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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (28 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—No —dijo en voz alta—. Yo no lo creo. Ellos tienen poderes. Sólo que a veces nosotros no comprendemos de qué modo nos están protegiendo. Y si tú lo sabes, no lo querrás decir.

—Eso es —pareció responder con tristeza el Abuelo Trucha—. Contradice ahora a tus mayores, piensa que tú sabes más.

Alice se acostó en la cama, sosteniendo a su hijo con los dedos entrelazados; no, pensó, ella no sabía más, pero de todos modos de nada le serviría ese consejo.

—Tendré esperanzas —dijo—. Seré feliz. Hay algo que yo no sé, un regalo que ellos tienen que hacer. Llegará, a su debido tiempo. A último momento. Así acontece en los Cuentos. —Y no quiso escuchar la frase sardónica que, lo sabía, diría el pez en respuesta a sus palabras; sin embargo, cuando Fumo abrió la puerta y entró silbando (su olor, una mezcla de los efluvios del vino que había bebido y el perfume de Sophie que había absorbido), algo, una ola que había estado creciendo dentro de ella se encrestó, y estalló; y se deshizo en llanto.

Las lágrimas de los que nunca lloran, de los serenos, los sensatos, son terribles de ver. Parecía partirse en dos, desgarrarse por la fuerza de los sollozos que ella, oprimiéndose los ojos cerrados, trataba de contener, que intentaba reprimir apretando el puño contra los labios. Fumo, asustado y conmovido, corrió hacia ella como lo haría para rescatar a su hija de las llamas, sin pensar en nada y sin saber muy bien lo que podía hacer. Cuando intentó cogerle la mano, hablarle con dulzura, ella se echó a temblar más violentamente aún, la cruz roja que le marcaba el rostro se afeó todavía más; entonces él la envolvió, sofocó las llamas. Haciendo caso omiso de su resistencia, la cubrió lo mejor que pudo, con la vaga esperanza de que con ternura podría acaso invadirla y poner en fuga, de viva fuerza, su dolor, cualquiera que fuese. No estaba seguro de no ser él la causa, no estaba seguro de si ella se abrazaría a él en busca de consuelo, o si lo despedazaría de rabia, pero de todos modos no tenía otra opción, salvador o sacrificado, nada importaba con tal de que ella dejara de sufrir.

Ella cedió, no de buen grado al principio, y le cogió la camisa a manotazos como si quisiera destrozarle la ropa, y:

—Cuéntame —pedía él—, cuéntame —como si con ello pudiera arreglar las cosas; pero él no podía evitarle ese sufrimiento más de lo que pudo evitar que sudara y llorara a gritos cuando la criatura que llevaba en su seno se abrió paso hacia la luz. Y, de todas maneras, no había forma de que ella le pudiera decir que lo que la hacía llorar era la imagen grabada en su mente del negro estanque del bosque, constelado por el oro de las hojas que caían sin cesar, revoloteando un instante en el aire sobre la superficie del agua antes de posarse, como si cada una escogiera con cuidado el sitio en que se ahogaría y el gran pez maldito allí dentro, demasiado frío para hablar o pensar: ese pez atrapado por el Cuento, lo mismo que ella.

Capítulo 3

Ven, que hacia un largo sueño de pensamientos calmos

quiero verte partir, hasta que tu mirada se remanse

como las aguas cuando los vientos se han ido

y nadie sabe adonde.

Wordsworth

—Es George —dijo Fumo. Lily, agarrada a la pernera de su pantalón, miró hacia donde su padre señalaba. Por encima del puño pegado a su carita, los ojos de largas pestañas no abrieron juicio sobre el visitante que, chapoteando con sus botas en los charcos del sendero, caminaba hacia la casa a través de la niebla. Vestía su gran capa negra, su sombrero de Svengali alicaído por la mojadura; desde la entrada los saludó con la mano.

—Hola —dijo, mientras subía chapaleando la escalera del porche—. ¡Hoooooola! —Abrazó a Fumo; bajo el ala del sombrero los dientes le resplandecían, los ojos circundados de ojeras obscuras eran ascuas—. Ésta es..., ¿cómo era que se llamaba...?, ¿Tacey?

—Lily —dijo Fumo. Lily se refugió detrás de la cortina de los pantalones de su padre—. Tacey ya es toda una señorita. Seis años.

—Oh, Dios.

—Sí.

—El tiempo vuela.

—Bueno, pasa. ¿Qué hay de nuevo? Podías haber escrito.

—No lo decidí hasta esta mañana.

—¿Algún motivo especial?

El tiempo vuela

—Hormigas en el culo. —Decidió no decirle nada a Fumo de los quinientos miligramos de Pellucidar que se había tomado y que ahora estaban ventilando fríamente su sistema nervioso como el frío del primer día del invierno, que casualmente era hoy, el séptimo solsticio de invierno en la vida de casado de Fumo. El impulso se lo había dado la gran cápsula de Pellucidar; había sacado el Mercedes, uno de los últimos vestigios de la antigua opulencia de los Ratón, y emprendido viaje rumbo al norte hasta que todas las gasolineras que encontraba en el camino resultaron ser empresas en quiebra; aparcó el coche en el garaje de una casa abandonada e, inhalando el aire denso y mohoso, continuó la travesía a pie.

La puerta principal se cerró tras ellos con un fuerte golpe de los herrajes de bronce y la trepidación del cristal ovalado. George Ratón se quitó el sombrero solemnemente, un ademán que a Lily le causó risa, y paralizó a Tacey en mitad del corredor cuando acudía en loca carrera a ver quién era el visitante. Tras ella, vestida con un cárdigan largo, los abultados puños en los bolsillos, llegó Llana Alice. Corrió a besar a George, y él, al abrazarla, sintió una vertiginosa e importuna oleada de lascivia química que lo hizo reír.

Camino a la salita, donde brillaba ya la luz amarilla de la lámpara, se vieron en el alto espejo de pared del vestíbulo. George, con una mano en el hombro de cada uno, los hizo detenerse, y estudió las imágenes: él, su prima, Fumo... y Lily, que en ese momento asomó por entre las piernas de su madre. ¿Cambiados? Bueno, Fumo se había dejado crecer nuevamente la barba que empezara a cultivar y después se amputó en la época en que George lo había conocido. Su rostro parecía más enjuto, más ese algo que George sólo pudo definir (pues la palabra le fue dictada de repente por algún mensajero importuno) como más
espiritual
, ESPIRITUAL. ¡Atención! Se puso en guardia. Alice: dos veces madre ya, ¡asombroso! Se le antojó que ver al hijo de una mujer es como ver a la mujer desnuda, en la medida en que cambia la forma en que uno la mira, cómo su rostro parece no ser ya toda la historia. ¿Y él mismo? Se vio el bigote entrecano, la escuálida flacura del encorvado torso, pero eso no tenía importancia: era la misma cara, la que siempre lo miraba desde los espejos desde la primera vez que se había mirado en uno.

—El tiempo vuela —dijo.

Un puro azar

Estaban todos en la salita, preparando una larga lista de compras.

—Pasta de cacahuetes —dijo Mamá—, sellos de correo, tintura de yodo, gaseosa... montones, pastillas de jabón, pasas de uva, polvo dentífrico,
chutney
, goma de mascar, velas... ¡George! —lo besó y lo abrazó; el doctor Bebeagua alzó los ojos de la lista que estaba confeccionando.

—Hola, George —dijo Nube desde su rincón frente a la chimenea—. No os olvidéis de los cigarrillos.

—Pañales de papel, de los baratos —dijo Llana Alice—. Cerillas... Tampax... Aceite 3-en-Uno.

—Avena arrollada —dijo Mamá—. ¿Cómo anda tu gente, George?

—Avena no —dijo Tacey.

—Bien, bien. Mamá tirando, ya sabe usted. —Mamá meneó la cabeza.

—Un año, oh, ¿un año que no veo a Franz? —Puso unos billetes sobre la mesa de juego que el doctor usaba a guisa de escritorio. —Una botella de ginebra —dijo.

El doctor apuntó «ginebra», pero no aceptó los billetes.

—Aspirinas —recordó—. Aceite alcanforado. Antihistamínicos.

—¿Algún enfermo?

—Sophie ha cogido esa fiebre extraña —dijo Llana Alice—. Que va y viene.

—Ultimo aviso —dijo el doctor, mirando a su mujer. Ella se frotó la barbilla y chasqueó la lengua, todavía indecisa, y al fin resolvió que ella también iría. En el vestíbulo, perseguido por todos con sus encargos de último momento, el doctor se encasquetó una gorra (ahora tenía el pelo casi blanco, como algodón sucio) y se caló un par de gafas con montura rosa que, así lo estipulaba su licencia, debía usar para conducir. Recogió al pasar un sobre marrón con documentos, anunció que él ya estaba listo, y todos salieron al porche a despedirlos.

—Espero que guiarás con cuidado —dijo Nube—. Ha llovido mucho.

Desde la cochera llegó un rechinido indeciso. Después, un silencio expectante, y a continuación un encendido más firme; y la camioneta salió con cautela en marcha atrás al camino de entrada, trazando dos huellas blandas y efímeras en la empapada hojarasca. George Ratón los observaba perplejo: todos allí, reunidos, mirando absortos cómo un viejo maniobraba con cautela un automóvil. Las palancas de cambio chirriaron en medio de un respetuoso silencio. George sabía por supuesto que no era cosa de todos los días eso de sacar el coche, que constituía todo un acontecimiento, que con seguridad el doctor se había pasado la mañana quitando telarañas de los viejos tablones y persiguiendo a las ardillas que se habían propuesto hacer sus nidos en los asientos aparentemente inamovibles, y que ahora se introducía en el viejo cascajo como en una armadura completa para salir al Ancho Mundo a presentar batalla. No podía menos que reconocerles ese mérito a sus primos del campo. En la Ciudad, la gente que él conocía se pasaba la vida despotricando contra el automóvil y sus depredaciones; ellos, en todo caso, nunca habían utilizado con frecuencia el viejo cacharro, y siempre con el mayor respeto. Se rió, mientras a la par de los demás les hacía adiós con la mano, imaginando al doctor por el camino, nervioso al principio, tranquilizando a su mujer, procediendo con cautela a los cambios de velocidad, y saliendo por fin a la autopista, empezando a disfrutar del paisaje invernal que se desliza como una ráfaga a derecha e izquierda, y de su seguro dominio del volante, hasta que el monstruo de algún camión se le adelanta, rugiendo, y a poco lo despide en vuelo de la carretera. El individuo es un puro azar.

En la cresta de la Colina

Por cierto que no tenía la intención de quedarse allí, entre cuatro paredes, dijo George; él había venido en busca de aire puro y esas cosas, si bien no había elegido el día más apropiado; de modo que Fumo se puso el sombrero y las botas de lluvia, cogió un bastón y salió con él a dar un paseo por la Colina.

Bebeagua había civilizado la Colina, la había dotado de un sendero y de peldaños de piedra en los sitios más escarpados, de bancos rústicos en los parajes más pintorescos y hasta de una mesa de piedra en la cresta, donde poder merendar mientras se contemplaba el paisaje.

—Nada de merendar —dijo George. La lluvia fina habia cesado, se había detenido, más bien, en plena caída, y parecía flotar, estancada en el aire. Subían por el sendero que circundaba las copas de los árboles que crecían abajo en los barrancos, George admirando el delicado dibujo de las gotas plateadas en las hojas y las ramas, Fumo señalando un pájaro raro (había aprendido el nombre de muchos de ellos, sobre todo de los raros).

—No, pero en serio —dijo George—. ¿Cómo van las cosas?

—Pinzón de las nieves —dijo Fumo—. Bien, bien. —Suspiró.— Sólo que es duro cuando llega el invierno.

—Sí, por Dios.

—No, es que aquí es peor. No sé. Ni yo preferiría que fuera de otro modo. Es que a veces, cuando cae la noche, no puedes soportar la melancolía.

Y a George le pareció que, en verdad, los ojos de Fumo se habían llenado de lágrimas. Respiró hondo, aspirando con delectación los olores del bosque y la humedad.

—Sí, es triste —dijo, radiante de felicidad.

—Pasas tanto tiempo allí, entre esas cuatro paredes —dijo Fumo—. Se crea una tal intimidad. Y somos tantos. Es como si nos fuéramos enredando más los unos con los otros.

—¿En esa casa? Si podrías perderte allí dentro días y días. —Recordó una tarde parecida a ésta, cuando era niño: había venido con su familia a pasar las Navidades y, buscando el tesoro que sabía tenía que estar escondido en algún lugar en espera de la gran mañana, se había extraviado en el segundo piso. Bajó por una escalera extraña, angosta como un tobogán, y se encontró de pronto en Otra-parte, rodeado de habitaciones extrañas; las corrientes de aire que soplaban en un cuarto de estar conferían a un tapiz polvoriento una vida fantasmal; oía sus propios pasos como si fueran los de algún otro que caminara en dirección a él. Pasado un largo rato, al no poder dar con la escalera, se puso a gritar; encontró otra; cuando oyó a lo lejos la voz de Mamá Bebeagua que lo llamaba, perdió por completo el dominio y empezó a correr de un lado a otro, gritando y abriendo puertas, hasta que al abrir una en arco ojival entró en un recinto que parecía una iglesia, donde sus dos primas estaban tomando un baño.

Se sentaron en uno de los rústicos bancos de troncos de Bebeagua. Por entre la desarrapada arboleda podían ver la larga cinta gris que atravesaba los campos. Visible apenas, la espalda cenicienta de la carretera interestatal corría, tersa y sinuosa, por el condado vecino; hasta alcanzaban a oír, por momentos, el zumbido lejano de los camiones: el monstruo respiraba. Fumo señaló uno de sus dedos, o una de sus cabezas de hidra, que a través de las colinas avanzaba como a tientas hacia este lado, y de pronto se detenía abruptamente. Aquellas cosas amarillas, la única claridad en el paisaje, eran orugas dormidas, las construidas por el hombre: tractores y excavadoras. No se acercarían ni un palmo más; los agrimensores y proveedores, los contratistas e ingenieros se habían quedado atascados allí, empantanados, encenagados en la indecisión; y ese brazo embrionario nunca desarrollaría hueso y músculos suficientes para atravesar de un puñetazo el pentágono de los cinco poblados que formaban una estrella alrededor de Bosquedelinde.

Pero George Ratón había estado pergeñando un proyecto para cerrar y unificar todos los edificios, en su mayoría vacíos, de la manzana que su familia poseía en la Ciudad, de manera tal que formaran un murallón impenetrable —algo así como el hueco adarve de un castillo— alrededor del centro de la manzana, donde ahora estaban los jardines. Entonces, si en el interior de la manzana se demolían los edificios accesorios, todo el espacio ocupado por los jardines quedaría convertido en una pradera, o una granja. Allí se podría cultivar hortalizas, y criar vacas. No, cabras. Las cabras eran más pequeñas y menos melindrosas con la comida. Daban leche, y de vez en cuando se podría comer algún cabrito. George no había matado nunca nada más grande que una cucaracha, pero había probado cabrito en una cantina puertorriqueña, y la boca se le hizo agua. No había escuchado a Fumo, pero lo había oído hablar.

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