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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (32 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Aunque a Llana Alice, desde luego, tenía que decírselo.

Fue Llana Alice la primera persona, o la segunda, a quien le comunicó la novedad, su novedad, y su secreto.

—Fumo —dijo.

—Oh, Sophie —dijo Alice—. No.

—Sí —dijo Sophie, en tono desafiante, desde la puerta de la alcoba de Alice, sin decidirse a entrar.

—No lo puedo creer, no puedo creer que él haya sido capaz.

—Bueno, más vale que lo creas —dijo Sophie—. Más vale que te vayas acostumbrando a la idea, porque no va a desaparecer.

Algo en la expresión de Sophie —o quizá sólo la horrenda imposibilidad de lo que afirmaba— hizo que Alice dudase.

—Sophie —dijo con dulzura después que las dos se hubieron mirado en silencio un momento—. Sophie, ¿estás dormida?

—¡No! —Indignada. Pero era por la mañana, muy tempano; Sophie estaba en camisón; apenas una hora antes Fumo había bajado de la alta cama rascándose la cabeza, para marcharse a la escuela. Sophie había despertado a Alice: eso era tan inusitado, tan fuera de lo habitual, que por un momento Alice había tenido la esperanza... Se recostó contra la almohada y cerró los ojos; pero tampoco ella dormía.

—¿Tú nunca sospechaste? —inquirió Sophie—. ¿Nunca pensaste?

—Oh, supongo que sí. —Se cubrió los ojos con las manos.— Claro que sí. —Por la forma en que Sophie se lo preguntaba, se hubiera dicho que si Alice no lo hubiera sabido se sentiría decepcionada. Se incorporó, repentinamente furiosa.— ¡Pero esto! ¡Tú y él, quiero decir! ¿Cómo pudisteis ser tan tontos?

—Supongo que nos dejamos llevar, simplemente —dijo Sophie en tono glacial—. Tú sabes... —Pero enseguida, ante la mirada de Alice, su bravura se desmoronó, y bajó los ojos.

Alice se irguió en la cama y se apoyó contra la cabecera.

—¿Por qué te quedas ahí, como una estatua? —dijo—. No te voy a pegar ni nada por el estilo. —Sophie seguía inmóvil, un poco insegura, un poco truculenta, como Lily cuando se volcaba algo encima y tenía miedo de que la llamaran para algo peor que para limpiarle lo que había derramado. Alice agitaba la mano, impaciente, instándola a entrar.

Los pies descalzos de Sophie sonaron leves sobre el suelo, y cuando subió a la cama, con una sonrisa extraña, tímida, en el rostro, Alice sintió su desnudez bajo el camisón de franela. Todo ello le traía a la memoria el recuerdo de años pretéritos, de antiguas intimidades. Tan pocos como somos, pensó, con tanto amor y tan pocos en quienes volcarlo, no es de extrañar que nos enmarañemos.

—¿Fumo lo sabe? —preguntó fríamente.

—Sí —dijo Sophie—. A él se lo dije primero.

Eso dolía, que Fumo no se lo hubiese dicho a ella: la primera sensación que podía llamar dolor desde que Sophie había llegado. Pensó en él, con semejante peso en la conciencia, y ella inocente; los pensamientos dolían como puñaladas.

—¿Y qué piensa hacer? —preguntó acto seguido, como en un catecismo.

—Él no está... Él no...

—Bueno, más vale que lo decidáis ¿no? Tú y él.

Los labios de Sophie temblaban. Las reservas de audacia del comienzo se iban agotando.

—Oh, Alice, no seas así —imploró—. Nunca pensé que tú pudieras ser así. —Cogió la mano de Alice, pero Alice, con los nudillos de la otra apretados contra los labios, no la estaba mirando.— Quiero decir, sé que fue odioso de nuestra parte —dijo, escrutando el rostro de Alice—. Odioso. Pero Alice...

—Oh, yo no te odio, Soph. —Como si no lo desearan, pero incapaces de evitarlo, los dedos de Alice se entrelazaron con los de Sophie, pero sus ojos miraban aún para otro lado.— Es que... bueno. —Sophie observaba una lucha que se estaba librando dentro de Alice; no se atrevía a hablar, pero apretaba con más fuerza la mano de su hermana, ansiosa por ver cómo acabaría todo eso.— Mira, yo pensaba... —Quedó en silencio otra vez, y se aclaró en la garganta algo que en ese momento se la estaba obstruyendo.— Bueno, tú sabes —dijo—. Tú te acuerdas de que a Fumo lo eligieron para mí, eso era lo que yo siempre pensaba; siempre pensé que así era nuestra historia.

—Sí —dijo Sophie, bajando los ojos.

—Sólo que, últimamente, es como si no me acordara muy bien de todo eso. No puedo acordarme de ellos. De cómo eran las cosas. Sí, recordar
puedo
, pero no... la sensación, ¿sabes a qué me refiero? Cómo eran las cosas, con Auberon; aquellos tiempos.

—Oh, Alice —dijo Sophie—. ¿Cómo has podido olvidar?

—Nube decía: cuando creces cambias lo que tuviste de niño por lo que tienes de mayor. O si no, lo pierdes de todos modos, y no recibes nada a cambio. —Tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque su voz era serena; las lágrimas parecían ser menos parte de ella que de la historia que contaba.— Y yo pensaba: entonces, los he cambiado a ellos por Fumo. Y ellos habían arreglado ese trato. Y estaba bien que fuera así. Porque aunque yo ya no me acordaba más de ellos, tenía a Fumo. —Ahora la voz le tembló.— Supongo que estaba equivocada.

—¡No! —dijo Sophie, horrorizada como si hubiese oído una blasfemia.

—Supongo que es normal..., simplemente —dijo Alice, y suspiró, un suspiro trémulo—. Supongo que tú tenías razón, cuando nos casamos, que nunca más tendríamos lo que tú y yo tuvimos en otros tiempos. Espera y verás, dijiste...

—¡No, Alice, no! —Sophie asió con fuerza el brazo de su hermana como para impedirle que siguiera—. Esa historia era cierta, era cierta, yo siempre lo supe. No, no digas nunca que no lo era. Era la historia más hermosa que jamás he oído, y se cumplió, tal como ellos la prometieron. Oh, yo estaba celosa, Alice; era maravilloso para ti y yo estaba tan celosa...

Alice se volvió a mirarla. A Sophie la espantó su cara: no triste, aunque tenía lágrimas en los ojos; no furiosa; no nada.

—Bueno —dijo Alice—, supongo que ya no tienes por qué estar celosa, en todo caso. —Levantó hasta el hombro de Sophie el camisón que se le había resbalado.— Bien. Tenemos que pensar qué haremos...

—Es mentira —dijo Sophie.

—¿Qué? —Alice la miró, desconcertada.— ¿Qué es mentira, Soph?

—¡Es mentira, es mentira! —Sophie gritaba casi, se arrancaba en jirones las palabras.— ¡No es de Fumo, no es de él! ¡Te he mentido! —Incapaz de soportar por más tiempo la mirada de esa extraña, su hermana, Sophie hundió la cabeza en el regazo de Alice, sollozando.— Lo siento tanto... Estaba tan celosa, quería ser parte de vuestra historia, sólo eso; oh, ¿no te das cuenta de que él nunca, nunca podría?; te quiere tanto; y yo tampoco, pero yo... yo te
echaba
de menos. Te echaba de menos, Alice. Yo también quería tener mi historia, yo quería... Oh, Alice.

Alice, tomada por sorpresa, no pudo hacer otra cosa que acariciar la cabeza de su hermana, un gesto automático, consolador. Luego:

—Espera un momento, Sophie. Sophie, escúchame. —Con las dos manos levantó de su regazo la cara de Sophie.— ¿Quieres decir que vosotros, tú y él, jamás...?

Sophie se ruborizó; incluso con el rostro bañado en lágrimas, era visible su sonrojo.

—Bueno, sí. Una vez o dos. —Extendió la palma de la mano como para atajar a su hermana.— Pero todo fue culpa mía, siempre. Él se sentía tan mal. —Con un ademán furioso se echó hacia atrás el pelo que las lágrimas le pegoteaban a la mejilla.— Él
siempre
se sentía tan
mal
.

—¿Una vez o dos?

—Bueno, tres veces.

—Quieres decir que tú y él...

—Tres... y media. —Soltó una risita, casi, secándose la cara con la sábana. Hipaba.— Le costó un triunfo decidirse, y además estaba siempre tan tenso, tan angustiado, que casi no era divertido.

Alice se rió, atónita, sin poder evitarlo. Sophie, al verla, se rió también, una risa que era como un sollozo, convulsiva.

—Bueno —dijo, levantando de golpe las manos y dejándolas caer en su regazo—, bueno.

—Pero, espera un minuto —dijo Alice—. Si no fue Fumo, ¿quién fue? ¿Sophie?

Sophie se lo dijo.

—No.

—Sí.

—¡Válgame Dios! Pero... ¿cómo puedes estar tan segura? Quiero decir...

Sophie le explicó, contando con los dedos las razones de por qué estaba tan segura.

—George Ratón —dijo Alice—. ¡Válgame Dios! Sophie, si eso es incesto casi.

—Oh, vamos —dijo Sophie, evasiva—. Fue una sola vez.

—Bueno, entonces él...

—¡No! —dijo Sophie, y
cogió
a su hermana por los hombros—. No. Él no tiene que saber. Nunca. Alice, promete. Jura por Dios. No se lo digas nunca, jamás. Me daría tanta vergüenza.

—¡Pero Sophie! —Qué persona tan desconcertante, pensó, qué persona tan extraña. Y supo, de pronto, con una repentina oleada de afecto, que también ella había echado de menos a Sophie durante mucho tiempo; hasta se había olvidado de cómo era; hasta de que la echaba de menos se había olvidado.— Bueno, ¿qué le decimos a Fumo, entonces? Porque esto significaría que él...

—Sí. —Sophie estaba temblando.

Los temblores le sacudían el torso. Alice se corrió a un lado de la cama, y Sophie, recogiéndose el camisón, trepó y se acurrucó como una gata en el hueco de calor que habla dejado Alice. Tenía los pies helados, apoyados contra las piernas de su hermana, y frotaba los dedos sobre los de ella para calentárselos.

—No es verdad, pero no sería tan terrible, no, hacerle creer que sí. Quiero decir que, Comoquiera, tiene que tener un padre —dijo Sophie—. Y no George, por amor al cielo. —Hundió el rostro en el pecho de Alice y dijo, tras una pausa, en un hilo de voz:— Ojalá fuera de Fumo. —Y después de otra pausa:— Debería serlo. —Y al cabo de un momento:— ¡Un bebé! ¿Te imaginas?

Alice tuvo la sensación de que Sophie sonreía. ¿Era posible eso, sentir la sonrisa de un rostro que se aprieta contra ti?

—Bueno, supongo, puede ser —dijo, y acercó el cuerpo de Sophie—. No se me ocurre nada más. —Qué forma tan extraña de vivir, pensó, la forma en que vivían ellas; aunque llegase a centenaria, nunca, nunca la comprendería. También ella sonrió, confundida, y sacudió la cabeza, rindiéndose. ¡Qué desenlace! Pero hacía tanto tiempo que no veía a Sophie feliz (si era felicidad lo que ahora sentía, y vaya si no parecía serlo) que no podía menos que sentirse feliz a la par de ella. Sophie, la flor nocturna, se había abierto a la luz del día.

—Él te quiere a ti,
te quiere
—dijo la voz asordinada de Sophie—. Siempre te querrá, siempre. —Bostezó con ganas, y se estremeció.— Era todo verdad. Todo verdad.

Tal vez sí. Una especie de percepción se iba insinuando en Alice, enroscándose en ella a medida que las piernas largas, familiares, de Sophie se enroscaban en las suyas; tal vez ella se había equivocado con respecto al trueque; tal vez ellos hubieran cesado de incitarla a seguirlos por la sencilla razón de que ella había llegado hacía tiempo adondequiera que fuese que ellos la habían estado incitando a ir. Ella no los había perdido, y sin embargo no necesitaba seguirlos más porque había llegado.

Estrujó a Sophie repentinamente, y dijo:

—Ah.

Pero si había llegado, ¿dónde estaba? ¿Y dónde estaba Fumo ahora?

Algo que regalar

Cuando le tocó el turno a Fumo, Alice se sentó en la cama para recibirlo, como recibiera a Sophie, pero apoyada en los cojines, como una princesa oriental, y fumando uno de los cigarrillos parduscos de Nube, cosa que solía hacer ahora de tanto en tanto, cuando se sentía importante.

—Bueno —dijo, solemnemente—. ¡Qué embrollo!

Agarrotado por la angustia (y perplejo, estaba seguro de haber tomado tantas precauciones, dicen que la posibilidad siempre existe, pero ¿cómo?), Fumo iba de un lado a otro de la habitación, cogiendo objetos menudos y estudiándolos, y volviéndolos a poner en su sitio.

—Yo no había previsto esto —dijo.

—No. Bueno, supongo que siempre es imprevisible. —Alice observaba a Fumo, que iba y venía nervioso por el cuarto, se acercaba a la ventana a espiar por entre los visillos la nieve a la luz de la luna, como un fugitivo que acechara la noche desde su escondite.— ¿Quieres explicarme lo que ha pasado?

Él se volvió desde la ventana, los hombros encorvados bajo el peso de las circunstancias. Tanto tiempo había temido esa confrontación, la multitud de personajes desaliñados que había estado encarnando puesta al desnudo, obligados a exhibirse en su descarnada ineptitud.

—En primer lugar —dijo—, todo fue culpa mía. No tendría que odiar a Sophie.

—¿Oh?

—Yo... yo la forcé, de veras; quiero decir que yo lo tramé, yo..., como un, como un... bueno.

—Mmm.

A ver, pelafustanes, mostraos de una vez, pensó Fumo; ya está todo perdido para vosotros. Y para mí. Carraspeó; se mesó la barba; lo dijo todo, o casi todo.

Alice escuchaba, jugueteando con su cigarrillo. Trataba de ahogar con el humo el nudo de generosidad que se le atascaba, dulzón, en la garganta. Sabía que no debía sonreír mientras él contaba su historia; pero se sentía tan indulgente, tenía tantas ganas de estrecharlo entre sus brazos y besar el alma que veía asomar a sus labios y sus ojos, se estaba mostrando tan valiente y sincero, que al cabo dijo:

—Déjate de una vez de ir y venir a las zancadas como un animal enjaulado. Ven, siéntate.

Él se sentó, utilizando el mínimo espacio posible de ese lecho que había traicionado.

—Sólo fue una vez, o dos, al fin y al cabo —dijo—. No es que quiera...

—Tres veces —dijo ella—. Tres y media. —Él se ruborizó intensamente. Ella esperaba que pronto él se atrevería a mirarla, a ver que estaba dispuesta a sonreírle.— Bueno, ¿sabes?, probablemente no es la primera vez que pasa una cosa así en el mundo —dijo. Él seguía con los ojos bajos. Pensaba que acaso fuera la primera vez. El doble abochornado estaba ahí, sobre sus rodillas, como el muñeco de un ventrílocuo. Consiguió hacerle decir:

—Prometí que me haría cargo, y todo eso. Y que sería responsable. Tuve que hacerlo.

—Desde luego. Es lo natural.

—Y ahora ha terminado. Lo juro, Alice, ha terminado.

—No digas eso —dijo ella—. Uno nunca sabe.

—¡No!

—Bueno —dijo ella—, siempre hay sitio para uno más.

—Oh, calla.

—Perdona.

—Lo merezco.

Con timidez, sin querer inmiscuirse en su culpa y sus remordimientos, ella deslizó un brazo por debajo del brazo de Fumo y sus dedos se entrelazaron con los de él. Tras un atormentado silencio, él alzó al fin los ojos y la miró. Ella sonreía.

—Tontito —dijo.

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