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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (15 page)

BOOK: Pqueño, grande
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¿O acaso el Cuento, simplemente, requería un mediador, un
alcahuete
, y él estaba lo bastante a mano para que lo atrapasen?

¿Por qué puedo recordar mi pecado?

Pero ahora el Abuelo Trucha duerme profundamente, ya que de no ser así, no podría suponer nada de todo esto. Delante de sus ojos abiertos están cerradas todas las celosías, y hasta una gran distancia sólo agua hay alrededor de él. El Abuelo Trucha sueña que ha ido a pescar.

Capítulo 5

Lo que verdaderamente amas

es tu verdadera herencia,

lo que amas de verdad

nunca te será arrebatado.

Ezra Pound

A la mañana siguiente, Fumo y Llana Alice aprontaron un par de mochilas mejor provistas que la que trajera Fumo en su viaje a pie desde la Ciudad, y en el vestíbulo, de una urna llena de bastones, paraguas y otros adminículos, escogieron un par de báculos nudosos. Llevaban, aunque en verdad ni siquiera llegaron a abrirlas, las guías de pájaros y flores que les había regalado el doctor; y el regalo de boda de George Ratón, que había llegado por el correo esa misma mañana en un paquete con la advertencia «Abrir en Otra Parte», y que resultó ser, precisamente, lo que Fumo se imaginaba y esperaba que fuese: un buen puñado de hierba de color chocolate prensada y machacada, y aromática como una especia.

Criaturas afortunadas

La familia en pleno se había reunido en el porche para despedirlos, y para sugerirles itinerarios posibles y a quiénes de aquellos que no habían podido asistir a la boda deberían visitar. Sophie no decía nada, pero en el último momento, cuando ellos se disponían ya a ponerse en marcha, los besó a los dos, firme y solemnemente, en especial a Fumo, como diciendo ¡Hala!, y acto seguido se escurrió y desapareció del lugar.

Durante la ausencia de la pareja, Nube tenía la intención de seguirlos con la ayuda de sus cartas, y dar noticias, hasta donde le fuera posible, de las peripecias del viaje, que suponía nimias y múltiples, de la especie, precisamente, que esas cartas suyas siempre parecían estar mejor dotadas para descubrir. De modo que después del desayuno acercó en el porche la mesa acristalada a su pavo real de mimbre, encendió el primer cigarrillo del día, y se dispuso a poner en orden sus ideas.

Supo que empezarían por escalar la Colina, pero eso, porque ellos habían dicho que lo harían. Los vio, con los ojos de la imaginación, subiendo por las sendas más trilladas hasta la cresta, y detenerse allí para contemplar los dominios de la mañana, y los suyos propios, que se extendían verdes, boscosos y salpicados de granjas y labrantíos a través del corazón del condado. De allí, proseguirían la marcha cuesta abajo por laderas más agrestes y alejadas para recorrer los confines de las tierras que habían visto desde la cima.

Bajó copas y bastos, el Caballo de Oros y el Rey de Espadas. Adivinó que Fumo se quedaría atrás, intentando seguir los largos trancos de Alice, cuando cruzaran las praderas de Campollano, blancas a la lechosa luminosidad del Sol; que las vacas manchadas de Rudy Torrente levantarían la testa para contemplarlos con ojos de largas pestañas, que los insectos diminutos saltarían para ponerse a salvo de sus pisadas.

¿En qué paraje harían un alto para descansar? Quizá a la orilla del rápido arroyuelo que muerde esos prados, socavando el espeso tapiz de las hierbas y vivificando los saucecillos de los pequeños bosques que crecen en sus márgenes. Intercaló en su sitio dentro de la figura el arcano denominado El Hato, y pensó: Hora de merendar.

A la sombra pálida y atigrada del bosquecillo de sauces, estaban los dos, tendidos cuan largos eran, contemplando el arroyo y el complejo bordado que trazaban las aguas en la orilla.

—Ya se ven —dijo Alice, barbilla en mano—. ¿Alcanzas a ver los apartamentos, las residencias ribereñas, las explanadas o lo que sea? ¿Palacios enteros en ruinas? ¿Bailes, banquetes, visitantes? —Fumo miraba, atisbaba a la par de ella la maraña de malezas y raíces y lodo, hasta donde la luz del sol llegaba filtrada, en franjas, sin iluminarla.— No ahora —dijo ella—, sino a la luz de la luna. Quiero decir, ¿no es así, cuando salen a jugar? Mira. —Con los ojos al nivel de la orilla, tan sólo podía imaginarlo. Miraba y miraba, frunciendo las cejas. De mentirijillas. Haría un esfuerzo.

Ella se incorporó, riendo. Volvió a calzarse la mochila, y sus pechos se irguieron.

—Seguiremos el curso de este arroyo hasta las fuentes —dijo—. Conozco un buen lugar.

Así pues, en el correr de la tarde, a paso lento, cuesta arriba, se alejaron de aquel valle que el cuchicheante arroyuelo, con descarada soberbia, había arrebatado a algún río caudaloso tiempo ha extinguido. Se iban acercando a un bosque, y Fumo se preguntó si sería el bosque en cuya linde se alzaba Bosquedelinde.

—Caray, no lo sé —dijo Alice—. Nunca lo había pensado. Aquí —señaló al fin, empapada en sudor y casi sin resuello después de la larga escalada—. Éste es un sitio al que solíamos venir.

Era una especie de gruta horadada en el muro de una repentina espesura. La cresta, en la que ahora se habían detenido, descendía hacia la gruta y penetraba en ella, y Fumo pensó que nunca en su vida se había asomado a nada que fuese tan secreta, tan recónditamente El Bosque como ese lugar. Por alguna razón, el suelo estaba cubierto de un tapiz de musgo, y no de esa vegetación tupida e irregular —matorrales y brezos y chopos— que suele crecer en los confines de los bosques. Descendía hacia el interior de la gruta, los atraía hacia ella, hacia la susurrante penumbra de un recinto en cuyo interior suspiraban intermitentemente los enormes árboles.

Una vez dentro, Alice se sentó con alivio. Las sombras, ya profundas, se obscurecían con el perceptible transcurrir de la tarde. Y reinaba el silencio, un silencio imponente, como en una iglesia, con los mismos rumores inexplicables pero sobrecogedores que llegan desde la nave, el ábside, el coro.

—¿Has pensado alguna vez —dijo Alice— que a lo mejor los árboles están vivos, lo mismo que nosotros, sólo que viven más despacio? ¿Que lo que para nosotros es un día, quizá sea para ellos todo un verano?, entre sueño y sueño, quiero decir. ¿Que tienen pensamientos largos, larguísimos, y conversaciones que simplemente no podemos oír de tan pausadas que son?

Dejó a un lado su bastón y se deslizó de los hombros, una a una, las correas de la mochila, que le habían manchado la camisa en las zonas de presión. Levantó las redondas rodillas, brillantes de sudor, y apoyó los brazos en ellas. También sus muñecas morenas estaban mojadas, con un polvillo húmedo adherido al suave vello dorado.

—¿A ti qué te parece? —Empezó a aflojar las tiretas de cuero de sus botines. Fumo, absorto en la contemplación de lo que veía, no dijo nada; se sentía demasiado feliz para poder hablar. Era como ver a una valquiria despojándose de su armadura después de la batalla.

Cuando Llana Alice se incorporó sobre las rodillas para bajarse los ceñidos y arrugados pantalones cortos, él acudió en su ayuda.

Cuando Mamá, sorpresivamente, encendió la bombilla amarillenta sobre la cabeza de Nube, trocando el azul crepuscular de sus ensoñaciones cartománticas en una claridad irritante y no del todo inteligible, ella ya había vislumbrado de qué forma transcurriría al menos una buena parte de la excursión de sus sobrinos en los próximos días; y dijo:

—Criaturas afortunadas.

—Te quedarás ciega aquí fuera —dijo Mamá—. Papá te ha servido un jerez.

—Les irá bien —dijo Nube mientras recogía las cartas y se levantaba con cierta dificultad del sillón de mimbre.

—Dijeron que pasarían a ver a los Bosques, ¿verdad?

—Oh, sí —respondió Nube—. Seguro que lo harán.

—Escucha cómo cantan todavía las cigarras —dijo Mamá—. No dan tregua.

Cogió a Nube del brazo, y entraron juntas en la casa. Pasaron la velada jugando al
cribbage
en el tablero plegadizo de madera lustrada, y utilizando una cerilla en sustitución de una clavija que se había extraviado; desde las ventanas llegaba hasta ellas el golpeteo de los atolondrados escarabajos gigantes de junio al chocar y restregarse contra los mosquiteros.

Un orden último

A medianoche, en el Pabellón de Verano, Auberon se despertó y decidió levantarse para empezar a poner en orden sus fotografías; algo así como un orden último.

De todos modos, no solía dormir mucho, y ya había pasado la edad en la cual eso de levantarse en plena noche para realizar alguna tarea podía parecer un comportamiento anómalo o vagamente inmoral. Desvelado, había permanecido en la cama largo rato, atento a los latidos de su corazón, pero aburrido a la larga de no hacer nada más que eso, buscó a tientas sus gafas y se sentó. De todas maneras, no era noche cerrada. Según el reloj del Abuelo, eran las tres, pero los seis paneles de la ventana no estaban negros sino de un vago azul plateado. Los insectos, al parecer, dormían aún, y los pájaros no tardarían mucho en empezar. Por el momento, sin embargo, todo estaba en calma.

Dio presión a la lámpara de petróleo, sintiendo cómo le silbaba el pecho cada vez que pulsaba el émbolo. Era una buena lámpara, parecía simplemente eso, una lámpara: una pantalla plisada de papel pergamino, y alrededor de la base de porcelana azul de Delft figuras de esquiadores. Sin embargo, tendría que cambiarle la camisa; pero no iría ahora a buscar una nueva. La encendió y la graduó en mínimo. Su susurro ininterrumpido era reconfortante. Casi tan pronto como la hubo encendido, empezó a sisear, como si se estuviera apagando, pero en realidad continuaría así, apagándose, durante mucho tiempo. Él conocía demasiado bien esa sensación.

No era que las fotografías no estuvieran en orden. Al fin y al cabo, si a algo dedicaba él la mayor parte de su tiempo, era a la tarea de ponerlas en orden. Sólo que siempre le quedaba la duda, la sospecha, de que el orden
propio
, natural de las fotos —que no era el cronológico, ni un ordenamiento más o menos temático, y desde luego no por tamaño— siempre lo rehuía. Por momentos, le parecían fotogramas entresacados de una película, o de varias, con lagunas —grandes o pequeñas— entre uno y otro, y que, si encontrara la forma de llenar esas lagunas, configurarían escenas: verdaderas secuencias, largas y reveladoras, variadas y vividas. Pero ¿cómo podía saber, con tantas como le faltaban, si había puesto al menos en un orden correcto aquello que tenía? Siempre titubeaba ante la idea de alterar el orden en el que las tenía y que era al fin y al cabo bastante racional y ponderado, para tratar de descubrir otro más apropiado que a lo mejor ni siquiera existía.

Sacó una carpeta rotulada «Contactos, 1911-1915». Eran, aunque el rótulo no lo especificaba, sus primeras fotografías. Había habido otras anteriores, desde luego, fracasos de novato que él había destruido. En aquel entonces —como Auberon nunca se cansaba de repetir—, la fotografía era una especie de religión. Una imagen perfecta era como un don del cielo, pero el pecado siempre era castigado con presteza. Algo así como el dogma calvinista en el que uno nunca sabe si ha obrado bien, pero ha de estar siempre en guardia ante el error.

Aquí estaba Nora, toda de blanco, la falda y la camisa arrugadas, en el porche encalado de la cocina. Los maltrechos botines parecían quedarle grandes. La blancura del algodón, la blancura de los pilares del porche, el bronceado estival de la tez, el rubísimo pelo de verano. Los ojos asombrosamente claros a causa de esa resolana que llena los porches encalados en los días de estío. Tenía (buscó la fecha en el reverso de la foto) doce años. No, once.

Nora, entonces. ¿Habría alguna forma de comenzar por Nora (allá, donde también comenzaban sus fotos aunque quizá no, por supuesto, la trama de la historia), y seguir a Nora para alejarse de ella como lo haría una cámara cinematográfica, cuando otro personaje hiciera su aparición en el encuadre, para entonces enfocar a éste, y seguirlo?

Timmie Willie, por ejemplo, y hela aquí, de pie junto al portón, a punto de salir del Parque, ese mismo verano, quizá el mismo día. No del todo clara, ya que ella nunca se estaba quieta. Probablemente estuviera hablando, explicándole a él adonde iba, mientras él le decía «No te muevas». Con una toalla en la mano: a nadar. «Cuelga tu ropa en la pacana.» Una imagen clara y espléndida, a no ser por el sol que ponía incandescente todo cuanto tocaba: los pastos blancos fulguraban; uno de los zapatos de Timmie refulgía, y los anillos que ya a esa edad temprana le encantaba ponerse, la muy bribona.

¿A cuál de las dos había querido más?

En la muñeca de Timmie Willie pendía, de una correa negra, la pequeña Kodak forrada en cuero que él solía prestarles. «Cuidadla bien», les recomendaba. «No se os vaya a romper, ni se os ocurra abrirla para ver qué tiene dentro. No se os vaya a mojar.»

Acarició con el dedo índice la larga ceja única de Timmie Willie, que en esa foto parecía aún más tupida de como era en la realidad, y se dio cuenta, de pronto, que la echaba de menos con desesperación. Como barajadas por un prestidigitador interno, un mazo de imágenes posteriores se desplegó en abanico en su memoria. Timmie Willie en invierno, posando ante la ventana escarchada de la sala de música. Timmie, Nora, Alex Ratón y el altísimo Harvey Nube cazando mariposas al amanecer. Alex con pantalones bombachos, como un golfista, y una buena resaca a cuestas; Nora con Chispa, el perro; Nora de dama de honor en la boda de Timmie y Alex; el roadster de Alex, y Timmie en él, de pie, radiante de felicidad, asida con una mano del parabrisas y con la otra saludando, luciendo el más ilusionado de los sombreros de cintas; y luego Nora y Harvey, recién casados, y Timmie Willie presente, pálida ya y consumida; él le echaba la culpa a la Ciudad. Y desde entonces la ausencia de Timmie, ya no la había vuelto a ver; la cámara móvil tuvo que pasar y seguir a otros.

Montaje, entonces; pero ¿cómo iba él a explicar la repentina ausencia de Timmie de esos grupos de rostros, de esas fiestas? Las primeras fotos, al ramificarse y proliferar, parecían señalarle un camino que le llevaba a través de toda la colección; y sin embargo no había ninguna posibilidad de que una imagen pudiera por sí sola contar toda la historia sin el auxilio de mil palabras, de mil explicaciones.

Exasperado, pensó en la posibilidad de reproducirlas en diapositivas, y amontonarlas unas sobre otras en un apretado mazo, comprimiéndolas más y más hasta que las manchas obscuras superpuestas no dejasen ver nada, no permitieran el paso de la luz: no obstante, allí estaría todo.

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