—Si yo lo estuviese escribiendo —dijo— sucederían más cosas.
—De eso estoy seguro —dijo Fred, y el recepcionista llamó—: ¡Sylvie!
Aunque con los ojos fijos aún en la pantalla, Sylvie se levantó de un salto, cogió la papeleta que le tendía el recepcionista y echó a andar hacia la salida.
—Nos vemos —le dijo a Fred, y a un gabán y un sombrero insensibles al final de la hilera de sillas.
—Sucederán más cosas, mm-mm —dijo Fred, que todavía sólo para Sylvie tenía ojos—. Apuesto a que sucederán.
El lugar de recogida era una suite en un hotel de cristal y acero, alto y frío, incluso siniestro, pese a la alegría ficticia de sus salas de estar tropicales, su
grill
de estilo inglés, el bullicioso e incesante ir y venir. Subió sola en un ascensor silencioso y muellemente alfombrado, en el que sonaba una música innominada. En el decimotercer piso las puertas se abrieron y Sylvie soltó una exclamación:
—¡Ah! ¡Ah! —porque lo primero que vio fue una ampliación en color de la cara de Russell Eigenblick, las cejas tupidas enmarcando sus ojos límpidos, la barba rojo-escarlata cubriéndole los pómulos, la expresión astuta, seria, benévola de la boca. La música innominada se transformó en la de una radio a todo volumen.
Atisbo desde la entrada el largo corredor enmoquetado de la suite. En vez de un secretario de una y otra especie, cuatro o cinco mocetones, negros y puertorriqueños, ensayaban pasos de baile y bebían coca-cola alrededor de un enorme escritorio de palo de rosa. Los que no llevaban una suerte de uniforme militar de fajina lucían amplias camisas claras o chaquetillas multicolores, la insignia de las falanges de Eigenblick.
—Hola —dijo Sylvie, a sus anchas ahora—. Mensajeros Alados.
—Caray. Échamele un vistazo al mensajero.
—Caaaracooles...
Uno de los bailarines se le aproximó, pavoneándose, mientras los otros reían, y Sylvie bailó con él un paso o dos; otro, con aire experto, manipuló el intercomunicador.
—Ha venido un mensajero. ¿Hay algo para llevar?
—Bueno, escuchad —dijo Sylvie—. Ese tipo... —su pulgar señalando el enorme retrato—, ¿qué hace aquí? ¿Qué tiene que ver?
Un par de ellos se echaron a reír; los demás adoptaron un aire solemne; el bailarín retrocedió estupefacto ante la ignorancia de Sylvie.
—Oh, hombre, oh —dijo—, oh, hombre...
Había empezado a poner el índice derecho sobre la palma izquierda para intentar una explicación (guapo, pensó Sylvie, buena musculatura, un macho de primera) cuando la puerta doble del fondo se abrió (Sylvie vislumbró salones ostentosamente amueblados) y un individuo blanco, alto y con los cabellos rubios severamente cortados salió a la recepción. Con un rápido ademán ordenó que apagaran la radio. Los muchachos se apiñaron como a la defensiva, adoptando posturas groseras pero recelosas. El hombre rubio alzó la barbilla y las cejas y miró a Sylvie inquisitivamente, demasiado atareado para dignarse hablar.
—Mensajeros Alados.
El hombre la observó durante un rato, casi con insolencia. Les llevaba dos buenos palmos a todos los demás presentes, y más que eso a Sylvie. Ella se cruzó de brazos, plantó las botas en el suelo alfombrado en una actitud «Y bueno, qué», y le devolvió la mirada. El hombre volvió a entrar en los salones de donde había salido.
—¿Y a éste qué le pasa? —les preguntó a los otros, pero ellos parecían amilanados. De todos modos el rubio reapareció al cabo de un momento con un paquete de una forma extrañísima, atado con una cuerda roja y blanca, de los tiempos de Maricastaña, pensó Sylvie que no había visto una parecida en muchos años, y la dirección escrita con una letra tan afiligranada y antigua que resultaba casi ilegible. En suma, era una de las cosas más insólitas que jamás le encomendaran llevar.
—No se demore —dijo el hombre, con lo que a Sylvie le pareció el dejo de un acento extranjero.
—No me demoraré. —Turco.— Firme aquí, por favor. —El hombre rubio retrocedió ante el talonario de Sylvie como si fuese una cosa repelente, hizo un gesto a uno de los mocetones y volvió a entrar por la puerta, cerrándola tras de él.
—Uff —dijo Sylvie, mientras el guapo firmaba su talonario con una rúbrica florida y un punto final—. ¿Y vosotros trabajáis para él?
Grandes gestos todo alrededor expresando odio, desafío, resignación. El negro intentó una fugaz imitación, y los otros rompieron en exageradas pero silenciosas risotadas.
—Bueno —dijo Sylvie, notando que la dirección era en la zona alta de la ciudad, a una distancia considerable de la oficina—, hasta más ver.
El bailarín la acompañó hasta el ascensor, dándole palique, oye, que a mí me gustaría un mensaje si tuvieras uno para mí, ay ningún mensaje para mí, oye, escucha, quiero decirte una cosa, no, no, en serio; y tras un poco más de chachara (a ella le habría gustado quedarse, pero el paquete bajo su brazo parecía Comoquiera premioso y exigente) adoptó una postura cómica mientras las puertas del ascensor lo extinguían para ella. Bailó sola unos pasos en el ascensor, oyendo una música muy distinta de la que allí sonaba. Hacía añares que no bailaba.
Viajando en tren, rumbo al distrito residencial, las manos hundidas en los bolsillos de su rebeca, y junto a ella, en el asiento, el paquete misterioso.
Tendría que haberles preguntado a esos tíos si conocían a Bruno. Hacía mucho tiempo que ella no sabía nada de su hermano: no estaba viviendo con mujer y la madre de ésta, ella sabía eso. Jodiendo a alguien, a saber dónde... Pero esos tíos no eran de los que se juntaban en pandillas. Algo que hacer al menos. En vez de andar vagabundeando como balas perdidas. Pensó en el pequeño Bruno. Pobrecito. Ella había prometido que una vez a la semana por lo menos recorrería el largo trayecto hasta Jamaica
[3]
y lo sacaría de allí, por el día. Y no lo había hecho, no tan a menudo como se lo propusiera; ni una sola vez en este último mes, tan atareado. Renovó su promesa, sintiendo en la espalda el aguijón opresivo, acusador de una larga historia de parecidas negligencias, y del daño acumulativo resultante, las que ella había sufrido, y su madre antes que ella; y Bruno; y también sus otros sobrinos y sobrinas. Atosigados, sofocados de amor, y dejados a la buena de Dios, sálvese quien pueda: vaya un sistema. Crios. ¿Y por qué razón se imaginaba que con ella las cosas serían de otro modo? Y sin embargo ella suponía que sí. Con Auberon ella podría tener crios. A veces, sus hijos quiméricos le imploraban nacer: casi podía verlos y oírlos; ella no podría resistirse eternamente. De Auberon. Nada mejor que eso podía hacer. Un hombre tan amoroso, tan bueno, bueno de corazón, y además, por supuesto, un amante de primera; y sin embargo... Es que a menudo él la trataba como si ella fuese una criatura. No porque ella no lo fuera, desde luego, algunas veces. Pero una niña madre. Tío Papi lo motejaban los dos cuando él se ponía de ese talante o adoptaba esa actitud. Más de una vez él le había secado las lágrimas. Le limpiaría el culo si ella se lo pidiese... Qué mezquindad la suya, pensar una cosa tan horrible.
¿Y si envejecieran juntos? ¿Cómo sería eso? Dos ancianitos de mejillas ajadas y ojos arrugados y cabellos blancos, cargados de años y de afecto. Qué lindo... Claro que a ella le gustaría ver la casona ésa y todo lo que contenía. Pero su familia. Su madre, más de un metro ochenta de mujer, coño. Las imaginaba a todas, tan altas, mirándola a ella desde arriba. Muñeca. George decía que eran encantadoras. Él se había perdido más de una vez en aquel caserón. George: el padre de Lila, aunque Auberon no lo sabía, y George le había hecho jurar que guardaría el secreto. ¿Qué historia era ésa? George sabía más, pero no quería decirlo. ¿Y si Auberon perdiera uno de
sus
crios? Esa gente blanca. Ella tendría que mantener los ojos bien abiertos, llevándolos a la cola a todas partes, siempre con sus bebés de la mano.
Pero si todo eso no fuera su Destino: si ella hubiese logrado escapar de él, rechazar su Destino, renegar de él... En ese caso, qué curioso, era como si fuera a tener más futuro, en vez de menos. Cualquier cosa podría suceder si ella estuviera libre de la maldita traba que era su Destino. Ni Auberon, ni Bosquedelinde, ni esta ciudad. Visiones fugitivas, visiones de hombres y aventuras, visiones de lugares, visiones de Sylvie, se apiñaban en las fronteras de su conciencia adormecida por el balanceo del tren. Cualquier cosa... Y una mesa larga en el bosque, engalanada con un mantel blanco, dispuesta para un banquete; y todo el mundo esperando; y un sitio vacío en la cabecera...
Cabeceó, y el choque de la barbilla contra el pecho la sumió en un estado de vértigo, y se despertó de golpe.
Destino, destino... Bostezó, tapándose la boca, y se miró la mano y el anillo de plata. Hacía años y años que lo llevaba. ¿Se lo podría sacar? Lo hizo girar. Tiró de él. Se metió el dedo en la boca para humedecerlo. Tiró más fuerte. Ni por asomo: firme allí como una roca. Con suavidad, sin embargo: sí, si ella lo empujaba despacito desde abajo..., el aro de plata se deslizó hacia arriba... y fuera. Una luminosidad extraña centelló alrededor del dedo desnudo, irradiándose desde él hacia el resto de su persona; el mundo, el tren parecían evanescentes, pálidos, irreales. Miró lentamente en torno.
El paquete que había estado a su lado en el asiento había desaparecido.
Aterrorizada, ensartándose de nuevo el anillo en el dedo, se levantó de un salto.
—¡Hey! ¡Hey! —gritó, para alarmar al ladrón si aún estaba en las cercanías; se precipitó hacia el centro del coche, interrogando con la mirada a los otros viajeros, que la contemplaban con ojos curiosos e inocentes. Volvió a mirar el asiento en que había estado sentada.
El paquete estaba allí, en el mismo sitio en que había estado. Se sentó de nuevo, confundida. Puso la mano del anillo sobre el papel terso y blanco del paquete, sólo para cerciorarse de que realmente estaba allí. Le pareció, tuvo la impresión de que se había agrandado durante el trayecto.
Más grande, sí,
indudablemente
. Una vez en la calle, donde las brisas habían ahuyentado la lluvia y las nubes y traído un auténtico día primaveral, el primero de los pocos que le son concedidos cada año a la Ciudad, emprendió la búsqueda de la dirección manuscrita en el paquete, que ya no le cabía cómodamente bajo el brazo.
—¿Qué
diantre
le pasa a esto? —dijo mientras caminaba a paso vivo por un barrio que nunca solía visitar, un barrio de grandes y sombríos hoteles de apartamentos y vetustas mansiones finiseculares de estilo inglés. Trataba de sujetar el paquete así, luego asá: nunca le habían dado para llevar nada tan incómodo. Pero la primavera era vivificante; no podía haber deseado un día mejor para andar por las calles llevando recados: alada, sí, alada se sentía. Y pronto llegaría el verano, el calor infernal, no, ella no podía esperar, se abrió, primero tentativamente, luego resueltamente, la cremallera de la rebeca, sintió el suave azote del viento en el pecho y la garganta, y la sensación le pareció deliciosa. Y ese edificio, allí, a pocos pasos, debía de ser la dirección a que la habían mandado.
Era un edificio alto, blanco, o un edificio que alguna vez había sido blanco, y estaba literalmente cubierto de lúgubres figuras de yeso de toda especie. Dos alas laterales avanzaban hacia el frente, formando un patio mohoso y sombrío. Arriba, en la lejana cumbrera del edificio, un cuerpo de mampostería unía esas dos alas, formando una arcada absurdamente alta, una arcada para que un gigante pasara debajo de ella.
Sylvie alzó los ojos, y la monstruosa visión se los hizo bajar de prisa. Los edificios altos le daban vértigo. Ni desde abajo le gustaba mirarlos. Entró en el patio, donde en los charcos de la lluvia reciente cabrilleaban lívidos arcos iris de aceite, pero no tenía idea de cómo encontrar la Habitación 001 que buscaba. La vetusta casita del portero, allí, junto a la entrada, daba la impresión de haber permanecido cerrada a cal y canto años y años, pero a ella se encaminó de todos modos y apretó un timbre oxidado, si este artefacto funciona yo...
No alcanzó a expresar lo que haría porque en el mismo momento en que apretaba el negro pezón del timbre un postiguito se abrió de golpe en la casita, mostrándole la mitad superior de una cabeza, una nariz larga, unos ojos diminutos, una coronilla calva.
—Hola, ¿sabría usted decirme...? —empezó, pero antes de que acabara de formular la pregunta, los ojillos se arrugaron en una sonrisa o una mueca, y una mano asomó; con un largo dedo índice, la mano señaló Izquierda, luego Abajo, y el postigo se cerró otra vez con un golpe.
Sylvie se echó a reír. ¿Para qué demonios le pagan? ¿Esto? Siguió las instrucciones, y se encontró entrando en el edificio, no por la escalinata principal con su doble puerta acristalada, sino por una especie de cancela o portillo de hierro forjado que conducía a unas escaleras que descendían hasta un estrecho patio descubierto al nivel del sótano. Ni un rayo de sol llegaba a ese pasadizo, una especie de ranura entre las altísimas torres. Sylvie bajó, y bajó, bajó hasta un sótano que retumbaba de ecos y olía a moho como una caverna. Y allí, en la pared, había una pequeña puerta. Una puerta muy pequeña; pero no había ninguna otra salida.
—No puede ser aquí —dijo, mientras trasladaba al otro brazo el imposible paquete (que parecía estar cambiando de forma, y se había vuelto pesadísimo, por añadidura)—. Me he perdido seguro. —Pero empujó la puerta, y ésta se abrió.
Daba a un corredor bajo y estrecho. Allá, en el fondo, alguien estaba de pie delante de una puerta, haciendo algo: ¿pintando la puerta? Tenía un pincel y un bote de pintura. El encargado, o el ayudante del encargado. Sylvie pensó en pedirle nuevas instrucciones, pero cuando gritó: «Hola...», el hombre volvió hacia ella la cabeza, sobresaltado, y desapareció por la puerta en que había estado trabajando. Hacia ella se encaminó Sylvie, de todos modos, llegando al fondo con asombrosa prontitud: o el corredor era más corto de lo que parecía, o parecía más largo de lo que era, una de dos; y la puerta era más pequeña aún que la anterior. Si esto sigue así, pensó, por la próxima tendré que entrar gateando... En la puerta, con blanca pintura fresca y en un estilo muy antiguo, estaba pintando el número 001.
Riendo un poco, un poco nerviosamente, ahora indecisa y no del todo segura de que no le estuvieran jugando alguna mala pasada, Sylvie llamó golpeando a la puertecita.