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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (4 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Te alejas —dijo Fumo, sorprendido de oír su propia voz, pero Comoquiera seguro de que ésa era la respuesta.

—Claro. No es tan sencillo como suena, pero...

—No, me imagino que no —habla dejado de reírse.

—... pero si haces las cosas bien...

—No, espera —dijo él.

—... simplemente bien, entonces...

—Es que no bajan realmente, vamos —dijo Fumo—. No, de verdad que no.

—Seguro,
aquí
no —replicó ella—. Escúchame ahora. Yo seguí a Chispa; dejé que él decidiera, porque a él no le importaba y a mí sí. Bastó un paso, una media vuelta, y ¿adivina qué?

—No puedo adivinar. Estabas revestida de colores.

—No. No es así. Desde fuera ves los colores dentro; así que desde dentro...

—Ves los colores fuera.

—Sí. El mundo entero coloreado, como si fuese de caramelo...; no, como si estuviese hecho con un arco iris. Todo un mundo de colores suaves como la luz todo alrededor hasta donde te alcanza la vista. Te dan ganas de echar a correr y de explorarlo. Pero no te atreves a dar un paso, porque podría ser un paso equivocado..., así que sólo miras, y miras. Y piensas. Heme aquí al fin —se había quedado pensativa—. Al fin —repitió en voz muy queda.

—¿Cómo? —dijo él, y tragó saliva, y volvió a empezar—. ¿Cómo pinto yo en todo esto? Dijiste que alguien te dijo...

—Chispa —dijo ella—. O alguien como él.

Ella lo miraba, y él trató de componer en su rostro una imagen de plácida atención.

—Chispa es el perro —dijo.

—Sí —ahora parecía reticente, como si no se decidiera a continuar. Cogió la cucharilla y estudió su imagen, diminuta e invertida, en la concavidad, y la volvió a poner sobre el platillo—. O alguien como él. Bueno. No tiene importancia.

—Espera —dijo él.

—Duró un instante apenas. Mientras estábamos allí, parados, me pareció —con cautela, y sin mirarlo—, me pareció que Chispa me decía... ¿Es difícil de creer?

—Bueno, sí. Es difícil. Es difícil de creer.

—No creí que lo fuera. No para ti.

—¿Por qué no para mí?

—Porque —dijo ella, y hundió la mejilla en el hueco de la mano, entristecida, decepcionada incluso, lo cual dejó mudo a Fumo, sin palabras—, porque eras tú la persona de quien me hablaba Chispa.

De mentirijillas

Quizá fue por eso, simplemente, porque no le quedaba nada que decir, que en ese momento —o más bien en el momento que siguió a aquél— una pregunta difícil, una proposición delicada que Fumo había estado rumiando durante todo el día escapó borbotones de sus labios, y de una manera no del todo clara.

—Sí —dijo ella, sin levantar la mejilla de la mano pero con una sonrisa nueva que le iluminó el rostro como un arco iris mañanero en el oeste.

Y así, cuando la falsa aurora de las luces de la Ciudad les mostró la nieve amontonada en el antepecho de la ventana, crujiente, espesa y apacible, y ellos yacían arrebujados hasta la barbilla bajo las sábanas crujientes y las espesas mantas (con el frío repentino la calefacción del hotel se había averiado), conversaron. Aún no habían dormido.

—¿De qué estás hablando? —dijo él.

Ella se echó a reír y enroscó contra él los dedos de los pies. Él se sentía raro, aturdido, de una cierta manera que no había vuelto a sentir desde antes de la pubertad, cosa extraña por cierto, pero real; esa sensación de plenitud, de estar lleno a rebosar, tanto que le hormigueaban las yemas de los dedos, y también la cabeza, y le brillarían tal vez, si se las mirase. Todo era posible.

—Es de mentirijillas, ¿no? —dijo, y ella se dio la vuelta, sonriendo, y juntó los dos cuerpos como una doble
s
.

De mentirijillas. De pequeño, cuando él y otros chicos encontraban algún objeto enterrado —un pardusco gollete de botella, una cuchara oxidada, una piedra acaso agujereada por una vieja alcayata— podían convencerse de que era antiquísimo. Había existido en los tiempos de George Washington. Antes. Era una reliquia venerable e inmensamente valiosa. Se convencían de ello mediante un acto de voluntad colectivo, que al mismo tiempo se ocultaban unos a otros, como de mentirijillas, pero diferente.

—Pero, ¿no ves? —dijo ella—. Si estaba todo predicho. Y yo lo sabía.

—Pero, ¿por qué? —dijo él, deleitado, atormentado—. ¿Por qué estás tan segura?

—Porque es un Cuento. Y los Cuentos se cumplen.

—Pero yo no sé que sea un cuento.

—La gente de los cuentos nunca sabe. Pero está ahí.

Una noche de verano, cuando Fumo era adolescente y se alojaba en casa de un hermanastro que era tibiamente religioso, vio por primera vez un anillo alrededor de la Luna. Lo observó largo rato, inmenso, glacial, tan ancho casi como la mitad del cielo nocturno, y tuvo la certeza de que no podía significar otra cosa que el Fin del Mundo. Esperó, temblando de emoción, en aquel patio suburbano, a que la noche serena estallase en un apocalipsis, sabiendo todo el tiempo en su fuero íntimo que no lo haría: que no hay en este mundo nada que no le sea pertinente, y que no depara sorpresas semejantes. Esa noche soñó con el Paraíso: el Paraíso era un obscuro parque de atracciones, pequeño y triste: sólo una noria gigante dando vueltas y vueltas en la eternidad, y un túnel lóbrego para divertir a los fieles. Se despertó aliviado, y nunca más desde entonces creyó en sus oraciones, pese a que las había rezado por su hermano sin rencor. Rezaría gustoso las de ella, si ella se lo pidiese; pero ella, que él supiera, no rezaba ninguna; ella le pedía, en cambio, que admitiese una cosa, una cosa extravagante, tan incompatible con el mundo ordinario en el que él había vivido siempre, tan... Se echó a reír, perplejo:

—Un cuento de hadas —dijo.

—Supongo —dijo ella, soñolienta. Buscó hacia atrás, a tientas, la mano de él y se la pasó alrededor—. Supongo, si tú quieres.

Él comprendió que si quería ir a donde ella había estado tendría que creer; supo que, si creía, podría ir a ese lugar, aunque el lugar no existiera, aunque fuese de mentirijillas. Movió la mano que ella se había pasado alrededor y a lo largo del cuerpo, y ella gimió y se apretó contra él. Fumo buscaba en su interior aquella voluntad de antaño, largo tiempo en desuso. Si ella iba alguna vez allá, él no quería quedarse; quería no estar nunca más lejos de ella de lo que estaba ahora.

La vida es corta, o larga

En mayo, en Bosquedelinde, y en la espesura del bosque, Llana Alice estaba sentada en una roca que emergía, rutilante, de un estanque profundo, un estanque horadado en la piedra por el agua que caía en cascada por una grieta del alto cantil rocoso. El torrente, en su fluir incesante a través de la grieta para ir a volcarse en el estanque, decía un discurso, un discurso siempre repetido pero a la vez lleno de interés, y Llana Alice, pese a haberlo escuchado muchas veces, le prestó oídos. Aunque menos delicada y sin las alas, estaba parecidísima a la chica de la botella de soda.

—Abuelo Trucha —llamó, dirigiéndose al estanque, y una vez más—: Abuelo Trucha —luego esperó, y en vista de que no sucedía nada, cogió dos piedrecitas, las sumergió en el agua (fría y sedosa como sólo parecen serlo las aguas que caen en cascada y se embalsan en estanques de piedra), y el chasquido que produjeron, como disparos de fusil a la distancia, resonó bajo el agua como ecos más prolongados que los que habría suscitado en el aire. Entonces, de algún lugar por entre los escondrijos de las enmarañadas hierbas de la orilla emergió una gran trucha blanca, una trucha albina sin motas ni banda, de ojos grandes, rosados y solemnes. En el cabrilleo incesante provocado por la cascada parecía tiritar, se hubiera dicho que guiñaba los grandes ojos, o que le temblaban quizá, cuajados de lágrimas (¿llorarían los peces?, se preguntó, no por primera vez, Llana Alice).

Cuando le pareció que el pez le prestaba atención, empezó a contarle cómo en el otoño había ido a la Ciudad y conocido a ese hombre en casa de George Ratón, y cómo supo en el acto (o decidió al menos rapidísimamente) que tenía que ser él aquel que, según le fuera prometido, ella habría de «encontrar o inventar», tal como, literalmente, se lo predijera Chispa años atrás.

—Y en invierno, mientras tú dormías —dijo con timidez, acariciando con el dedo la veta de cuarzo de la roca en que estaba sentada, sonriendo pero sin mirar al pez (puesto que hablaba de aquel a quien amaba)—, volvimos, bueno, nos volvimos a ver, y nos hicimos promesas... tú sabes —notó que el pez sacudía la cola fantasmal: ella no ignoraba que aquél era un tema penoso de tratar. Se estiró cuan larga era sobre la roca fría, y con la barbilla apoyada en las manos y los ojos brillantes habló de Fumo en términos fervorosos y vagos que en el pez no despertaron al parecer entusiasmo alguno. Ella no se inmutó. Tenía que ser Fumo, no podía ser ningún otro—. ¿No te parece? ¿No estás de acuerdo? —y luego, más cauta—: ¿Estarán satisfechos ellos?

—Quién lo sabe —dijo sombríamente el Abuelo Trucha—. ¿Quién puede saber lo que piensan ellos?

—Pero tú dijiste...

—Yo traigo sus mensajes, hija. No esperes de mí nada más.

—Bueno —dijo ella—. No voy a esperar eternamente. Yo lo quiero. La vida es corta.

—La vida —dijo el Abuelo Trucha como si las lágrimas le oprimieran la garganta— es larga. Demasiado larga —giró cautelosamente las aletas y con un raudo movimiento de la cola se deslizó hacia atrás, hacia su escondite.

—Diles de todos modos que he venido —le gritó Alice, tenue su voz contra el vozarrón de la cascada—. Diles que yo he cumplido —pero ya el pez había desaparecido.

Le escribió a Fumo: «Me voy a casar», y a él se le fue el alma a los pies allí mismo junto al buzón hasta que entendió que quería decir con él. «Tía abuela Nube ha echado las cartas escrupulosamente, una vez para cada parte, tiene que ser el día del solsticio de verano, y esto es lo que tú tendrás que hacer. Por favor
por favor
sigue todas las instrucciones
al pie de la letra
, o no sé lo que podría suceder.» Por cuya razón Fumo iba a Bosquedelinde andando, y no viajando de cualquier otra manera, con un traje de boda viejo, no nuevo, y comida casera, no comprada, en la mochila, y por la cual empezaba ahora a mirar en derredor en busca de un sitio donde pernoctar, un sitio que debía encontrar o mendigar, y por nada del mundo pagar.

Arcanos en Bosquedelinde

No había sospechado que el parque industrial acabaría así, tan de improviso y que así, tan de repente, se hallaría en pleno campo. Caía la noche y Fumo había virado hacia el oeste, y los bordes del sendero remendados como un zapato viejo, con alquitrán de distintos matices, comenzaban a desdibujarse. A uno y otro lado los prados y las granjas descendían hacia la carretera; a su paso los árboles centinelas, los que no son ni granja ni camino, proyectaban sobre él, de tanto en tanto, sombras de formas caprichosas. Las malezas gregarias, las que frecuentan la vera de los caminos, polvorientas, tupidas y desmelenadas, amigas del hombre y del tránsito, lo saludaban desde las cercas y las zanjas. Cada vez más espaciado, oía el zumbido de algún automóvil; un zumbido que, intermitentemente, crecía en intensidad cuando el vehículo subía y bajaba una colina, para rugir de pronto por encima de él, sorpresivamente ensordecedor, potente, veloz, dejando a los hierbajos zarandeándose y cuchicheando furiosamente durante un rato; luego el fragor se atenuaba con la misma celeridad, volvía a ser un canturreo lejano, se desvanecía, y sólo escuchaba, entonces, la orquesta de los insectos y el golpeteo rítmico de sus propios pasos.

Durante largo rato había estado escalando una suave pendiente, y ahora, al llegar a la cresta, pudo ver del otro lado una ancha franja de campiña en el apogeo del verano. A través de ella, en medio de vergeles y praderas, contorneando colinas boscosas, descendía el sendero; y desaparecía en un valle próximo a un pueblecito cuyo campanario despuntaba apenas por encima del lujuriante verdor, para reaparecer, una diminuta cinta gris enroscándose en las montañas azules, en cuyo valle, en medio de nubes gordinflonas, se ponía el Sol.

Y en ese preciso instante, a lo lejos, en un porche de Bosquedelinde, una mujer daba vuelta un Arcano llamado el Viaje. Allí estaba el Viajero, con su hato a la espalda y el recio cayado en la mano, y ante él se extendía, largo y sinuoso, el camino a recorrer; y el Sol, además, aunque si poniente o naciente, ella nunca lo había sabido con certeza. Sobre un platillo, al lado de las cartas ya extendidas humeaba lentamente un cigarrillo obscuro. La mujer empujó el platillo, colocó en su sitio en la figura la carta del Viaje, y dio vuelta una nueva carta. Era el Huésped.

Cuando Fumo llegó al pie de la primera de las colinas que festoneaban el camino, se encontró en una hondonada, y el Sol ya se había puesto.

Juníperos

La verdad, prefería encontrar un sitio cualquiera donde dormir, a tener que mendigar hospitalidad; al fin y al cabo llevaba consigo un par de mantas. Hasta imaginaba que tal vez, podría encontrar un establo con un pajar donde echarse a dormir, como les sucede a los caminantes en los libros (en los libros que él leía, al menos), pero los establos reales que veía al pasar, no sólo parecían ser Propiedad Privada sino también excesivamente funcionales, y estar repletos de animales de gran tamaño. Lo cierto es que empezaba a sentirse un poco solo a medida que la noche avanzaba y que los prados se diluían en la obscuridad; así pues, cuando llegó a una casa de campo al pie de la colina, subió hasta la cerca de estacas, mientras cavilaba sobre cómo podría hacer una pregunta que sin duda habría de sonar la mar de extraña.

Era una casita blanca, arrebujada en una fronda de tupidos siempreverdes. Junto a la puerta holandesa de madera verde, trepaban por un emparrado los pimpollos de un rosal. Algunas piedras pintadas de blanco marcaban el sendero desde la puerta; en el jardín anochecido un cervatillo alzaba los ojos hacia él, paralizado de asombro; y había enanos sentados en cuclillas sobre setas, o huyendo, furtivos, cargados de tesoros. En el portón había una tablilla de madera rústica con una leyenda bruñida a fuego: Los Juníperos.

Fumo levantó la aldaba, abrió el portón, y una campanilla tintineó en el silencio. El panel superior de la puerta se abrió, volcando la claridad amarilla de una lámpara. Una voz de mujer preguntó:

—¿Amigo o enemigo? —y se echó a reír.

—Amigo —dijo Fumo, y se encaminó a la puerta.

El aire, no cabía la menor duda, olía a ginebra. La mujer que asomaba el torso por encima del panel inferior de la puerta holandesa era de aquellas cuya mediana edad se alargaba, si bien Fumo no hubiera podido precisar a qué altura de esa alargada mediana edad se encontraba.

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