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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (27 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Sí —dijo—. Amy Bosques, ahora.

—Casada ahora con Chris Bosques, desde hace muchos años.

—Mmm. —¿Qué recuerdo quiso insinuarse en la conciencia de Fumo, pero a último momento cambió de parecer, y se retrajo? ¿Un sueño?

—Yo fui el resultado. —La nuez de Adán le tembló, si por la emoción o no, Fumo no hubiera podido decirlo.— Si echaras un ojeo por los alrededores de ese brezal... Creo que nos estamos acercando a un buen paraje.

Fumo se encaminó al sitio que el doctor le había señalado. Aprontó su arma, una vieja escopeta inglesa de dos cañones superpuestos, con el seguro echado. En honor a la verdad, él no disfrutaba como el resto de la familia de esas caminatas interminables sin rumbo a la intemperie, y menos aún bajo la lluvia, pero si tenían, como la de hoy, un sentido simbólico, era capaz de soportarlas como cualquier otro hasta el final.

Sin embargo, le apetecería apretar el gatillo siquiera una vez, aunque no bajara ni una sola pieza. Y mientras rumiaba, distraído, estos pensamientos, dos patos silbones cenicientos alzaron el vuelo delante de él desde el espeso matorral, batiendo el aire en busca de altura. Soltó un grito de sorpresa, y levantaba ya el arma para apuntarlos cuando el doctor gritó:

—¡Tuyos! —y, como si los cañones de su escopeta hubieran estado atados por medio de cuerdas a las colas de las aves, siguió a una, y disparó, luego a la otra y volvió a disparar; bajó el arma para contemplar, atónito, cómo las dos aves se desplomaban girando en el aire y, con un crujir de ramas y un golpe sordo final, caían al suelo.

—Diantre —dijo.

—Excelente
puntería
—dijo el doctor con entusiasmo, y con una levísima punzada de horror culpable en el corazón.

Deberes

En el camino de regreso por un largo rodeo, con un morral de cuatro y el frío del anochecer gélido como el invierno, pasaron delante de un artefacto que ya otras veces había picado la curiosidad de Fumo. Estaba acostumbrado a ver por los alrededores las ruinas de proyectos a medio empezar, invernáculos y templos abandonados, y, sin embargo, Comoquiera congruentes; pero ¿qué podía hacer allí, en medio del campo, un auto viejo enmoheciéndose hasta lo irreconocible? Un coche viejísimo, además, debía de hacer por lo menos cincuenta años que estaba allí, con las ruedas hundidas en el suelo hasta la mitad, Deberes tan solitarias y antiguas como las ruedas rotas de los carretones de los pioneros hundidas en las praderas del Oeste medio.

—Un modelo T —respondió el doctor—. De mi padre.

Con el auto todavía a la vista, hicieron un alto junto a un muro de piedra para pasarse de mano a mano una pequeña cantimplora reconfortante.

—A cierta edad —dijo el doctor mientras se enjugaba la boca con la manga— empecé a preguntar cómo y de dónde había venido yo. Bueno, conseguí sonsacarles lo de Amy y August, pero Amy siempre ha pretendido que eso nunca sucedió, que ella no es más que una vieja amiga de la familia, pese a que todo el mundo estaba bien enterado, incluso Chris Bosques, y a que se echaba a llorar cada vez que yo iba a visitarla. Violet... bueno. Parecía haberse olvidado de August por completo, aunque tú no llegaste a conocerla. Nora decía solamente que se había fugado. —Devolvió la cantimplora.— Al cabo me armé de coraje y le pregunté a Amy cómo habían sido las cosas, y ella se puso tímida y, diría...
aniñada
, es la única palabra que se me ocurre. August fue su primer amor. Hay gente que nunca olvida ¿no? En cierto sentido, me enorgullezco de que fuera así.

—Se solía decir que un hijo del amor era muy especial —argüyó Fumo—. Muy bueno o muy malo. Pearl en
La letra escarlata
. Edmund en...

—Yo estaba en esa edad en la que uno quiere saber con certeza todas esas cosas —prosiguió el doctor—. Saber quién eres, exactamente. Tu identidad. Ya sabes. —En verdad, Fumo no lo sabía.— Yo pensaba: mi padre desapareció, hasta donde yo sé, sin dejar rastros. ¿No podría yo hacer lo mismo? ¿No estaría también eso en mi naturaleza? Y que si daba con él, quizá, después de quién sabe qué aventuras, lo obligaría a reconocerme. Lo cogería por los hombros —y al decir esto el doctor hizo un ademán que la cantimplora, que ahora tenía en la mano, impidió que fuese tan violento como pretendía ser— y le diría
Soy tu hijo
. —Se recostó contra el muro y bebió un sorbo, con aire taciturno.

—¿Y huyó usted?

—Sí. O algo parecido.

—¿Y?

—Oh, no llegué muy lejos, en honor a la verdad. Y siempre recibía dinero de casa. Me gradué de médico, aunque nunca haya ejercido demasiado la profesión; vi un poco del Ancho Mundo. Pero volví. —Sonrió tímidamente.— Supongo que ellos sabían que acabaría por volver. Sophie Llanos lo sabía. Eso es lo que ella dice ahora.

—Y nunca encontró a su padre —dijo Fumo.

—Bueno —dijo el doctor—, sí y no. —Miraba, abstraído, el trasto viejo, allá, en medio del campo. Pronto sólo quedaría de él un montículo informe, donde la hierba ya no crecería; después, nada.— Supongo que es verdad eso que dicen, ya sabes, que partes en busca de aventuras y luego encuentras lo que has estado buscando justo en el fondo de tu propio jardín.

Muy cerca de ellos, quietecito en su escondrijo en los bajos del muro de piedra, un Ratón de Campo los observaba. Husmeaba el tufo de sus presas de caza, veía que sus bocas se movían como si mascaran montones de forraje, pero no estaban comiendo. Intrigado, se sentó sobre el cojinillo de liqúenes en el que él y sus antepasados se sentaban desde tiempos inmemoriales, y espió. El esfuerzo de espiar hacía que el morro le temblara furiosamente y que las orejas translúcidas se le irguieran y ahuecaran en dirección a los ruidos que ellos producían.

—No sirve de nada querer indagar demasiado a fondo ciertas cosas —dijo el doctor—. Todas las que no puedes cambiar.

—No —dijo Fumo, con menos convicción.

—Nosotros —dijo el doctor, y Fumo creyó adivinar a quiénes incluía en ese «nosotros» y a quiénes no— tenemos nuestros deberes. No habría servido de nada huir simplemente en busca de algo y desentenderse de lo que otros pudieran querer o necesitar. Debemos pensar en ellos.

En mitad de su espionaje, el Ratón de Campo se había quedado dormido, pero despertó sobresaltado cuando las dos inmensas criaturas se incorporaron y recogieron sus raras pertenencias.

—Algunas veces, nosotros pura y simplemente no lo comprendemos —dijo el doctor, como quien enuncia una verdad que hubiera aprendido no sin esfuerzo y a costa de algún dolor—. Pero cada uno de nosotros tiene un papel que cumplir.

Fumo bebió un trago y tapó la cantimplora. ¿Sería posible, en verdad, que él tuviese la intención de abdicar de sus responsabilidades, de renunciar a su papel, de hacer algo tan horrendo y tan impropio de él, y tan estéril, por añadidura? Lo que andas buscando está, injustamente, en el fondo de tu propio jardín: una broma siniestra, en su caso. Bueno, qué podía saber él; y no conocía a nadie a quien se lo pudiera preguntar; pero sabía que estaba cansado de luchar.

Y en todo caso, reflexionó, no será la primera vez que esto ocurra en el mundo.

Fiesta de la Vendimia

El día en que las presas de caza, ya manidas, eran servidas en la mesa de la cena, constituía, cada año, todo un acontecimiento. A lo largo de toda la semana no cesaba de venir gente a la finca, gente que se reunía con la tía abuela Nube a puerta cerrada para pagar el arrendamiento o para explicar por qué no podía hacerlo. (Fumo, que no tenía la más remota idea de lo que eran los bienes raíces y sus valores, no se extrañaba de la inmensa extensión de la propiedad de los Bebeagua, ni tampoco de la forma curiosa en que la administraban, si bien aquella ceremonia que se repetía todos los años se le antojaba por cierto muy feudal). Muchos traían, por añadidura, algún tributo: un galón de sidra, una cesta de manzanas silvestres, o tomates envueltos en papel púrpura.

Los Torrentes, así como Hannah y Sonny Mediodía, los más ampulosos (en todo sentido) de sus arrendatarios, se quedaban a cenar. Rudy había llevado un pato de su propio corral para completar el festín, y habían tendido sobre la mesa el mantel de encaje que olía a alhucema. Nube abrió el bruñido estuche de la vajilla de plata que le regalaron para su boda (nadie habría pensado jamás en regalársela a ninguna otra novia Bebeagua, los Nube habían sido muy escrupulosos con esas cosas) y los altos candelabros se reflejaban en ella y en las facetas de las copas de cristal tallado, disminuidas ese año por una rotura insignificante e irreparable.

Sirvieron abundantes cantidades de un vino soporífero y azuloso que Walter Océano preparaba cada año y decantaba al siguiente, su tributo; con él, se hicieron brindis por encima de los relucientes cadáveres de las aves y los fuentones repletos de hortalizas otoñales. Rudy se puso de pie, con el vientre avanzando un poco más alla del borde de la mesa, y recitó:

Bendigamos al señor de esta morada

y también a la señora

y a todos los pequeños

que por la mesa rondan.

Incluía entre ellos, ese año, a su nieto Robin, a los nuevos mellizos de Sonny Mediodía, y a Tacey, la hija de Fumo. Mamá, copa en alto, dijo:

Os deseo cobijo en las tormentas,

y calor a la lumbre del hogar,

mas sobre todo cuando caiga la nieve

os deseo amor.

Fumo comenzó uno en latín, pero ante las protestas de Llana Alice y Sophie se interrumpió, y empezó otra vez:

Un ganso, tabaco y colonia:

tres aladas y áureas promesas del Paraíso

que el corazón magnánimo siempre habrá de guardar

para alejar con voces y campanas

las sombras implacables del polvo reclutado.

—Lo de «las sombras implacables» es bueno —comentó el doctor—, y eso del «polvo reclutado».

—No sabía que fueras fumador —dijo Rudy.

—Ni yo, Rudy —dijo Fumo, eufórico—, que tú fueras un corazón magnánimo. —Mientras inhalaba el Oíd Spice de Rudy, se sirvió del botellón.

—Yo voy a decir uno que aprendí cuando era niña —anunció Hannah Mediodía—, y después de éste, a la carga.

Padre, Hijo y Espíritu Santo,

quien más rápido come, más lleva ganando.

Atrapados por el Cuento

Después de la cena, Rudy revisó unas pilas de discos antiguos y pesados como platos que, en desuso desde hacía años, con los surcos recubiertos de polvo, habían quedado arrumbados en el comedor. Encontró tesoros, saludando con gritos de júbilo a los viejos amigos. Los pusieron en el tocadiscos y bailaron.

Llana Alice, incapaz de seguir bailando después de la primera vuelta, apoyó las manos en el enorme vientre-reclinatorio que había echado y se dedicó a observar a los demás. El volumioso Rudy zarandeaba a su diminuta esposa de un lado a otro como si fuera una muñeca articulada, y Alice supuso que con los años habría aprendido a convivir con ella sin romperla; imaginó aquel peso formidable encima de ella... no, probablemente ella treparía encima de él, como quien sube a una montaña.

Remojando rosquillas, jubba, yubba.

Remojando rosquillas, yubba, yubba.

Remojando rosquillas... ¡splash! en el café.

Fumo, suelto de cuerpo, brillantes los ojos, la hacía reír con su alegría, como un Sol: radiante como un Sol, ¿era ése el significado de la expresión? ¿Y cómo era que conocía las letras de aquellas canciones absurdas, él, que parecía no saber nunca nada de lo que todo el mundo sabía? Bailaba con Sophie, y tenía justo la altura necesaria para guiarla correctamente, llevando el compás con pasos galantes e inexpertos.

La Luna pálida despuntaba sobre las montañas verdes.

El Sol se ocultaba bajo el mar azul.

Como un Sol: pero un Sol pequeñito, un Sol albergado dentro de ella, que la calentaba de dentro hacia fuera. Reconoció una sensación que ya había experimentado otras veces, la sensación de estar mirándolo, a él, y a todos ellos, desde cierta distancia, o desde una gran altura. En otros tiempos, era ella la que se había sentido pequeñita y al abrigo en la vasta morada de Fumo, una habitante protegida, con espacio suficiente para correr sin salir jamás de su cercado. Ahora, la sensación era casi siempre otra: con el correr del tiempo, era él quien parecía haberse convertido en un ratón. Enorme, se estaba volviendo enorme, eso era lo que sentía. Sus contornos se dilataban, tenía la sensación de que acabaría por colindar casi con los muros mismos de Bosquedelinde; tan vasta, tan antigua, tan confortablemente expandida sobre sus cimientos, y tan espaciosa. Y a medida que ella crecía —se dio cuenta de golpe— las personas que amaba se reducían de tamaño tan visiblemente como si se alejaran de ella, dejándola atrás.

—«No me estoy portando mal» —canturreaba Fumo en un falsete débil, soñador—, «guardo para ti todo mi amor.»

Los misterios parecían acumularse en torno de ella. Se levantó pesadamente, diciéndole: No, no, tú quédate, a Fumo, que se le había acercado, y pesadamente subió la escalera, como si llevase delante de ella un huevo enorme y frágil, lo cual era verdad, casi empollado. Pensaba que quizá lo mejor sería pedir consejo, antes de que llegase el invierno, y ya no fuera posible hacerlo.

Pero cuando se sentó en el borde de la cama, oyendo todavía, amortiguados, los acentos agudos de la música allá en la planta baja, que parecían repetir interminablemente
tip-top, top-tap
, supo que ya sabía qué consejo le darían si fuese a pedirlo: le harían ver una vez más con claridad lo que ella ya sabía, lo que sólo le obscurecía o velaba por momentos la vida diaria, y las esperanzas vanas y las igualmente vanas desesperaciones; que si en verdad se trataba de un Cuento, y ella estaba en él, entonces ningún gesto, nada de cuanto ella o cualquiera de ellos hiciera dejaba de ser parte del Cuento; ni el levantarse para bailar o el sentarse para comer y beber, ni el bendecir o el maldecir, ni la alegría, ni la nostalgia, ni el error; y que si huían del Cuento, o luchaban contra él, sí, también eso era parte del Cuento. Ellos habían elegido a Fumo para ella, y ella entonces lo había elegido a su vez; o ella lo había elegido, y entonces ellos lo habían elegido para ella; de uno u otro modo, siempre era el Cuento; si de alguna manera sutil él se apartara o alejara, y ella ahora lo estuviese perdiendo, poco a poco, de a pequeños pasos sucesivos que sólo de vez en cuando tenía la certeza de haber percibido, la pérdida misma, y la magnitud de esa pérdida, y cada una de las miríadas de gestos, y las miradas, y el rehuir las miradas, y las ausencias, y los enojos, y las reconciliaciones, y los deseos que configuraban la Pérdida, y lo aislaban a él fuera de su alcance, como las capas de laca aislan al pájaro pintado en una bandeja de estilo japonés o como las sucesivas capas de lluvia van sepultando más y más profundamente la hoja caída en el seno del estanque invernal, todo, todo eso era el Cuento. Y si apareciera algún nuevo meandro, una salida acaso de la senda tenebrosa por la que ahora parecían transitar, que se abriera de pronto a vastos prados cuajados de flores, o tan siquiera a encrucijadas con flechas que indicaran, cautamente, las posibilidades de esos campos, todo eso, sí, también eso sería el Cuento; y ellos, aquellos a quienes Llana Alice consideraba sabios, y que, suponía, estaban narrando interminablemente el Cuento y, Comoquiera, al mismo ritmo con que declinaban, día tras día y hora tras hora, las vidas de los Bebeagua y los Barnable... no, a esos narradores no podía culpárseles de nada de lo que se contaba en el Cuento, ya que ellos ni lo urdían ni tampoco, en realidad, lo narraban; ellos tan sólo conocían la continuación y el desenlace, algo que ella no sabría jamás; y con eso tenía que bastarle.

BOOK: Pqueño, grande
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