Pqueño, grande (30 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—A ver aquí, espera un momento.

Mientras él proseguía, cambiando de postura y de mano, ella sostuvo la página abierta; sus piernas largas, al abrirse, rozaron las sábanas con un leve chasquido.

Le mostraba las Ninfas Huérfanas. Con guirnaldas de flores entrelazadas en los cabellos, las dos, cuan largas eran, tendidas sobre el césped, entrelazadas también ellas. Las manos de una en las mejillas de la otra, los párpados pesados, y a punto de besarse con la boca abierta; la representación de un consuelo solitario, acaso, para una fotografía artística de una inocencia desvalida y feérica a la vez, pero no el acto; Sophie recordada. Su mano resbaló, inerte, de la página y también su mirada se dispersó. No tenía importancia.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó George, sin poder dominarse.

—Mmm, mmm.

—¿Lo sabes?

—Sí. —Una exhalación apenas.— Sí.

Pero no lo sabía, realmente no, había saltado otra vez por sobre el abismo de la Conciencia, se había salvado de caer en ella, aterrizando sana y salva (capaz de volar) en la otra orilla, en el nacarado atardecer que no tendría noche.

Los Arcanos Menores

—Como en el mazo común —dijo Nube sacando el bolso de terciopelo del estuche de marquetería y luego las cartas mismas del bolso—, hay cincuenta y dos cartas para las cincuenta y dos semanas del año, cuatro colores para las estaciones, doce figuras para los doce meses del año y, si se los cuenta bien, trescientos sesenta y cuatro puntos para los días del año.

—El año tiene trescientos sesenta y cinco —dijo George.

—Ése era el año antiguo, antes de que se lo conociera mejor. Echa otro leño al fuego, ¿quieres, George?

Empezó a extender sobre la mesa el futuro de George, en tanto él se ocupaba del fuego. El secreto que guardaba en su interior, o más bien arriba de él, dormido en realidad, calentaba su centro vital y le hacía sonreír, pero dejaba mortalmente frías sus extremidades. Desenrolló los puños de su jersey y metió en ellos las manos. Las sentía como las de un esqueleto.

—Además —dijo Nube— hay veintiún arcanos, numerados de cero a veinte. Hay Personas, y Lugares, y Cosas, y Nociones. —Las grandes cartas se abrían, con sus bonitos emblemas de bastos, copas y espadas.— Hay otra serie de arcanos —dijo Nube—. Los que yo tengo aquí no son tan importantes como esos otros; en ellos están el sol y la luna y los grandes conceptos. Los míos se llaman, mi madre los llamaba, los Arcanos Menores. —Le sonrió.— Aquí hay una Persona. El Primo. —La puso en el círculo y reflexionó un momento.

—Dígame lo peor —dijo George—. Puedo asumirlo.

—Lo peor —dijo Llana Alice desde el mullido sillón en que estaba sentada leyendo— es justamente lo que no puede decirte.

—Ni tampoco lo mejor —dijo Nube—. Sólo un poco de lo que puede ser. Pero lo del próximo día, o del año próximo o de la hora siguiente, eso tampoco te lo puedo decir. Y ahora callados, mientras pienso. —Las cartas habían formado una red de círculos entrelazados, como distintos hilos de pensamiento, y Nube le hablaba a George de las cosas que le acontecerían; un pequeño legado, de alguien que él no conocía, no de dinero, y se lo dejaba a él por pura casualidad.— Aquí está el Regalo, ¿ves?; aquí, el Desconocido.

Mientras la observaba, riéndose para sus adentros del procedimiento, y también, sin poder evitarlo, de lo que esa misma tarde le había acontecido (y que se prometía repetir, deslizándose furtivamente como un ratón cuando todos durmiesen), George advirtió que Nube había callado de pronto, antes de completar la figura; no vio que fruncía los labios ni que su mano vacilaba al colocar en el centro la última carta. Era un Lugar: el Panorama.

—¿Y bien? —dijo George.

—George —dijo ella—, no sé.

—¿No sabe qué?

—Exactamente. —Cogió a tientas su paquete de cigarrillos, lo sacudió: estaba vacío. Había visto tantos horóscopos, tantas suertes posibles se habían sedimentado en su conciencia a través de los años, que algunas veces se superponían unas con otras; y, con la paz de una sensación de
deja vu
, tuvo el presentimiento de que la figura que se había formado, la que estaba observando, era, no una buenaventura aislada, individual, sino una de una serie, como si una de las tantas que echara antaño hubiese llevado al pie la acotación: «Continuará», y aquí, sin previo aviso, apareciera la continuación. Y sin embargo eran también las cartas de George.

—Si —dijo— la carta del Primo eres tú... —No. No podía ser. Había algo, algún hecho que ella ignoraba.

George, que por supuesto lo sabía, sintió un ahogo súbito, el temor de ser descubierto, absurdo en apariencia pero no por ello menos intenso, como si hubiese caído en una trampa.

—Bueno —dijo, recobrando la voz—. De todas maneras es suficiente, no estoy seguro de querer conocer cada uno de mis pasos futuros. —Vio que Nube tocaba la carta del Primo; luego la de la Cosa llamada Semilla. Cristo santo, pensó; y en ese momento sonó en la entrada el ronco claxon de la camioneta.

—Van a necesitar ayuda para descargar —dijo Alice, haciendo esfuerzos por desasirse del abrazo del sillón. George se levantó con presteza.

—No, no, querida, oh no, no en tu estado. Tú te quedas sentadita. —Salió de la habitación, las manos frías metidas en los puños como las de un monje.

Alice soltó una carcajada y volvió a coger su libro.

—¿Lo has asustado, Nube? ¿Qué fue lo que viste?

Nube seguía mirando la figura que se había formado.

Desde hacía algún tiempo había empezado a sospechar que estaba en un error con respecto a los Arcanos Menores, que no era que ellos le revelaran los sucesos triviales de las vidas cercanas a ella sino más bien que esos sucesos triviales formaban parte de cadenas, y que esas cadenas eran sucesos importantes, en realidad muy importantes.

La carta llamada Panorama en el centro de la figura mostraba una confluencia de corredores o pasadizos. Cada corredor se abría en un panorama interminable de quicios, todos ellos distintos, una arcada seguida de un dintel y luego pilares y así sucesivamente hasta que la inventiva del artista se agotaba y la sutileza de su artesanía (que era mucha) ya no podía crear nuevas variantes. Podían verse, a lo largo de esos pasadizos, otras puertas que a su vez se abrían en otras direcciones y que acaso mostraran, cada una, panoramas tan interminables y variados como ésta.

Un anexo, dinteles, recodos, un instante apenas en el que podían verse simultáneamente todos los caminos. Eso era George: todo eso. Él era esa perspectiva, pero él lo ignoraba y ella no encontraba la forma de decírselo. No era el Panorama de George; él era el Panorama, y ella, Nube, quien observaba, quien estudiaba las posibilidades. Y no sabía cómo expresarlas. Lo único que sabía —ahora con certeza— era que las figuras de todas las suertes que echara en su vida eran partes de una sola figura, y que George había hecho —o estaba haciendo— algo que lo convertía en un elemento de esa figura. Y en una figura, los elementos no se sostienen por si solos: se repiten, se entrelazan. ¿Qué podía ser?

De la casa, en torno de ella, llegaban los ruidos de su familia, voces, acarreos, pasos subiendo y bajando por las escaleras. Pero era ese lugar lo que ella miraba y no podía dejar de mirar, esa perspectiva de ramificaciones infinitas, recodos, corredores. Tenía la sensación de estar ella misma, quizá, en ese lugar; que justo detrás de ella había una puerta, y que estaba sentada entre ésta y la primera de las puertas de la figura de la carta; y que si volviera la cabeza podría ver también detrás de ella una perspectiva infinita de arcadas y dinteles.

Lo justo, al fin y al cabo

Durante toda la noche, especialmente cuando hacía frío, la casa tenía la costumbre de conversar por lo bajo consigo misma, a causa tal vez de los centenares de ensamblajes y entrepisos, de las partes de piedra montadas sobre las vigas de madera de su estructura. Parloteaba y gemía, rezongaba y chistaba; algo en una buhardilla resbaló y se vino abajo, e hizo que algo resbalara a su vez y cayera al suelo en una despensa. En las cámaras de aire las ardillas correteaban en busca de alimento, y los ratones exploraban las paredes y los corredores. Un ratón con una botella de gin bajo el brazo y un dedo en los labios caminaba de puntillas a altas horas de la noche, tratando de recordar dónde se hallaba el cuarto de Sophie. Trastabilló y estuvo en un tris de caerse de bruces al tropezar con un escalón inesperado; en esa casa todos los escalones eran inesperados.

En su cabeza aún era mediodía. El efecto del Pellucidar no había cesado, pero se había vuelto maligno, como suele ocurrir, no porque le excitara menos la carne y la conciencia, sólo que ahora lo hacía con una malicia cruel, ya no era divertido. Con los músculos contraídos y a la defensiva, dudaba de poder relajarse, ni siquiera con Sophie, si lograba dar con ella. Ah: una lamparilla había quedado encendida encima de un cuadro, y a esa luz vio el picaporte que buscaba, estaba seguro de ello. Iba a acercarse de prisa a él cuando lo vio girar, espectralmente; retrocedió hacia las sombras, y la puerta se abrió. Y por ella salió Fumo con una bata vieja sobre los hombros (de esas que, reparó George, tienen una orla trenzada en tonos claros y obscuros alrededor del cuello y los bolsillos) y la cerró con cuidado y sigilo. Se detuvo un momento y pareció suspirar; luego echó a andar y desapareció en un recodo.

Maldita suerte engañosa, pensó George; imagínate si hubieras entrado en el cuarto de ellos, ¿o sería el de las niñas? Siguió andando, ahora despistado del todo, buscando desesperadamente a lo largo del intrincado nautilo del segundo piso, tentado por un momento de bajar uno; quizás en su delirio había subido sin darse cuenta a un piso más alto, idéntico al otro. Entonces, Comoquiera, se encontró delante de una puerta que la Razón le decía tenía que ser la de ella, pese a que otros sentidos la contradecían. La abrió con cierto temor, y entró.

Tacey y Lily dormían plácidamente bajo el inclinado cielo raso de una alcoba. A la luz del velador pudo ver, espectrales, los juguetes, el ojo cristalino de un osito de felpa. Las dos niñitas, una de ellas todavía en una cuna-jaula, no se movieron, y estaba ya del otro lado de la puerta y a punto de cerrarla cuando se percató de que había alguien más en la alcoba, cerca de la cama de Tacey. Alguien... Espió por detrás del quicio de la puerta.

Alguien acababa de sacar de entre los finos pliegues de una capa gris-noche un gran bolsón gris-noche. Bajo el ala del ancho sombrero español gris-noche, George no pudo verle la cara. Se acercó a la cuna de Lily y, con dedos calzados en unos guantes gris-noche sacó de su bolsón una pizca de algo que, entre el pulgar y el índice, espolvoreó delicadamente sobre la carita dormida. La arena descendió en una suave llovizna de oro mate hasta los ojos de la niña. Se apartó y estaba ya guardando otra vez su bolsón cuando intuyó, al parecer, la presencia de George petrificado en el vano. Lo miró de soslayo por encima del alto cuello de su capa, y los ojos de George encontraron bajo los pesados párpados la mirada serena de unos ojos gris-noche. Por un instante aquellos ojos lo contemplaron con algo que podía ser compasión, y la cabeza giró luego lentamente, de lado a lado, como diciendo:
Nada para ti, hijo; no por esta noche
. Lo cual era justo, al fin y al cabo. Después, balanceando la borla de su sombrero, dio media vuelta, y con un ligero chasquido de su capa se fue a otra parte, en busca de otros más dignos.

Así pues, cuando George dio al fin con su propio lecho inhóspito (en la alcoba imaginaria, justamente), pasó en él desvelado horas interminables, los ojos mustios escapándosele de las órbitas. Con la botella de ginebra protegida entre sus brazos, recurriendo de tanto en tanto a su frío y ácido consuelo, la noche y el día se confundían y despedazaban más y más en la rueda catalina todavía ardiente de su conciencia. La única conclusión clara a que pudo llegar fue que la primera habitación en que intentara entrar, aquella de la que vio salir a Fumo, era sin duda alguna la de Sophie, tenía que ser. El escalofriante sustrato de ese descubrimiento se diluyó a medida que, una a una, piadosamente, fueron apagándose las chisporroteantes sinapsis.

Al amanecer, vio que empezaba a nevar.

Capítulo 4

El Cielo igual que siempre,

el hombre engalanado,

la Vía Láctea, el Ave del Paraíso,

más allá de las estrellas un sonido de campanas,

la sangre de las almas,

el reino de las especias;

lo consabido.

George Herbert

—La Navidad —dijo el doctor Bebeagua mientras su cara, con las mejillas enrojecidas por el frío, se deslizaba veloz hacia la de Fumo— es un día como no hay otro en el año; no parece suceder a los que lo preceden, si te das cuenta de lo que quiero decir. —Pasó cerca de Fumo describiendo con pericia un largo círculo, y se alejó otra vez. Fumo, sacudiéndose hacia atrás y delante, las manos no enlazadas a la espalda como las del doctor sino extendidas, palpando el aire, pensó que sí, que se daba cuenta. Llana Alice, con las manos enfundadas en un viejo y maltrecho manguito, pasó deslizándose plácidamente junto a él; echó una mirada de soslayo a sus torpes intentos y, por el puro gusto de humillarlo, se alejó describiendo una graciosa pirueta, que Fumo sin embargo no llegó a ver, ya que sus ojos parecían no poder apartarse de sus propios pies.

De acuerdo con Newton

—Quiero decir —prosiguió el doctor Bebeagua reapareciendo junto a él— que cada Navidad parece seguir inmediatamente a la anterior; los meses intermedios no cuentan. Las Navidades se suceden una a otra, no a los otoños que las preceden.

—Eso es cierto —dijo Mamá, que en ese momento se desplazaba, majestuosa, cerca de ellos, arrastrando tras ella, como patitos de madera atados a una pata-madre de madera, a sus dos nietas—. Es como si apenas pasa una, ya está aquí la otra.

—Mmm —dijo el doctor—. No es exactamente eso lo que quiero decir. —Viró como un avión de caza y deslizó un brazo bajo el brazo de Sophie.— ¿Cómo van tus cositas? —Fumo alcanzó a oír que le preguntaba, y luego la risa de Sophie antes que se alejaran, escorando, los dos juntos.

—Cada año mejor —dijo Fumo, y de pronto, involuntariamente, dio una media vuelta. Otra vez estaba en línea recta con Alice, colisión a la vista, no la podría esquivar. Deseaba haberse atado una almohada al trasero, como esos patinadores de las postales cómicas. Alice se fue agrandando y se detuvo de golpe, con pericia.

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