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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (19 page)

BOOK: Pqueño, grande
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»Y bien, aconteció que nuestra escuelita fue clausurada, y que nuestros chicos tuvieron que ir a otras escuelas durante un par de años.

—Decían que nuestro Nivel no preparaba a nuestros estudiantes para el mundo real —dijo Mamá.

—¿Qué tiene de real? —dijo Nube con irritación—. Lo que he visto últimamente no me parece tan real.

—Esto fue hace cuarenta años, Nora...

—No veo que se haya vuelto más real desde entonces.

—Yo fui un tiempo a la escuela pública —dijo Mamá—. No me parecía tan mala. Sólo que siempre tenías que estar allí exactamente a la misma hora cada día, primavera y verano, lloviera o brillase el sol; y no te dejaban salir hasta exactamente la misma hora cada día, además. —Todavía se asombraba, al recordarlo.

—¿Cómo era lo de la Educación Cívica y todo eso? —preguntó Llana Alice, estrujando por debajo de la mesa la mano de Fumo, porque la respuesta era una de las salidas memorables de Mamá.

—¿Tú sabes qué? —dijo Mamá dirigiéndose a Fumo—. Lo que es yo, no recuerdo una sola palabra. Ni una.

Y eso era, precisamente, lo que le había parecido a Fumo el Sistema Educacional. La mayor parte de los muchachitos que él había conocido olvidaban todo lo que aprendían en la escuela tan pronto abandonaban aquellas (para él misteriosas) aulas.

—Caray —dijo—. Tendrías que haber ido a la escuela con mi padre, él nunca dejaba que te olvidaras de nada. —Por otro lado, cuando le interrogaban sobre las cosas más trilladas, tales como el Juramento de Lealtad, el Día del Árbol o el Príncipe Enrique el Navegante, siempre pasaba por un ignorante. Todos pensaban que era un muchacho raro, si es que reparaban en él.

—Así pues, el padre de Claude Mora se metió en un brete por no mandar a su hijo a la escuela pública, y hasta hubo un juicio —estaba diciendo Nube—. Que llegó a la Suprema Corte del Estado.

—Que nos exprimió las cuentas bancarias —dijo el doctor.

—Y que a la larga fue resuelto a nuestro favor —dijo Mamá.

—Porque —dijo Nube— era una cuestión religiosa, eso alegamos nosotros. Como los Menonitas. ¿Has oído hablar de ellos? —Sonrió socarronamente.— Religiosa.

—Una resolución trascendental —añadió Mamá.

—De la que sin embargo nadie llegó a enterarse —dijo el doctor, secándose los labios—. Yo creo que el propio tribunal se sorprendió de haber adoptado semejante resolución y la mantuvieron en secreto; no quieren que la gente se ponga a pensar, remover el avispero, por así decir. Pero no tuvimos más problemas desde entonces.

—Tuvimos buenos consejeros —dijo Nube, bajando los ojos, y todos aprobaron en silencio sus palabras.

Fumo, sirviéndose otra copa de jerez, empezó a hablar con volubilidad de algo que había escapado al Sistema que él conocía —o sea él en persona— y de la educación superior que sin embargo había recibido, y de que jamás habría aceptado ninguna otra. El doctor Bebeagua, súbitamente, dio un mazazo en la mesa con la palma, y miró radiante a Fumo, los ojos iluminados por una idea genial.

Qué te parece

—¿Qué te parece a ti? —le dijo Llana Alice mucho más tarde, cuando ya estaban acostados.

—¿Qué?

—Lo que sugirió Papá.

Bajo la sábana, con el calor que hacía, ese bochorno que sólo después de medianoche empezaba a quebrarse en suaves brisas, los largos y blancos valles y colinas que formaba su cuerpo se desplazaban cataclísmicamente para ir a asentarse en otros territorios.

—No sé —dijo él; se sentía atontado y vacío, incapaz de vencer el sueño. Intentó pensar una respuesta más concreta, pero se quedó dormido. Ella se desplazó otra vez nerviosamente y él se despertó.

—Qué.

—Pienso en Auberon —dijo ella en voz baja, enjugándose el rostro con la almohada. Él entonces se ocupó de ella, y ella, hipando, hundió la cara en el hueco de sus hornbros. Y mientras él le acariciaba la cabeza, le pasaba los dedos entre los cabellos (a ella le encantaba esa caricia, como a una gata), se quedó dormida. Y cuando ella se hubo dormido, él se quedó despierto, los ojos fijos en el centelleante cielo raso fantasmal, sorprendido por el insomnio, ignorando esa regla según la cual uno de los esposos puede canjear una desazonada vigilia por el sueño del otro, una regla que ningún contrato matrimonial estipula.

Bueno, ¿qué te parece, entonces?

Aquí, ellos lo habían acogido, lo habían adoptado, y no parecía ser una situación que él fuera a abandonar jamás. Puesto que nada se había dicho del futuro de los dos, tampoco él había pensado en ello: no estaba acostumbrado a tener un futuro, era eso; su presente había sido siempre tan indefinido.

Pero ahora, ya no más anónimo, tenía que tomar una decisión. Se puso las manos detrás de la cabeza, cuidando de no turbar el recién conciliado sueño de Alice. Qué clase de persona era él, si acaso era ahora una clase de persona. Anónimo podía ser a la vez todas las cosas y ninguna; ahora empezaría a desarrollar peculiaridades, un carácter, gustos y aversiones. ¿Y le gustaba a él, o le disgustaba, la idea de vivir en esa casa, de enseñar en su escuela, de ser..., bueno, religioso, suponía que así lo dirían ellos? ¿Condecía eso con su carácter?

Miró la borrosa cordillera de montañas nevadas que Llana Alice estaba haciendo al lado de él. Si él era un personaje, se lo debía a ella, sin duda. Y si era un personaje, era probablemente un personaje secundario: un personaje secundario en la historia de algún otro, este cuento fantástico en el que se había metido. Él entraría y saldría del escenario, contribuiría de tanto en tanto con un breve parlamento. Que el personaje fuese un maestro gruñón o cualquier otra cosa no parecía importar demasiado, y eso se decidiría sobre la marcha. Bueno, ¿qué?

Se analizó a sí mismo con detenimiento a ver si eso despertaba en él algún resquemor. Sentía, sí, una cierta nostalgia por su desvanecido anonimato, por la infinidad de posibilidades que éste contenía; pero también sentía junto a él la respiración de ella, y la casa respirando alrededor de él, y al ritmo de esas respiraciones se durmió, sin haber decidido nada.

Mientras la luna desplazaba suavemente las sombras de uno a otro lado de Bosquedelinde, Llana Alice soñó que se encontraba en un prado constelado de flores donde en una loma crecían estrechamente abrazados una encina y un espino, las ramas entrelazadas como dedos. En el otro extremo del corredor, Sophie soñó que tenía en el codo una puertecita diminuta, apenas un resquicio abierta, por donde soplaba el viento, soplando en su corazón. El doctor Bebeagua soñó que estaba delante de su máquina de escribir y escribía lo siguiente: «Hay un insecto viejo, viejísimo, que vive en un agujero bajo tierra. Cierto junio se pone su sombrero de paja, coge con la mitad de sus patas su pipa, su bastón y su farol y sigue al gusano y la raíz hasta la escalera que conduce a la puerta del verano azul». Esto le parecía a él inmensamente significativo, pero cuando se despertó no pudo recordar, pese a todos sus esfuerzos, una sola palabra. Mamá, a su lado, soñó que su marido no estaba en su estudio, sino con ella en la cocina, donde ella sacaba del horno interminables fuentes de galletitas; las cosas horneadas eran redondas y pardas, y cuando él le preguntaba qué eran, ella le respondía «Años».

Capítulo 1

El pastor de Virgilio trabó al fin amistad con el Amor, y descubrió que era una criatura nativa de las rocas.

Johnson

Después de la muerte de John Bebeagua en 1920, Violet, incapaz de soportar, o de concebir siquiera, los treinta y más años de vida sin él que le profetizaban las cartas, se recluyó durante un largo período en un aposento de la planta alta. Su ensortijada cabellera negra encanecida prematuramente y su delgadez élfica, ahora acentuada a raíz de una aversión repentina que le cogió ese año a casi toda clase de alimentos, le conferían ese aire de fragilidad de las antigüedades, pero no parecía vieja: su tez se conservó tersa y sin arrugas durante muchos años, y sus ojos obscuros, líquidos, no perdieron jamás aquella inocencia infantil, salvaje, que John Bebeagua había visto en ellos por primera vez en el siglo pasado.

Retiros y operaciones

Era una habitación bonita y confortable, con ventanas orientadas en varias direcciones. En un ángulo, la mitad del interior de una cúpula (todo el espacio interior que tenía, aunque exteriormente era una cúpula entera) formaba una alcoba recoleta con su balcón-mirador, y allí tenía ella su alto sillón tapizado en cuero. En otro lugar, la cama, encortinada tras los doseles diáfanos y cubierta con los edredones y puntillas marfileños con que una madre que nunca conoció había engalanado su propio y melancólico lecho nupcial; una amplia mesa de caoba obscura sobre la cual se apilaban los papeles de John Bebeagua, en los que al principio había pensado poner un poco de orden, y publicarlos, quizá, a él le encantaba publicar, pero que a la postre habían quedado allí, amontonados bajo el brazo flexible de la lámpara de bronce; el giboso baúl de cuero resquebrajado de donde habían salido y adonde años más tarde acabarían por regresar; un par de butacas de terciopelo, raídas, desvencijadas y confortables, junto al hogar; y todos los adminículos de Violet —sus peines y cepillos de plata y carey, una cajita de música decorada, sus cartas tan extrañas— que sus hijos y nietos y visitantes recordarían, años después, como los elementos más importantes de la habitación.

A sus hijos, excepto a August, no los afectó la abdicación de Violet. Al fin y al cabo, ella nunca había estado del todo presente, y esa actitud parecía ser la secuencia natural de su inveterada abstracción. Todos, salvo August, la querían con un afecto profundo e incondicional, y rivalizaban entre ellos por quién le subiría las frugales comidas que las más de las veces ni siquiera probaba, por encenderle el fuego o leerle su correspondencia, o ser el primero en comunicarle las novedades.

—August le ha encontrado una nueva utilidad a su Ford —le anunció Auberon mientras examinaban algunas fotos que él había tomado—. Le ha sacado una de las ruedas y lo ha asegurado con una correa a la sierra de Ezra Praderas. De este modo la sierra, accionada por el motor, cortará la leña.

—Ojalá no vayan demasiado lejos —dijo Violet.

—¿Cómo? Oh, no —dijo Auberon, riendo de la imagen que ella sin duda se había forjado, un Ford-T bramando a través de los bosques y talando los árboles en su carrera—. No. Con el coche colocado sobre los troncos, las ruedas giran, pero no van a ninguna parte. Es cuestión de aserrar la leña, no de viajar.

—Oh. —Las manos delicadas de Violet tocaron la tetera para ver si aún estaba tibia.— Él es muy ingenioso —dijo, como si fuera otra cosa lo que había querido decir.

Era una idea ingeniosa, aunque no de August; él la había leído en una revista de mecánica ilustrada, y había persuadido a Ezra Praderas a que la ensayara. Resultó ser un poco menos sencilla que como la describía la revista, bueno, era preciso que el operador saltara arriba y abajo del asiento a fin de alterar la velocidad de la cuchilla, de girar la manivela de arranque cada vez que el motor se calaba en un nudo de la madera, y gritarse, además, el uno al otro: «¿Qué? ¿Cómo?», por encima del ruido infernal de la máquina; y, de todos modos, a August le interesaba poco y nada la producción de leña aserrada. Pero sentía adoración por su Ford; y no había hazaña posible o factible, desde saltar como al descuido las vías del ferrocarril, hasta patinar y girar como un Nijinsky de cuatro ruedas sobre un lago escarchado, que no se complaciera en hacerle ejecutar. Ezra, aunque receloso al principio, no compartía al menos el soberano desprecio de su familia y de gente como los Flores por la obra maestra de Henry Ford. Y con tamaño alboroto en el patio de la granja, Amy, su hija, había interrumpido un par de veces sus quehaceres para salir a curiosear. La primera, con un paño de cocina en la mano, secando distraídamente una sartén negra con motas blancas; la segunda, con las manos y el delantal enharinados. La correa de la sierra se rompió y saltó, culebreando con violencia. August apagó el motor.

—Mira esto, Ezra. Fíjate qué pila. —La fresca pulpa, amarilla de la madera toscamente cortada, con arcos pardos aquí y allá quemados por la insistencia de la cuchilla, exhalaba el olor dulzón y pastoso de la resina.— A mano, te habría lleva una semana entera. ¿Qué opinas de esto?

—Está muy bien.

—¿Qué opinas tú, Amy? ¿No es maravilloso? —Amy sonrió con timidez, como si fuese a ella a quien ensalzaba.

—Está muy bien —repitió Ezra—. A ver, tú. Lárgate. —Esto a Amy, cuya expresión se trocó en un mohín de ofendido orgullo, tan adorable a los ojos de August como su sonrisa; sacudió la cabeza y se marchó, sí, pero con paso majestuoso, no fueran a pensar que se iba porque la habían echado.

Ezra le ayudó a colocar de nuevo la rueda en el Ford, en silencio; un silencio ingrato, pensó August, a menos que el granjero temiera que si abría la boca se pudiera plantear la cuestión del pago. Tal peligro no existía, ya que August, a diferencia del hijo menor de todos los viejos cuentos, sabía que no podía pedirle, en pago por la ejecución de una faena imposible (el aserrado de unos doscientos pies de leña en una sola tarde), la mano de su bella hija.

Volviendo a casa por los caminos de siempre, levantando siempre el mismo polvo, August veía con incisiva claridad la congruencia perfecta (que para todos los demás era una contradicción) de su carruaje con aquel largo final del verano. Hizo un ajuste insignificante e innecesario de la toma de aire y dejó caer sobre el asiento de al lado su sombrero de paja. Pensó que si por la noche hiciera buen tiempo podría llegarse hasta ciertos parajes que conocía, y pescar un rato. Era consciente de una especie de felicidad que parecía insinuarse en él, ahora con cierta frecuencia, que se había insinuado en él por primera vez cuando adquirió el coche, cuando había levantado por primera vez el ala de murciélago del capot y contemplado el motor y el mecanismo de transmisión, humildes y útiles como sus propios órganos internos. Era la sensación de que por fin lo que sabía acerca del mundo le era suficiente para poder vivir en él; que el mundo y lo que de él conocía eran una sola cosa. A esa sensación él la llamaba «crecer», y era en verdad una sensación de estar creciendo, si bien en sus momentos de loca exaltación se preguntaba si ese crecimiento no acabaría por convertirlo en un Ford, o en Ford, tal vez; ningún otro hombre, ningún otro instrumento tenía una razón de ser tan genuina, era tan completo, tan suficiente para el mundo y á la vez tan autosuficiente; un destino que habría saludado con verdadero júbilo.

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