Después de la muerte del doctor, sus cuentos seguían publicándose en el periódico vespertino de la Ciudad, George los leía aun antes que la página de los chistes. Además de esos cuentos postumos —que la familia atesoraba como las ardillas las nueces para el invierno—, el doctor había dejado un
mare mágnum
de asuntos pendientes, tan tupido y enmarañado como un zarzal; los abogados y agentes se afanaban con todo eso y bien podían seguir haciéndolo durante años. Auberon tenía un interés personal en esos espinosos asuntos porque el doctor había hecho un legado a su favor, lo bastante como para que pudiera vivir más o menos un año y escribir sin preocupaciones. En realidad, lo que el doctor había esperado —aunque era demasiado tímido para manifestarlo— era que su nieto y mejor amigo de sus últimos años siguiera contando las pequeñas aventuras, si bien en ese aspecto Auberon estaba en desventaja: hubiera tenido que inventarlas, a diferencia del doctor, quien durante años las había obtenido de primera mano.
Ha de ser un tanto embarazoso, George lo podía imaginar fácilmente, descubrir que uno puede conversar con los animales. Nadie sabía cuánto tiempo el doctor mismo había tardado en convencerse, aunque algunos de los mayores recordaban la primera vez que había aludido a ese poder, tímida, tentativamente: en broma, pensaron, una broma sin mucha gracia, pero de todas maneras las bromas del doctor nunca eran muy divertidas, excepto para millones de niños. Más tarde asumió la forma de una adivinanza: relataba sus conversaciones con las salamandras y los paros carboneros con una sonrisa críptica, como invitando a su familia a adivinar por qué hablaba así.
A la larga, cesó de tratar de mantenerlo oculto: las historias que escuchaba narrar a sus interlocutores eran, sencillamente, demasiado interesantes para que él a su vez no las contara.
Y como todo eso sucedía en la época en que Auberon empezaba a tener uso de razón, al niño le parecía que los poderes de su abuelo se iban acrisolando, que su oído se aguzaba cada vez más. Cuando, durante uno de sus largos paseos por los bosques, el doctor dejó por fin de simular que lo que oía decir a los animales lo inventaba él y confesó que repetía conversaciones que escuchaba, abuelo y nieto se sintieron mucho mejor. A Auberon nunca le había gustado demasiado el «hagamos de cuenta», y al doctor siempre le había parecido abominable mentirle al pequeño. La ciencia de la cosa, dijo, se le escapaba; tal vez no fuera nada más que el resultado de su devoción de toda la vida; de todas maneras, sólo a ciertos animales podía comprender, los pequeños, los que mejor conocía. De los osos, de los alces, de los escasos y fabulosos felinos, de las grandes y solitarias aves de rapiña, nada sabía. Ellos lo desdeñaban, o no sabían hablar, o consideraban inútil la charla insubstancial, no lo sabía.
—¿Y los insectos y los bicharracos? —le preguntó Auberon.
—Algunos, no todos —respondió el doctor.
¿Y las hormigas?
—Oh, sí, las hormigas —dijo el doctor—. Claro que sí. —Y allí mismo, donde estaban arrodillados, junto al montoncito de fresca tierra amarilla, cogió las manos de su nieto y tradujo para él, agradecido, el parloteo trivial de las hormigas que trajinaban en el túnel.
Auberon dormía ahora hecho un ovillo bajo una manta en el despanzurrado confidente —quién no, si se hubiese levantado tan temprano y viajado tan lejos en tantas direcciones como lo hiciera hoy su primo—; George Ratón, en cambio, presa de tics y retozando por los vertiginosos toboganes y escalerillas de la Alta Especulación, montaba guardia junto al muchacho y seguía enterándose de sus aventuras.
Cuando, sin haber probado la avena pero apurado en cambio el café hasta la última gota, salió de la casa por la ancha puerta principal (la mano de Fumo apoyada paternalmente sobre el hombro de su hijo, pese a que el del muchacho era más alto que el suyo), Auberon supo que no habría manera de que pudiese partir de incógnito, sin adioses. Sus hermanas, las tres, habían acudido a despedirlo: Lily y Lucy llegaban ya por el caminito de la entrada cogidas del brazo, Lily transportando a sus mellizos en sendas mochilas, a proa y a popa, en tanto Tacey aparecía al final del sendero montada en su bicicleta.
Lo podía haber imaginado, pero él no había deseado esa despedida, era lo que menos había deseado, por esa irrevocabilidad formal que la presencia de sus hermanas confería siempre a cualquier partida, llegada o reunión a que asistían. ¿Cómo demonios se habían enterado, en todo caso, de que sería hoy, esta mañana? Sólo a Fumo se lo había comunicado, anoche a última hora, y le había hecho jurar secreto absoluto. Una especie de furia que le era familiar lo sublevó, aunque ignoraba que ese sentimiento se llamaba furia.
—Hola, hola —dijo.
—Hemos venido a decirte adiós —dijo Lily. Lucy hizo a un lado a la melliza de proa y añadió—: Y a traerte algunos regalos.
—¿De veras? Vaya. —Tacey frenó con destreza su bicicleta al pie de la escalera del porche y se apeó.— Hola, hola —dijo de nuevo Auberon—. ¿Habéis traído con vosotras a todo el condado? —Por supuesto, ellas no habían traído a nadie más: ninguna otra presencia era necesaria, y sí la de ellas.
Tal vez porque sus nombres eran tan parecidos, o porque con tanta frecuencia las tres aparecían y actuaban simultáneamente en la comunidad, lo cierto es que la gente de los alrededores de Bosquedelinde solía confundirlas. Sin embargo, eran las tres muy diferentes. Tacey y Lily descendían de su madre y de la madre de ésta, largas, de huesos grandes, y retozonas, aunque Lily había heredado no se sabe de quién un casco de pelo lacio rubio y fino, paja hilada en hebras de oro como la que devanaba la princesa del cuento, en tanto que los cabellos de Tacey eran aurirrojos y rizados como los de Alice. Lucy, en cambio, era el vivo retrato de su padre, más baja que sus hermanas, con los bucles castaños y la expresión plácida y ausente de Fumo, y hasta un algo de su anonimía congénita en sus ojos redondos. Pero en otro sentido, eran Lucy y Lily las que formaban una pareja: esa clase de hermanas en la que una puede terminar las frases de la otra, y sentir sus dolores incluso a la distancia. Durante años habían compartido una especie de juego inventado consistente en una serie de chistes aparentemente absurdos; una hacía, por ejemplo, en el tono más serio del mundo, una pregunta tonta, y la otra, tan seria como su hermana, la contestaba con una tontería aún mayor; y acto seguido, le otorgaban un número al chiste. Los números habían ascendido a varios centenares. Tacey, quizá por ser la mayor, se mantenía al margen de los juegos de sus hermanas; era una persona solemne y retraída por naturaleza que cultivaba con devoción una serie de pasiones, la flauta dulce, la cría de conejos, las bicicletas de carrera. Por otra parte, en todas las conspiraciones, planes y ceremonias que tenían que ver con los mayores y sus asuntos, siempre había sido Tacey la sacerdotisa, y las dos más pequeñas sus acólitos.
En una sola cosa eran las tres iguales: las tres tenían una sola ceja que les cabalgaba por encima de la nariz sin interrupción, desde la comisura exterior de un ojo hasta la del otro. De los hijos de Fumo y Alice, era Auberon el único que no la tenía.
Uno de los recuerdos que Auberon conservaría siempre de sus hermanas era de cuando jugaban a los misterios: el nacimiento, el matrimonio, el amor y la muerte. Había sido el Bebé de ellas cuando era muy pequeño, llevado y traído sin cesar de un baño imaginario o un hospital imaginario, un muñeco de carne y hueso. Más tarde tuvo, necesariamente, que ser el Prometido, y por último el Difunto, cuando ya tenía edad suficiente para sentirse a gusto tendido e inmóvil mientras ellas le administraban los últimos sacramentos. Y no todo era juego: a medida que se hacían mayores, las tres iban adquiriendo, al parecer, una comprensión instintiva de las escenas y los hechos de la vida cotidiana, de los telones que se alzaban y caían en las vidas de las personas de su entorno. Nadie recordaba haberles dicho (tenían en ese entonces cuatro, seis y ocho años) que la hija menor de los Pájaros se iba a casar con Jim Grajo en Campollano, y sin embargo se aparecieron las tres en la iglesia vestidas con pantalones vaqueros, con ramilletes de flores silvestres en las manos, y se arrodillaron piadosamente en las gradas del atrio mientras en el recinto el novio y la novia prestaban sus juramentos. (El fotógrafo de las bodas, mientras esperaba puertas afuera la salida de los recién casados, tomó una foto caprichosa de las tres preciosidades, que luego obtuvo un premio en un concurso de fotografías. Parecían estar en pose, y en cierta forma lo estaban.)
Desde una edad muy temprana habían cultivado las labores de la aguja, adquiriendo en ellas una maestría creciente y abordando ramas cada vez más intrincadas y esotéricas de ese arte a medida que se hacían mayores: los encajes, el bordado con seda, la pasamanería; lo que Tacey aprendía primero de la tía abuela Nube y de su abuela, lo enseñaba a su vez a Lily, y Lily a Lucy; y cuando estaban las tres reunidas, sentadas (a menudo en la sala de música poligonal, donde en todas las estaciones del año entraba el sol), tramando y destramando sus hebras con destreza, llevaban entre ellas un calendario permanente de las defunciones, matrimonios, rupturas, partos previstos (anunciados o no) de la gente que conocían. Ataban nudos, cortaban hilos, lo sabían todo; y con el tiempo no hubo en la comunidad acontecimiento alguno, luctuoso o feliz, del que ellas no estuvieran enteradas, y pocos que se llevaran a cabo sin que las tres estuvieran presentes. Y a esos pocos, era como si les faltase algo, como si no estuviesen sancionados. La partida de su único hermano para su cita con el destino y con los abogados no iba a ser uno de ellos.
—Toma —dijo Tacey, sacando de la cesta de su bicicleta un paquetito en papel azul hielo—. Llévate esto y ábrelo cuando llegues a la Ciudad. —Lo besó con ternura.
—Toma esto —dijo Lily, entregándole uno envuelto en papel verde menta— y ábrelo cuando tengas ganas de hacerlo.
—Toma esto —dijo Lucy. Su paquete era blanco—. Ábrelo cuando quieras volver a casa.
Asintiendo, turbado, Auberon recibió los tres y los puso en su mochila. Ni una palabra más dijeron las chicas acerca de los regalos; pero se quedaron un rato con él y Fumo sentadas en el porche, donde las hojas muertas, arrastradas por el viento, se amontonaban debajo de las sillas de mimbre (habrá que guardarlas en el sótano, pensó Fumo: una antigua tarea de Auberon; sintió un escalofrío de presentimientos, como de pérdida, pero pensó que no era más que el melancólico amanecer de noviembre). Mientras tanto, Auberon, que era lo bastante joven y solitario como para suponer que hubiera podido escapar de su casa sin que nadie lo viera, que nadie prestaba mucha atención a sus movimientos, seguía allí, sentado entre ellos por la fuerza, viendo despuntar el día; de pronto se palmeó las rodillas, se levantó, estrechó la mano de su padre, besó a sus hermanas, prometió escribir y echó a andar hacia el sur a través del sonoro mar de hojas, en dirección al cruce donde podría tomar un autobús; ni una sola vez volvió la cabeza para mirar a los cuatro que lo veían partir.
—Bueno —dijo Fumo, rememorando su viaje a la Ciudad a una edad cercana a la de Auberon—, tendrá aventuras.
—Montones —dijo Tacey.
—Va a ser divertido —dijo Fumo—, probablemente, posiblemente. Recuerdo...
—Divertido por un tiempo —dijo Lily.
—No demasiado divertido —dijo Lucy—. Divertido al principio, sí, por lo menos.
—Papá —dijo Tacey, viéndolo tiritar—, no deberías estar aquí fuera en pijama, por amor de Dios.
Fumo se levantó, ciñéndose al cuerpo la bata de baño. Esa tarde tendría que entrar los muebles del porche, antes que la nieve se apilara absurdamente en sus asientos estivales.
Cambiando con presteza de enfoque, George Ratón observaba ahora desde un nicho de la Vieja Cerca de Piedra a su primo Auberon, quien, cruzando por el atajo de la Antigua Dehesa, se encaminaba hacia Arroyodelprado. En ese nicho, el Ratón de Campo, con una brizna de hierba entre los dientes y rumiando sus sombríos pensamientos, veía al humano que se acercaba haciendo crujir y aplastando con sus botas las ramas grandes y las hojas secas por centenares. Ah, qué patas tan enormes y torpes tenían. Esas patas enfundadas en botas eran más grandes y más torpes que las del legendario Oso Pardo. Sólo el hecho de que no tuvieran más que dos y que raras veces, y siempre en solitario, vinieran a rondar por las cercanías de su casita, hacía que el Ratón de Campo se sintiera hacia ellos un poco más benévolo que con la Vaca pisoteadora de hogares, su monstruo más temido. Cuando Auberon estuvo cerca (pasó en realidad muy cerca del nicho en el que él estaba agazapado), el Ratón de Campo se llevó una sorpresa mayúscula. Si era el chico —crecidísimo ahora— que en una ocasión había venido con el doctor que fuera amigo de su tatarabuelo; el mismísimo chico que el Ratón de Campo, en aquel entonces un pichoncito de ratón, había visto una vez, con las manos sobre las desnudas rodillas costrosas, escrutar con vivísimo interés la vivienda familiar en tanto el doctor tomaba nota de las memorias de su tatarabuelo, tan famosas hoy en día no sólo entre varias generaciones de Ratones de Campo sino en todo el Ancho Mundo. Una súbita oleada de afectuosa familiaridad hizo que el Ratón de Campo se sobrepusiera a su timidez natural, e intentara un saludo: «Mi tatarabuelo era amigo del doctor», gritó. Pero el muchacho siguió de largo.
El doctor podía hablar con los animales, pero el joven, al parecer, no podía hacerlo.
Mientras Auberon, hundido en la dorada hojarasca hasta las pantorrillas, esperaba en el cruce, y Fumo se quedaba absorto, de espaldas a su tribu, que se preguntaba por qué, de pronto, se habría callado, con la tiza contra la pizarra, entre sujeto y predicado, Llana Alice, bajo su edredón estampado (¡sí!, George Ratón se extasiaba viendo hasta dónde llegaban, y en cuántas direcciones, sus Empatias Mentales), soñaba que su hijo Auberon, que ahora vivía en la Ciudad, la llamaba por teléfono para contarle cómo le iban las cosas.
—Durante cierto tiempo fui pastor en el Bronx —le decía la voz incorpórea y sin embargo cauta—, pero cuando llegó noviembre vendí el rebaño. —Y mientras él lo contaba, ella podía ver ese Bronx del que él le hablaba: las verdes y desmochadas lomas marinas, un espacio de aire puro y ventoso entre loma y loma, y las nubes de lluvia a escasa altura. Era como si ella hubiese estado cuando él pastoreaba, como si por los senderos trillados hubiese seguido las huellas delicadas y los negros excrementos hasta las dehesas, con los oídos repletos de tristes balidos, las fosas nasales impregnadas del olor de la lana húmeda en los amaneceres brumosos. ¡Vivido! Podía ver a su hijo cuando (como él se lo contaba) se detenía cayado en mano sobre un promontorio y avizoraba en la dirección del mar, y hacia el oeste, de donde soplaban los vientos, y hacia el sur, en la otra orilla del río, hacia el bosque obscuro que cubría toda la isla, y se preguntaba...