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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (34 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—No son más grandes que una china, o que la cabeza de un alfiler —dijo Fumo—. Lo que veis encenderse es el aire.

Pero eso Sophie lo veía ahora con toda claridad: eran estrellas fugaces. Tal vez, pensó, podría elegir una, y observarla, y verla caer: una fugaz exhalación de luz, que le hiciera contener el aliento, que le llenara el corazón de infinitud. ¿Sería ése acaso un destino mejor? En la hierba, su mano encontró la de Fumo; la otra la tenía ya en la de su hermana, que se la oprimía cada vez que llovía luz del aire.

Llana Alice no sabía si se sentía enorme o pequeñísima. Se preguntaba si su cabeza sería lo bastante grande como para poder albergar todo aquel universo estelar, o si el universo sería tan pequeño que pudiera caber en el recinto de su cabeza humana. Pasaba de una sensación a otra, expandiéndose, empequeñeciéndose. Las estrellas entraban y salían, errantes por los vastos portales de sus ojos, bajo la inmensa cúpula hueca de su frente; y de pronto Fumo le cogió la mano, y ella se desvaneció hasta no ser más que un punto, siempre reteniendo en su interior, como en un joyero diminuto, las estrellas. Así estuvieron largo rato, ya sin más deseos de conversar, demorándose cada uno en esa sensación extraña, física, de efímera eternidad, paradojal pero innegablemente vivida; y si las estrellas hubiesen estado tan próximas y tenido tantas caras como parecía, habrían mirado y visto a aquellos tres como un solo asterismo, una rueda eslabonada contra la girándula del obscuro cielo del prado.

Noche de solsticio

No había ninguna entrada, salvo un agujero diminuto en el ángulo de la ventana, por donde se colaba el viento de aquella medianoche de solsticio, amontonando polvo en una ranura del alféizar; pero ese huequecito era suficiente para ellas, y entraron.

Había tres ahora en la alcoba de Sophie, de pie y muy juntas, las cabezas encapuchadas consultándose, las caras pálidas y chatas como lunas diminutas.

—Mirad cómo duerme.

—Sí, y con la pequeña dormida en sus brazos.

—Caray, la tiene muy apretadita.

—No tanto.

Como si fueran una, las tres se aproximaron a la alta cama. Lila, en los brazos de su madre, abrigada contra el frío en una mantilla con capucha, respiraba sobre la mejilla de Sophie, donde brillaba una gotita de humedad.

—Vamos, cogedla ya.

—Por qué no tú, si estás tan ansiosa.

—Las tres a la vez.

Seis manos largas y pálidas asomaron, acercándose a Lila.

—Esperad —dijo una—. ¿Quién tiene a la otra?

—Tú la ibas a traer.

—Yo no.

—Aquí está, aquí. —Del fondo de un talego sacaron una cosa.

—Caray. No se parece mucho, ¿no?

—¿Qué se hace?

—Respirémosle encima.

Respiraron por turno sobre la cosa que sostenían en medio de las tres. De vez en cuando una se volvía para mirar a la dormida Lila. Respiraron hasta que la cosa fue una segunda Lila.

—Así podrá pasar.

—Se le parece mucho.

—Coge ahora la...

—Espera otra vez. —Una miraba a Lila detenidamente, levantando apenas el cubrecama.— Mira esto. Tiene las manitas agarradas al pelo de su madre.

—Y muy apretadas.

—Coge a la niña, pero no despertemos a la madre.

—Esto, entonces. —Una había sacado del talego unas grandes tijeras que relampaguearon con destellos pálidos a la luz de la noche y se abrieron con una risita ahogada.— Dadlo por hecho.

Una sosteniendo a la falsa Lila (no dormida pero con los ojos en blanco e inmóvil; una noche en los brazos de su madre la curaría de ese mal), otra tendiendo los brazos pronta para llevarse a la Lila de Sophie, y la tercera con las tijeras, fue cosa de un instante; ni la madre ni la hija se despertaron; arroparon junto al pecho de Sophie lo que habían traído.

—Ahora a escapar.

—Fácil decirlo. No por donde vinimos.

—Por la escalera y luego el camino.

—Si no hay más remedio.

Deslizándose como una sola y en silencio (la casona parecía suspirar o gemir a su paso, pero de todos modos siempre lo hacía, por razones que sólo ella conocía), ganaron la puerta principal y una se irguió de puntillas y la abrió, y ya estaban fuera de la casa y alejándose a paso rápido con el viento a favor. Lila no se despertó ni una sola vez ni hizo ruido alguno (los zarcillos y bucles de pelo color oro que todavía conservaba en los puños se dispersaron en el raudo viento del camino), y Sophie también dormía, no había sentido nada; salvo que el largo cuento de su sueño se había alterado en una encrucijada e, internándose por sendas que ella nunca había conocido, se había vuelto triste y difícil.

En todas direcciones

Algo, una sacudida interior, arrancó a Fumo bruscamente de su sueño, pero no bien los ojos se le abrieron por completo, olvidó qué era lo que lo había despertado. Sin embargo, estaba despierto, tan despierto como si fuera mediodía, lo cual era irritante, y se preguntó si no sería algo que había comido. A una hora imposible, las cuatro de la madrugada. Durante un rato cerró resueltamente los ojos, le costaba convencerse de que el sueño lo hubiese abandonado de forma tan descomedida. Y sin embargo era así; lo supo porque cuanto más observaba los huevecitos de colores que estallaban y se diseminaban contra las celosías de sus párpados, menos soporíficos se volvían, y más inútiles y anodinos.

Se escurrió con cautela de bajo la alta pila de cobijas y en la obscuridad buscó a tientas su bata. Había un solo remedio que él conocía para ese estado: levantarse y actuar despierto hasta que la desazón se aplacara y desapareciera. Caminando de puntillas y esperando no tropezar con un zapato o algún otro estorbo (no había ninguna razón para infligir a Llana Alice su desasosiego) ganó la puerta, satisfecho de no haberle perturbado el sueño ni a ella ni a la noche. No haría nada más que cruzar los corredores, bajar a la cocina y encender algunas luces, con eso sería suficiente. Al salir, cerró la puerta con cuidado, y en el mismo instante Alice se despertó, no porque él hubiera hecho ningún ruido, sino porque la paz de su sueño, invadida por su ausencia, se había quebrado sutilmente.

Había ya una luz encendida en la cocina cuando abrió la puerta que daba a la escalera de servicio. La tía abuela Nube contuvo un grito de terror cuando la vio abrirse, y cuando vio que sólo era Fumo el que asomaba la cabeza dijo:

—Oh... —Tenía delante de ella un vaso de leche tibia, y el pelo largo y fino suelto y desmelenado, blanco como el de Hécate; hacía años que no se lo cortaba.— Me has dado un susto —dijo.

En voz baja, aunque allí no había nadie a quien sus voces pudieran molestar a no ser los ratones, hablaron del insomnio. Fumo, intuyendo que también ella quería tener algo en que ocuparse para sobrellevar el desvelo, accedió a que calentase un poco de leche para él, a la que agregó una estricta medida de brandy.

—Escucha ese viento —dijo Nube. En el piso de arriba sonó la larga gárgara y el subsiguiente chistido de la cadena de un baño—. ¿Qué pasa? —preguntó Nube—. Una noche de insomnio y sin luna. —Se estremeció.— Una noche de catástrofes, se diría, o una noche de grandes novedades, todo el mundo en vela. Bueno. Pura casualidad. —Lo dijo como otros podrían decir «Dios nos proteja»: con el mismo grado de rutinaria incredulidad.

Fumo, reanimado ahora, se levantó y dijo:

—Bueno —como con cierta resignación. Nube se había puesto a hojear un libro de cocina. Ojalá, pensó él, no tenga que pasarse el resto de la noche levantada esperando el triste amanecer. Deseaba lo mismo para él.

Al llegar al rellano de la escalera, no se encaminó a su propio lecho, donde, sabía, el sueño no lo esperaba aún. Se dirigió al cuarto de Sophie, sin otra intención que la de contemplarla un momento. La tranquilidad de ella lo serenaba a veces, como la de un gato, hacía que se sintiera tranquilo también él. Cuando abrió la puerta, vio a la pálida claridad nocturna de la Luna que había alguien sentado en el borde de la cama de Sophie.

—Hola —dijo Fumo.

—Hola —respondió Llana Alice.

Había un olor raro en el aire, un olor como a mantillo o a zanahorias silvestres, o quizá el olor que exhala la tierra cuando se levanta una piedra.

—¿Qué pasa? —preguntó él en un susurro. Fue a sentarse del otro lado de la cama.

—No sé —dijo Alice—. Nada. Me desperté cuando tú saliste. Tuve la sensación de que a Sophie le pasaba algo, así que vine a ver.

No había peligro de que la conversación en voz baja pudiese despertar a Sophie; el que hubiera personas conversando cerca de ella mientras dormía parecía, por el contrario, confortarla, hacer más regular el ritmo de su respiración profunda.

—Todo está en orden, sin embargo —dijo él.

—Sí.

El viento hostigaba la casa; las ventanas golpeaban. Miró a Sophie y a Lila. Lila parecía muerta, pero después de tres hijos Fumo sabía que ese aspecto aterrador, especialmente en la obscuridad, no era motivo de alarma.

Quedaron en silencio, sentados uno a cada lado de la cama de Sophie. El viento, de repente, pronunció una sola palabra en la garganta de la chimenea. Fumo miró a Alice, y ella le tocó el brazo y le sonrió.

Esa sonrisa... ¿qué otra sonrisa le recordaba?

—No hay ningún problema —dijo ella.

Le recordaba la sonrisa con que lo miró la tía abuela Nube cuando esperaban, apesadumbrados, en el jardincillo del pabellón de verano de Auberon, el día de su boda: una sonrisa que quería ser tranquilizadora, pero que no lo era. Una sonrisa contra la distancia, que sólo parecía acrecentar la distancia. Una señal amistosa de la más impenetrable extrañeza, una mano que se agitaba a lo lejos, desde alguna otra orilla.

—¿No sientes un olor raro? —dijo.

—Sí. No. Lo sentí. Ahora ha desaparecido.

Era verdad. Sólo el aire de la noche llenaba la alcoba. El mar de viento que rugía fuera de la casa levantaba pequeñas corrientes que de tanto en tanto le rozaban la cara; sin embargo, él no creía que fuera el Hermano Viento-Norte el que se agitaba en torno de ellos, sino más bien la casa misma que, con sus múltiples caras, navegaba a toda vela surcando la noche, avanzando sin pausa hacia el futuro en todas direcciones.

Capítulo 1

Aquellos que tenían libre acceso, entraban a los aposentos privados por la puerta espejo que daba a la galería y que siempre permanecía cerrada. Se abría tan sólo cuando alguien arañaba suavemente el panel, y enseguida volvía a cerrarse.

Saint-Simon

Habían pasado veinticinco años. Una noche, ya al final del otoño, George Ratón salió por la ventana de la estancia que había sido antaño la biblioteca del tercer piso de su residencia urbana y cruzó el puentecito techado que unía su ventana con la ventana de la antigua cocina de un edificio colindante. La ex cocina estaba fría y obscura; a la luz del farol que llevaba era visible el vaho de su aliento. Las ratas y los ratones huían de sus pies y su luz, podía oírlos corretear y cuchichear, pero no veía nada. Sin abrir la puerta (pues desde hacía años no había allí ninguna puerta), salió al corredor y empezó a bajar la escalera con cautela, porque los peldaños estaban flojos y carcomidos, cuando no faltaban por completo.

Guardar distancias

En el piso de abajo había luz y risas, gente que entraba y salía de los apartamentos, atareada en los preparativos de una comida comunal y que lo saludaba al pasar; niños que correteaban por los pasillos. Pero la planta baja estaba a obscuras, ya que nadie la utilizaba ahora, a no ser como depósito. Sosteniendo en alto su farol, George escrutó el lóbrego corredor hasta la puerta de la calle, y pudo ver la pesada tranca en su sitio, con sus cadenas y candados bien asegurados. Bajó por la escalera hasta la puerta del sótano, mientras de uno de sus bolsillos sacaba un enorme manojo de llaves. Una, marcada especialmente, ennegrecida como una moneda añeja, abría la vetusta cerradura Segal del sótano.

Cada vez que abría esa puerta, George se preguntaba si no debería cambiar la cerradura; esa antigualla era un mero juguete y quien se lo propusiera la podría forzar. Y siempre decidía que una cerradura nueva sólo despertaría una mayor curiosidad y que, al fin y al cabo, vieja o nueva, un hombro contra la puerta bastaría para satisfacer a cualquier fisgón.

Oh, todos, en materia de guardar distancias, habían aprendido a ser muy circunspectos.

Más cauteloso aún, bajó los últimos peldaños: sabe Dios qué no habitaba allá entre las cañerías oxidadas y las calderas vetustas y los detritos fabulosos; cierta vez había tropezado con una cosa grande, inerte y viscosa, y a punto había estado de romperse la crisma. Al llegar al pie de la escalera colgó el farol, retiró de un rincón un viejo baúl y lo empujó para poder encaramarse en él y alcanzar un estante elevado, a prueba de ratas.

Había recibido el regalo, el que le profetizara años atrás la tía abuela Nube (el legado de un desconocido, que no sería dinero), mucho antes de conocer el cómo y el porqué de su buena fortuna. Pero aun antes de saberlo, y receloso como buen Ratón, había guardado sobre su existencia el más absoluto secreto: no en vano se había criado en las calles y era el hijo menor de una familia entrometida por naturaleza. Todo el mundo admiraba el potente y aromático hachís de que George parecía tener reservas inagotables, y todos ansiaban conseguir un poco, sólo que él no quería (no podía) presentarles a su proveedor (muerto hacía muchos años). Contentaba a todo el mundo regalando trocitos pequeños, y en su casa la pipa estaba siempre llena; y aunque algunas veces, después de varias pipas, miraba a sus embobados contertulios y la culpa de su clandestina delectación lo atenaceaba, y su portentoso secreto le ardía en las entrañas, pugnando por estallar, jamás lo confiaría a nadie, ni a un alma.

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