Y ahora ¿qué? Movió el espaciador, y escribió:
ellos no nos quieren bien
Reflexionó un momento y luego, a renglón seguido, agregó:
ellos tampoco nos quieren mal
Lo que había querido decir era que a ellos no les importaba, que sus preocupaciones no eran las nuestras, que si traían regalos —y los traían—; si tramaban un casamiento o un accidente —y lo habían hecho—; si espiaban y acechaban —y lo hacían, por cierto—, nada de ello era con la intención de ayudar o dañar a los mortales. Que sus razones —si tenían alguna— eran exclusivamente de ellos, y ella a veces pensaba que no, no más que las piedras o las estaciones.
ellos son creados no nacidos
Consideró esta frase, mejilla en mano, y dijo «No», y con una x tachó cuidadosamente la palabra «creados», y escribió encima «nacidos», y luego tachó con una x la palabra «nacidos» y escribió encima «creados», y entonces cayó en la cuenta de que ninguna de las dos era más verdadera que la otra. ¡Inútil! ¿No podría jamás pensar algo sobre ellos sin que la idea contraria fuese igualmente cierta? Bajó una línea suspirando, y escribió:
nunca dos puertas hacia ellos son iguales
¿Era eso lo que habia querido decir? Quería decir que lo que para una persona era una puerta no sería una puerta para otra. Quería decir, también, que cualquier puerta, una vez traspuesta, cesaba para siempre de ser una puerta, que ni siquiera se podría volver a salir por ella. Quería decir que nunca dos puertas conducen al mismo lugar. Quería decir que no había puertas que condujeran hacia ellos. Y sin embargo: encontró, en la hilera superior del teclado, un asterisco (ignoraba que la máquina tuviese ese signo) y lo agregó a la última frase, de modo que ahora quedó así:
nunca dos puertas hacia ellos son iguales*
Y abajo escribió:
*pero la casa es una puerta
Con esto llenó la pequeña hoja de cuaderno, y la sacó, y releyó lo que había escrito. Vio que lo que tenía era un sumario de varios de los capítulos de la última edición de la
Arquitectura
, despojados de las flotantes vestiduras de explicaciones y abstracciones, desnudos y frágiles pero no más útiles que antes. La estrujó lentamente entre las manos, pensando que no sabía absolutamente nada y que sin embargo una cosa sabía: que lo que el destino les deparaba, a ella y a todos ellos, los esperaba allí (¿por qué era tan estúpida que creía saberlo?), y que por consiguiente debían aferrarse a este lugar y no alejarse de él, y suponía que ella nunca volvería a salir de él. Ese lugar era la puerta, la más grande de las puertas, y, Comoquiera, por azar o por designio, se hallaba en la orilla misma, en el linde de
Dondefuera
, y habría de ser, al final, la última puerta, aquella que los conducía a ese lugar. Durante un tiempo largo iba a permanecer abierta; después, durante cierto tiempo, se la podría abrir al menos, si se tenía la llave; pero llegado un momento, se cerraría para siempre, y ya nunca más volvería a ser una puerta; y ella no quería que entonces, cuando se cerrase, ninguno de sus seres queridos se quedara del lado de afuera.
El viento sur sopla la mosca a la boca del pez, dice el Pescador, pero hoy no quería, al parecer, soplar ninguno de los tentadores y bien asegurados señuelos de August a la boca de ningún pez. Ezra Praderas creía a pie juntillas que los peces pican antes de una lluvia; el viejo MacDonald siempre había estado convencido de que nunca pican, y August veía que pican y no pican; los bicharracos y mosquitos que se posan como motas de polvo sobre el agua, cuando caen empujados hacia abajo por el cambio de presión (Cambio, pronosticaba el ambivalente barómetro de John), pero no los Alexandras y los Jack Scotts que les echaba August.
Quizá no estuviera suficientemente concentrado en la pesca. Estaba tratando (sin que exactamente tratara de tratar) de ver o notar alguna cosa (sin que exactamente la viera o la notara) que pudiera constituir una clave o un mensaje; tratando de recordar, al tiempo que trataba de olvidar que siempre lo olvidaba, cómo solían aparecer esas claves o mensajes, y de qué forma solía él interpretarlos. Además, debía tratar de no pensar. Esto es la locura; no pensar que sólo por su madre estaba haciendo lo que hacía. Cualquiera de los dos pensamientos malograría lo que pudiera acontecer, fuera lo que fuese. Por encima del agua pasó, como una ráfaga, un Martín pescador, riendo, iridiscente, a la luz del sol, apenas por encima de las sombras de la noche que ya empezaban a tenderse sobre el río. Yo no estoy loco, pensó August.
Uno de los paralelismos entre la pesca y esa otra actividad suya consistía en que, cualquiera que fuese el paraje de la orilla del río en que se encontrara, siempre parecía haber, justo allá, donde las aguas se precipitaban por una angostura pedregosa, o justo del otro lado de las trenzas de los sauces, un sitio perfecto, el lugar que uno ha estado buscando a lo largo de todo el camino. La impresión no se atenuaba ni siquiera cuando, después de reflexionar un instante, uno reparaba en que el sitio perfecto era aquel en el que había estado pocos minutos antes, atisbando este lugar, ansioso por estar entre las largas manchas de sombra del follaje, como estaba ahora, y sin embargo...; y en el mismo momento en que August se daba cuenta de esto, cuando su deseo se hallaba, por así decir, en tránsito entre el Allí y el Acá, algo picó su cebo y poco faltó para que le arrancara la caña de la abstraída mano.
Tan sorprendido como debía de estarlo el propio pez, August tironeó con torpeza, pero tras una breve lucha logró sacarlo del agua, y lo echó en la red: la penumbra del anochecer había absorbido entretanto las sombras del follaje; el pez lo observaba con estupor, como todo pez atrapado. August le sacó el anzuelo, le introdujo el pulgar en la boca membranosa, y con un golpe certero le quebró la garganta. Su pulgar, cuando lo retiró, estaba bañado en limo y fría sangre de pez. Sin pensar, se lo puso en la boca y lo chupó. El Martín pescador despegó otra vez, con una carcajada, y mirando a August de reojo cruzó en vuelo rasante por encima del agua y se posó en la rama más alta de un árbol seco.
August, con el pez en la malla, se sentó en la orilla y esperó. El Martín pescador se había reído de él, no del mundo en general, de eso estaba seguro, una carcajada sarcástica, vindicativa, y sí, a lo mejor él era un sujeto risible. Su pescado no alcanzaba a tener un palmo de largo, ni siquiera un desayuno. ¡Bueno! ¿Y qué?
—Si tuviera que vivir de lo que pesco —dijo—, ya me procuraría un pico.
—Tú no debes hablar —dijo el Martín pescador— antes de que te hayan dirigido la palabra. Hay modales, ¿sabes?
—Perdón.
—Primero hablo yo —dijo el Martín pescador—, y tú te preguntas quién es el que te habla. Entonces te percatas de que he sido yo; luego miras tu pulgar y tu pescado, y comprendes que es la sangre del pez, que chupaste, lo que te permite entender el lenguaje de los animales; entonces tú y yo conversamos.
—Yo no quise...
—Daremos por sentado que así sucedieron las cosas. —El Martín pescador hablaba en el tono airado e impaciente que August no podía menos que esperar de aquella cresta erizada, el recio cuello, los ojos y el pico feroces, indignados: la voz de un Martín pescador. ¡Un ave alción, sin duda!— Ahora tú te diriges a mí —dijo el Martín pescador—. Oh Ave, dices, y formulas tu ruego.
—Oh Ave —dijo August, extendiendo las manos en un gesto implorante—. Dime un cosa: ¿Estaría bien que en Arroyodelprado tuviéramos una gasolinera, y que vendiéramos coches Ford?
—Ciertamente.
—¿Qué has dicho?
—¡Ciertamente!
Era tan incómodo estar así, hablando con un pájaro, con un Martín pescador posado en la rama más alta de un árbol seco y a una distancia no menor de la que jamás había tenido antes a otras aves de su misma especie, que August imaginó al pájaro sentado junto a él en la ribera, como una especie de persona martinpescadoresca, más accesible por sus dimensiones a la conversación, y como él, cruzado de piernas. El artilugio surtió efecto. Sin embargo, August dudaba de que ese Martín pescador fuese realmente un Martín pescador.
—Bueno —dijo el Martín pescador, todavía lo bastante pájaro para no poder mirar a August con más de un ojo por vez, y ese ojo vivaz y reluciente y despiadado—. ¿Eso es todo?
—Yo... creo que sí. Yo...
—¿Sí?
—Bueno, yo temía que pudiera haber reparos. El ruido. El olor.
—Ninguno.
—Oh.
—Por otra parte —dijo el Martín pescador (una risa, una carcajada ronca parecía acompañar como un eco a todas sus palabras)— ya que tú estás aquí, y que yo estoy aquí, podrías pedir algo más.
—¿Qué?
—Oh, cualquier cosa. Lo que tú más desees.
August había creído, hasta el momento mismo en que expresó su absurdo deseo, que eso era precisamente lo que acababa de hacer; de pronto, sin embargo, mientras una insoportable ola de calor le cortaba el aliento, comprendió que no, que no lo había hecho, y que podía hacerlo. Enrojeció intensamente.
—Bueno —dijo, tartamudeando—. Allá, en Arroyodelprado hay... hay un granjero, cierto granjero, y él tiene una hija.
—Sí sí sí —dijo con impaciencia el Martín pescador, como si supiera demasiado bien lo que August deseaba y no quisiera tener que soportar el engorro de que se lo manifestara con todos sus pormenores y circunstancias—. Pero ante todo discutamos la paga, y luego el premio.
—¿La paga?
El Martín pescador sacudió la cabeza en breves y furiosos cambios de actitud, mirando a August, el río o el cielo, como si estuviese tratando de pensar alguna frase realmente injuriosa con que expresar su irritación.
—Paga —dijo—. Paga, paga. No tiene nada que ver contigo. Llamémoslo favor, si tú prefieres. La restitución de cierta pertenencia que, no me interpretes mal, cayó en vuestras manos, estoy seguro, por pura casualidad. Me refiero —por un brevísimo instante, y por primera vez, el Martín pescador pareció en cierto modo titubear, o estremecerse—, me refiero a un mazo de cartas, cartas de juego. Muy viejas. Que vosotros poseéis.
—¿Las de Violet?
—Esas mismas.
—Se las pediré.
—No, no. Ella cree, ¿sabes? que las cartas son suyas. No. Ella no tiene que enterarse.
—¿Que se las robe, entonces?
El Martín pescador guardó silencio, y por un momento desapareció por completo, aunque bien pudo ser tan sólo que la atención de August se desviara del esfuerzo de imaginarlo sentado junto a él a la enormidad que le habían ordenado perpetrar.
Cuando reapareció, el Martín pescador daba la impresión de estar un tanto apaciguado.
—¿Has reflexionado sobre tu recompensa? —dijo, casi conciliador.
Sí, había reflexionado. Aunque en el momento en que comprendió que sin duda podía pedirles a Amy, sintió que ya no la deseaba tan intensamente: un presagio apenas de lo que habría de acontecer cuando al fin la poseyera, a ella o a cualquier otra. Pero ¿qué podía elegir, entonces? ¿Sería posible que pudiera pedir...?
—Todas —dijo, con un hilo de voz.
—¿Todas?
—Todas las que yo quiera. —Si no lo hubiese dominado la fuerza súbita, horrenda, del deseo, jamás la vergüenza le habría permitido decir semejante cosa.— Poder sobre ellas.
—Lo tienes. —El Martín pescador carraspeó, miró para otro lado, y con una garra negra se peinó las barbas, como feliz de haber cerrado por fin el sucio trato.— Hay cierto estanque allá, bosque arriba, pasando el lago. Y cierta roca que aflora del estanque. Pon allí las cartas, en su bolso y su estuche, y llévate el regalo que encontrarás. Hazlo pronto. Adiós.
La noche, caliginosa y sin embargo clara, presagiaba tormenta; habían desaparecido ya las confusiones del poniente. Los charcos de la ribera estaban negros, cruzados de nervaduras vidriosas provocadas por el incesante fluir de la corriente. El negro aleteo de unas plumas en un árbol seco era un Martín pescador que se preparaba para dormir. August esperó en la orilla hasta que un sendero anochecido lo devolvió al sitio de donde había venido; entonces recogió sus avíos y emprendió el regreso a casa, los ojos de par en par abiertos pero ciegos a esa esplendorosa belleza de la noche que precede a una tormenta; se sentía ligeramente mareado de ansiedad y extrañeza.
El bolso en que estaban guardadas las cartas de Violet era rosa, de un rosa polvoriento que alguna vez había sido vivido. El estuche había contenido en otros tiempos un juego de cucharillas de café de plata del Palacio de Cristal, vendidas hacía años, en la época en que ella y su padre erraban de ciudad en ciudad. Sacar los enormes y extraños rectángulos dibujados o impresos siglos ha de aquel estuche acogedor, con un retrato de la anciana Reina y una reproducción en miniatura del mismísimo Palacio taraceados en la tapa con distintas maderas, era siempre un momento muy singular, como descorrer el telón de un antiguo teatro para revelar algo horroroso.
Horroroso: no tanto como eso, o no siempre, si bien había épocas en que, cuando ella formaba, al extenderlas, una Rosa, o una Bandera o alguna otra figura, sentía miedo: miedo de que pudiesen revelar algún secreto que ella no deseaba conocer, su propia muerte o algo aún más terrible. Mas —pese a esas imágenes misteriosas, ominosas de los arcanos, grabadas como las de Durero con minuciosos detalles en negro, barrocas y germánicas— los secretos revelados no eran terribles las más de las veces, las más de las veces no eran ni siquiera secretos: meras abstracciones nebulosas, oposiciones, contradicciones, soluciones, todo tan general, tan vago e inespecífico como los proverbios. Así al menos le habían dicho que había que interpretarlas, John y aquellos de sus amigos que entendían de cartomancia.
Pero las cartas que ellos conocían no eran exactamente estas cartas; y aunque ella no conocía otra forma de extenderlas ni de interpretarlas que la del Tarot de los Egipcios (antes de que la instruyeran en esos métodos se limitaba a esparcirlas de cualquier manera, y a contemplarlas, a menudo durante horas), solía preguntarse si no habría alguna otra forma de consultarlas, más reveladora, más simple, más útil, Comoquiera que ella pudiera practicar.
—Y aquí tenemos —dijo, mientras levantaba con cuidado una por el borde superior— un Cinco de Bastos.
—Nuevas posibilidades —dijo Nora—. Nuevas amistades. Acontecimientos sorprendentes.
—Muy bien. —El Cinco de Bastos fue a ocupar su sitio en la Herradura que Violet estaba formando. Cogió una de otro montón (las cartas habían sido separadas y distribuidas por arcanos, en seis montones) y abrió un arcano: era el Deportista.