Pqueño, grande (39 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—Hola —dijo—. Cereales, chico. ¿Has dormido bien? —Golpeó con los nudillos la silla vecina a la suya. El bebé, sólo un momento intrigado por la presencia de Auberon, se preparaba para una nueva ronda de llanto escupiendo por sus labios angelicales diminutas burbujas de saliva. Tironeó del vestido de la chica.


Ay, coño
, hombre —dijo ella con dulzura—, un poquitín de paciencia —como si le hablara a un adulto; el crío la miró cuando ella lo miraba, y parecieron llegar a un entendimiento. No volvió a llorar. Ella, provista de una gran cuchara de madera, revolvía algo en una cacerola, una tarea que ejecutaba con todo el cuerpo, que hacía que su trasero recamado en oro se meneara rítmicamente hacia atrás y delante; Auberon estaba absorto contemplando todo aquel movimiento, cuando George Ratón volvió a hablar.

—Ésta es Sylvie, hombre. Sylvie, dile hola a Auberon Barnable, que ha venido a la Ciudad a buscar fortuna.

Su sonrisa fue instantánea y genuina, un súbito rayo de sol a través de las nubes. Auberon se inclinó, muy tieso, consciente de sus ojos legañosos y la sombra en sus mejillas.

—¿Quieres desayunar? —preguntó ella.

—Por supuesto que quiere. Aposéntate, primito.

Ella volvió a ocuparse de la comida. De un autito de cerámica tripulado por dos personajes tocados con chisteras que ostentaban sus nombres respectivos, Sr. Saladillo y Sr. Pimentel, sacó de un tirón a uno de ellos y lo sacudió vigorosamente sobre la cacerola. Auberon se sentó y cruzó las manos sobre la mesa. Las ventanas de losanges de aquella cocina daban al corral, donde ahora alguien —no el hombrecito extraño que Auberon había visto— llevaba las cabras a pastorear por entre la vegetación putrefacta, con la ayuda, notó Auberon..., de una vara métrica.

—¿Tienes muchos arrendatarios? —le preguntó a su primo.

—Bueno, arrendatarios, lo que se dice arrendatarios no son —respondió George.

—Él les da hospitalidad —dijo Sylvie, mirando a George con afecto—. Ellos no tienen otro sitio adonde ir. Gente como yo. Porque tiene buen corazón. —Siempre revolviendo, se echó a reír.— Ovejitas descarriadas... y demás.

—Creo que me encontré con alguien —dijo Auberon—. Un tío negro, allá afuera, en el patio. —Notó que Sylvie había dejado de revolver y se había dado vuelta y lo miraba.— Muy pequeñito —añadió, sorprendido por el silencio que había suscitado.

—Brownie
[2]
—dijo Sylvie—. Era Brownie. ¿Has visto a Brownie?

—Supongo —dijo Auberon—. ¿Quién...?

—Sí, el bueno de Brownie —dijo George—. Es más bien solitario. Una especie de ermitaño. Hace montones de trabajos aquí en la alquería. —Miró a Auberon con curiosidad.— Espero que no habrás...

—No creo que me haya entendido. Siguió de largo.

—Ah —dijo Sylvie con ternura—. Brownie.

—¿También lo has recogido a él? —preguntó Auberon.

—¿Mmm? ¿A quién? ¿A Brownie? —repuso George, que ahora parecía pensativo—. No, el viejo Brownie siempre ha estado aquí, me imagino, quién demonios lo sabe. Bueno, escucha —dijo, cambiando visiblemente de tema—. ¿En qué andarás hoy? ¿Negocios?

De un bolsillo interior Auberon sacó una tarjeta. Decía PETTY, SMILODON & RUTH,
Abogados
, y traía al pie una dirección y un número de teléfono.

—Los abogados de mi abuelo. Tengo que verlos por el asunto de la herencia. ¿Puedes decirme cómo hago para llegar?

George la estudió un rato, perplejo, leyendo y releyendo la dirección en voz alta y pausada, como si fuese algo esotérico. Sylvie, recogiéndose el chal sobre los hombros, llevó a la mesa una cacerola abollada y humeante.

—Toma la abeja o la mar —dijo—. Aquí tienes tu bazofia. —Con un golpe seco, plantó la cacerola sobre la mesa. George aspiró con fruición los vapores.— Ella no soporta la avena —le explicó a Auberon, con una guiñada.

Sylvie dio vuelta la cara, expresando muy gráficamente, con una mueca, con un gesto de todo su cuerpo en realidad, la aversión que sentía: y (cambiando instantáneamente de actitud), alzó con gracia y ternura al niño, que ahora parecía empeñado en hacer de tragasables con un bolígrafo.


¡Qué jodiénda!
Mira, mira esto. Hala, tú, mira estos cachetes gordezuelos, tan requetelindos, ¿no te apetece
morderlos
? Mmmmp. —Le besuqueaba la carita morena en tanto él trataba de zafarse y cerraba los ojos con fuerza. Lo sentó en una desvencijada sillita alta adornada con calcomanías descoloridas de ositos y conejos, y puso la comida delante de él. Le ayudaba a comer, abriendo la boca a la par de él, cerrándola alrededor de una cuchara imaginaria, limpiándole las sobras que se derramaban en la barbilla. Observándola, Auberon se sorprendió abriendo también él la boca, para ayudar. La cerró de golpe.

—Hey, princesa —dijo George cuando ella terminó con el bebé—. ¿Vas a comer o qué?

—¿
Comer
? —como si le hubiese propuesto una indecencia—. Si acabo de
llegar
.
A la cama
me voy, chico, y voy a
dormir
. —Se desperezaba, bostezaba, se ofrecía a Morfeo con alma y vida; con las largas uñas pintadas se rascaba lánguidamente el estómago. El vestido dorado se le hundía en el ombligo en un hoyuelo en sombras. Y Auberon no pudo menos que sentir que su cuerpo moreno era, aunque perfecto, demasiado pequeño para contenerla; que ella lo rebosaba, estallando en relámpagos y bengalas de inteligencia y emociones, y que hasta la pantomima que ahora representaba, de cansancio y debilidad, brotaba de ella como un estallido de luz y fulgor.

—¿La abeja o la mar? —preguntó.

Mensajero Alado

Mientras se traqueteaba rumbo al centro en el ruidoso tren subterráneo de la Línea B, Auberon —sin experiencia alguna en esos trances— trataba de adivinar qué relación podía existir entre George y Sylvie. George era lo bastante mayor como para ser su padre, y Auberon era lo bastante joven para considerar improbable y repelente la posibilidad de esa clase de maridaje entre mayo y diciembre. Sin embargo, ella le había preparado el desayuno. ¿A qué cama habría ido cuando se fue a dormir? Él deseaba, bueno, no sabía muy bien lo que deseaba, y justo en ese momento algo imprevisto sucedió que lo arrancó bruscamente de sus cavilaciones. El tren empezó a zarandearse con violencia; gemía como si lo torturasen; estaba, al parecer, a punto de partirse en dos. Auberon se levantó de un salto. Fuertes golpes metálicos le retumbaban en los oídos, las luces trepidaban, se apagaban. Aferrándose a un poste frío, esperó el choque o descarrilamiento inminente. Entonces se percató de que nadie en el tren parecía alarmarse en lo más mínimo; imperturbables, los pasajeros leían periódicos en lenguas extranjeras o mecían cochecitos de bebé o sacaban cosas del interior de bolsas de papel o mascaban chicle plácidamente, por Dios, si los que dormían ni siquiera habían parpadeado. Lo único que, al parecer, les había extrañado era la forma brusca en que Auberon se había levantado de su asiento, y a la que habían dedicado apenas una mirada furtiva. Pero ahora la catástrofe se precipitaba. Del otro lado de las ventanillas casi cómicamente mugrientas vio otro tren, en una vía paralela, abalanzándose hacia ellos, todo silbidos y chirriantes alaridos; iban a chocar de costado, las ventanas amarillas (todo cuanto era visible) del otro tren se precipitaban hacia ellos como ojos despavoridos. En el último instante posible los dos trenes viraron apenas y reanudaron la furiosa marcha paralela, a pocos centímetros uno de otro, en carrera desenfrenada. En el otro tren, Auberon alcanzó a ver viajeros plácidos y abrigados que leían periódicos extranjeros y sacaban cosas de bolsas de papel. Volvió a sentarse.

Un hombre negro de cierta edad, enfundado en un gabán pasado de moda y raído, que a lo largo de todo el incidente había permanecido muy tranquilo agarrado a un poste en el centro del vagón, estaba argumentando, cuando se amortiguaron los ruidos:

—Ahora, no me interpreten mal, no me interpreten mal —mientras extendía la palma cenicienta de una larga mano hacia los pasajeros en general, a quienes intentaba persuadir y que hacían visiblemente oídos sordos a su perorata—. No, no me interpreten mal. Una mujer bien vestida es algo digno de ver, seguro que sí, ustedes saben, claro que lo saben, una cosa bella, una alegría eterna. A lo que yo me refiero es a la mujer que se pone una piel. Pero eso sí, no me interpreten mal... —un gesto humilde de la cabeza para atajar las posibles críticas—; pero vean ustedes, una mujer que se pone la piel de un animal adquiere las propensiones de ese animal. Véanlo ustedes. —Adoptó la postura informal de quien va a narrar una anécdota y paseó una mirada de benévola intimidad por sus supuestos oyentes. Cuando se abrió hacia un costado el indescriptible gabán para apoyar los nudillos sobre la cadera, Auberon alcanzó a ver en el bolsillo el pesado balanceo de una botella.— Pues bien, estaba yo hoy en el Saks de la Quinta Avenida —prosiguió— y había allí unas damas admirando un abrigo hecho con la piel de la
marta
. —Meneó tristemente la cabeza al evocar la escena.— Y bien, y bien, de todos los animales de la creación del Señor, le ha tocado a la marta ser el más rastrero. El animal marta, amigos míos, se come a su propia prole. ¿Oyen ustedes lo que les estoy diciendo? Essués. La marta es el más inmundo, el más ruin, el más malvado... La marta es una bestia más ruin y más malvada que el visón, amigos, que el visón, y ustedes saben con seguridad en qué cosas andan los visones. ¡Essués! Y allá estaban esas bellas señoras, que no matarían ni a una mosca, palpando ese abrigo hecho con la piel del animal marta, sí, sí, ¿no es divino?... —Incapaz de contener un momento más su regocijo, dejó escapar una risita.— Sí, sí, las propensiones del animal, sin ninguna duda... —Sus ojos amarillos se posaron en Auberon, el único que lo escuchaba con cierto interés, preguntándose si tendría tazón.— Mmm-mmm-mmm —murmuró abstraído, concluida su perorata, con una semisonrisa en los labios; sus ojos vivaces, humorísticos y a la vez con un algo de reptil en la mirada, parecieron descubrir algo divertido en Auberon. En ese momento el tren viró en un ángulo chirriante, y el negro, despedido hacia delante, avanzó por el coche en una elegante gavota, en equilibrio precario pero sin caerse, el bolsillo cargado con la botella repicando contra los postes. Cuando pasaba por su lado, Auberon le oyó decir—: Los abanicos y las capas de piel lo ocultan todo. —La llegada del tren a una estación frenó de golpe al hombre, haciéndolo danzar en retroceso; las puertas se abrieron, y una sacudida final lo lanzó fuera del coche. Justo a tiempo, Auberon reconoció su parada, y también él saltó al andén.

Estruendo y humo acre, anuncios urgentes mezclados en confusa algarabía con la estática e inaudibles, de todos modos, en medio de los bramidos metálicos de los trenes sin cesar repetidos por el eco. Auberon, totalmente desorientado mientras subía tras manadas de viajeros por rampas y escaleras mecánicas, seguía estando, al parecer, siempre bajo tierra. En un recodo alcanzó a divisar el gabán del negro; en el siguiente —que parecía resuelto a conducirlo otra vez abajo— se encontró al lado del hombre, que ahora caminaba como sin rumbo con aire preocupado. La locuacidad de que hiciera gala en el metro se había esfumado. Un actor fuera del escenario, con problemas personales.

—Perdone usted —dijo Auberon, buscando algo en su bolsillo. El negro, sin sorprenderse, extendió la mano para recibir lo que Auberon pudiera ofrecerle, y sin sorprenderse la retiró cuando Auberon sacó tan sólo la tarjeta de Petty, Smilodon & Ruth—. ¿Puede usted ayudarme a dar con esta dirección? —dijo, y la leyó en voz alta. El negro pareció dudar.

—Una engañifa —dijo—. En apariencia, significa una cosa, pero no. Oh, una engañifa. Costará dar con ella. —Echó a andar arrastrando los pies y con aire ausente, pero su mano a lo largo de su flanco indicaba con un movimiento rápido que Auberon tenía que seguirlo.— Yo contigo iré —musitaba— y tu guía siempre seré, y si mi ayuda te fuera menester, a tu lado yo me encontraré.

—Gracias —dijo Auberon, aunque no estaba del todo seguro de que esas palabras estuvieran dirigidas a él. Su incertidumbre fue en aumento a medida que el hombre (cuyo trote era más rápido de lo que parecía y que en las esquinas doblaba sin previo aviso) lo guiaba a lo largo de túneles obscuros que apestaban a orina y en los que el agua de la lluvia se filtraba y goteaba como en una caverna, y por pasadizos poblados de ecos y, escaleras arriba, hasta una inmensa basílica (la antigua terminal), y más arriba aún, por escalinatas relucientes a vestíbulos de mármol, en tanto él, a medida que ascendían a los pulcros lugares públicos, parecía cada vez más zaparrastroso y más hediondo.

—Déjame que le eche otra ojeada —dijo, cuando se detuvieron delante de una hilera de vertiginosas puertas giratorias de cristal y acero, a través de las cuales pasaba un incesante aluvión de viajeros. Auberon y su guía se habían detenido justo en el lugar de paso, y la gente, obligada a hacer un cuidadoso rodeo para esquivarlos, parecía malhumorada, si era a causa de la obstrucción o por motivos personales, Auberon no pudo adivinarlo.

—Tal vez si le preguntara a algún otro —sugirió.

—No —declaró el negro sin rencor—. Has dado con el mejor. Soy mensajero, ¿sabes? —Miró a Auberon cara a cara.— Mensajero. Mi nombre es Fred Savage, Servicio Alado de Mensajería, sólo que estoy un poco desorientado para decírtelo. —Con gracia y agilidad se introdujo entre las cuchillas de la trilladora de la puerta. Auberon, indeciso, a punto de perderlo, se precipitó dentro de un segmento vacío, que tras un giro vertiginoso lo depositó en la calle, bajo una lluvia fina y fría, al aire libre al menos, y apuró el paso para alcanzar a Fred Savage.— Mi compadre Duke —estaba diciendo el negro—, me encontré a Duke a eso de la medianoche en un callejón detrás del cementerio, con la pierna de un hombre al hombro. Epa, le dije, Duke, compadre. Dijo que él era un lobo, sólo que un lobo es peludo por fuera, ¿sabes?, y él es peludo por dentro... Dijo que yo le podía arrancar su propio pellejo, dijo, y vería si no...

Auberon lo seguía, abriéndose paso a codazos a través de la apretujada y adiestrada multitud, doblemente temeroso de perderlo, ahora que Fred Savage se había quedado con la tarjeta de los abogados. Pese a todo, se distraía, fascinado por la altura de los edificios, algunos se perdían allá arriba entre las nubes cargadas de lluvia, tan castos y nobles en las cumbres y en las bases tan sórdidos, atestados de negocios y letreros, cubiertos de escaras, oprimidos y humillados como robles gigantescos en cuyos troncos generaciones y generaciones hubiesen tallado herraduras y corazones. Sintió un tirón en la manga.

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