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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (10 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Se levantó azorada, indecisa y echó a andar por un sendero que se abría hacia un ala del edificio, una especie de escenario que emergía en arcadas de un ángulo de la casa.

—En realidad —le oyó decir—, en realidad la construí para usted. En cierto modo.

Ella había pasado entre las arcadas y dado vuelta la esquina de la casa, y de pronto, del liso sobre encolumnado del ala se desplegó, ofreciéndosele, una florida misiva de San Valentín, encalada y muy americana, tachonada de parterres de flores y de arbustos recortados como una puntilla en zigzag. Era un lugar absolutamente distinto; era como si el rostro severo de Erasmo hubiera estado disimulando la risa por detrás de la mano. Soltó una carcajada, la primera vez que se reía desde que cerrara para siempre el portillo de su jardín inglés.

Él acudió casi a la carrera, sonriendo al ver la sorpresa de ella. Se inclinó hacia atrás el sombrero de paja y empezó a hablar con animación, de la casa, de él mismo; las emociones iban y venían en gestos vivaces por su ancha cara.

—De común no, nada —rió—, nada en ella es común. Aquí, por ejemplo: esto tenía que ser el huerto, donde todo el mundo pone un huerto, pero yo lo he llenado de flores. La cocinera no entiende de huertos, y el jardinero es prodigioso con las flores, pero asegura que es incapaz de conservar con vida una tomatera... —Señaló con su bastón de bambú una graciosa caseta de piedra tallada.— Idéntica —dijo— a la que tenían mis padres en el jardín de su casa, y útil, además —y acto seguido las arcadas en ojiva por las que habían empezado a trepar las enredaderas—. La malva-loca —dijo mientras la llevaba a admirar una planta alrededor de la cual revoloteaba toda una pléyade de afanosos abejorros—. Hay quienes piensan que la malvaloca es una mala hierba, yo no.

—¡Cuidado con las cabezas! —gritó desde arriba una voz con un marcado acento irlandés. Una doncella en el piso alto había abierto de par en par una ventana y estaba sacudiendo un cepillo al sol.

—Es una muchacha estupenda —dijo Bebeagua señalándola con el pulgar—. Una muchacha estupenda... —Miró a Violet, otra vez soñadora, y ella lo miró a él, mientras las motas de polvo descendían al sol como la lluvia de oro de Danae.— Supongo —dijo él en tono grave, en tanto el bastón de bambú se balanceaba a su espalda como un péndulo—, supongo que usted pensará que soy un hombre viejo.

—Quiere decir que usted piensa que lo es.

—No lo soy. No soy
viejo
.

—Pero usted supone, espera...

—Quiero decir que creo...

—Usted tendría que decir «supongo» —dijo ella pateando el suelo con su piececito y despertando a una mariposa que dormía posada en un clavel de poeta—. Los americanos siempre dicen «supongo», ¿no? —Adoptó el tono de voz áspera de un campesino:— Supongo que es la hora de entrar el ganado. Supongo que no habrá tasación sin representación... Oh, usted me entiende. —Se agachó para oler las flores y él se agachó junto a ella. El sol le abrasaba los brazos desnudos y hacía zumbar y zurrir, como si los atormentase, a los insectos que revoloteaban por el jardín.

—Bueno —dijo él, y ella percibió un nuevo matiz de osadía en su voz—. Supongo, entonces. Supongo que la amo a usted, Violet. Supongo que quiero que se quede usted aquí para siempre. Supongo...

Ella echó a correr huyendo de él por el sendero de lajas del jardín, sabiendo que ahora querría cogerla en sus brazos. Corrió, y dobló la otra esquina de la casa. Él la dejó ir.
No me dejes ir
, pensó ella.

¿Qué había pasado? Acortó el paso, al encontrarse en un obscuro valle. Estaba del otro lado, a la sombra de la casa. Un prado se extendía en declive hasta un arroyo silencioso, y allá en la otra margen del arroyo, en la orilla misma, se elevaba, brusca y casi vertical, una colina erizada de pinos, como un carcaj de flechas. Allí se detuvo, entre los tejos. No sabía para qué lado tomar. La casa era ahora tan gris como los tejos, y tan tétrica. Rechonchas columnas de piedra, opresivas en su fuerza, sostenían unos saledizos pétreos que parecían inútiles, inexplicables. ¿Qué podía hacer, ahora?

Miró a Bebeagua por el rabillo del ojo, el traje blanco de él como una sombra pálida remoloneando allí, en el claustro de piedra; oyó sus botas sobre el embaldosado. En un cambio súbito, el viento apuntó en dirección a él las ramas de los tejos, pero ella no quería mirar para ese lado, y él, abochornado, no decía nada; pero se aproximaba.

—Usted no debe decir esas cosas —dijo ella hablándole a la Colina obscura, no a él—. Usted no me conoce, no sabe...

—Nada de lo que yo no sé importa —dijo él.

—Oh —dijo ella—, oh... —Temblaba, y era el calor de él lo que la hacía temblar; él se había acercado por detrás, y ahora la cubría con sus brazos, y ella se apoyaba en él y en su fuerza. Descendieron así, juntos los dos, hasta donde el arroyo se precipitaba en espumas, torrentoso, en la boca de una gruta al pie de la Colina, y desaparecía. Podían sentir el aliento húmedo y rocoso de la gruta; él la rodeó más estrechamente, protegiéndola de lo que parecía ser el frío contagio de ese aliento que la hacía temblar. Y entonces, allí mismo, en el círculo de sus brazos, ella le contó, sin lágrimas, todos sus secretos.

—¿Lo ama usted, entonces? —dijo Bebeagua cuando ella hubo terminado—. ¿Al que le hizo esto? —Eran los ojos de él los que ahora brillaban cuajados de lágrimas.

—No. No, jamás. —Nunca hasta ese momento había tenido importancia. Ahora se preguntaba qué lo heriría más a él, que ella amara al que le había hecho eso o que no (ni siquiera estaba absolutamente segura de cuál de ellos era, pero eso, él nunca, nunca lo sabría).

El pecado la apuraba. Él la sostenía como el perdón.

—Pobre niña —dijo—. Perdida. Pero ya no. Escúchame, ahora. Si... —La sostuvo a una brazada de distancia para poder mirarla de lleno a la cara; la ceja única y las tupidas pestañas parecían querer ocultarla, como una celosía.— Si tú pudieras aceptarme... Mira, ninguna mancha puede hacerme pensar menos de ti; yo siempre seré indigno. Pero si tú pudieras, juro que el niño será criado aquí, uno de los míos. —Su rostro serio, concentrado en su resolución, se dulcificó. Sonrió, casi.— Uno de los nuestros, Violet. Uno de muchos.

Ahora por fin acudieron las lágrimas a los ojos de Violet, lágrimas de asombro ante tanta bondad. Hasta ese momento no se le había ocurrido pensar que se encontraba en un terrible trance; ahora, él le ofrecía salvarla. ¡Cuánta bondad! Padre ni siquiera se había percatado.

Perdida, no obstante, sí; ella sabía que lo estaba. ¿Y podría reencontrarse, aquí? Se separó de él otra vez, y dobló una nueva esquina de la casa, bajo arcadas profundas grotescamente talladas y compactos almenares. Las cintas blancas de su sombrero, que ahora llevaba en la mano, se arrastraban por la húmeda hierba esmeralda. Lo sintió a él, siguiéndola a una distancia respetuosa.

—Curioso —dijo en voz alta cuando hubo dado vuelta la esquina—. ¡Qué cosa tan curiosa!

La tétrica mampostería gris acababa de trocarse en un alegre enladrillado con llamativas tonalidades de rojo y ocre, con bonitos azulejos ornamentales incrustados aquí y allá, y maderaje blanco. Toda la pesadez del gótico, tensada, alargada y aguzada, estallaba en anchos y profundos aleros ondulados y en cómicos sombreretes de chimenea, y rechonchas torrecillas inútiles, y exageradas curvas de ladrillos apilados y esquinados. Era como si —y aquí, por añadidura, el sol brillaba otra vez, iluminando de lleno el enladrillado y haciéndole a Violet guiñadas maliciosas—, era como si el porche obscuro y el arroyo silencioso y los ensimismados tejos no hubieran sido nada más que una broma.

—¿Qué es? —dijo Violet cuando John, las manos cruzadas a la espalda, llegó hasta ella—; es muchas casas, ¿no?

—Muchas casas —dijo él, sonriendo—. Todas para ti.

A través de la absurda arcada de una especie de claustro, ella alcanzó a ver una parte de la espalda de Padre. Seguía aún repantigado en su sillón de mimbre mirando siempre a lo lejos a través del dosel de la glicina, y viendo aún presumiblemente la avenida de las esfinges y los cedros del Líbano. Pero desde allí, su cabeza calva podía ser la de un monje absorto en sus ensoñaciones en el jardín de un monasterio. Se echó a reír.
Caminarás errante y vivirás en muchas casas
.

—¡Muchas casas! —Cogió la mano de John Bebeagua; a punto estuvo de besársela; riendo, lo miró a la cara, que en ese instante parecía rebosar de sorpresas agradables.

—¡Es una broma maravillosa! —dijo—. ¡Muchas bromas! ¿Y allá dentro hay tantas casas como aquí?

—En un sentido —dijo él.

—Oh, llévame allí. —Lo empujó hacia la casa; los herrajes de la blanca puerta abovedada eran perfectas eses góticas de bronce. En la obscuridad repentina del escueto vestíbulo, en un acceso de gratitud, levantó hasta sus labios la ancha mano de él.

Al otro lado del vestíbulo se abría una perspectiva de vanos, largas filas de arcadas y dinteles a través de los cuales se filtraban franjas de luz pintadas por ventanas invisibles.

—¿Cómo haces para saber por dónde ir? —preguntó Violet, ya en los umbrales de todo ese mundo.

—A veces, en verdad, no lo sé —respondió él—. He comprobado que cada aposento necesitaba más de dos puertas, pero nunca he podido comprobar que ninguno de ellos pudiera arreglarse con sólo tres. —Esperó, no queriendo apremiarla.

—Tal vez —dijo ella— algún día te pondrás a meditar en esas cosas y ya no podrás salir de aquí nunca más.

Palpando las paredes, avanzando lentamente como si estuviera ciega (aunque sólo estaba en verdad maravillada), Violet Zarzales entró en la calabaza que John Bebeagua había preparado para guardarla en ella y que, para deleitarla, había previamente transformado en una carroza de oro.

Cuenteme el Cuento

Esa noche, cuando salió la luna, Violet se despertó en una alcoba espaciosa y extraña, bajo la presión de la luz fría y el sonido de una voz que llamaba su nombre. Durante un rato permaneció tendida en la alta cama, inmóvil, conteniendo la respiración en espera de que el llamado se repitiese; mas no se repitió. Arrojó la colcha de un tirón, bajó de un salto del alto lecho y cruzó la estancia. Cuando abrió la ventana le pareció oír de nuevo su nombre.

¿Violet?

Las fragancias del estío invadieron la alcoba, y una multitud de rumores en medio de los cuales le fue imposible distinguir la voz, si era una voz, que la llamara, si la había llamado. Sacó su capa del baúl que había subido a su aposento, y a prisa, en silencio, salió en puntillas de la habitación. Su camisón blanco se hinchó como una vela en el aire viciado que se precipitaba escaleras arriba hacia la ventana que ella dejara abierta.

—¿Violet?

Pero ahora era la voz de su padre, tal vez dormido, cuando pasó por su cuarto, y ella no contestó.

Le llevó algún tiempo de cautela y sigilo (los pies se le enfriaron en las escaleras y los corredores no alfombrados) dar con la forma de llegar abajo y salir. Y cuando encontró al fin una puerta flanqueada por ventanas que miraban hacia la noche, descubrió que no tenía ni la más vaga idea de hacia dónde se encaminaba. ¿Importaba, acaso?

Era el jardín inmenso, silencioso. Las esfinges la miraban pasar, sus rostros idénticos móviles a la luz acuosa de la luna. Una rana dijo algo desde el estanque de los peces, pero no era su nombre. Cruzó el puente espectral, atravesó una pantalla de álamos erizados como cabezas muertas de miedo. Del otro lado se extendía un campo dividido por una especie de seto, no un seto propiamente dicho, sólo una línea de arbustos y arbolitos susurrantes, y un muro rústico de piedras apiladas. Siguió por ella, sin saber adonde iba, sintiendo (como lo sentiría Fumo Barnable años después) que tal vez ni siquiera había salido de Bosquedelinde, que acaso sólo se había internado por otro corredor ilusorio, allá, puertas afuera de la casa.

Anduvo lo que le pareció un largo trecho. Los animales de los setos, conejos y comadrejas y erizos (¿existían aquí tales criaturas?), no hablaban, pero es que ellos no tienen voz, o no la usan, Violet no estaba segura. Al principio, los pies desnudos se le enfriaron en el rocío, luego se le entumecieron; se levantó la capa hasta la nariz, pese a que la noche era templada, porque la luz de la luna pareció hacerla tiritar.

De pronto, sin saber qué pie había dado el paso ni cuándo, tuvo la sensación de que empezaba a pisar terreno familiar. Miró la cara de la luna y supo por su sonrisa que se hallaba en un paraje en el que nunca había estado pero que conocía, de otra parte, de algún otro lugar. Un poco más lejos, un prado de juncias tupido de follaje y cuajado de flores subía formando un alcor, y en él un roble y un espino crecían juntos, en intrincado abrazo, inseparables. Supo —y sus pies se apresuraron, y su corazón también— que alrededor del alcor habría un sendero, un sendero que conduciría a una casita, allá, bajo la colina.

—¿Violet?

La luz de una lámpara brillaba en la ventana redonda, y en la redonda puerta una cara de bronce sostenía entre los dientes un llamador. Pero cuando ella se acercaba la puerta se abrió: no tuvo que llamar.

—Señora Sotomonte —dijo, entre contenta y enfadada—, ¿por qué no me dijo usted que las cosas iban a ser así?

—Entra, criatura, y a mí no me preguntes; si yo hubiera sabido más de lo que dije, lo habría dicho.

—Yo pensaba... —dijo Violet, y por un momento no pudo hablar, no pudo decir que había pensado que no la volvería a ver, que nunca más volvería a ver a ninguno de ellos, nunca más encontraría una personita titilando en la obscuridad del jardín, nunca más habría una cara diminuta chupando a escondidas el néctar de la madreselva. Las raíces del roble y el espino que formaban la casa de la señora Sotomonte eran visibles a la lumbre de la pequeña lámpara; y cuando Violet alzó los ojos hacia ellos y, para contener el llanto, exhaló un suspiro largo y trémulo, pudo sentir el olor de su crecimiento.

La minúscula y encorvada señora Sotomonte, que era poco más que una cabeza en un pañolón y un par de grandes pies empantuflados, levantó un dedo admonitorio casi tan largo como las agujas que usaba para tejer.

—No me preguntes cómo —dijo.— Pero es así.

Violet se sentó a sus pies; ahora todas las preguntas estaban contestadas o al menos ya no eran importantes. Sólo que...

—Usted hubiera tenido que decirme —dijo, los ojos cuajados de lágrimas de felicidad— que todas las casas en las que voy a vivir son una sola casa.

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