Read Pqueño, grande Online

Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (3 page)

BOOK: Pqueño, grande
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cualquiera que fuese la religión que profesaran, ello no impidió que compartieran una pipa con Franz Ratón, que se había sentado a sus pies, ya que las dos muchachas ocupaban por completo el pequeño diván; ni que bebieran el ponche de ron que les ofreció Mamá; o que se rieran por detrás de las manos, más de lo que cuchicheaban entre ellas que de las tonterías que pudiera decir Franz; o que mostrasen, cuando cruzaban las piernas, los largos muslos bajo los vestidos de rutilantes lentejuelas.

Fumo no hacía otra cosa que mirar. Pese a que George Ratón le había enseñado a comportarse como un hombre de Ciudad, y a no temer a las mujeres, no era tan fácil dejar a un lado los hábitos de toda la vida; de modo que miraba y miraba; y sólo al cabo de un prudencial intervalo en el que lo paralizó la timidez, se atrevió al fin a cruzar la alfombra hasta donde ellas estaban sentadas.

Ansioso por no parecer un aguafiestas —«No seas aguafiestas, por el amor de Dios», le decía George una y otra vez—, se sentó en el suelo cerca de ellas con una sonrisa embobada y en una actitud que lo hacía parecer (y a los ojos de ella lo era, lo advirtió, confundido, cuando Alice se volvió para mirarlo) extrañamente quebradizo. Tenía la costumbre de hacer girar la copa entre el pulgar y el índice para que el hielo, al trepidar rápidamente, enfriase el brebaje. Lo hizo en ese momento, y el hielo repicó en el cristal como una campana tocando a rebato. Se hizo un silencio.

—¿Venís aquí con frecuencia? —preguntó.

—No —respondió Alice en el mismo tono—. No a la Ciudad. Sólo una vez cada tanto, cuando Papá tiene negocios que atender... u otros asuntos.

—¿Es médico?

—No. Ya no, en realidad. Es escritor —sonreía, y Sophie había vuelto a reírse y Llana Alice proseguía la conversación como si tratara de ver cuánto tiempo podía mantenerse seria—. Escribe cuentos de animales, para niños.

—Oh.

—Escribe uno por día.

La miró a los ojos, esos ojos risueños, castaños, transparentes como vidrio de botella. Empezaba a sentirse muy raro.

—No han de ser muy largos —dijo, tragando saliva.

¿Qué le estaba ocurriendo? Se había enamorado, desde luego, a primera vista, pero ya otras veces se había enamorado, siempre a primera vista, y nunca se había sentido así, como si algo estuviese creciendo, inexorablemente, dentro de él.

—Escribe bajo el seudónimo de Saunders —dijo Llana Alice.

Él fingió buscar ese nombre en los recovecos de su memoria, pero lo que en realidad buscaba en su interior era la causa de aquella sensación tan extraña. Ahora se había extendido hasta sus manos; se las examinó allí donde reposaban sobre la tela cuadriculada de las rodillas; parecían de plomo. Entrelazó los dedos pesadísimos.

—Magnífico —dijo, y las dos chicas soltaron la risa, y también Fumo se rió. La sensación le daba ganas de reír. No podía ser el humo, que siempre le hacía sentirse volátil y transparente. Esto era todo lo contrario. Más la miraba, más intensa se hacía; más ella lo miraba, más sentía él... ¿qué? En un momento de silencio se miraron simplemente el uno al otro y la verdad zumbó, tronó dentro de él cuando comprendió de pronto lo que había sucedido: no sólo él se había enamorado de ella, y a primera vista, sino que ella a primera vista se había enamorado de él, y las dos circunstancias producían ese efecto: el de empezar a curar su anonimato. No a disfrazarlo, que era lo que George Ratón había tratado de hacer, sino a curarlo, de dentro hacia fuera. Ésa era la sensación. Era como si ella le estuviese añadiendo fécula de maíz. Había empezado a adquirir consistencia.

El joven Santa Claus

Había bajado por la estrecha escalera de los fondos al único retrete de la casa que todavía funcionaba, y allí, en aquel recinto de piedra, se detuvo delante del gran espejo salpicado de manchas negras.

Vaya. Quién lo hubiera imaginado. Desde el espejo lo miraba una cara, no era una cara desconocida en realidad, y sin embargo era como si la viese por primera vez. Una cara redonda y abierta, una cara que se parecía a la del joven Santa Claus si hubiéramos podido verlo en las fotografías de sus años mozos; un tanto grave, con un mostacho obscuro, redonda la nariz y arrugas alrededor de los ojos, allí donde habían dejado ya sus huellas, aunque no hubiera cumplido aún los veintitrés, los traviesos pajaritos de la risa. En suma, una cara radiante con un algo vago e impreciso aún en la mirada, pálida y dispersa, un vacío que, suponía él, nunca se habría de llenar. Era suficiente. En realidad, era milagroso. Saludó con un gesto, sonriendo, a su nuevo conocido, y al salir lo miró una vez más de soslayo por encima del hombro.

Cuando subía la escalera se encontró de improviso, en un recodo, con Llana Alice, que bajaba. Ahora no había en el rostro de él ninguna sonrisa idiota; ni tampoco ella se reía ahora sin ton ni son. Al acercarse el uno al otro, los dos acortaron el paso; pero ella, después que, encogiéndose y apretujándose, hubo pasado junto a él, no siguió de largo, sino que se volvió a mirarlo. Fumo se había detenido un escalón más arriba, de modo que sus cabezas se encontraban en la relación estipulada para los besos de película. Con el corazón palpitante, arrebatado de temor y felicidad, y la cabeza zumbándole con la orgullosa certidumbre de una cosa segura, la besó. Ella le respondió como si también para ella se hubiese corroborado una certeza, y allí entre los cabellos y los labios y los largos brazos que lo envolvían, Fumo incorporó al exiguo acervo de su saber un valiosísimo tesoro.

Hubo un ruido, de pronto, en lo alto de la escalera, y se separaron, sobresaltados. Era Sophie, que estaba allí, unos peldaños más arriba, y los miraba atónita, mordiéndose el labio.

—Tengo que hacer pipí —dijo, y pasó junto a ellos bailoteando.

—Te marcharás pronto —dijo Fumo.

—Esta noche.

—¿Cuándo vuelves?

—No sé.

La besó de nuevo; el segundo beso fue tranquilo y seguro.

—Yo tuve miedo —dijo ella.

—Lo sé —dijo él, exultante.

Cielos, qué alta era. ¿Cómo se las apañaría con ella cuando no hubiese a mano una escalera?

Isla en el mar

Como era dable esperar de alguien que había llegado anónimo a la mayoría de edad, Fumo había pensado siempre que las mujeres eligen o no eligen a los hombres de acuerdo con criterios de los que él nada sabía, por capricho, como los monarcas, por gusto, como los críticos; él siempre había creído que el que una mujer lo eligiese a él, o a otro, era un hecho que estaba predeterminado, que era ineluctable y perentorio. Y por lo tanto, las agasajaba, como un galán, esperando que reparasen en él. Y ahora resulta que no es así, se decía esa noche, a altas horas, en el portal de los Ratón, resulta que no es así; que a ellas —o a ella al menos— las consumen los mismos fuegos y las mismas dudas; es tímida como yo, y como a mí la devora el deseo, y cuando el beso fue inminente su corazón latía a la par del mío, eso lo sé.

Se demoró largo rato en el portal, dando vueltas y vueltas a esa gema de sabiduría, y husmeando el viento que había virado, cosa que rara vez acontece en la Ciudad, y que soplaba ahora desde el océano.

Podía percibir el olor de las mareas, y de los detritos de la costa y el mar, acres y salobres y agridulces. Y comprendió de pronto que la gran Ciudad no era, al fin y al cabo, más que una isla en el mar, y una isla muy pequeña por cierto.

Una isla en el mar. Y que pudieras, si vivieras en ella, olvidarte durante años y años de un hecho tan fundamental. Sin embargo, era así, asombroso pero cierto. Salió del portal y echó a andar calle abajo, sólido como una estatua desde el pecho a la espalda, y oyendo sus pasos resonar sobre el pavimento.

Correspondencia

Su dirección era «Bosquedelinde, sin más», dijo George Ratón, y no, no tenían teléfono; así pues, en vista de que no le quedaba otra alternativa, Fumo se resignó a hacer el amor por correspondencia, con una asiduidad ya poco menos que desvanecida en este mundo. Sus voluminosas cartas iban consignadas a ese lugar, Bosquedelinde, y él aguardaba la respuesta hasta que, no pudiendo esperar más, escribía otra vez, y así sus cartas se cruzaban en camino como las de todos los enamorados verdaderos; y ella las guardaba y las ataba con una cinta azul lavanda, y sus nietos las encontraban, años más tarde, y leían la pasión improbable de aquellos dos viejecitos.

«He descubierto un parque», escribía él con su letra de duende, negra y picuda; «hay una placa en la columna, no bien entras, en la que dice Ratón Bebeagua Piedra 1900. ¿Sois vosotros? Tiene un pequeño pabellón de las Estaciones, y estatuas, y todos los senderos se curvan de modo que no puedes llegar directamente al centro. Caminas y caminas y siempre te descubres yendo hacia la salida. El verano es allí muy viejo (en la ciudad no te das cuenta, salvo en los parques), es peludo y polvoriento, y el parque es pequeño, además; pero todo en él me hace pensar en ti», como si no lo hicieran todas las cosas. «He encontrado una pila de periódicos viejos», decía la carta de ella que se había cruzado con la de él (y los dos conductores se saludaban agitando la mano desde las altas cabinas azules de sus furgonetas en la autopista, bajo la niebla matinal). «Allí estaban esas historietas de un chico que sueña. La historieta es todo lo que él sueña, su País de los Sueños. Es hermoso el País de los Sueños, con los palacios y las procesiones que se despliegan y repliegan sin cesar, o se vuelven de pronto inmensos e inaccesibles, o cuando los miras de cerca resultan ser otra cosa —ya sabes—, igual que en los sueños de verdad pero precioso siempre. Mi tía abuela Nube dice que los ha conservado porque el hombre que las dibujaba, y que se llamaba Piedra, fue en un tiempo arquitecto en la Ciudad, ¡como el bisabuelo de George y el mío! Arquitectos de «Meaux-Arts». El País de los Sueños es muy «Meaux-Arts». Piedra era un borrachín: ésa es la palabra que usa Nube. En los sueños el chico siempre parece soñoliento y sorprendido a la vez. Me hace acordar de ti.»

Después de comenzar así, tímidamente, sus cartas llegaron a ser de una sinceridad tan desenfadada que, cuando por fin volvieron a encontrarse, en el bar del viejo hotel (mientras la nieve caía detrás de los cristales), se preguntaron los dos si había habido algún error, si no habrían estado enviando todas esas cartas a una persona diferente, a esta persona, a esta criatura extraña, nerviosa y desvaída. La impresión pasó en un instante, pero durante un rato tuvieron que turnarse para hablar, en largos soliloquios, ya que no sabían hacerlo de otro modo; la nieve se transformó en ventisca, el café-royale en café frío; una frase de ella se intercalaba con una de él y una de él con una de ella y, maravillados como si hubieran sido ellos los primeros en descubrir el secreto de la cosa, conversaron.

—¿No os..., bueno..., no os aburrís allá, solos todo el tiempo? —preguntó Fumo cuando ya habían practicado un rato.

—¿Aburrirnos? —parecía sorprendida, como si fuese una idea que nunca se le hubiera ocurrido—. No. Y no estamos solos.

—Bueno, yo no quise decir... ¿Qué clase de gente son?

—¿Qué gente?

—Las personas... con quienes no estáis solos.

—Oh. Ya. En un tiempo hubo muchos granjeros. Al principio iban allí los inmigrantes escoceses. MacDonald, MacGregor, Brown. Ahora no hay tantas granjas. Sólo unas pocas. Además, muchos de los que viven allí ahora son parientes nuestros, o algo así. Tú ya sabes.

Él no sabía, no exactamente. Un silencio cuajó, y se diluyó cuando los dos empezaron a hablar al mismo tiempo, y volvió a cuajar. Fumo dijo:

—¿Es una casa grande?

Ella sonrió.

—Enorme —a la luz de la lámpara sus ojos castaños eran delicuescentes—. Te gustará. A todo el mundo le gusta. Incluso a George, aunque él dice que no.

—¿Por qué?

—Siempre se pierde en ella.

Fumo sonrió al imaginar a George, el rastreador, el infalible timonel a través de las siniestras calles de la noche, despistado en una simple casa. Trató de recordar si en alguna de sus cartas había mencionado el chiste del ratón de campo y el ratón de ciudad. Ella dijo:

—¿Puedo contarte una cosa?

—Desde luego —el corazón le latió de prisa, sin ninguna razón.

—Yo ya te conocía, cuando nos conocimos.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que te reconocí —entornó las tupidas pestañas aurirrojas, y le echó una mirada furtiva, para en seguida mirar en derredor, como si en aquel bar soñoliento alguien pudiera escucharla—. Me habían hablado de ti.

—George.

—No, no. Hace mucho tiempo. Cuando yo era pequeña.

—¡De mí!

—Bueno, no de ti exactamente. O exactamente de ti pero yo no lo supe hasta que te conocí —sobre el mantel a cuadros, cobijó los codos en el hueco de las manos y se inclinó hacia delante—. Yo tenía nueve años; o diez. Había estado lloviendo muchos días. Entonces, una mañana, cuando paseaba a Chispa por el Parque...

—¿Qué?

—Chispa era un perro que teníamos. El Parque es, ¿sabes?, los campos de alrededor. Estábamos empapados. Había una brisa, y te daba la sensación de que la lluvia iba a cesar. Yo me acordé de lo que decía mi madre: arco iris mañanero en el oeste, de buen tiempo es pregonero.

Fumo tuvo una imagen vivida de ella, con un impermeable amarillo y botas altas de boca ancha, y el pelo más fino aún y más rizado que ahora, y se preguntó cómo sabía ella de qué lado estaba el oeste, un problema con el que él tropezaba todavía algunas veces.

—Y había un arco iris, pero brillante, y parecía como si fuera a bajar justo... justo allí, ¿sabes?, no lejos; yo podía ver cómo centelleaba la hierba, salpicada de todos los colores. El cielo se había agrandado, ¿sabes?, como sucede cuando escampa al fin después de una lluvia prolongada, y todo parecía estar muy cerca; el lugar en el que el arco iris descendía estaba cerca; y yo deseaba más que nada en el mundo ponerme debajo de él... y alzar los ojos... y verme revestida de colores.

Fumo se rió.

—Eso es difícil —dijo.

Ella también rió, hundiendo la cabeza y alzando hasta la boca el dorso de la mano, un gesto que a él le parecía ya conmovedoramente familiar.

—Claro que es difícil —dijo ella—. Era como si no fuera a llegar
nunca jamás
.

—Quieres decir que...

—Cada vez que creías que te acercabas, allá estaba, siempre igual de lejos, en otro lugar, y si ibas a ése, entonces estaba en el sitio de donde venías, y a mí me ardía la garganta de tanto correr, y de no estar ni un solo palmo más cerca. Pero, ¿sabes lo que haces?, entonces...

BOOK: Pqueño, grande
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Traffic Stop by Wentz, Tara
Chasing Butterflies by Terri E. Laine
Embracing the Shadows by Gavin Green
A Chemical Fire by Martinez, Brian
Lord of Shadows by Alix Rickloff
Double Agent by Peter Duffy
Chill of Fear by Hooper, Kay
Blurred by Tara Fuller
Scurvy Goonda by Chris McCoy
Plagues and Peoples by William H. McNeill