Y ella era alta.
Medía más de un metro ochenta, por lo cual le llevaba a Fumo una buena porción de centímetros; su hermana, que acababa de cumplir los catorce, era ya tan alta como él. Sus vestidos de fiesta eran cortos y rutilantes: rojo el de ella, blanco el de la hermana; las medias largas, larguísimas también centelleaban. Raro que, siendo tan altas, fuesen tímidas, sobre todo la pequeña, que le sonrió, pero no le dio la mano, y retrocedió como para esconderse un poco más detrás de su hermana.
Gigantas delicadas. La mayor miró a George por el rabillo del ojo cuando éste hizo, en tono jovial, las presentaciones. Su sonrisa era incierta. Sus cabellos, de oro rojo y de rizo fino. Su nombre, dijo George, era Llana Alice.
Fumo la miró y cogió su mano.
—Qué largo trago de agua —dijo, y ella se echó a reír. También la hermana se rió, y George Ratón se agachó y le dio a Fumo una palmada en la rodilla. Fumo, sin saber por qué una broma tan trillada podía causar tanta gracia, miraba a uno y a otras con la seráfica sonrisa de un idiota; pero entretanto, su mano seguía prisionera.
Fue el momento más feliz de su vida.
Una vida que no se había mostrado demasiado pródiga en felicidad hasta que conoció, en la biblioteca de la residencia urbana de la familia Ratón, a Llana Alice Bebeagua; pero una vida, en cambio, que parecía hecha justo a la medida para que, en el momento mismo en que la vio, deseara cortejarla. Hijo único del segundo matrimonio de su padre, había nacido cuando éste tenía ya casi sesenta años. Su madre, al descubrir que la sólida fortuna de los Barnable, administrada por su marido, se había evaporado casi por completo, en un arranque de furia lo había abandonado. Fue una mala suerte para Fumo, ya que, de toda la familia, ella era la menos anónima; y en verdad, aunque él era apenas un chiquillo cuando ella se había marchado, de todas las personas emparentadas con él por vínculos de sangre, era el de su madre el único rostro que, en la vejez, podía evocar espontáneamente. Fumo heredó sobre todo el anonimato de Barnable, y una única veta de la solidez materna; una veta de realidad, en opinión de quienes lo conocían, una veta de presencia envuelta en un vago resplandor de ausencia.
Eran una familia numerosa. Su padre tenía, de su primera esposa, cinco hijos e hijas, todos los cuales habitaban en suburbios anónimos de ciudades de esos Estados cuyos nombres empiezan con I, y que los amigos ciudadanos de Fumo no sabían distinguir uno de otro. El propio Fumo confundía algunas veces el catálogo. Todos esos hijos estaban persuadidos de que su padre tenía mucho dinero, y como no se sabía con certeza lo que se proponía hacer con él, Papá era un huésped siempre bienvenido en sus hogares; de modo que cuando su mujer lo abandonó, decidió vender la casa en que Fumo había nacido para viajar de uno a otro, con su hijo pequeño, un séquito de perros anónimos y siete arcones construidos exprofeso para albergar su biblioteca. Barnable era un hombre educado, pero su cultura era de una naturaleza tan rígida y remota que no le procuraba ninguna conversación, ni atenuaba en lo más mínimo su natural anonimato. A los ojos de sus hijos e hijas mayores, los arcones de libros eran un incordio, tanto como el hecho de que confundiese en la colada sus calcetines con los de ellos.
(Más tarde, Fumo adquirió el hábito de tratar de individualizar a sus hermanastros y sus respectivos hogares cada vez que se sentaba en el inodoro. Quizá porque en los de sus casas era donde más anónimo se había sentido, anónimo hasta el punto de la invisibilidad; sea como fuere, se pasaba allí las horas barajando a sus hermanos y hermanas, y a los hijos de éstos, como un mazo de naipes, intentando casar caras con porches y parterres, hasta que al fin, ya tarde en la vida, consiguió descifrar toda la charada. Este ejercicio le deparaba la misma satisfacción solitaria que la que obtenía resolviendo crucigramas, y la misma duda: ¿y si hubiera encontrado palabras que se entrecruzaban correctamente pero que no fueran las que había pensado el autor? El periódico de la semana siguiente con la solución impresa nunca llegaría.)
El abandono de su esposa no había hecho de Barnable un hombre menos jovial, pero sí más anónimo. Sus hijos e hijas mayores, cada vez que llegaba a sus hogares para diluirse en sus vidas por un tiempo y evaporarse luego de ellas, tenían la impresión de que existía cada vez menos. Tan sólo a Fumo le había hecho el don de su solidez secreta: su erudición. Como los dos se mudaban con tanta frecuencia, Fumo nunca había asistido a una escuela normal, y para la época en que uno de los Estados que empezaban con la letra I descubrió lo que su padre había hecho con él durante todos esos años, era ya demasiado crecido para que se pudiese obligarlo a ir al colegio. Así pues, a los dieciséis años Fumo sabía latín, clásico y medieval; griego; tenía algunas nociones de matemática arcaica y tocaba un poco el violín; podía recitar casi al dedillo unos doscientos versos de Virgilio; y escribía con una perfecta caligrafía cancilleresca.
Su padre murió ese año, consumido tal vez por haber impartido a su hijo todo cuanto había en él de consistente. Fumo continuó durante algunos años con ese estilo de vida trashumante. Le era difícil conseguir trabajo porque no poseía ningún Diploma; a la larga, aprendió mecanografía en una academia comercial de mala muerte (en South Bend, creyó recordar años más tarde) y se convirtió en un Burócrata. Residió durante largas temporadas en tres suburbios diferentes de idéntico nombre de tres distintas ciudades, y en cada uno sus parientes lo llamaban por otro nombre: el suyo propio, el de su padre, y Fumo, el último de los cuales cuadraba tan bien con su innata evanescencia que acabó por adoptarlo. Cuando tenía veintiún años, unos ahorros desconocidos de su padre le proporcionaron, inesperada y tardíamente, algún dinero; Fumo cogió entonces un autobús hacia la Gran Ciudad, olvidándose, tan pronto como hubo dejado atrás la última, de todas las ciudades en que había convivido con sus parientes, y también de ellos, razón por la cual le fue preciso reconstruirlos mucho más tarde, rostro contra parterre, y apenas hubo llegado a la Urbe, se dispersó en ella feliz y totalmente, como una gota de lluvia en el mar.
Arrendó un cuarto en una finca que había sido, antaño, la rectoría de una iglesia vetusta, cuyo edificio, venerado y vandalizado, se mantenía aún en pie detrás de la casa. Desde su ventana podía ver el camposanto de la iglesia, donde hombres de apellido holandés se removían confortablemente en sus viejos lechos. Se levantaba, cada día, por el reloj despertador del súbito tráfico matutino —con el que nunca aprendió a seguir durmiendo como lo hacía, pese al retumbar incesante de los trenes allá, en el Medio Oeste— y salía a trabajar.
Trabajaba en una sala blanca y espaciosa en la que los más leves sonidos que él y los otros producían se elevaban hasta el cielo raso y descendían de él curiosamente alterados; cuando alguien tosía, era como si el cielo raso mismo tosiera, disculpándose, con la boca tapada. Allí Fumo pasaba el día entero deslizando una regla de aumento a lo largo de columnas y columnas de menuda letra impresa, escrutando cada nombre y la dirección y el número de teléfono correspondientes, y tildando con unos símbolos rojos aquellos que no concordaban con el nombre, domicilio y número telefónico que constaban, mecanografiados, en cada una de las tarjetas que en rimeros y rimeros se apilaban cada mañana sobre su mesa de trabajo.
Al principio, los nombres que leía no tenían sentido alguno para él, eran tan insondablemente anónimos como los números telefónicos. Lo único que diferenciaba un nombre de otro era su accidental y no obstante ineluctable ubicación en el orden alfabético, así como cualquier estúpido error en que pudiese incurrir la computadora, y que a Fumo le pagaban por detectar. (Que el ordenador cometiese tan pocos errores lo sorprendía menos que la curiosa falta de tino de la máquina; era incapaz, por ejemplo, de discernir cuándo la abreviatura «St.» significaba «Street» —calle— y cuándo «Santo», y así, programada para desarrollar
in extenso
tales abreviaturas, producía sin una sonrisa el Bar y Parrilla del Séptimo Santo y la Iglesia de Todas las Calles.) Sin embargo, a medida que las semanas se sucedían, melancólicas, y que Fumo llenaba el vacío de sus noches caminando, manzana tras manzana, por las calles de la Ciudad (sin saber que la mayoría de la gente no salía de casa después del anochecer), cuando empezó a conocer los barrios y sus aledaños y categorías y bares y portales, los nombres que lo miraban desde el otro lado de la lupa empezaron a tener rostros, edades, actitudes; las personas que veía en los autobuses, trenes y confiterías, las que se gritaban unas a otras a través de los patios de luz de las casas de vecindad, y se paraban a contemplar, boquiabiertas, los accidentes de tránsito, y discutían con los camareros en los bares y en las tiendas con las vendedoras, e incluso los camareros y las vendedoras, comenzaron a bullir en las delgadas hojas de papel; la Guía empezó a transformarse en una grandiosa epopeya de la Vida Urbana con todos sus avatares, sus tragedias y sus farsas, cambiante y dramática. Encontró damas viudas de antiguo abolengo holandés que habitaban, Fumo lo sabía, en las mansiones de altos ventanales de las grandes avenidas y administraban los Bienes de sus difuntos, y cuyos hijos tenían nombres tales como Steele y Eric y eran dcors. de inters. y vivían en barrios bohemios; se enteró de la existencia de una inmensa familia con nombres estrambóticos que sonaban a griego y que residía en varios edificios de un barrio tumultuoso por el que Fumo había pasado alguna vez durante sus caminatas, una familia que agregaba y descartaba miembros cada vez que se topaba con ella en el alfabeto —gitanos, decidió al cabo—; supo de hombres cuyas esposas e hijas adolescentes tenían teléfonos privados por los que se pasaban las horas haciendo arrumacos con sus amantes, en tanto el cabeza de familia efectuaba llamadas por los numerosos aparatos de las empresas financieras que ostentaban su nombre; aprendió a desconfiar de los hombres que usaban las primeras iniciales y el segundo apellido porque descubrió que todos ellos eran cobradores, o leguleyos cuyos bufts. tenían la misma dirección que sus resids., o alguaciles que vendían, además, muebles usados; descubrió que casi todos los que se apellidaban Singleton y Singletary vivían en el distrito negro del norte de la Ciudad, donde los hombres tenían como nombre de pila los apellidos de los antiguos presidentes y las mujeres nombres de piedras preciosas, perla y rubí y ópalo y jade, precedidos por un presuntuoso Sra. Fumo las imaginaba obscuras de tez, ampulosas y resplandecientes, en apartamentos pequeños, solas o con una caterva de hijos pulcrísimos.
Desde el orgulloso cerrajero que, con tantas aes como usaba en el membrete de su minúsculo taller, era el primero que aparecía, hasta Archimedes Zzzyandottie, que era el último (un viejo erudito que vivía solo, leyendo periódicos griegos en un apartamento destartalado), los conocía a todos. Bajo su lupa corrediza, un nombre y un número telefónico emergían de pronto, como precios llevados por la marea hasta la playa, y contaban su historia; Fumo escuchaba, escrutaba su ficha, comprobaba que eran correctos, y mientras depositaba la ficha cara abajo sobre la mesa, ya el cristal deformador sacaba a flote la historia siguiente. El techo tosió. El techo se rió, con estrépito. Todos alzaron la vista.
Un empleado nuevo, un joven recién contratado, sé había reído.
—Acabo de encontrar aquí —dijo— la nómina del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro —pudo apenas terminar la frase, y volvió a soltar la risa, y a Fumo lo sorprendió que no lo cohibiese el silencio de los demás correctores.
El joven apeló a Fumo.
—¿Es que no te das cuenta? ¿Te imaginas una partida de bridge allí, en el bullicio? —de improviso, también Fumo se echó a reír, y las carcajadas de ambos se elevaron hasta el techo y allí arriba se dieron la mano.
Su nombre era George Ratón; usaba anchos tirantes para sujetarse los holgados pantalones, y cuando la jornada concluía se echaba sobre los hombros una amplia capa de lana cuyo cuello le atrapaba los largos cabellos negros, razón por la cual tenía que echar la mano hacia atrás y sacarlos a la luz de un tirón, como si fuera una muchacha. Usaba un sombrero como el de Svengali, y también sus ojos se parecían a los de Svengali, sombríos y ojerosos, magnéticos y socarrones.
No transcurrió ni siquiera una semana cuando —para el inmenso alivio de cada par de bifocales en la sala blanca— lo habían despedido, pero ya entonces él y Fumo se habían hecho, como quizá sólo Fumo en este mundo sería nunca más capaz de decir con absoluta seriedad, amigos inseparables.
Con George por amigo, Fumo se lanzó a una vida moderadamente disipada: un poco de trago, un poco de droga; George le cambió su forma de vestir y su lenguaje por una elegancia extravagante y una jerga urbanas; y le presentó Chicas. Al poco tiempo el anonimato de Fumo estaba arropado, como el Hombre Invisible en sus vendajes; la gente dejó de tropezarse con él por la calle o de sentarse sobre sus rodillas en los autobuses sin una disculpa, cosas que él había atribuido al hecho de estar tan vagamente presente para la mayoría.
Para la familia Ratón —que residía en el último edificio habitado de una urbanización construida antaño por el primer Ratón de Ciudad y de la mayoría de los cuales eran todavía propietarios— estaba presente al menos, y más que el sombrero nuevo o la nueva jerga, lo que le agradecía a George era esa familia de personas netamente discernibles y estruendosamente afectuosas. En medio de sus riñas, chanzas, juergas, escapadas-en-pantuflas, intentos de suicidio y alborotosas reconciliaciones, podía estarse allí las horas sin que nadie reparase en él; pero en algún momento el Tío Ray o Franz o Mamá alzaban la vista y exclamaban con sorpresa: «¡Fumo está aquí!», y Fumo sonreía.
—¿Tienes primos en el campo? —le preguntó a George un día mientras hacían tiempo durante una nevisca frente a sendos cafés-royale en el bar del viejo hotel favorito de George. Y los tenía.
—Son muy religiosos —le dijo George con una guiñada cuando, alejándose de las chicas que no cesaban de cuchichear y reírse, lo llevaba para presentarle a los padres, el doctor y la señora Bebeagua.
—No médico en ejercicio —dijo el doctor, un hombre de rostro ajado y pelo lanoso, con la cordialidad sin sonrisa de un animalito. No era tan alto como su esposa, cuyo chal generosamente desflecado y sedoso tembló cuando estrechó la mano de Fumo y le pidió que la llamase Sophie; ella a su vez no era tan alta como sus hijas—. Los Llanos siempre han sido altos —dijo, mirando hacia arriba y hacia dentro como si pudiese verlos a todos en alguna parte por encima de ella. De modo que ella había dado su apellido a sus dos altas hijas, Alice y Sophie Llanos Bebeagua; Mamá era la única que siempre usaba los dos, pero a Alice, de pequeña, otro niño la había apodado Llana Alice, y ese nombre le había quedado, así que ahora eran Llana Alice y Sophie a secas, y así estaban las cosas, salvo que quienquiera que las mirase podía ver por cierto que eran Llanos y todo el mundo se daba vuelta para mirarlas.