—¡Oh! ¡Mirad! —dijo Nora.
—¡Mirad! —dijo Violet.
Auberon abrió el ojo de su cámara y lo volvió a cerrar.
—Ha desaparecido —dijo Nora.
—Ha desaparecido —dijo Violet.
La vanguardia del frente ocluido se lanzó en invisible algarada a través del parque, y alborotó cabelleras y sacudió hojas y solapas mostrando de las cosas el pálido envés. Y penetró en la casa y cogió al vuelo un naipe de la mesa de juego y pasó, vertiginosas en el atril del piano, las páginas de los ejercicios para los cincos dedos.
Y zarandeó las borlas de los tapetes colgados en los sofás y golpeó contra los ventanales los galones de los cortinados. Y la cuña fría que venía detrás subió y se abrió paso por el primer piso y el segundo y de allí se elevó a miles de metros a través del aire, hasta donde el hacedor de la lluvia modelaba ya los primeros goterones para arrojarlos sobre ellos.
—Ha desaparecido —dijo August.
Atrapado en un cepo de flores, caigo sobre la hierba
Marvell
En la mañana de un día de pleno verano Fumo se puso, para la boda, el traje blanco de lino o alpaca ya amarillento que en un tiempo, aseguraba su padre, había pertenecido a Harry Truman (allí, en el bolsillo secreto estaban las iniciales: HST); sólo cuando empezó a pensar en él como el traje (viejo, no nuevo) que podría llevar para su boda se le ocurrió que aquellas iniciales bien podían, después de todo, ser las de algún otro, y que su padre, tras de haber persistido en la broma a lo largo de toda su vida, la había perpetuado incluso, sin una sonrisa, hasta el más allá. Una sensación que a Fumo no le era desconocida. Hasta se había preguntado si su educación no sería una jugarreta póstuma de la misma especie (¿una venganza por la traición de su madre?), y si bien Fumo sabía aceptar una broma, no podía menos que sentirse un poco desconcertado mientras boxeaba con su imagen en el espejo del baño, y deseaba que su padre le hubiera dado algunos consejos de hombre a hombre acerca de cosas tales como las bodas y el matrimonio. Barnable había aborrecido las bodas, los funerales y los bautizos, y siempre que alguno de estos acontecimientos parecía inminente, empacaba calcetines, libros, perros e hijo y partía de viaje. Fumo había ido a la fiesta de bodas de Franz Ratón y bailado con la recién casada de ojos soñadores, quien le había hecho una proposición sorprendente; pero aquélla había sido, a fin de cuentas, una boda a lo Ratón, y ya la pareja se había separado. Sabía que tenía que haber un Anillo, y se palmeó el bolsillo en el que recordaba haberlo guardado; suponía que tenía que haber un Padrino, pero cuando le escribió a Llana Alice al respecto, ella le había contestado que ellos no creían en esas cosas; y en cuanto al Ensayo, cuando Fumo lo mencionó, ella había dicho: «¿No preferirias que fuese una sorpresa?». De lo único que estaba seguro era de que no debía ver a su prometida hasta que fuera llevada al altar (¿qué altar?) por su padre. Por esa razón no quiso verla y no miró en la dirección en que creía (y se equivocaba) que estaba el cuarto de Alice cuando fue al excusado. Sus zapatos, los mismos de la caminata, asomaban, pesados y nada festivos por cierto, de los bajos de sus pantalones blancos.
Le habían dicho que la boda se iba a celebrar «en la finca» y que la tía abuela Nube, por ser la más anciana de la casa, lo conduciría al lugar, una capilla, sugirió Fumo, y ella, con su habitual aire de sorpresa, había dicho que sí, ella suponía que eso era, justamente. Y a ella fue a quien Fumo encontró esperándolo, en lo alto de la escalera, cuando emergió al fin, con timidez, del cuarto de baño. Qué presencia tan reconfortante la suya, ampulosa y serena, con un vestido de verano y un ramillete de violetas tardías en el pecho y un bastón en la mano. Al igual que él calzaba, con aire melancólico, un par de zapatos duros.
—Muy, pero que muy bien —dijo ella al verlo, como quien ve realizada una esperanza; lo hizo ponerse a una brazada de distancia para inspeccionarlo a través de unas gafas azuladas, y luego le ofreció su brazo.
—Pienso a menudo en la paciencia de los jardineros-paisajistas —dijo Nube cuando, a través de las juncias que les llegaban hasta las rodillas, cruzaban lo que ella llamaba el Parque—. Algunos de estos árboles inmensos mi padre los plantó, de retoños, imaginando tan sólo el aspecto del conjunto, sabiendo que él no viviría para verlo. A esa haya, yo de niña casi podía rodearle el tronco con los brazos. Hay modas, ¿sabes?, en la jardinería ornamental, modas inmensamente largas, y es que los paisajes tardan tanto en crecer... Los rododendros... yo los llamaba ro-de-don-dos, de pequeñita, cuando ayudé a los italianos a plantar éstos. La moda pasó. Tan difícil que es mantenerlos a raya. Sin italianos que hagan el trabajo, se han convertido en una verdadera maraña... auch... cuidado con los ojos.
»La idea general se conserva, ¿ves? Desde donde está ahora el jardín tapiado, en otros tiempos mirabas en esta dirección y veías Panoramas; los árboles eran variados, elegidos por su... oh, pintoresquismo, parecían dignatarios extranjeros discutiendo entre ellos algún asunto de embajadas, y ahí en medio los vergeles bien recortados, ¿sabes?, y los parterres de flores y las fuentes. Te imaginabas que en cualquier momento verías aparecer una partida de caza, caballeros y damas de la nobleza con los halcones posados en las muñecas. ¡Y míralo ahora! Cuarenta años que no se lo cuida como se debe. Todavía puede verse el diseño, el aspecto que debió tener, pero es como leer una carta, una carta de hace mucho tiempo que ha quedado a la intemperie bajo la lluvia y las palabras se han emborronado todas. Me pregunto si él sufrirá por esto. Era un hombre ordenado. ¿Ves? La estatua es «La Syringa». ¿Cuánto tardarán en derribarla las enredaderas, o los topos en minarla? Bueno. Él comprendería. Existen razones. Uno no quiere perturbar la paz de aquellos a quienes les gusta tal como está.
—Topos y demás.
—La estatua no es más que mármol.
—Se podría quizá... auch... levantar un poco estos espinos.
Nube lo miró como si, de improviso, Fumo la hubiese abofeteado. Carraspeó y se palmeó suavemente la clavícula.
—Éste es el camino de Auberon —dijo—. Va hasta el Pabellón de Verano. No es el más directo, pero Auberon debería conocerte.
—Ah, ¿sí?
El Pabellón de Verano consistía en dos torres redondas de ladrillo rojo y achatadas como dedos gordos, unidas por un pie almenado. ¿Se había pretendido que pareciera ruinoso o era realmente una ruina? Las ventanas, con visillos de colores vivos, eran desproporcionadas, grandes y abovedadas.
—En un tiempo —dijo Nube— desde la casa podía verse este paraje. Lo consideraban muy romántico en las noches de luna... Auberon es hijo de mi madre, no de mi padre... o sea, es mi medio hermano. Algunos años mayor que yo. Ha sido nuestro maestro durante muchos años, aunque ahora no anda bien, no sale mucho del Pabellón desde hace... ¿un año? Es una lástima... ¿Auberon?
Más cerca ya, Fumo vio algunos indicios de que el lugar estaba habitado: un retrete, una huerta bien cuidada, un cobertizo de donde asomaba una cortadora de césped lista para rodar. Había una puerta-mosquitera, romboidal de vieja, en la entrada, bajo el dintel almenado, y escalones de tablas vencidas, y una silla tijera de lona rayada al sol, cerca de la pila de los pájaros, y sentado en la silla un viejecito que al oír su nombre se puso en pie de un salto o al menos se levantó agitado —los tirantes que usaba parecían encorvarlo— y echó a andar en dirección a su casa, pero era lento, y ya Nube estaba lo bastante cerca para detenerlo.
—Aquí está Fumo Barnable, que hoy se casa con Llana Alice. Por lo menos ven a saludar. —Meneó la cabeza para que Fumo viera hasta qué punto se ponía a prueba su paciencia, y tomándolo por el codo entró con él al patio.
Auberon, atrapado, dio media vuelta al llegar a la puerta y con una sonrisa afable le tendió la mano.
—Vaya, bienvenido, bienvenido, humm. —Tenía esa risita abstraída de los viejos que miran, preocupados, hacia dentro, vigilando aquellos órganos que no funcionan bien. Le tendió la mano a Fumo, y antes casi de que las palmas se tocaran se dejó caer de nuevo con alivio en la silla tijera, mientras le señalaba a Fumo una banqueta. ¿A qué podía deberse que allí, en ese patio, Fumo percibiera una especie de alteración de la luz solar? Nube se había sentado en una silla al lado de su hermano, y éste había puesto sobre la de ella una mano cubierta de vello blanco.
—Bueno, ¿qué ha ocurrido? —dijo Nora, indulgente.
—No hace falta hablar —dijo Auberon por lo bajo—, no delante de...
—Miembro de la familia —dijo Nube—. A partir de hoy.
Auberon, cuya garganta no había cesado de cloquear, en silencio miró a Fumo. ¡Desprotegido! Así era como se sentía Fumo. Al poner el pie en ese patio habían perdido algo que tenían mientras caminaban por el bosque; habían salido de ese algo.
—Fácil de averiguar —dijo Auberon, dándose un golpecito en la descarnada rodilla; y poniéndose de pie, retrocedió hacia la casa, frotándose los dedos.
—No es fácil —dijo Nube, sin dirigirse a nadie, mirando al cielo impasible. Había perdido una parte de su calma. Contempló la bañera gris de los pájaros, sostenida por varias figuras talladas, gnomos o elfos, de pacientes rostros barbados, como sorprendidos en el acto de escapar llevándose la pila. Nube suspiró. Echó una ojeada a un relojito de oro que llevaba prendido en el vestido a la altura del pecho: un reloj con un par de alitas diminutas y ondulantes. El tiempo vuela. Miró a Fumo y le sonrió como si se disculpara.
—Bien, ajajá —dijo Auberon, saliendo de la casa con una cámara enorme de patas largas, envuelta en un lienzo negro.
—Oh, Auberon —dijo Nube, no impaciente pero como si todo eso fuera innecesario o al menos un entusiasmo que ella no compartía; pero él ya estaba plantando en la tierra al lado de Fumo los afilados dedos de los pies del instrumento y ajustándole las tibias, e inclinaba ahora sobre Fumo la cara color caoba del aparato.
Durante años, esa última foto tomada por Auberon quedó encima de una mesa en el Pabellón de Verano, junto a la lupa de Auberon; en ella podía verse a Fumo con su traje de Truman que resplandecía a la luz del sol, fuego en el pelo, y una mitad de la cara cegada por el sol y velada. También estaban en ella el codo de Nube con su hoyuelo, y el pendiente en su oreja. Y la pila de los pájaros. La pila de los pájaros: ¿sería posible que una de esas caras largas de saponita no hubiese estado allí antes, que hubiera ahora un brazo de más sosteniendo la pila enguirnaldada? Auberon no completó el estudio, no llegó a ninguna conclusión; y, cuando años más tarde un hijo de Fumo sopló el polvo que cubría la vetusta imagen, y retomó el trabajo que Auberon abandonara, tampoco pudo probar nada; un papel plateado ennegrecido por el sol de un verano de muchos años atrás.
Más allá del Pabellón de Verano descendieron por una senda cóncava que pronto desapareció, engullida en la maraña húmeda de lluvia de un boscaje soñoliento. Parecía uno de esos bosques que crecen y se enmarañan para esconder a una bella durmiente hasta que se hayan cumplido sus cien años. No habían andado mucho por él, cuando oyeron un susurro cercano, o un crujido, y un hombre apareció delante de ellos en el sendero, tan de improviso que Fumo se sobresaltó.
—Buenos días, Rudy —dijo Nube—. Este es el novio, Fumo. Rudy Torrente. —El sombrero de Rudy, abollado y ahuecado, daba la impresión de que hubieran estado peleando con él a puñetazo limpio; el ala levantada confería a su rostro barbudo un aire afable. De su chaqueta verde abierta emergía una panza enorme que ponía tensa la camisa blanca que llevaba.
—¿Dónde está Rory? —preguntó Nube.
—De paseo. —Le sonrió a Fumo, como si compartiese con él una broma secreta. Rory Torrente, su minúscula esposa, apareció tan de improviso como él, junto con una joven corpulenta de abultados pantalones téjanos, y un bebé corpulento en los brazos que daba puñetazos en el aire.
—Betsy Pájaro —dijo Nube— y Robin. Y mira, aquí están Phil Zorros y dos primos míos, Irv y Walter, Piedra los dos. Nube por parte de madre. —Otros iban llegando, desde la derecha y la izquierda; el sendero era angosto y los invitados a la boda caminaban por él de dos en dos, retrocediendo o avanzando para darle a Fumo un manotón y su bendición.— Charles Viñas —dijo Nube—. Hannah Mediodía. ¿Dónde están los Lagos? ¿Y los Bosques?
El sendero desembocaba en el declive de un gran claro, en la margen de un lago obscuro e inmóvil que circundaba, como el foso de un castillo, una isla poblada de árboles añosos. Había hojas flotando en la superficie, y las ramas huían de sus pies, que chapoteaban ya entre las charcas de la orilla.
—No cabe duda —dijo Fumo recordando el folleto—, es una propiedad inmensa.
—Y cuanto más te internas en ella, más grande es —dijo Hannah Mediodía—. ¿Te han presentado a mi niño, Sonny?
Desde la otra orilla del lago, trazando sobre las aguas una estela de ondas empavonadas, venía una barca. La proa esculpida figuraba un cisne, pero era ahora un cisne gris y ciego, como el cisne obscuro en el lago obscuro de la leyenda nórdica. Atracó en la orilla con el hueco matraqueo de los remos contra los toletes, y Fumo se sintió empujado a bordo junto con Nube, que aún seguía explicando quién era quién entre los risueños convidados a la boda.
—Hannah es una parienta lejana —dijo—. Su abuelo era un Mata y la hermana de su abuelo se casó con uno de los tíos de la señora Bebeagua, un Llanos... —Notó que Fumo, pese a que su cabeza asentía, no la estaba escuchando. Sonrió y puso su mano sobre la de él. La isla lacustre, a la sombra de los árboles, parecía hecha de cristal de un verde cambiante; los árboles que crecían en las barrancas eran mirtos. En el centro de la isla se alzaba un cenador levemente abovedado, con columnas esbeltas como brazos, adornadas con guirnaldas de follaje verde. Allí, una joven alta vestida de blanco esperaba de pie, en medio de otras gentes, con un ramillete de novia en la mano.
Numerosas manos los saludaron y les ayudaron a saltar a tierra desde el cisne, que había empezado a hacer agua. En la isla había grupos de personas sentadas abriendo cestas de picnic, haciendo callar a los niños gritones; pocos parecieron parar mientes en la llegada de Fumo.
—Mira a quién tenemos aquí, Nube —dijo un hombre esmirriado y sin barbilla que a Fumo le recordó a los poetas que tan poco simpáticos le caían al folleto—. Tenemos con nosotros al doctor Word. ¿Dónde se ha metido ahora? ¡Doctor! ¿Quiere otro poco de champán? —El doctor Word, en un ceñido traje negro, tenía en la cara mal rasurada una expresión de terror irracional; la copa le temblaba en la mano y el dorado brebaje burbujeaba.