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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (23 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Al igual que John, ellos suponían que Violet era uno de aquellos actores, o que había estado al menos entre las bambalinas. El hecho de que ella no pudiera en modo alguno compartir esa idea, sólo contribuía a hacerla parecer a sus ojos más críptica y fascinante. Sus visitas de los miércoles siempre eran para ellos motivo de toda una noche de charla apacible, inspiración para toda una semana de vida reverente y alerta.

Pero hoy no era miércoles.

—Se trata de nuestra felicidad —dijo la señora Flores, y Violet se quedó mirándola, desconcertada, hasta que la frase le sonó de otra manera: «Se trata de nuestra Felicidad», el nombre de la hija mayor de los Flores. Las más pequeñas se llamaban Alegría y Alma, y la misma confusión se producía cuando surgían sus nombres en la conversación: nuestra Alegría no está hoy con nosotros; nuestra Alma apareció cubierta de lodo. Cruzando las manos, y alzando unos ojos que, Violet lo advirtió ahora, estaban enrojecidos de llorar, la señora Flores dijo—: Felicidad está embarazada.

—Oh, Dios.

El señor Flores, quien con su rala barba juvenil y su amplia frente sensitiva le recordaba a Shakespeare, empezó a hablar, en voz tan baja y de una forma tan indirecta que Violet tuvo que inclinarse para poder oír. Captó la esencia: Felicidad estaba embarazada, embarazada de August, había dicho ella.

—Lloró toda la noche —dijo la señora Flores, y los ojos se le llenaron de lágrimas. El señor Flores explicaba, o trataba de hacerlo. No era que ellos creyesen en cosas tales como la vergüenza o el honor mundano, ellos mismos habían sellado su unión antes de que se pronunciaran fórmulas o votos; la eclosión de la energía vital siempre ha de ser bienvenida. No: era que August, bueno, él no parecía entenderlo de la misma forma que ellos, o tal vez lo comprendiera mejor, pero de todos modos, para hablar con franqueza, ellos pensaban que había destrozado el corazón de la chica, aunque ella decía que él decía que la amaba; ellos se preguntaban si Violet sabía lo que sentía August o... si sabía (la frase tan cargada de sentido común y de malentendidos resonó con vibraciones metálicas, como la herradura que el señor Flores llevaba en el bolsillo) qué pensaba hacer el muchacho.

Violet movió los labios, como para responder, pero ningún sonido brotó de ellos. Trató de recobrar la compostura.

—Si él la quiere —dijo—, entonces...

—Puede que sí —dijo el señor Flores—. Pero ella dice..., ella dice que él dice... que hay alguien más, alguien con, bueno, un compromiso anterior, alguien...

—Está comprometido con otra —dijo la señora Flores—. Que también está, bueno.

—Amy Praderas —dijo Violet.

—No, no. Ése no era el nombre. ¿Era ése el nombre? —El señor Flores tosió—. Felicidad no estaba segura, exactamente. Parece que hay... más de una.

Violet sólo atinó a decir:

—Oh Dios, oh Dios. —La aflicción de los Flores, sus valerosos esfuerzos por no censurar, la conmovían y no encontraba palabras para responderles. Ellos la miraban esperanzados, con la esperanza de que ella dijese algo que diera cabida también a todo eso en el drama que creían intuir. Pero a la larga ella pudo decir tan sólo, con voz débil, y con una sonrisa desesperada:— Bueno, supongo que no es la primera vez que esto ocurre en el mundo.

—¿No es la primera vez?

—Quiero decir que no, no es la primera vez.

A los Flores les dio un vuelco el corazón. Ella
sabía
, entonces, ella conocía precedentes. ¿Qué precedentes? ¿Krishna tocando la flauta, esparciendo semillas, encarnando espíritus... avatares... qué? Algo de lo que ellos no tenían ni la idea más remota. Sí, más luminoso y más extraño que todo cuanto ellos podían imaginar.

—No es la primera vez —dijo el señor Flores, alzando su frente tersa—. Sí.

—¿Es... —dijo la señora Flores, casi en un susurro—, es parte del Cuento?

—¿Es qué? —dijo Violet, absorta en sus pensamientos—. Oh, sí. —¿Qué había sido de Amy? ¿En qué, Santo Dios, en qué andaría August? ¿De dónde había sacado esa osadía para destrozar los corazones de las chicas? Un miedo pavoroso la asaltó.— Sólo que yo no sabía esto, yo nunca sospeché... Oh, August —dijo, y agachó la cabeza. ¿No sería obra de ellos? ¿Cómo podría saberlo? ¿Podría preguntárselo a él? ¿Le diría algo su respuesta?

Al verla tan desolada, el señor Flores se inclinó hacia ella.

—Nosotros no queríamos, no era nuestra intención apesadumbrarla —dijo—; no es que no... que no pensáramos, que no estuviéramos seguros de que no estaba, que no estaría bien. Felicidad no lo culpa a él. Quiero decir que no es eso.

—No —dijo la señora Flores, y posó una mano sobre el brazo de Violet—. Nosotros no queríamos nada. No era eso. Un alma nueva es siempre una alegría. Será nuestra.

—Quizá todo se vea más claro con el tiempo.

—Estoy segura —dijo la señora Flores—. Es, es parte del Cuento.

Pero súbitamente Violet habia comprendido que no, que no se vería más claro con el tiempo. El Cuento, sí: era parte del Cuento, pero ella, súbitamente, había visto, como ve una persona que está sola en una habitación, trabajando o leyendo, cuando al fin del día levanta súbitamente la vista de la labor que por alguna razón encuentra cada vez más obscura y difícil, que la noche ha caído, y que ésa es la razón; y que por un tiempo siempre obscurece antes de aclarar.

—Por favor —dijo—. Tomemos una taza de té. Encenderemos las luces. No se marchen ustedes todavía.

Acababa de oír afuera —todos podían oírlo— los bufidos y jadeos de un auto que se acercaba a la casa. Al aproximarse a la entrada, los jadeos se espaciaron —su voz inconfundible y rítmica como la de los grillos—, y de pronto, como si cambiara de idea, cambió la velocidad, y otra vez bufando y jadeando, siguió de largo.

¿Cómo es de largo el Cuento? había preguntado ella, y la señora Sotomonte le había respondido que ella y sus hijos y sus nietos estarían todos bajo tierra antes de que se hubiera contado todo el Cuento.

Cogió el cordoncillo de la lámpara, pero por un momento no tiró de él. ¿Qué había hecho? ¿Era ella la culpable de todo esto, por no haber creído que el Cuento pudiera ser tan largo? Sí, era ella. Pero ella cambiaría. Ella remediaría lo que pudiera, si aún había tiempo. Tenía que haber. Tiró al fin del cordoncillo, que hizo noche en las ventanas, y del cuarto, un cuarto.

Último dia de August

La enorme luna que August la había invitado a ver salir ya estaba en el cielo, pero ellos no la habían visto aparecer. La Luna Llena de la Cosecha, había asegurado August de camino, en el coche, y había cantado para Marge una canción que hablaba de luna; pero no era la Luna Llena de la Cosecha, por muy ambarina, gigantesca y rechoncha que fuese; la de la Cosecha sería la del próximo mes, y hoy sólo era el último día de agosto.

La claridad los bañaba. Ahora que podía contemplarla, August estaba demasiado deslumbrado y repleto como para poder hacer cualquier otra cosa, aunque más no fuera consolar a Marge que lloraba en silencio —tal vez, quién sabe, de felicidad— a su lado. No podía hablar. Se preguntaba si acaso volvería a hablar alguna vez, a no ser para invitar, para proponer. Si mantenía la boca cerrada, quizá... Pero sabía que no lo iba a hacer.

Marge alzó una mano iluminada por la luna, y le acarició el bigote que se estaba dejando crecer, riendo en medio de las lágrimas.

—Te sienta tan bien —dijo.

Por debajo de los dedos de ella, él torció la nariz como un conejo. ¿Por qué ellas lo acariciarían siempre tan mal, a contrapelo, una sensación tan desagradable...? ¿No sería mejor que se lo afeitara, para que no pudieran hacerlo? La boca de Marge estaba al rojo vivo, con una aureola de carne enrojecida de tanto besar y llorar. Su piel era tan suave como él lo había imaginado, aunque moteada de unas pecas rosadas que él no había previsto, pero no así los gráciles muslos blancos, desnudos sobre el cuero del asiento. Sus senos pequeños dentro de la blusa desabrochada, coronados por grandes pezones cambiantes, parecían capullos recién florecidos y arrancados del pecho de un efebo. La corta mata de vello era rubia y rígida y pequeña, como un corazón. Oh, Dios, las intimidades que él había visto. Lo conmovía intensamente la extrañeza de la carne liberada. Deberían permanecer ocultas esas vulnerabilidades, esas rarezas y esos órganos suaves como el cuerpo de un caracol, o como sus delicados cuernos; el exponerlos era monstruoso; él deseaba volver a guardar los de ella en las bonitas prendas blancas que ahora colgaban alrededor del auto como guirnaldas, y sin embargo, mientras pensaba todo eso, se sentía crecer otra vez.

—Oh —dijo ella. Probablemente, en la ardorosa premura de la desfloración, con tantas otras cosas en que pensar, ella no había ni siquiera reparado en su turgencia—. ¿Lo haces enseguida, otra vez?

Él no respondió, no tenía nada que ver con él. Tanto da preguntarle a la trucha que forcejea tratando de zafarse del anzuelo si le gustaría continuar con esa actividad o si preferiría abandonarla. Un trato es un trato. Se preguntaba por qué, pese a que ya conoces mejor a una mujer, y ella ha aprendido por lo menos los rudimentos, la segunda vez suele parecer más difícil, más desajustada, más una cuestión de rodillas y codos incordiantes que la primera. Nada de todo esto impidió, cuando al fin se acoplaron, que se enamorase de ella aún más locamente, pero él no había previsto eso. Tan distintas como son, unas de otras, los cuerpos, los pechos, los olores, él nunca había sospechado que fueran así, todas tan únicas, tan ellas mismas, tan inconfundibles como los rostros y las voces. Sabía demasiado. Gimió, de amor y de sabiduría, y se apretó contra ella.

Era tarde ya, y la luna, ahora encogida, se había enfriado y empalidecido al trepar por el cielo. Con qué andar tan triste. Las lágrimas de Marge fluían otra vez, aunque ella no parecía llorar, exactamente: eran como una secreción natural, provocada tal vez por la luna; estaba atareada despojándose de su desnudez, aunque la que le había entregado a él ya nunca más podría recobrarla. Dijo con voz pausada:

—Estoy contenta, August. Que hayamos tenido siquiera esta vez.

—¿Qué quieres decir? —La voz ronca de una bestia, no su voz.— ¿Siquiera esta vez?

Ella se restregó las lágrimas con el dorso de la mano, no veía lo bastante para poder abrocharse las ligas.

—Porque ahora siempre podré acordarme de esto.

—No.

—Recordar esto al menos. —Lanzó su vestido al aire, y con gran agilidad lo hizo posarse sobre su cabeza; giró en redondo, y el vestido descendió sobre ella como un telón, el último acto.— August, no. —Se encogió contra la portezuela, estrujándose las manos y alzando los hombros.— Porque tú no me quieres, y eso es natural. No. Yo sé lo de Sara Piedra. Todo el mundo lo sabe. Es natural.

—¿Quién?

—No te atrevas. —Lo miró a la cara, retadora. Que no fuera a echar a perder el momento con mentiras, con torpes negativas.— Tú la quieres. Ésa es la verdad y tú lo sabes. —Él no dijo nada. En su interior se estaba produciendo una colisión de tal magnitud que no podía hacer otra cosa que presenciarla: el ruido le impedía casi oír a Marge.— Yo nunca lo volveré a hacer con ningún otro, jamás. —Agotada ya su bravura, el labio le había empezado a temblar.— Me iré de aquí, iré a vivir con Jeff, y nunca más querré a ningún otro, y me acordaré de esto para siempre. —Jeff era su bondadoso hermano, un cultivador de rosas. Dio vuelta la cara.— Y ahora puedes llevarme a casa.

Él la llevó a su casa, sin una palabra más.

Estar lleno de clamores es como estar vacío. Vacío, la vio apearse del auto, la vio desmenuzar las sombras de la luna a través del follaje y alejarse, desmenuzada a su vez por ellas, sin volver la cabeza, aunque si lo hubiera hecho él no la habría visto. Vacío, se alejó de las encrucijadas trémulas y umbrías. Vacío, tomó el camino de regreso a casa. No lo sintió como una decisión, lo sintió como un vacío, cuando se desvió del gris y centelleante camino de guijarros, saltó la acequia, subió una barranca y enfiló el Ford (impávido, impasible) hacia el estanque plateado de una pradera sin segar, y más lejos aún, en tanto el vacío lo iba llenado de una resolución que también sabía a vacío.

El auto tartajeó, se había quedado sin gasolina. Lo puso a máximo, lo espoleó, lo incitó a seguir, un poco más, pero el motor estaba muerto. Si hubiera habido al menos un condenado garaje en diez millas a la redonda, habría sido la salvación. Permaneció un rato sentado en el coche cada vez más frío, imaginando su destino sin pensar exactamente en él. Se preguntó (última ventana iluminada por la llama, ya vacilante, del sentido común) si Marge pensaría que lo había hecho por ella. Bueno, tal vez sí, en cierto modo, en cierto modo, habría tenido que llenarse los bolsillos de piedras, de piedras pesadas, y dejarse estar. Borrarlo todo. El ruido ensordecedor de la vacía resolución era como el trueno frío de las cataratas, le parecía oírlas ya, y se preguntó si no oiría ninguna otra cosa en toda la eternidad; esperaba que no.

Salió del coche, desprendió la cola de ardilla, tenía que devolverla, quizá ellos, Comoquiera, devolvieran la paga que él había entregado por ella; y resbalando y tropezando con sus botines de charol de seductor, se encaminó a los bosques.

Vida tan extraña

—¿Mamá? —dijo Nora, asombrada, deteniéndose de golpe en el vestíbulo con una taza vacía y un platillo en las manos—. ¿Qué haces levantada?

Violet estaba de pie en la escalera, no había hecho al bajar ningún ruido que Nora hubiese oído; estaba vestida, con ropas que Nora no le veía desde hacía años, pero tenía el aire de estar durmiendo como sonámbula.

—¿Ninguna noticia —dijo, como segura de que no la habría—, ninguna noticia de August?

—No. No, ninguna noticia.

Dos semanas habían transcurrido ya desde que un vecino les avisara que había visto el Ford de August abandonado en un campo, a merced de los elementos. Auberon, después de largos titubeos, le había sugerido a Violet que quizá debieran dar parte a la policía; pero era una idea tan ajena a cuanto ella podía imaginar que le hubiera sucedido a August que Auberon dudaba de que le hubiese ni tan siquiera prestado oídos; de todos modos, nada de lo que el destino le deparaba a August podía ser alterado, y menos aún descubierto por la policía.

—Ha sido culpa mía, ¿sabes? —dijo con voz apagada—. Cualquier cosa que le haya sucedido. Oh, Nora.

Nora subió de prisa la escalera hasta donde Violet se había sentado bruscamente, como si se hubiera caído. Tomó a Violet del brazo para ayudarla a levantarse, pero Violet cogió la mano que le ofrecía y la oprimió, como si fuese Nora quien necesitara consuelo. Nora se sentó junto a ella en la escalera.

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