? Si tan sólo se ha perdido y te anda buscando a ti mientras tú la buscas a ella, si ayer apenas hubierais pasado a una manzana de distancia uno de otro, si en este momento está sentada en algún lugar cercano, en el banco de un parque, en un portal, sin poder Comoquiera encontrar el camino para volver a ti, si ahora mismo está pensando:
Él no querrá creer esta descabellada historia
(cualquiera que fuese);
si al menos lo encontrase, si al menos...
; y las lágrimas de desolación en sus mejillas morenas... Pero todo eso era viejo. Era la Idea de la Historia Descabellada, y él la conocía demasiado bien; había sido en su momento una luz, un rayo de esperanza, pero con el tiempo se había condensado en este punto al rojo vivo, no una esperanza sino un reproche, ni siquiera (¡no!, ¡nunca más!) un aliciente; y era por eso que se la podía apagar.

Él la había apagado, sí, brutalmente, y venido al Séptimo Santo. Un día libre.

Ahora sólo le quedaba por tomar una última decisión, y (con la ayuda de esta ginebra, y otra más) hoy la iba a tomar. ¡Ella no había existido nunca! Había sido un espejismo. Le iba a ser difícil, al principio, convencerse de lo sensata que era esta solución para acabar con su problema; pero poco a poco se le haría más fácil.

—Nunca ha existido —murmuró—. Nunca, nunca, nunca.

—¿Cómo dices? —preguntó Siegfried, que por lo general no oía cuando le pedías, simplemente, que volviera a llenarte la copa.

—Tormenta —dijo Auberon, porque justo en ese momento se oyó un ruido que si no eran cañonazos eran truenos.

—Refrescará un poco —dijo Siegfried. Qué demonios podía importarle a él, pensó Auberon, veraneando en esta caverna.

Por entre los fragores del trueno llegaban desde lejos, desde el centro de la ciudad, los redobles más rítmicos de un bombo. Más gente llenaba la calle, empujada por, o quizá anunciando, algo importante que se aproximaba y que de tanto en tanto se volvían a mirar por encima del hombro. Carros patrulleros ocupaban precipitadamente las intersecciones de la calle y la avenida, reflectores azules giraban explorando las aceras y los portales. Entre los que venían calle arriba —caminando displicentemente por el centro de la calzada, y que a Auberon le parecían exaltados— había varios con las camisas ablusadas de colorines que usaban los partidarios de Eigenblick; éstos, y otros con gafas obscuras y trajes ajustados, y algo que parecía ser audífonos para sordos adosados a las orejas pero que probablemente no lo fueran, discutían, gesticulando, con los sudorosos policías. Una banda de conga ambulante, haciendo contrapunto al lejano redoble del bombo, avanzaba hacia el norte rodeada por una alegre comparsa de gente morena y negra, y por fotógrafos. Los hombres trajeados parecían mandar a los policías, que, aunque provistos de cascos y armas, no tenían aparentemente ninguna autoridad. El trueno, más claro, retumbó otra vez.

Auberon creía haber descubierto, desde que llegara a la Ciudad, o al menos desde que empezara a pasar largas horas viendo desfilar las multitudes, que la humanidad, o en todo caso la humanidad urbana, pertenecía a sólo unos pocos tipos diferentes, no físicos ni sociales ni raciales, exactamente, aunque las características que podían llamarse físicas o sociales o raciales ayudaban a clasificar a las personas. No podía decir con exactitud cuántos de esos tipos había, ni describir con precisión ninguno de ellos, ni tampoco recordarlos cuando no tenía ante sus ojos un ejemplo real; pero a cada instante se sorprendía diciéndose: «Ah, he aquí una de esa clase de personas». Claro que eso no lo había ayudado en su búsqueda de Sylvie, que, por muy distinta que fuese, por absolutamente única, el vago tipo al que pertenecía parecía, para su tormento, sembrar por doquier hermanas suyas. Muchas ni siquiera se parecían a ella. Eran sus hermanas, sin embargo; y a él lo atormentaban mucho más que las
jóvenes y lindas
que superficialmente se le parecían, como estas que, en los brazos enjutos y musculosos de sus novios o maridos honorarios, seguían ahora, bailando, tras la banda de conga. Un grupo más numeroso, de un cierto nivel social, estaba apareciendo a la vista por detrás de ellos. Una procesión de matronas y hombres vestidos decentemente, avanzando en hileras todos a la par, mujeres negras de pechos enormes con perlas y gafas, hombres con humildes sombreros de ala ancha, muchos de ellos flacos y encorvados. Auberon se había preguntado a menudo cómo es que las mujeres negras gordas, enormes, pueden adquirir, a medida que envejecen, esos rostros duros, cincelados, graníticos, correosos, todo lo que uno asocia con la delgadez. Este grupo llevaba en alto, sostenida con palos, una pancarta que ocupaba todo el ancho de la calzada, con orificios en media luna recortados en la tela para evitar que se inflara como un velamen y los arrastrase, y cuya inscripción, en letras dibujadas con lentejuelas, anunciaba IGLESIA DE TODAS LAS CALLES.

—Ésa es la iglesia —dijo Siegfried, que había trasladado sus actividades de lavacopas a la ventana para poder curiosear—. La iglesia donde encontraron a esos tipos.

—¿Los de las bombas?

—Se necesita coraje.

Como Auberon no sabía aún si los tipos de las bombas que encontraran en la Iglesia de Todas las Calles estaban a favor o en contra de quienquiera que esta manifestación estuviese en contra o a favor, supuso que eso podía ser cierto.

El contingente de la Iglesia de Todas las Calles, la pobreza decorosa de la mayoría de ellos hasta donde Auberon podía discernir, con uno o dos blusones de Eigenblick marchando a la par, y uno de los portadores de audífonos vigilándolos, iba escoltado por la prensa con todos sus ojos, a pie o en furgonetas, y por soldados de caballería armados, y por curiosos. Como si el Séptimo Santo fuese un abra en remanso, y de pronto la marea empezara a subir, dos o tres de éstos se precipitaron a través de las puertas, trayendo consigo el aliento abrasador del día y los olores de la marcha. Se quejaron a voces del calor, más con silbidos agudos y roncos gruñidos que con palabras, y pidieron cervezas.

—Aquí tienes, toma esto —dijo uno, y le tendió algo a Auberon en la palma de una mano amarillenta.

Era una tirita de papel, como esas buenaventuras de los pastelillos chinos. Impresa en ella en burdos caracteres, podía verse parte de una frase, pero el sudor de la mano del hombre había borroneado una porción del texto, y todo cuanto Auberon pudo descifrar fue la palabra «mensaje». Dos de los otros estaban comparando tiritas de papel similares, riendo a carcajadas y limpiándose de los labios la espuma de la cerveza.

—¿Qué significa?

—Eso es lo que tú tienes que adivinar —respondió jovialmente el hombre. Siegfried puso una ginebra delante de Auberon—. A lo mejor si haces la parejita te ganas un premio. Una lotería. ¿Huh? Las están repartiendo por toda la ciudad.

Y en efecto, Auberon vio ahora en la calle una hilera de mimos o payasos con las caras blanqueadas bailoteando un
cake-walk
en pos de la Iglesia de Todas las Calles, haciendo acrobacias simples, disparando pistolas de fulminantes, saludando a diestro y siniestro con sombreros raídos, y distribuyendo esas tiritas de papel entre el emjambre de gente que a codazos y empujones se abría paso hacia ellos para cercarlos. La gente las cogía, los niños pedían más. Las estudiaban, las cotejaban. Si nadie las cogía, los payasos las echaban a revolotear en la brisa que estaba empezando a levantarse. Uno de los payasos giró la manivela de una sirena que llevaba colgada del cuello, y se oyó, vago, distante, un gemido estremecedor.

—Santo Dios, qué es esto —dijo Auberon.

—Quién demonios lo sabe —dijo Siegfried.

Con un estallido de bronces, una banda en marcha rompió a tocar, y de súbito la calle se llenó de brillantes banderas de seda —barras y estrellas— batiendo y ondulando al viento. Águilas dobles lanzaban gritos desde algunas de las banderas, águilas dobles con dobles corazones llameantes en el pecho, algunas portando rosas en el pico, ramas de mirto, espadas, flechas, rayos relampagueantes en las garras, las testas nimbadas por coronas de cruces, de medias lunas (o de ambas), sangrantes, refulgentes, en llamas. Parecían planear y revolotear en la atronadora ola de sonido militar que se elevaba de la banda, cuyos componentes no iban uniformados sino de chistera, frac y cuello de pajarita de papel. Un gonfalón azul Prusia con una orla de oro nació delante de ellos, pero desapareció antes de que Auberon pudiera leerlo.

Los parroquianos del bar corrían a las ventanas.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —Los mimos o payasos flanqueaban la marcha, ofreciendo tiritas de papel, esquivando con destreza manos pedigüeñas mientras daban volteretas o se deslizaban uno por encima de los hombros de otro. Auberon, a esa altura ya bien lubricado, estaba enardecido, como lo estaban todos, pero él no sólo porque no tenía ni la más remota idea de para qué se estaba derrochando toda esa lógica energía sino también por el ritmo frenético del espectáculo, el incesante ondear de las banderas; nuevos refugiados irrumpían a través de las puertas del Séptimo Santo. Por un momento la música creció, ensordecedora. No era una buena banda, cacofónica en realidad; pero el gran tambor llevaba el compás.

—Santísimo Dios —dijo un hombre macilento con un traje arrugado y un sombrero de paja casi sin ala—. Santísimo Dios, esa gente.

—No los dejéis entrar —dijo un hombre negro. Entraron más negros, blancos, otros. Siegfried parecía asustado, acorralado. Había esperado una tarde tranquila. Un rugido súbito, castañeteando, ahogó los pedidos de sus parroquianos, y afuera, descendiendo justo hacia el valle de la calzada, un helicóptero tartajeó, planeó, se remontó, descendió otra vez, explorando, levantando ventarrones en las calles; la gente se sujetaba el sombrero, corriendo en círculo como aves de corral bajo la amenaza de un halcón. Unas órdenes eran emitidas desde el helicóptero, entre ininteligibles gritos de ronca estática, y repetidas una y otra vez, siempre ininteligibles pero más insistentes. En la calle, la gente le respondía a gritos, desafiante, y el helicóptero se elevó y girando con cautela se alejó. Vítores y silbidos para el dragón en fuga.

—¿Qué decían, qué decían? —se preguntaban los parroquianos.

—A lo mejor —sugirió Auberon como si pensara en voz alta— querían prevenirles que está por llover.

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