Pqueño, grande (24 page)

Read Pqueño, grande Online

Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
2.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Estaba tan equivocada —dijo Violet—, y he sido tan estúpida... Y mira ahora lo que ha pasado.

—No —dijo Nora—. ¿Qué quieres decir?

—Yo no comprendí —dijo Violet—. Yo pensaba... Escúchame ahora, Nora. Quiero ir a la Ciudad. Quiero ver a Timmie y a Alex, y hacerles una visita larga, y ver al bebé. ¿Vendrás conmigo?

—Desde luego —dijo Nora—. Pero...

—Muy bien. Y Nora. Tu muchacho.

—¿Qué muchacho? —Desvió la mirada.

—Henry Harvey. Quizá tú no sepas que yo sé, pero sé. Creo... creo que tú y él deberíais... deberíais hacer lo que os apetece hacer. Si algo que yo haya podido decir te hizo pensar alguna vez que yo no quería, bueno, no es así. Debéis hacer exactamente lo que os apetece. Cásate con él, y márchate de aquí...

—Pero es que yo no quiero marcharme de aquí.

—Pobre Auberon. Supongo que ya es demasiado tarde..., se ha quedado sin su guerra ahora, y...

—Mamá —dijo Nora—, ¿de qué estás hablando?

Por un momento, Violet quedó en silencio. Luego:

—Es por mi culpa —dijo—. No se me ocurrió. Es que es muy duro, ¿sabes?, muy duro saber un poquito, o adivinar un poco, y no querer... no querer ayudar, ni ver que las cosas salen bien, es difícil no tener miedo, no pensar que una nimiedad... o la cosa más nimia... puede echarlo todo a perder. Pero no es así, ¿verdad que no?

—No lo sé.

—No, no es. Tú sabes —se estrujó las manos pálidas, delgadas, y cerró los ojos— que es un Cuento. Sólo que es más largo y más extraño de lo que imaginamos. Más largo y más extraño de lo que
podemos
imaginar. Y entonces lo que hay que hacer —abrió los ojos—, lo que tú debes hacer, y lo que yo debo hacer, es olvidar.

—¿Olvidar qué?

—Olvidar que se está contando un Cuento. De lo contrario... oh, ¿no te das cuenta?, si no supiéramos lo poco que sabemos, nunca interferiríamos, nunca tomaríamos las cosas a mal, pero nosotros sabemos, sólo que no lo bastante, y entonces suponemos mal, y nos enmarañamos, y tenemos que ser enmendados de formas... de formas tan extrañas, tan... oh, querida, pobre August, el garaje más pestilente, el más estrepitoso, hubiera sido mejor, sé que hubiera sido...

—Pero, ¿qué hay de un destino especial, y todo eso? —dijo Nora, alarmada por la angustia de su madre—. ¿Y lo de estar Protegidos, y todo lo demás?

—Sí —dijo Violet—. Tal vez. Pero eso no importa, porque nosotros no podemos comprenderlo, ni lo que significa. Así que tenemos que olvidar.

—¿Y cómo podemos?

—No podemos. —Miraba a lo lejos, como alucinada.— Pero podemos callar. Y podemos ser astutos, pese a lo que sabemos. Y podemos... Oh, es tan extraño, una forma de vida tan extraña... Podemos guardar secretos. ¿O no? ¿Tú puedes?

—Creo que sí. No sé.

—Bueno, tendrás que aprender. Y yo también. Y todos nosotros. A no decir nunca lo que sabes, ni lo que piensas, porque nunca es bastante, y de todos modos no será verdad para nadie más que para ti, no de la misma forma; y no esperar nunca, ni tener miedo, y nunca, nunca tomar partido por ellos contra nosotros, y sin embargo, no sé cómo, confia en ellos. Eso es lo que tenemos que hacer de ahora en adelante.

—¿Por cuánto tiempo?

Antes de que Violet pudiera responder, si acaso podía hacerlo, o si quería, la puerta de la biblioteca, que ellas alcanzaban a ver por entre los anchos balaustres, se entreabrió, y una cara pálida asomó, y desapareció.

—¿Quién era? —preguntó Violet.

—Amy Praderas —dijo Nora, y se sonrojó.

—¿Qué está haciendo en la biblioteca?

—Ha venido a buscar a August. Dice —la que ahora se retorcía las manos y cerraba los ojos era Nora—, dice que va a tener el bebé de August. Y quería saber dónde está él.

La Semilla. Pensó en la señora Flores.
¿Es el Cuento?
Esperanzada, sorprendida, contenta. Poco faltó para que se echara a reír, sin ton ni son.

—Bueno, yo también quisiera. —Se asomó por entre los balaustres y dijo:— Sal, querida, no tengas miedo.

La puerta se abrió, un resquicio apenas suficiente para que Amy pudiera pasar, y aunque ella al salir la empujó con suavidad, retumbó al cerrarse.

—Oh —dijo Amy, que no había reconocido al principio a la mujer sentada en la escalera—. Señora Bebeagua.

—Sube —dijo Violet, y se palmeó las rodillas, como lo haría para llamar a un gatito. Amy subió hasta donde ellas estaban sentadas, a mitad del camino del rellano. Llevaba un vestido de confección casera y unas medias ordinarias, y era más bonita aún que como Violet la recordaba—. A ver. ¿Qué te pasa?

Amy se sentó a los pies de ellas, un escalón más abajo, acurrucada y con un bolsón en el regazo, desdichada como una fugitiva.

—August no está aquí —dijo.

—No. No... sabemos dónde está, no exactamente. Amy, ahora todo va a andar bien. No tienes que preocuparte.

—No —dijo Amy quedamente—. Ya nada va a andar bien nunca más. —Miró a Violet.— ¿Se ha fugado?

—Supongo que sí. —Rodeó con un brazo los hombros de Amy.— Pero volverá, posiblemente, probablemente... —Le apartó con dulzura los cabellos que le caían, lacios y tristes, sobre la mejilla.— Ahora tienes que volver a casa por un tiempo, ¿sabes?, y no preocuparte, y todo será para bien, ya lo verás.

Los hombros de Amy empezaron a sacudirse, suave, lentamente.

—No puedo —dijo, con una vocecita aguda, llorosa—. Papá me ha echado. Me ha echado de casa. —Con lentitud, como si no pudiera hacer ninguna otra cosa, dio vuelta la cara y apoyó la sollozante cabeza en el regazo de Violet.— Yo no venía a molestarlo. No. A mí no me importa, él era maravilloso y bueno, era... Yo lo volvería a hacer, y no lo molestaría, sólo que no tengo adonde ir. Ningún lugar a donde ir.

—Bueno, bueno —dijo Violet—, bueno, bueno. —Intercambió una mirada con Nora, a quien también le rebosaban los ojos.— Claro que tienes un lugar. Claro que sí. Te quedarás aquí, sencillamente. Estoy segura de que tu padre cambiará de idea, el viejo tonto, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que necesites. No llores más, Amy, por favor. Ten. —Se sacó de la manga un pañuelito orlado de puntillas e hizo que la chica levantara la cabeza y lo usara, mirándola a los ojos para serenarla.— Ya. Así está mejor. Todo el tiempo que quieras. ¿Te parece bien?

—Sí. —Un gorjeo apenas, pero ya los hombros no le temblaban como antes. Y sonreía ligeramente, como avergonzada. Violet y Nora sonrieron por ella.— Oh —dijo, moqueando todavía—, casi se me olvida. —Forcejeaba tratando de desatar con los dedos trémulos los cordones de su bolso, se enjugó de nuevo la cara, le devolvió a Violet el empapado pañuelito, no demasiado útil en tormentas como las de Amy, y logró al fin deshacer los nudos.— Un hombre, cuando venía para aquí, me dio una cosa para usted. —Rebuscó entre sus pertenencias.— Parecía furioso. Me dijo que dijera: «Si sois incapaces de cumplir un trato, más vale no hacer tratos de ninguna especie con vosotros». —Sacó del bolsón y depositó en las manos de Violet un estuche que ostentaba en la tapa, taraceada en distintas clases de madera, la imagen de la reina Victoria y el Palacio de Cristal—. A lo mejor bromeaba —concluyó—. Un hombre rarísimo, chiflado. Me hacía guiños. ¿Es de usted?

Violet sostenía el estuche, cuyo peso le decía que sí, que allí estaban las cartas, o en todo caso algo parecido a ellas.

—No sé —dijo—. Realmente no lo sé.

En ese momento se oyeron pasos en la escalera del porche, y las tres quedaron calladas. Los pasos cruzaron el porche con chasquidos aguachentos, como si chapotearan. Violet cogió la mano de Amy, y Nora la de Violet. El resorte de la puerta mosquitera canturreó, y una silueta se dibujó detrás del vidrio oval y nebuloso. Auberon abrió la puerta. Llevaba unas galochas altas y un viejo sombrero de John orlado de moscas artificiales. Cuando entró en el vestíbulo, estaba silbando eso de «Arrumba tus problemas en la vieja mochila...», pero calló de golpe al ver a las tres mujeres acurrucadas allí, en la escalera, inexplicablemente a mitad de camino del rellano.

—¡Vaya! —dijo—. ¿Qué sucede? ¿Hay noticias de August?

Ellas no respondieron, y él levantó, para que las pudieran ver, cuatro truchas moteadas y gordas, cuidadosamente atadas.

—¡La cena! —dijo, y por un momento todos quedaron inmóviles, un cuadro vivo, él con los pescados, ellas con sus pensamientos, los otros sólo espiando y acechando.

Imposible enterarse

Dondequiera que fuese que hubieran estado, las cartas habían cambiado en el ínterin. Violet lo notó, sí bien al principio no supo precisar en qué consistía el cambio. Era como si los significados y sugerencias se hubiesen velado, como si un polvillo de obscuridad los empañara. Aquellas claras y hasta graciosas cuadrillas de significados en que se combinaban las figuras cuando ella las extendía, las Oposiciones, las Influencias y todo lo demás, esas cosas ya no estaban presentes, ni volverían a estar, ninguna, nunca más. Sólo al cabo de horas y días de trabajo, junto con Nora, descubrió que no habían perdido, sino, por el contrario, ganado poder: ya no podían hacer lo que hacían antes, pero podían, si se las interpretaba correctamente, predecir con asombrosa exactitud los pequeños avatares de la vida cotidiana de los Bebeagua: regalos y constipados y luxaciones, si llovería el día en que proyectaban hacer un paseo campestre: cosas de esa naturaleza. Sólo muy de tanto en tanto se aparecían con alguna revelación más sorprendente. Pero prestaban una gran ayuda. Ellos nos habrán concedido esto, pensaba Violet; este don a cambio... Y en verdad llegó (mucho más tarde) a pensar que si ellos se las habían sustraído lo habían hecho para eso, para dotar a sus cartas de esa precisión diurna, salvo que no hubieran podido evitar otorgarles ese don. Con ellos era imposible enterarse, no, nunca, jamás.

Con el correr del tiempo, los retoños de August irían a afincarse aquí y allá, en uno de los cinco poblados, algunos con sus madres y abuelas verdaderas, otros con ajenas, cambiando al marcharse de familia y de nombre, como en el juego de las sillas musicales: cada vez que la música cesaba, dos de los hijos (en virtud de un proceso tan cargado de emoción, y tan complejo por lo que entrañaba de vergüenza, remordimientos, amor, indiferencia y generosidad, que los participantes nunca llegarían, más tarde, a ponerse de acuerdo acerca de cómo habían sucedido las cosas) habían trocado sus puestos en dos distintos hogares deshonrados.

Cuando Fumo Barnable llegó a Bosquedelinde, los descendientes de August, disfrazados con diversos apellidos, ya se contaban por docenas. Había Flores, y Piedras, y Matas; Charles Viñas era un nieto. Alguien, sin embargo, no había participado en el juego, y se había quedado sin su silla: Amy Praderas. Se quedó allí en Bosquedelinde, mientras en su barriguita, como decía ella, iba creciendo un niño que recapitulaba en su ontogenia las numerosas bestezuelas, sapo, pez, salamandra, ratón, cuyas vidas, con el correr del tiempo, habría de narrar con infinitos pormenores. Lo llamaron John Tormenta: John por su abuelo, pero Tormenta por su padre y su madre.

Capítulo 2

Pasan las horas y los días, los meses y los años; el pasado no vuelve nunca más, y no está a nuestro alcance conocer lo por venir; por tanto, entonces, contentos deberíamos aceptar aquello que los días de nuestra vida quieran depararnos.

Cicerón

El alegre, redondo y encarnado señor Sol irguió la cabeza nimbada de nubes por encima de las montañas purpúreas y vertió larguísimos rayos sobre el Prado Verde» —leyó con su vocecita chillona y oronda Robin Pájaro; se sabía este libro casi de memoria—. «No lejos de la Cerca de Piedra que separa el Prado Verde de la Vieja Dehesa, una familia de Ratones de Campo se despertó en su casita minúscula entre las hierbas; Mamá, Papá, y seis pequeñuelos rosaditos y ciegos.»

La lectura de Robin Pájaro

«El jefe de la familia se dio vuelta, abrió los ojos, se atusó los bigotes y salió al umbral para lavarse la cara con el rocío recogido en una hoja caída. Mientras estaba allí, contemplando el Prado Verde y el amanecer, pasó, presurosa, la Abuela Viento-Oeste, cosquilleándole el morro y trayéndole noticias del Bosque Agreste, el Arroyo Cantarín, la Vieja Dehesa y el Ancho Mundo de los alrededores, noticias confusas y clamorosas, mejor que cualquier periódico a la hora del desayuno.

»Las noticias eran las mismas que venía propalando desde hacía ya muchos días: ¡el mundo está cambiando! ¡Pronto las cosas serán muy diferentes de como las hueles hoy! ¡Prepárate, Ratón de Campo!

»El Ratón de Campo, cuando se hubo enterado de todo cuanto les pudo sonsacar a los remilgados Céfiros que viajan en compañía de la Abuela Viento-Oeste, echó a correr por uno de sus senderos secretos a través del alto pastizal hacia la Cerca de Piedra, donde conocía un lugar en el que podría instalarse y ver sin que nadie lo viera. Cuando llegó a su escondrijo, se aposentó, se puso una brizna de hierba entre los dientes, y empezó a mascarla, pensativo.

»¿Cuál sería ese cambio tan tremendo que la Abuela Viento-Oeste y todos sus Céfiros comentaban estos días? ¿En qué consistiría y cómo debía él prepararse?

»Para el Ratón de Campo, no podía haber ningún sitio mejor donde vivir que el que era en ese momento el Prado Verde. Todas las hierbas del Prado estaban esparciendo sus semillas para que él las comiera. Las vainas secas de muchas plantas que él creyera malignas se habían abierto de pronto, repletas de nueces dulcísimas para que las royera con sus dientes vigorosos. El Ratón de Campo se sentía feliz y bien alimentado.

»Y ahora ¿todo iría a cambiar? Por mucho que pensaba, cavilaba y se devanaba los sesos, no atinaba a entenderlo.

»Porque, ¿sabéis, niños?, el Ratón de Campo había nacido en la Primavera. Había crecido en el Verano, cuando el señor Sol muestra sus sonrisas más anchas y se toma su tiempo para cruzar el cielo azul azul. En el espacio de un solo Verano, él había alcanzado ya su talla máxima (que no era mucha por cierto), y se había casado, y le habían nacido hijuelos, que pronto habrían de crecer, también ellos.

»Y ahora ¿podéis vosotros adivinar qué era ese gran cambio, ese cambio que el Ratón de Campo no podía ni siquiera imaginar?»

Todos los niños más pequeños gritaron y levantaron la mano, porque suponían, contrariamente a los mayores, que en realidad eran ellos los que tenían que adivinar.

—Muy bien —dijo Fumo—. Todos lo saben. Gracias, Robin. Y ahora veamos. ¿Puedes leer un rato tú, Billy? —Billy Mata se puso de pie, menos seguro que Robin, y cogió el manoseado libro.

Other books

Comfort Food by Kate Jacobs
Mad Dog Justice by Mark Rubinstein
Crusade by ANDERSON, TAYLOR
Highland Vengeance by Saydee Bennett
Lay that Trumpet in Our Hands by Susan Carol McCarthy
Before the Feast by Sasa Stanisic
Second Chances by Kathy Ivan
Deceived By the Others by Jess Haines