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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (17 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Le era más fácil determinar cuándo se había convertido en un científico que saber en qué circunstancias había dejado de serlo: el momento, si es que existió, en que su naturaleza imperfecta lo había traicionado, y había, sin divulgarlo, renunciado a la ingente investigación en aras de... ¿de qué? ¿Del Arte? ¿Eran Arte esas preciosas imágenes del álbum? Y si no lo eran, ¿le importaba algo a él?

Amor. ¿Se atrevería él acaso a llamarlo amor?

Puso el álbum encima de la carpeta negra, de la que parecía brotar como una rosa entre negras espinas: allí, delante de él, a la luz de la lámpara siseante, estaba apilada toda su existencia. Una pálida mariposa nocturna se inmoló contra la blanca camisa de la lámpara.

Allá en los bosques, en la gruta musgosa, Llana Alice le decía a Fumo:

—Él nos dijo: «Vayamos a los bosques a ver qué podemos ver». Y empacaba su cámara, a veces llevaba una pequeñita, y a veces la grande, la de madera y bronce, con pata. Nosotras preparábamos la merienda. Cantidad de veces veníamos aquí.

A ver que podía ver

—Salíamos únicamente los días calurosos y de sol, para poder, quitarnos toda la ropa (Sophie y yo), y correteábamos de aquí para allá gritando «Mira», «mira», y a veces «Oh, ha desaparecido», aunque no estuviéramos del todo seguras de haber visto algo.

—¿Os desnudabais? ¿Cuántos años tenías?

—No recuerdo. Ocho. Hasta los doce, quizá.

—¿Y era necesario eso? Digo, ¿para ver?

Ella soltó una carcajada, una carcajada en sordina, ya que estaba tendida cuan larga era, dejándose acariciar por las brisas que acertaran a pasar, desnuda también ahora.

—No era necesario —contestó—. Sólo divertido. ¿A ti no te gustaba desnudarte cuando eras pequeño?

Él evocó la sensación: una especie de exaltación loca, una liberación, como si con la ropa se despojara de ciertas represiones: no un sentimiento que pudiera compararse con la emoción sexual, pero sí tan intenso.

—Pero nunca delante de los mayores.

—Oh, Auberon no contaba. Él no era... eso, uno de ellos, supongo. En realidad, creo que lo hacíamos por él. Se enloquecía tanto como nosotras.

—No lo dudo —dijo Fumo en tono sombrío.

Alice permaneció un rato callada. Luego agregó:

—Él nunca nos hizo daño. Nunca nos forzó a nada. Y
nosotras
¡si le sugeriríamos cosas! Él no. Nos juramentamos que lo mantendríamos en secreto, y fuimos
nosotras
quienes se lo hicimos jurar
a él
. Era como un espíritu, como Pan, o algo así. Su excitación nos exaltaba. Corríamos de un lado a otro y chillábamos y nos revolcábamos por el suelo. O nos quedábamos inmóviles, como estatuas, calladas, con un zumbido que nos iba llenando hasta que teníamos la sensación de que íbamos a estallar. Era mágico.

—¿Y nunca lo habéis contado?

—¡No! No porque tuviera tanta importancia. De cualquier manera, todo el mundo lo sabía, salvo, bueno, Mamá, Papá y Nube. En todo caso, nadie dijo nada, pero yo he hablado, después, con mucha gente, y me han dicho: «¡Oh!, ¿vosotras también? ¿También a vosotras os llevaba a los bosques a ver qué podía ver?». —Se rió otra vez.— Hacía años, supongo, que andaba en eso. Sin embargo, no sé de nadie a quien esas cosas le hayan molestado. Los escogía bien, me imagino.

—Siempre quedan cicatrices psicológicas.

—Oh, no seas tonto.

Él se acarició el cuerpo desnudo, que, al secarse lamido por la brisa, adquiría un brillo nacarado a la luz de la luna.

—¿Y vio algo, alguna vez? Quiero decir, aparte de...

—No, nunca.

—¿Y vosotras?

—Bueno, nosotras creíamos ver. —Ella estaba segura de que sí, por supuesto. Aquellas mañanas luminosas en que salían a caminar, ansiosas, acechantes, esperando ser guiadas y presintiendo (al instante, en el momento mismo) el recodo que debían tomar que las conduciría a un lugar en el que jamás habían estado pero que les parecería intensamente familiar: un lugar que te
tomaba
de la mano y te decía:
Estamos aquí
. Y sólo tenías que desviar la mirada, y entonces los veías.

Y oían a Auberon, que se había quedado un poco rezagado y las llamaba, y ellas sin poder contestarle, ni mostrarle, a pesar de que él había sido quien las llevara hasta allí, él quien las había lanzado a girar como peonzas que ahora se alejaban de él para seguir sus propias sendas.

—¿Sophie? —gritaba Auberon—. ¿Alice?

Así son las cosas

El azul del alba se había adueñado ya de todo el interior del Pabellón de Verano, perdonando tan sólo el rincon en el que aún brillaba, ahora con menos autoridad, la luz de la lámpara. Auberon, restregándose los dedos contra el pulgar para quitarse el polvo, iba y venía por la pequeña estancia escudriñando en cajas y escondrijos. Por fin dio con lo que buscaba, un gran sobre de papel jaspeado, el último de los muchos que alguna vez había tenido, en los que antaño le enviaban por correo las hojas del papel francés platinado que utilizaba para las pruebas.

Un dolor lacerante, aunque no más que sus añoranzas, le trepaba en punzadas por el torso, pero pronto le pasó, mucho más rápido en abandonarlo que sus nostalgias cuando se sentía nostálgico. Cogió el álbum de tapas de bocací y lo deslizó dentro del sobre de papel jaspeado. Desenroscó el capuchón de su Waterman —jamás había permitido que sus alumnos utilizaran bolígrafos ni nada parecido— y con su caligrafía de maestra de escuela, algo temblona ahora, como si se la viese a través del agua, escribió:
«Para Llana Alice y Sophie»
. Una presión tremenda parecía dilatarle el corazón. Agregó:
«Y para nadie más»
. Pensó en añadir signos de admiración, pero no lo hizo; tan sólo lo cerró con esmero. En la carpeta negra no puso nombre alguno. Era... todo el resto era... para ninguna persona viviente en todo caso.

Salió al patio. Los pájaros, por alguna razón, no habían empezado todavía. Trató de orinar, a la orilla del cuadrado de césped, pero no pudo; desistió, y fue a sentarse en la silla de lona húmeda de rocío.

Siempre se había imaginado, sin creerlo, por supuesto, que él conocería este momento. Se imaginaba que sobrevendría a la hora de ellos, el infotografiable crepúsculo; y que, años después de que él, sin esperanzas ya, incluso amargado, hubiese renunciado a todo, uno, en ese crepúsculo, vendría hacia él, sin hacer ruido, sin perturbar el sueño de las flores, a través de la penumbra clara. Una criatura parecería, la carne etérea fulgurando apenas como en un antiguo positivo de platino, y los cabellos en llamas, iluminados por el sol que acabaría de ocultarse o tal vez no habría despuntado aún. Él, Auberon, no le hablaría, no podría hacerlo, acaso muerto y rígido ya; pero el otro le hablaría a él y le diría: «Sí, tú nos conociste. Sí, sólo tú te aproximaste al verdadero secreto. Sin ti ninguno de ellos hubiera podido acercarse a nosotros. Sin tu ceguera, ellos no habrían podido vernos; sin tu soledad, ellos no hubieran podido amarse unos a otros, y engendrar sus retoños. Sin tu incredulidad, ellos no hubieran podido creer. Ya sé que es duro para ti pensar que el mundo pueda obrar de tan extraña manera, pero así son las cosas».

En los bosques

Al día siguiente, a eso del mediodía las nubes se habían acumulado, apretujándose las unas con las otras resueltamente pero sin prisa, y cuando hubieron cegado todo el cielo parecían estar suficientemente bajas como para que se las pudiera tocar con la mano.

La senda entre Arroyo del Prado y Altozano por la que ahora avanzaban serpeaba cuesta arriba y cuesta abajo en medio de una añosa floresta. Bajo tierra, las raíces de los árboles corpulentos, muy cercanos unos de otros, debían de estar entrelazadas; en lo alto del camino las ramas se entrecruzaban y abrazaban, y así las encinas parecían tener hojas de arce y los olmos hojas de encina. Todos tenían que soportar los grandes ahogos de las intrincadas guirnaldas de las hiedras, en especial los troncos descortezados y fibrosos de los ya muertos que, imposibilitados de caer, se recostaban contra sus antiguos vecinos.

—Denso —dijo Fumo.

—Protegido —dijo Alice.

—¿Qué quieres decir?

Ella extendió una mano, para ver si la lluvia ya había comenzado, y una gota le golpeó la palma, luego otra.

—Bueno, nunca ha sido talado. Por lo menos desde hace cien años.

La lluvia fue arreciando resueltamente y sin prisa, tal como lo hicieran las nubes; no iba a ser por cierto un chaparrón pasajero, sino una lluvia bien preparada para todo un día.

—Caray —dijo Alice. Sacó de su mochila un arrugado sombrero amarillo y se lo puso, pero era evidente que los esperaba una buena mojadura.

—¿Queda muy lejos?

—¿La casa de los Bosques? No, no demasiado lejos. Pero espera un momento. —Se detuvo y se volvió para mirar el sendero por el que habían venido, y luego el que tenían por delante. En la cabeza descubierta Fumo empezó a sentir los picotazos de las gotas.— Hay un atajo —dijo Alice—. Un sendero que podemos tomar, en vez de hacer todo el trayecto por el camino.
Tendría que
estar por aquí, si es que puedo encontrarlo.

Reanudaron la marcha, retrocediendo y avanzando a lo largo del linde aparentemente infranqueable.

—A lo mejor ya no lo mantienen —dijo Alice mientras continuaban explorando—. Son algo raros. Solitarios. Viven aquí, aislados, y casi nunca ven a nadie. —Se detuvo delante de un incierto agujero en los matorrales, y dijo:— Aquí es —sin confianza, pensó Fumo. Entraron. La lluvia repiqueteaba incesantemente en las hojas, un sonido cada vez menos discontinuo y más una única voz, sorprendentemente alta, ahogando el ruido de sus propios pasos. Allí, bajo los árboles debajo de las nubes, reinaba una obscuridad nocturna, no iluminada por el plateado rielar de la lluvia.

—¿Alice?

De pronto se detuvo. Todo cuanto alcanzaba a oír era el ruido de la lluvia. Tan absorto había estado en abrirse paso a través de esa supuesta senda que ahora había perdido a Alice. Y con seguridad también él había perdido ahora el rumbo si había existido alguna vez aquel atajo. La llamó de nuevo, confiado, circunspecto: no había motivo alguno para perder la calma. No obtuvo respuesta, pero en ese mismo instante vislumbró entre dos árboles una verdadera senda perfectamente clara, un caminito sinuoso pero llano. Sin duda Alice lo habría encontrado y habría continuado la marcha aprisa, mientras él se debatía torpemente entre las lianas. Enfiló por él y siguió avanzando, ya calado hasta los huesos. De un momento a otro Alice tendría que aparecer allí, delante de él, pero no aparecía. Bajo la fronda crepitante, el sendero lo internaba cada vez más en la espesura; parecía desenroscarse delante de sus pies, y aunque no podía ver adonde iba, estaba siempre allí, para que lo siguiera. Lo condujo al fin (si había andado mucho o poco no lo sabría decir, y menos con semejante diluvio) a la orilla de un ancho claro herboso circundado por gigantes del bosque, negro y resbaladizo a causa de la lluvia.

Cuesta abajo, en el fondo del claro, fantasmal a través de la neblinosa cortina de gotas, se alzaba la casa más extraña que había visto en su vida. Era una miniatura de los extravagantes pabellones de Bebeagua, pero toda de colorines, con un brillante techo de tejas rojas y paredes blancas repletas de ornamentos. No había ni medio palmo que no estuviese de algún modo encarrujado, pintado, tallado o blasonado. Y, más extraño aún, parecía flamante.

Bueno, ha de ser aquí, pero ¿dónde está Alice? Debía de ser ella, no él, quien había perdido el rumbo. Empezó a bajar la cuesta en dirección a la casa, entre la multitud de setas rojas y blancas que con la humedad habían salido de su escondite. La puertecita redonda, con su llamador, su mirilla y sus herrajes de bronce, se abrió de golpe cuando él se acercaba, y una cara minúscula y puntiaguda se asomó por el canto. Los ojos eran chispeantes y suspicaces, pero la sonrisa era generosa.

—Perdone usted —dijo Fumo—. ¿Es ésta la casa de los Bosques?

—Por cierto que sí —respondió el hombre. Abrió un poco más la puerta—. ¿Y tú eres Fumo Barnable?

—¡Vaya, sí, soy yo! —¿Cómo podía saber eso?

—¿Quieres pasar?

Si hay alguien más allí dentro, aparte de nosotros dos, estará a tope, pensó Fumo. Pasó al lado del señor Bosques, quien al parecer llevaba puesto un gorro de dormir a franjas, y le mostraba el interior con la mano más larga, flaca y nudosa que Fumo había visto jamás.

—Muy gentil de su parte invitarme a pasar —dijo, y la sonrisa del hombrecillo se ensanchó, cosa que Fumo había creído imposible. Su cara de color avellana se partiría en dos a la altura de las orejas si la sonrisa continuara ensanchándose.

Por dentro, parecía mucho más grande de lo que era, ¿o sería más pequeña de lo que parecía?; no se sabía si lo uno o lo otro. Por alguna razón, sintió que la risa le trepaba por la garganta. Había allí sitio suficiente para un reloj de péndulo con una expresión astuta, una cómoda en la que se veían varios candelabros y picheles de peltre, una cama alta y mullida cubierta por la manta de remiendos más variopintos y cómicos que Fumo había visto en su vida. Había también una mesa redonda, muy pulida, con una pata entablillada, y un ropero descollante. Y, por añadidura, tres personas más en la sala, todas muy confortablemente dispuestas: una mujer bonita atareada junto a una cocinilla achaparrada, un bebé en una cuna de madera que cloqueaba como un juguete mecánico cada vez que la mujer le daba un empujón a la cuna, y una señora vieja, viejísima, pura nariz y gafas y barbilla, que se mecía en un rincón mientras tejía con celeridad una larga bufanda rayada. Los tres lo habían visto entrar, pero era como si no hubiesen
reparado
en su presencia.

—Aposéntate —dijo el señor Bosques—. Y cuéntanos tu historia.

Allá, en el fondo del regocijado asombro que lo llenaba a rebosar, una vocecita estaba tratando de rebelarse y decir
Qué caray
, pero en ese momento estalló y se extinguió como un pedo de lobo.

—Bueno —dijo—. Por lo que parece yo me había perdido... o más bien Llana Alice y yo nos habíamos perdido... pero ahora os he encontrado a vosotros, y no sé qué habrá sido de ella.

—Así es —dijo el señor Bosques. Había instalado a Fumo en una silla de alto respaldar, y ahora sacó de un alacena una pila de platos con flores azules que distribuyó alrededor de la mesa como si fueran naipes—. Tomarás un refrigerio —dijo.

Como en respuesta a una señal, la mujer sacó del horno una placa de latón en la que humeaba un único bollo de pascua, que el señor Bosques trasladó al plato de Fumo, mientras lo observaba con ansioso interés. La cruz del bollo no era una cruz, sino una estrella pentacular dibujada con azúcar merengada en la superficie del bollo. Fumo esperó un momento a que sirviera a los demás, pero el aroma especioso del bollo era tan tentador que lo cogió y se lo comió de prisa. Sabía tan bien como olía.

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