Cuando les hubo franqueado la salida, la sirvienta de Halcopéndola, de pie en el vestíbulo, contempló con profunda tristeza lo que parecía ser un pálido presa del alba en el enrejado cristal de la puerta, compadeciéndose en silencio de su situación, su servidumbre, esos breves destellos de conciencia nocturna que más le valdría no tener. Entretanto, la claridad gris se fue expandiendo y pareció teñir a la sirvienta inmóvil, substraerle de los ojos la luz de la vida. Alzó una mano en un ademán egipcio de bendición o despedida; sus labios se sellaron. Cuando Halcopéndola, camino de la escalera, pasó junto a ella, ya había amanecido, y la Doncella de Piedra (como llamaba Halcopéndola a esa antigua estatua) era una vez más toda de mármol.
En la casa, alta y estrecha, Halcopéndola subió cuatro largos tramos de escalera (un ejercicio que le conservaría el robusto corazón sano hasta una avanzadísima vejez), y en el último rellano, donde la escalera se ahusaba bruscamente y dejaba de existir, se detuvo delante de una puerta pequeña: oía ya, del otro lado, los rítmicos latidos de la enorme máquina, el descenso pulgada a pulgada de las pesas, el hueco clic de los dispositivos de aceleración y regulación; y su espíritu empezó a serenarse. Abrió la puerta. La luz del día, tenue y multicolor, salió a raudales, y como el susurro delicado de una brisa entre ramas desnudas y crujientes, se dejó oír la música de las esferas. Echó una ojeada a su reloj pulsera de esfera cuadrada y se encorvó para entrar.
Que esa casa de la Ciudad era una de las tres únicas del Mundo equipadas con un Cosmo-Opticón Patentado, un Theatrum Mundi más o menos en condiciones de funcionamiento, Halcopéndola lo había sabido antes de comprarla. Le había encantado imaginar al enorme y férreo talismán en lo alto del cielo de su mente. No había sospechado, sin embargo, que fuese tan hermoso ni —cuando lo puso en marcha, y le hubo practicado ciertas bien calculadas correcciones— tan útil. Acerca de su inventor, no había podido averiguar gran cosa, e ignoraba por tanto con qué intención lo había concebido —mero entretenimiento, probablemente—, pero lo que él ignorara ella lo sobreentendía, de modo que ahora, cada vez que se encorvaba para entrar por aquella puertecita, penetraba no sólo en un Cosmos de vitrales y hierro forjado reproducido hasta sus detalles más exquisitos, que giraba con asombrosa exactitud en sus órbitas de relojería, sino a la vez en un Cosmos que situaba a Halcopéndola en el momento real de la Edad del Mundo que transcurría cuando penetraba en él.
No obstante, pese a que Halcopéndola había corregido el Cosmo-Opticón de modo que reflejara con exactitud el estado del cielo real del espacio exterior, la máquina no funcionaba aún con absoluta precisión. Aun en el supuesto caso de que su creador lo hubiera sabido, no había ninguna forma de dotar a una máquina de dientes y engranajes tan burda como aquélla del lento, vasto movimiento hacia atrás del Cosmos a través del Zodíaco, la denominada precesión de los equinoccios, ese periplo inimaginable, solemne, majestuoso que aún demorará unos veinte mil años más en consumarse, hasta que el equinoccio de primavera coincida una vez más con los primeros grados de Aries, ese punto en el que la astrología convencional supone por comodidad que siempre ha de estar, y en el que Halcopéndola encontrara fijado su Cosmo-Opticón cuando lo adquirió junto con la casa. No, las únicas imágenes verdaderas del tiempo eran el cielo mismo siempre cambiante y su reflejo perfecto dentro de la poderosa conciencia de Ariel Halcopéndola, que sabía qué hora era: esa máquina no era, en definitiva, más que una burda caricatura, aunque bonita, sin duda. A decir verdad, reflexionó mientras transportaba la butaca de felpa al centro del universo, muy bonita.
Se distendió en el tibio diluvio de sol invernal (a mediodía haría un calor de todos los demonios en el interior de ese huevo de cristal, otro detalle que su inventor no había tenido en cuenta, al parecer) y alzó la vista. Venus azul en trígono con Júpiter naranja-sangre, cada hueca esfera de cristal sostenida entre los Trópicos sobre su propia banda; la Luna de cristal azogado declinando bajo el horizonte, y Saturno anillado y minúsculo, de un gris lechoso, despuntando. Saturno en la casa ascendente, adecuada para las meditaciones a que Halcopéndola debía ahora entregarse. Clic: el Zodíaco giró un grado, Dama Libra (un poco parecida a la Bernhardt en sus túnicas art-nouveau sutilmente emplomadas, y pesando en su balanza algo que a Halcopéndola siempre le había parecido un racimo de deliciosas uvas de Málaga) sacó las puntas de los pies de las aguas australes. El sol real brillaba a través de ella con tanta intensidad que le diluía las facciones. Como lo estarían también, por supuesto, en el desolado cielo azul del día, calcinadas e invisibles, pero siempre allí, por supuesto, detrás de aquella luminosidad, por supuesto, por supuesto... Halcopéndola sentía ya que sus ideas se ordenaban a medida que los colores y los grados marcados en el Cosmo-Opticón iban ordenando la indiferenciada luz del cielo; sentía que su propio Theatrum Mundi interior abría sus puertas, que el director de escena golpeaba tres veces con su vara el escenario para indicar que alzaran el telón. La enorme máquina, la máquina cuajada de estrellas de su Memoria Artificial, empezó a exponer una vez más delante de ella las piezas del rompecabezas de Russell Eigenblick. Y, ya preparada y ansiosa por comenzar, intuyó que entre todas las tareas extrañas en las que había tenido que empeñar sus poderes, jamás había existido ninguna tan extraña como ésta, o ninguna quizá tan importante para ella; o ninguna que le hubiese exigido ir tan lejos, sumergirse tan profundamente, escudriñar en tantas direcciones, pensar con tanta intensidad. En las cartas. Bueno. Ya lo vería.
... la que, en volto comenzando humano
acaba en mortal fiera,
esfinge bachillera,
que hace hoy a Narciso
ecos solicitar, desdeñar fuentes...
GÓNGORA
,
Soledades
Lo despertó el grito plañidero de un gato. Un niño abandonado, pensó Auberon, y se volvió a dormir. Después, fue el balido de una cabra, y el ronco, sincopado clarín de un gallo.
—Malditas bestias —dijo en voz alta, y se disponía a dormirse de nuevo cuando recordó dónde se hallaba. ¿Habría oído realmente cabras y gallinas? No, un sueño o algún ruido de la Urbe transformado en otros por la magia del sueño. Pero de pronto oyó otra vez el canto del gallo. Envolviéndose en la manta (hacía horas que el fuego se había apagado y en esa biblioteca hacía un frío mortal) fue hasta la ventana y miró hacia abajo, hacia el patio. George Ratón, calzado con unas botas de goma negras y altas, volvía del ordeñe, trayendo el humeante tarro de leche. Desde el techo de un cobertizo, un escuálido gallo colorado agitó las recortadas alas y cantó otra vez. Lo que Auberon estaba contemplando desde la ventana era la Alquería del Antiguo Fuero.
De todos los fantasiosos proyectos de George Ratón, el de la Alquería del Antiguo Fuero había tenido al menos la virtud de la necesidad. Si en estos tiempos difíciles uno pretendía tener huevos frescos y leche y mantequilla a precios que no fueran ruinosos, no quedaba más remedio que buscar la manera de autoabastecerse. Y la manzana de edificios, vacíos desde hacía años, era de todos modos inhabitable, así que, con las ventanas exteriores cegadas por medio de chapas de hojalata o de madera terciada alquitranada, las puertas obturadas con ladrillos de cenizas, había quedado convertida en una muralla hueca, el bastión de un castillo cicunvalando una granja. Ahora las gallinas pernoctaban en las deterioradas habitaciones, las cabras soltaban sus risotadas y balidos en los jardines de los apartamentos y engullían los desperdicios que encontraban servidos en las grandes bañeras con patas de grifo. La huerta desnuda y pardusca que Auberon veía desde las ventanas de la biblioteca y que ocupaba la mayor parte de los jardines interiores de la manzana, estaba cubierta de escarcha esa mañana; bajo los restos del maíz y las coles asomaban, anaranjadas, las calabazas. Alguien, una muchacha menuda y morena, subía y bajaba con cautela las escaleras de incendio de hierro forjado y entraba y salía por las puertas y ventanas sin marcos. Las gallinas cloqueaban. Llevaba un vestido de noche de lentejuelas y tiritaba mientras recogía huevos en un bolso de lame dorado. Parecía furiosa, y algo le gritó a George Ratón, quien, bajándose un poco más el ala del ancho sombrero sobre la cara, siguió de largo, chapaleando sobre sus botas. La chica bajó al patio, hundiendo en el barro y los detritos de la huerta unos tacones altos y frágiles. Levantando un brazo amenazante, le gritó a George una palabrota y se ciñó alrededor de los hombros el chal orlado de flecos. El bolso de lame que llevaba colgado del brazo resbaló, bajo el peso de los huevos que uno tras otro empezaron a caer como recién puestos. Al principio, ella no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo; luego, de pronto, exclamó:
—¡Oh! ¡Oh! ¡Mierda! —y giró en redondo para impedir que siguieran cayéndose; se torció un tobillo cuando uno de sus tacones cedió, y le dio un ataque de risa. Se reía a carcajadas mientras los huevos se le escurrían entre los dedos, patinó en la babaza de los huevos y estuvo a punto de caerse, y se rió más fuerte. Se tapaba la boca, con delicadeza; pero Auberon la oía reír (una risa grave y ronca). Y él también se rió.
Se le ocurrió entonces —viendo cómo se rompían esos huevos— que le convendría averiguar dónde se celebraba el desayuno. Se estiró el traje arrugado y espiralado hasta darle una forma más o menos parecida a la verdadera, se restregó los ojos con los nudillos y se pasó los dedos por entre la soberbia mata de pelo, una peinada a la irlandesa, solía decir Rudy Torrente. Ahora, sin embargo, tenía que decidir si salía por la puerta, o por la ventana, por donde había entrado anoche. Recordaba haber pasado, camino a la biblioteca, por algún lugar donde se estaba preparando la comida, de modo que cogió su mochila —por nada del mundo quería que alguien se la revisara o le robara— y trepándose al alféizar, salió por la ventana al puente destartalado y, meneando tristemente la cabeza de sólo imaginar la figura ridicula que haría así, doblado en dos, empezó a cruzarlo. Los tablones gemían bajo su peso y una luz grisácea se filtraba por entre las rendijas. Como el inverosímil pasadizo de un sueño. ¿Y si se hundiera bajo su peso y lo precipitara abajo por el pozo de aire? ¿Y si en el otro extremo la ventana estuviese cerrada? Por Dios, qué idea tan absurda. Qué forma tan absurda de trasladarse de un sitio a otro. Un clavo le enganchó la chaqueta y, enfurecido, desanduvo el trecho que acababa de hacer.
Con la dignidad ultrajada y las manos sucias de hollín, salió por la vieja puerta de madera maciza de la biblioteca y bajó por la escalera en espiral. En uno de los rellanos, un valet-repisa, instalado en el nicho para la estatua, ofrecía al paso un carcomido cenicero. Al pie de la escalera había un boquete en la pared, un agujero festoneado de ladrillos que daba acceso al edificio aledaño, tal vez el mismo en que lo recibiera George la víspera, ¿o acaso ahora se habría desorientado? Pasó por el boquete a un edificio de otra categoría, no de una elegancia en decadencia sino de una decrépita miseria. La cantidad de manos de pintura que habían soportado esos cielos rasos de latón, las capas sucesivas de linóleo de aquellos suelos: era un espectáculo impresionante, casi arqueológico. La mortecina luz de una sola lamparilla alumbraba aquel corredor. Había una puerta, con todos sus cerrojos y pestillos abiertos, y música y risas del otro lado, Y olor a comida en preparación. Dio unos pasos en dirección a esa puerta, pero un acceso de timidez lo paralizó. ¿Cómo hacía uno aquí, en este mundo, para abordar a la gente? Era algo que tendría que aprender; él, que rara vez desde su más tierna infancia había visto una cara que no conociera, se encontraba ahora rodeado de extraños, millones de extraños.
Pero en ese momento la idea de entrar por esa puerta no lo seducía.
Furioso consigo mismo, pero incapaz de cambiar de idea, echó a andar a la ventura por el corredor: en el fondo, a través del cristal opaco reforzado con tela metálica de una puerta, se filtraba la luz del día; descorrió el cerrojo, la abrió y sus ojos se toparon con el corral, en el centro mismo de la manzana. En los edificios que lo circundaban había docenas de puertas, todas diferentes, obstruida cada una por un tipo de valla distinto, portillos oxidados, cadenas, alambradas, trancas, cerrojos, o todo a la vez, y a pesar de ello frágiles, poco seguras. ¿Qué habría detrás de aquellas puertas? Algunas estaban abiertas, y a través de una de ellas Auberon pudo ver unas cabras. En ese mismo momento alguien salió del interior, un hombrecito diminuto y patizambo, de brazos enormemente musculosos, que cargaba a la espalda una pesada bolsa de arpillera. Echó a andar por el patio, cruzándolo de prisa, a un trote rápido a pesar de sus piernas cortas (no era más alto que un niño de pocos años) y Auberon le gritó:
—Perdone usted.
El otro no se detuvo. ¿Sordo? Auberon corrió en pos de él. ¿Estaba desnudo? ¿O llevaría un enterizo del mismo color de su piel?
—Hey —gritó Auberon, y el hombre se detuvo. Volvió hacia él la obscura y achatada cabezota y le sonrió de oreja a oreja; por encima de la ancha nariz, sus ojos eran meras ranuras. Caray, pensó Auberon, se diría que aquí la gente se vuelve positivamente medieval: ¿efectos de la miseria? Se preguntaba cómo abordar al hombrecito, convencido ya de que era idiota y que no comprendería, cuando advirtió que con la uña afilada de un largo dedo negro señalaba algo detrás de Auberon.
Volvió la cabeza. George Ratón acababa de abrir una de las puertas, dejaba salir del interior a tres gatos y, antes que Auberon tuviera tiempo de llamarlo, la había vuelto a cerrar. Tropezando con los surcos de la huerta, Auberon se lanzó en esa dirección, y se dio vuelta para agradecerle con un gesto su ayuda al hombrecito negro, pero éste había desaparecido.
En el fondo del corredor al que lo condujo esa puerta, se detuvo: sintió olor a comida y prestó oídos. Escuchó voces en el interior, una discusión al parecer, y ruido de cacharros y vajilla, el llanto de un bebé. Empujó, y la puerta se abrió.
La chica que un rato antes había visto sembrando huevos estaba allí, de pie delante de la cocina, todavía con su vestido dorado. Un niño de una belleza casi irreal, las mejillas surcadas de lágrimas mugrientas, estaba sentado en el suelo, a los pies de la chica. George Ratón presidía una mesa de comedor circular, bajo la cual sus botas enfangadas ocupaban un espacio considerable.